Semana VI de Pascua

Viajes III y IV de San Pablo

Murcia, 6 mayo 2024
Manuel A. Martínez, doctor Ingeniero

           Por 2ª vez, y al igual que hizo en su 1ª estancia en Antioquía, tampoco pudo detenerse Pablo en su sede antioquena durante mucho tiempo. Pues la inquietud por reavivar personalmente aquellas lejanas iglesias por él fundadas, y la de abrir otras tantas en paraderos paganos que no sabían de Cristo Jesús, le invadía y le impulsaba a ponerse en camino.

a) Viaje III de Pablo

           La 3ª gran misión de Pablo iba a durar 5 años, del 53 al 58. Habían transcurrido 3 años sin la presencia de sus amigos de Galacia y Frigia, y decidió empezar la ruta yendo hacia ellos. Repitió inicialmente el mismo trayecto del periplo anterior, dirigiéndose por Siria a Cilicia y visitando nuevamente Tarso, su ciudad natal. Sin apenas detenerse, continuó en dirección a Galacia y Frigia, pasando de largo por Antioquía de Pisidia, pues deseaba llegar a Éfeso lo antes posible, como les había prometido en su breve estancia pocos meses antes.

           A lo largo del recorrido observó, complacido, el ardor que bullía en la obra. Sin duda, la atinada elección de responsables en cada comunidad había surtido efecto. Mas la acción arrolladora del Verbo eterno del Padre se palpaba en el ambiente. Él, personalmente, ansiaba conferirles algún don espiritual que les fortaleciera y sentir junto a ellos el mutuo consuelo de la fe. Tras confortar y animar a cada grupo, no prolongaba su visita excesivamente. Y al fin, pudo realizar su sueño más persistente: visitar Éfeso, establecerse en Éfeso y sembrar en Éfeso semillas de salvación y de amor a Dios.

a.1) Éfeso

           En Éfeso le había roto el corazón la separación de Prisca y Áquila, el matrimonio hospitalario que había compartido fe y vida con el apóstol. Pero un personaje curioso iba a emerger enseguida en las crónicas de Pablo. Se llamaba Apolo, judío originario de Alejandría, hombre elocuente y docto que dominaba las Escrituras. Había sido deficientemente instruido en el camino del Señor, pero hablaba con fervor del Señor Jesús, aunque solamente conocía el bautismo de Juan Bautista. Llegó a Éfeso y comenzó con valentía a predicar en la sinagoga.

           Al percatarse Áquila y Priscila de sus carencias, le tomaron consigo y le expusieron con más exactitud el evangelio. Apolo significaba un ejemplo vivo de cómo la fe se iba difundiendo y con qué celo se daban a anunciarla aun aquellos que no tenían del Señor ni de la Iglesia una autorización expresa para evangelizar.

           Queriendo Apolo ir a Acaya, los efesios le animaron, dándole una carta de recomendación para que le recibieran dignamente. Las cartas de recomendación estaban a la orden del día en aquellas comunidades. Ya en Acaya, concretamente en Corinto, y con el auxilio de la gracia, fue Apolo de gran provecho a los que habían creído, pues refutaba vigorosamente en público a los judíos, demostrando por las Escrituras que Jesús era el Cristo. Corría el año 53, justo cuando Pablo llegaba a Éfeso, lugar en el que aún brillaba la estela de Apolo.

           El paso de Apolo por Corinto acabaría suscitando tal frenesí, que pronto degeneró en banderías, las cuales llegaron a oídos de Pablo, que se vio obligado a reaccionar severamente:

—Hermanos, he sabido que existen discordias entre vosotros. Me refiero a que cada uno de vosotros dice "yo soy de Pablo", "yo soy de Apolo" o "yo de Cefas". ¿Acaso está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo? Cuando uno dice "yo soy de Pablo", y otro "yo soy de Apolo", ¿no es cierto que procedéis al modo humano? ¿Quién es, pues, Apolo? ¿Quién Pablo? Nada más que servidores, por medio de los cuales habéis creído, y cada uno según lo que el Señor le dio. Yo planté y Apolo regó, mas fue Dios quien dio el crecimiento.

