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Admirabile Signum de Belén . El hermoso signo del pesebre, tan estimado por el pueblo cristiano, causa siempre asombro y admiración. La representación del acontecimiento del nacimiento de Jesús equivale a anunciar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios con sencillez y alegría. La contemplación de la escena de la Navidad nos invita a ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la humildad de aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre. Y descubrimos que él nos ama hasta el punto de unirse a nosotros, para que también nosotros podamos unirnos a él. El evangelista Lucas dice sencillamente que María "dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada" (Lc 2, 7). Jesús fue colocado en un pesebre, palabra que procede del latín praesepium. El Hijo de Dios, viniendo a este mundo, encuentra sitio donde los animales van a comer. El heno se convierte en el primer lecho para aquel que se revelará como el "pan bajado del cielo" (Jn 6, 41). Un simbolismo que ya San Agustín, junto con otros padres, había captado cuando escribía: "Puesto en el pesebre, se convirtió en alimento para nosotros" (Homilías, CLXXXIX, 4). Pero ¿por qué Belén suscita tanto asombro y nos conmueve? En primer lugar, porque manifiesta la ternura de Dios. Él, el Creador del universo, se abaja a nuestra pequeñez. El don de la vida, siempre misterioso para nosotros, nos cautiva aún más viendo que aquel que nació de María es la fuente y protección de cada vida. En Jesús, el Padre nos ha dado un hermano que viene a buscarnos cuando estamos desorientados y perdemos el rumbo. Nos ha dado un amigo fiel que siempre está cerca de nosotros, y nos ha dado a su Hijo que nos perdona y nos levanta del pecado. En realidad, Belén contiene diversos misterios de la vida de Jesús y nos los hace sentir cercanos a nuestra vida cotidiana. De modo particular, el pesebre es una invitación a sentir y tocar la pobreza que el Hijo de Dios eligió para sí mismo en su encarnación. Y así, es implícitamente una llamada a seguirlo en el camino de la humildad, de la pobreza, del despojo, que desde la gruta de Belén conduce hasta la cruz. Es una llamada a encontrarlo y servirlo con misericordia en los hermanos y hermanas más necesitados (Mt 25, 31-46). Belén nos hace recordar lo que ya habían anunciado los profetas, y que toda la creación participa en la fiesta de la venida del Mesías. Los ángeles y la estrella son la señal de que también nosotros estamos llamados a ponernos en camino para llegar a la gruta y adorar al Señor. "Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado" (Lc 2,15). Así dicen los pastores después del anuncio hecho por los ángeles. Es una enseñanza muy hermosa que se muestra en la sencillez de la descripción. A diferencia de tanta gente que pretende hacer otras mil cosas, los pastores se convierten en los primeros testigos de lo esencial, que es la salvación que se les ofrece. Son los más humildes y los más pobres quienes saben acoger el acontecimiento de la encarnación. A Dios que viene a nuestro encuentro en el niño Jesús, los pastores responden poniéndose en camino hacia él, para un encuentro de amor y de agradable asombro. Este encuentro entre Dios y sus hijos, gracias a Jesús, es el que da vida precisamente a nuestra religión y constituye su singular belleza, y resplandece de una manera particular en el pesebre. Los pobres y los sencillos de Belén nos recuerdan que Dios se hace hombre para aquellos que más sienten la necesidad de su amor y piden su cercanía. Jesús, "manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29), nació pobre, llevó una vida sencilla para enseñarnos a comprender lo esencial y a vivir de ello. Desde Belén emerge claramente el mensaje de que no podemos dejarnos engañar por la riqueza y por tantas propuestas efímeras de felicidad. El palacio de Herodes está al fondo, cerrado y sordo al anuncio de alegría. Al nacer en el pesebre, Dios mismo inicia la única revolución verdadera que da esperanza y dignidad a los desheredados, a los marginados. Es la revolución del amor, la revolución de la ternura. Desde Belén, Jesús proclama la llamada a compartir con los últimos el camino hacia un mundo más humano y fraterno, donde nadie sea excluido ni marginado. Poco a poco, Belén nos lleva a la gruta, donde encontramos a María y de José. María es una madre que contempla a su hijo, y lo muestra a cuantos vienen a visitarlo. Su imagen hace pensar en el gran misterio que ha envuelto a esta joven cuando Dios la llamó a la puerta de su corazón inmaculado. Ante el