           Efectivamente, Pablo miraba en la evangelización la razón de hacerla y no el resultado. Los inicios prácticos y la organización estaban en sus manos, según su voluntad y criterio personal. Mas el éxito espiritual, en cambio, lo decidía exclusivamente el Espíritu Santo. Y con el recuerdo de este controvertido personaje inició Pablo su estancia en Éfeso, pues vino a ocupar en la casa de Prisca y Áquila el mismo lugar que aquél dejó. Allí, en Éfeso, se detendría Pablo por espacio de 3 años, hasta el 56.

           Éfeso era embrión del mundo griego en la costa jonia del Egeo, cuna de la filosofía griega (junto a la vecina Mileto, y la rival comarcal Esmirna) y patria de Heráclito, Jenofonte o Zenodoto (inventor de las bibliotecas). Reunía en Oriente algo parecido a lo de Atenas (culturalmente) y Corinto (comercialmente) en Occidente, sin tanta finura ni fuerza pero aunándolo todo a una. Metrópoli internacional rica y próspera (de más de 300.000 habitantes, de distintas razas), era descrita por Séneca como "una de las más bellas urbes del universo", por sus suntuosos edificios, gigantesca biblioteca (la 1ª del mundo, y prototípica de la alejandrina) y espectacular teatro de 25.000 espectadores (del que hicieron copia los helenos de Epidauro).

           Con un puerto de 1ª clase, dotado de extensas atarazanas (donde anclaban grandes navíos y paso obligado de importantes rutas de caravanas), a Éfeso llegaban productos de Persia, India y China. Importaba vinos del mar Egeo y de Italia, exportaba la madera y la cera del Ponto, el azafrán de Cilicia, la lana de Mileto. Ferias comerciales y festividades religiosas mantenían perpetuamente de fiesta la ciudad y atraían a multitudes de visitantes. Reunía Éfeso los requisitos de idoneidad para instalar en ella el centro operativo de una misión cristiana.

           ¿Sería posible que germinara allí el evangelio? En ello empeñó su alma y su vida. Y dedicó sólo a Éfeso 3 preciosos años de su agitada existencia.

           El hogar de Áquila y Prisca se convirtió de nuevo en su hogar. ¡Misterios de la Providencia, las coincidencias del apóstol con estos santos esposos! Años más tarde, regresarían de nuevo a Roma, donde moraban en el invierno del 57 al 58 cuando Pablo escribía a los romanos, ofreciendo su casa también allí para reuniones de los fieles de Roma, como en Corinto, como ahora en Éfeso. "Saludad a la iglesia que se reúne en la casa de Áquila y Prisca", suplicaba Pablo a los romanos.

           Ciertamente, la vida de este matrimonio fue un continuo peregrinaje, pues posteriormente volverían a residir en Éfeso, donde se encontraban el año 67 cuando Pablo escribía su segunda carta a Timoteo. El Martirologio romano conmemora el 8 de julio a San Áquila con el título de obispo de Heraclea, y el nombre de Santa Prisca (nombre original del diminutivo Priscila) con título de mártir del Asia Menor, dedicándole una de las antiguas iglesias de Roma, en el Aventino. Los 2 esposos, pues, como parte fundamental de las primitivas iglesias de la gentilidad.

           El 1º trabajo de Pablo en Éfeso fue curioso: 12 discípulos de Juan Bautista, que proclamaban una fe extraña y a los que el apóstol se dirigió, tratando de averiguar su formación:

—¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe?

           Quizás ellos supieran de la existencia del Espíritu Santo, si tenían una mínima noción del AT; pero su efusión, la realización de las promesas mesiánicas en el Espíritu la ignoraban totalmente, pues formaba parte del mensaje de Jesucristo y ellos habían abandonado Israel tras escuchar la predicación del Bautista. Por ello, contestaron a Pablo:

—No hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo.

—Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido?, insistió Pablo, sorprendido.

—El bautismo de Juan, respondieron.

           Entonces, Pablo les aclaró las enseñanzas del Bautista:

—Yo os bautizo con agua, pero viene el que es más fuerte que yo, el que os bautizará en Espíritu Santo y fuego.

           Entonces pidieron ser bautizados en el nombre del Señor Jesús. E imponiéndoles Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar.

           Sin embargo, el apóstol no se sentía llamado concretamente a prodigar bautizos, "porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan es fuerza de Dios".

           Durante 3 meses anunció Pablo con intrepidez el Reino de Dios en la sinagoga de Éfeso. Mas como algunos, obstinados, hablaban mal del camino ante la gente, rompió con la sinagoga y formó grupo aparte en la escuela de Tirano, donde enseñó todos los días desde las 10.00 hasta las 16.00 horas, durante más de 2 años.

           Tirano debía ser filósofo o profesor de elocuencia. De forma que en su casa resonó con vigor la Palabra de Dios ante los habitantes, judíos y griegos, de Asia; no toda el Asia proconsular, parte occidental del Asia Menor, sino la región de las 7 iglesias del Apocalipsis que, con centro en Éfeso, incluía las ciudades de Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea.

           Pablo había confiado a un colosense (Épafras) la evangelización de Colosas, y éste extendió su acción a Laodicea e Hierápolis, en plena Frigia interior. Mientras, a Pablo le seguían ayudando Timoteo, Erasto, Gayo, Aristarco y Tito.

           Dios obraba en Éfeso obras portentosas por medio de Pablo: bastaba aplicar a los enfermos lienzos que habían rozado su cuerpo, pañuelos o mandiles que había usado para enjugarse el sudor de su frente, pedazos de su traje de trabajo... y se alejaban las enfermedades y salían los malos espíritus. La fe y el fervor de la gente crecía por momentos, a la par que se suscitaba la envidia entre algunos de la chusma intolerante con el bien del prójimo.

           Un suceso memorable de entre los muchos que jalonaron su estancia entre los efesios, prueba el gran éxito de su predicación. No sabemos la fecha exacta en que acaeció, pero residían en Éfeso unos magos, exorcistas ambulantes judíos, que simulaban arrojar demonios, echar suertes, mandar en los espíritus; eran los 7 hijos de un tal Esceva, sumo sacerdote judío relacionado con los cultos de la ciudad de Éfeso o quizás con el Templo de Jerusalén. Admirados del poder de Pablo, creían que su secreto consistía en el uso de alguna palabra mágica. Un día que se dedicaban a estos manejos, intentaron invocar sobre un poseso el nombre del Señor Jesús:

—Os conjuro por el tal Jesús que predica Pablo.

—A Jesús le conozco y sé quién es Pablo, replicó el espíritu maligno. Pero vosotros, ¿quiénes sois?

           Y arrojándose sobre ellos el poseso, dominó a unos y otros y se ensañó con todos de tal forma que tuvieron que huir de aquella casa desnudos y cubiertos de heridas. Llegaron a enterarse del hecho los habitantes de Éfeso, tanto judíos como griegos. El temor se apoderó de todos y fue glorificado el nombre del Señor Jesús.

           Las conversiones se desgranaban sin cesar, y muchos confesaban que habían practicado antes estas mismas supersticiones y creído firmemente en sortilegios y encantaciones. Éfeso era famosa por las prácticas mágicas. Bastantes de los magos trajeron a presencia de Pablo sus libros de magia, fórmulas, talismanes y pergaminos, con los que se formó una pila y fueron quemados delante del pueblo. Calcularon el precio de todos estos objetos y hallaron que ascendía a cincuenta mil monedas de plata. De esta manera, por el poder del Señor, la Palabra crecía y se robustecía poderosamente. Y Pablo exhortaba a la perseverancia:

—Ya es hora de levantaros del sueño, pues la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras, de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias.

           Sin embargo, no estaba muy tranquilo mientras se prolongaba su larga y arriesgada estancia en Éfeso, y por eso les decía a los efesios

—Os juro, hermanos, que cada día estoy en peligro de muerte.

           Hacia la Pascua del 57 le llegaron desde Corinto ciertas habladurías sobre divisiones, escándalos y pleitos entre los miembros de aquella comunidad. Y aunque Pablo enseñaba la necesidad de disensiones para poner de manifiesto a los de probada virtud, no dudó en escribir a los corintios inmediatamente una deliciosa carta, que todavía conservamos. Una carta en la que expone la más elevada instrucción evangélica, junto a duras reprimendas a los malévolos:

—¿Por qué no preferís soportar la injusticia? ¿Por qué no dejaros más bien despojar? ¡Al contrario! ¡Sois vosotros los que obráis la injusticia y despojáis a los demás! ¡Y esto, a hermanos! ¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los salteadores heredarán el Reino de Dios. Y tales fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, santificados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.