anuncio del ángel, que le pedía que fuese la madre de Dios, María respondió con obediencia plena y total, y sus palabras ("he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra"; Lc 1,38) son para todos nosotros el testimonio del abandono en la fe a la voluntad de Dios. Con aquel sí, María se convertía en la madre del Hijo de Dios sin perder su virginidad, y consagrándola gracias a él. Vemos en ella a la madre de Dios que no tiene a su Hijo sólo para sí misma, sino que pide a todos que obedezcan a su palabra y la pongan en práctica (Jn 2, 5). Junto a María, en una actitud de protección del niño y de su madre, está San José. Por lo general, se representa con el bastón en la mano, y a veces también sosteniendo una lámpara. San José juega un papel muy importante en la vida de Jesús y de María. Él es el custodio que nunca se cansa de proteger a su familia. Cuando Dios le advirtió de la amenaza de Herodes, no dudó en ponerse en camino y emigrar a Egipto (Mt 2, 13-15). Y una vez pasado el peligro, trajo a la familia de vuelta a Nazaret, donde fue el primer educador de Jesús niño y adolescente. José llevaba en su corazón el gran misterio que envolvía a Jesús y a María su esposa, y como hombre justo confió siempre en la voluntad de Dios y la puso en práctica. El corazón del pesebre comienza a palpitar cuando nos fijamos en la imagen del niño Jesús. Dios se presenta así, en un niño, para ser recibido en nuestros brazos. Y en la debilidad y en la fragilidad esconde su poder, que todo lo crea y transforma. Parece imposible, pero es así: en Jesús, Dios ha sido un niño y en esta condición ha querido revelar la grandeza de su amor, que se manifiesta en la sonrisa y en el tender sus manos hacia todos. El nacimiento de un niño suscita alegría y asombro, porque nos pone ante el gran misterio de la vida. Viendo brillar los ojos de los jóvenes esposos ante su hijo recién nacido, entendemos los sentimientos de María y José, los cuales mirando a Jesús percibían la presencia de Dios en sus vidas. "La vida se hizo visible" (1Jn 1, 2), nos recuerda el apóstol Juan, resumiendo así el misterio de la encarnación. Definitivamente, Belén vivió un acontecimiento único y extraordinario que cambió el curso de la historia, y a partir del cual también se ordena la numeración de los años, antes y después del nacimiento de Cristo. El modo de actuar de Dios casi aturde, porque parece imposible que él renuncie a su gloria para hacerse hombre como nosotros. Qué sorpresa ver a Dios que asume nuestros propios comportamientos: duerme, toma la leche de su madre, llora y juega como todos los niños. Como siempre, Dios desconcierta, es impredecible, y continuamente va más allá de nuestros esquemas. Fue también a Belén donde llegaron los magos del Oriente. Observando la estrella, aquellos sabios y ricos señores de Oriente se habían puesto en camino hacia Belén para conocer a Jesús y ofrecerle dones: oro, incienso y mirra. También estos regalos tienen un significado alegórico: el oro honra la realeza de Jesús, el incienso su divinidad, y la mirra su encarnada humanidad, que conocerá la muerte y la sepultura. Contemplando esta escena de los magos, estamos llamados a reflexionar sobre la responsabilidad que cada cristiano tiene de ser evangelizador. Cada uno de nosotros se hace portador de la buena noticia con los que encuentra, testimoniando con acciones concretas de misericordia la alegría de haber encontrado a Jesús y su amor. Los magos nos enseñan que se puede comenzar a caminar desde muy lejos, para llegar a Cristo. Son hombres ricos, sabios extranjeros, sedientos de lo infinito, que parten para un largo y peligroso viaje que los lleva hasta Belén (Mt 2, 1-12). Una gran alegría los invade ante el niño Rey. No se dejan escandalizar por la pobreza del ambiente, y no dudan en ponerse de rodillas y adorarlo. Ante él comprenden que Dios, igual que regula con soberana sabiduría el curso de las estrellas, guía el curso de la historia, abajando a los poderosos y exaltando a los humildes. Llegados a su país, ciertamente contaron su encuentro sorprendente con el Mesías, inaugurando el viaje del evangelio entre las gentes. Queridos hermanos y hermanas: Belén forma parte del dulce y exigente proceso de transmisión de la fe. Comenzando desde la infancia y en cada etapa de la vida, nos educa a contemplar a Jesús, a sentir el amor de Dios por nosotros, a creer que Dios está con nosotros, y a experimentar que nosotros estamos con él, gracias a aquel niño que era Hijo de Dios y de la Virgen María. . FRANCISCO I, Greccio, Italia .
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