           Y les transmitía una sobria exhortación final:

—Velad, manteneos firmes en la fe, sed hombres, sed fuertes y haced todo con amor. Y el que no quiera al Señor, ¡sea anatema!

           Es muy posible que poco después de enviada esta carta, Pablo hiciera un viaje relámpago a Corinto, retornando nuevamente a Éfeso. No obstante, poco tiempo había transcurrido del disgusto recibido de los corintios, cuando otro nuevo le llegaba procedente de las iglesias de Galacia. En esta ocasión se trataba de falsas teorías que se propalaban y que infectaban a los gálatas, y a las que replicó Pablo inmediatamente con su habitual contundencia:

—Me maravillo de que abandonando al que os llamó por la gracia de Cristo, os paséis tan pronto a otro evangelio. Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema! Como lo tenemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema.

           Entonces, como ahora y como siempre, abundaban los falsos predicadores, usurpadores del nombre de Cristo para engañar a los demás, gentes que habían acatado inicialmente el evangelio por conveniencia, y por conveniencia lo habían rechazado después. Para Pablo significaban una mala levadura que podía fermentar la masa modelada con tanto esmero, amor y dolor.

           Pero ¿cómo los identificaba? ¿O qué criterios enseñaba para no dejarse embaucar por ellos? Entonces, como ahora y como siempre, los falsos apóstoles buscaban el favor de los hombres, no el de Dios; intentaban agradar a los hombres, no a Dios; buscaban el número, el volumen de la clientela, la cantidad de la audiencia, no su calidad espiritual. Y eso que Pablo les había repetido en diferentes ocasiones que "si tratara de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo Jesús".

           Por eso, no tenía compasión con aquellos orgullosos predicadores de la autocomplacencia, y a ellos los conjuraba: "¡Ojalá que se mutilaran los que os perturban!".

           Se aproximaba el final de la estancia de Pablo en Éfeso, cuando aconteció otro memorable suceso. Corría el mes de abril, especialmente consagrado al culto a Artemisa (viejo nombre fenicio, de la griega Afrodita), una de las grandes divinidades de Éfeso que representaba a la diosa del amor y la fertilidad, y que enviaba la luz de la luna (en dardos brillantes y veloces) a los que se atribuían una acción bienhechora o maléfica suya, produciéndoles la muerte instantánea.

           El Templo de Artemisa, una de las 7 maravillas del mundo antiguo, contaba con 127 pilares de 20 m. de alto cada uno. En este templo era llevada su estatua en solemne procesión, y en él se celebraban fiestas espléndidas, juegos deportivos y concursos de teatro. Muchedumbres inmensas de peregrinos, curiosos y turistas acudían a Éfeso desde los más remotos confines de Asia Menor. Y esto a Pablo le brindaba una ocasión única y excepcional, para predicar allí el evangelio.

           Pero sus éxitos alertaron a los interesados en el culto a la diosa y en los ingresos que se derivaban de dicho culto. Los orfebres, fabricantes y vendedores de ex-votos, de estatuillas de plata representando a Artemisa, de templos en miniatura de barro cocido y de otros recuerdos, vivían del culto a Diana explotando la credulidad de la gente. El templo llegó a encerrar exorbitantes tesoros, pues los peregrinos acudían a él con ofrendas que quedaban allí depositadas desde hacía más de 2 centurias.

           Pues bien; cierto orfebre llamado Demetrio, que labraba en plata templetes de Diana y procuraba así suculentos beneficios a los artesanos, reunió a éstos y a sus obreros, y les exhortó:

—Amigos, vosotros sabéis que a esta industria debemos nuestro bienestar. Pero estáis viendo y oyendo decir que ese Pablo persuade y aparta a mucha gente, no sólo aquí en Éfeso, sino también en casi toda Asia, diciendo que no son dioses los que están fabricados por manos de hombre. Esto presenta el peligro no sólo de perjudicar nuestro negocio y atraer el descrédito sobre nuestra profesión, sino el de dejar en olvido y desprecio totales el templo de la diosa Artemisa, que terminará por verse despojada de su grandeza aquella a quien adora toda el Asia y toda la tierra.

           La piedad brillaba por su ausencia en este discurso, pero compungió los corazones y los inundó de fervorosa exaltación, ya que al auditorio sólo le preocupaba el dinero. Por eso, tras oír el alegato, se inundaron de cólera, expulsando alaridos rabiosos:

—¡Grande es la Artemisa de los efesios!

           Los gritos se multiplicaron y la ciudad se cubrió de confusión. El caos acampó entre la gente, que se precipitó furiosa en el teatro, inmenso recinto de 140 m. de diámetro, arrastrando consigo a Gayo y a Aristarco, macedonios y compañeros de viaje de Pablo, de los que querían vengarse.

           Pablo quiso entrar y presentarse ante el pueblo; mas sus discípulos se lo impidieron, y algunos asiarcas amigos suyos (delegados de las ciudades del Asia proconsular, que ejercían el sacerdocio del culto imperial) le suplicaron que por favor no se presentara en el teatro.

           El caos llegaba a su colmo, y cada uno gritaba una cosa distinta. La asamblea andaba de cabeza, y la mayor parte no sabía ni por qué se había reunido ni de qué se iba a hablar. En medio del barullo, salió del gentío un judío, llamado Alejandro y empujado por sus compatriotas, que hizo señas con la mano y quiso explicarse ante el pueblo. Se produjo un profundo silencio. Pero a sus primeras palabras, la gente reconoció su acento hebreo, y enseguida resonaron en el teatro, repleto y durante 2 horas ininterrumpidas, millares de aullidos estrepitosos:

—¡Grande es la Artemisa de los efesios!

           Por fin, cansado el público de desgañitarse, el magistrado logró calmar a la gente, y advirtió:

—Efesios, ¿quién hay que no sepa que la ciudad de Éfeso es la guardiana del templo de la gran Artemisa y de su estatua caída del cielo? Siendo, pues, esto indiscutible, conviene que os calméis y no hagáis nada inconsideradamente. Habéis traído acá a estos hombres que no son sacrílegos ni blasfeman contra nuestra diosa. Si Demetrio y los artífices que les acompañan tienen quejas contra alguno, hay audiencias y procónsules; que presenten sus reclamaciones. Y si tenéis algún otro asunto, se resolverá en la asamblea legal. Porque, además, corremos peligro de ser acusados de sedición por lo de hoy, no existiendo motivo alguno que nos permita justificar este tumulto.

           Con estas palabras se disolvió la asamblea. Cuando hubo cesado el alboroto, Pablo mandó llamar a los discípulos, los animó, se despidió de ellos y salió camino de Macedonia. Recordando poco después su estancia en Éfeso, comentaba:

—La tribulación sufrida en Asia nos abrumó hasta el extremo, por encima de nuestras fuerzas, hasta tal punto que perdimos la esperanza de conservar la vida. Pues hemos tenido sobre nosotros mismos la sentencia de muerte, para que no pongamos la confianza en nosotros, sino en Dios que resucita a los muertos. Él nos libró de tan mortal peligro, y nos librará...

           Quedaba constituida en Éfeso, con todo, una comunidad cristiana que poco después pasó a ser la sede principal de todo el Asia Menor, bajo el mando del discípulo amado del Señor: el apóstol Juan.

a.2) Consolidación de Grecia

           Corría el año 57 cuando reanudó Pablo su peregrinación por las calzadas del mundo. Se dirigió hacia Tróade, donde tuvo que evangelizar en medio de las angustias que le causaban las revueltas de la iglesia de Corinto. Como él escribiría más tarde: "Llegué a Tróade para predicar el evangelio de Cristo, y aun cuando se me había abierto una gran puerta en el Señor, mi espíritu no tuvo punto de reposo, pues no hallé a mi hermano Tito".

           De modo que, atropelladamente, y despidiéndose de ellos, salió para Macedonia. Llegado a Macedonia, y mientras visitaba sus comunidades, llegó Tito procedente de Corinto, trayéndole gratas noticias. Tanto se le ensanchó el corazón a Pablo, que parecía escapársele por la boca. Y aprovechó la ocasión para dictar una nueva carta a los corintios en la que exclamaba saciado de júbilo: "¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones!".

           Pero también le prevenía Tito de la presencia de falsos apóstoles (otra vez la misma canción) aparecidos en Corinto. Y de nuevo, fuertes palabras salían de su boca, sin escrúpulos y sin piedad, contra esos tales, "profetas del demonio y operarios engañosos que se disfrazan de apóstoles de Cristo". Lo que no tenía ya nada de raro para el apóstol, pues se había acostumbrado a ver cómo "el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz", y "los ministros de Satanás se disfracen también de ministros de justicia". Aunque "su fin será conforme a sus obras".

           Al cabo de 6 meses de estancia en Macedonia, y a pesar de su intención de permanecer durante breve tiempo, marchó Pablo al sur de Grecia, deteniéndose acaso en Atenas. Hasta llegar a Corinto, donde estuvo los 3 meses del invierno del año 57 al 58, pudiendo realizar así su proyecto tal y como había previsto en su carta a los corintios.

           En Corinto, en la paz y el gozo de aquella cristiandad, "su obra en el Señor" y "el sello de su apostolado", antes tan turbulenta y ahora tan fiel, pasó las últimas horas tranquilas de su vida. Aquel sosiego que el Señor le concedía lo aprovechó Pablo para redactar, en forma de carta y "con cierto atrevimiento", la más sublime exposición doctrinal de su teología: la Carta a los Romanos, que llevó a Roma la diaconisa Febe:

"¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le dio primero, que tenga derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él son todas las cosas. ¡A él la gloria por los siglos!".

           En Corinto frecuentó los ágapes, las reuniones de formación y de oración, o Fracción del Pan Eucarístico. Y en ellos, a la menor desviación que se producía, arremetía con coraje:

"Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga. Por tanto, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso hay entre vosotros enfermos y débiles, y mueren no pocos".

           De Corinto pensaba volver por mar a Antioquía, y de allí a Jerusalén. Pero recibió noticias de que los judíos tramaban una conjura contra él, y de que pretendían embarcarse en su barco algunos fanáticos que se habían conjurado para tirar su cuerpo por la borda durante la travesía. De hecho, sabido debió ser también que Pablo llevaba a Jerusalén el fruto de una importante colecta de limosnas, que le habían enviado los cristianos de Grecia.

           Advertido Pablo de tal conspiración, inmediatamente modificó su plan y decidió volver a Siria por tierra, volviendo por Macedonia y a través de las vías polvorientas y kilométricas del camino. De ahí que en cierta ocasión dijese el apóstol que "somos unos necios por seguir a Cristo, porque pasamos hambre, sed y desnudez, porque somos abofeteados y andamos errantes, porque nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Y porque si nos insultan, bendecimos; si nos persiguen, lo soportamos; si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser como la basura de la sociedad y el deshecho de todos".

           De modo que, desde Corinto, caminó a pide durante más de 900 km, hasta llegar a Neápolis, pasando por Tesalónica y Filipos. Le acompañaban Sópatros, Gayo, Timoteo, Segundo, Aristarco, Tíquico y Trófimo. Todos éstos se adelantaron al apóstol, llegando a Tróade, donde le esperaron.

           Pasó las fiestas de la Pascua del año 58 en Filipos. Y tras los días de los Ázimos, embarcó en el puerto de Neápolis, rumbo a la jonia Tróade. Lucas, que permanecía en Filipos desde hacía varios años, se incorporó de nuevo al equipo peregrino de Pablo, para no apartarse ya nunca de él, tanto porque Lucas percibió motivos preocupantes en la salud del apóstol (y Lucas era su "médico queridísimo") cuanto porque Pablo le requería para una tarea testamentaria: la redacción de todos los hechos acaecidos (evangelio y Hechos de los Apóstoles), empezando por el principio y hasta el final.

a.3) Islas del Egeo

           Tras 5 días de navegación (de Filipos a Tróade), Pablo se unió con todos en Tróade, donde pasó 7 días. En Tróade, un nuevo milagro dejó huella de su paso. Estaban reunidos en la eucaristía del domingo, y Pablo, que pensaba marchar al día siguiente, conversaba con ellos y alargó la conversación hasta la media noche. Todos recitaban salmos, himnos y cánticos inspirados, cantando y salmodiando en su corazón al Señor, según costumbre, dando gracias continuamente y por todo a Dios. Había abundantes lámparas en la estancia superior, donde se hallaban reunidos.

           Un joven, llamado Eutico, estaba sentado en el borde de la ventana cuando un profundo sueño le iba dominando a medida que Pablo alargaba su coloquio. Vencido Eutico por el sueño, se cayó desde el 3º piso abajo, y lo levantaron ya cadáver. Bajó Pablo, se echó sobre él y, tomándole en sus brazos, trató de serenar a los presentes:

—No os inquietéis: su alma está en él.

           Trajeron al muchacho vivo y se consolaron no poco. Subió luego, partió el pan y comió. Todavía se quedó en conversación, después, largo tiempo, hasta el amanecer. Antes de despedirse, quiso darles un aviso conclusivo, de forma enérgica:

—Hermanos: guardaos de los que suscitan divisiones y escándalos contra la doctrina que habéis aprendido; apartaos de ellos, pues esos tales no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a su propio vientre, y por medio de suaves palabras y lisonjas, seducen los corazones de los sencillos.

           Desde Tróade marchó andando hasta Assos (antiguo centro filosófico de Aristóteles), y allí decidió volver a Siria no por tierra sino por mar, costeando los puertos de las islas jónicas del Egeo (para alivio mental y físico del apóstol, a través de su añorada cultura y naturaleza griega) y evitando los peligrosos caminos del Asia Menor (de los que estaba ya agotado).

           En Assos embarcó en una nave que le llevó a Mitilene. Al día siguiente, se hizo de nuevo a la mar y llegó a la altura de Quíos; al día siguiente atracó en Samos, y al día siguiente arribó a Mileto, cuyo puerto se hallaba ubicado en la desembocadura del Meandro.

           En Mileto envió a llamar a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso (a 150 km), y cuando éstos llegaron, el apóstol les dirigió unas palabras preciosas y llenas de nuevo vigor, que podrían ser como su testamento pastoral:

—Vosotros sabéis cómo me comporté con vosotros siempre, desde el primer día que llegué a Asia, sirviendo al Señor con humildad y lágrimas y con las pruebas que me vinieron por las asechanzas de los judíos; cómo no me acobardé cuando en algo podía seros útil; os predicaba y enseñaba en público y por las casas, dando testimonio tanto a judíos como a griegos para que se convirtieran a Dios y creyeran en nuestro Señor Jesús. Mirad que ahora yo, encadenado en el espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; sólo sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones. Pero no vale la pena que os hable de mi vida, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios. Y ahora sé que ya no volveréis a ver mi rostro ninguno de vosotros, entre quienes pasé predicando el Reino.

           Llegado a este punto, las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de sus oyentes. Y él prosiguió, emocionado y como si fuese el 1º día de sus andaduras:

—Por esto os testifico, en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos, pues no me acobardé de anunciaros el designio de Dios. Cuidad de vosotros y de la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para guiar la Iglesia de Dios, que él se adquirió con su propia sangre. Yo sé que, tras mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; también que de entre vosotros mismos se levantarán quienes digan cosas perversas para arrastrar a los discípulos tras sí. Por tanto, vigilad y acordaos que durante tres años no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros. Ahora os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santos. Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos. Vosotros sabéis que estas manos proveyeron a mis necesidades y a las de mis compañeros; os he enseñado que es así, trabajando, como se debe socorrer a los débiles y que hay que tener presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: Mayor felicidad hay en dar que en recibir.

           Finalizada la plática, se puso de rodillas y oró con ellos. Envueltos en un mar de lágrimas, se arrojaron al cuello de Pablo y le besaban, afligidos por lo que había dicho: que ya no volverían a ver su rostro. Pablo no contaba entonces con volverlos a ver, pues figuraba en sus planes que, cuando llegara a Jerusalén, saldría de allí para España. Sin embargo, no serían ciertos estos tristes presagios, pues volvería años más tarde a Éfeso. Y le acompañaron hasta la nave para despedirlo.

           Se hizo, pues, a la mar en el puerto de Mileto, en un barco de cabotaje que navegó rumbo a Pátara, haciendo escala en las islas de Cos y de Rodas. En Pátara encontró una nave que partía para Fenicia, y se embarcó en ella. Avistó la isla de Chipre y, dejándola a la izquierda, surcó el mar rumbo a Siria, hasta arribar en Tiro. Allí desembarcó, y se alojó en Tiro.

a.4) Fenicia

           Tiro, antigua capital de Fenicia, ofrecía un aspecto variopinto y curioso por sus casas, que ya en aquellos tiempos constaban de muchos pisos, debido a la superficie reducida de la población. Estrabón narraba que eran más altas que las de Roma. Cuna de nacimiento de Europa, descubridora del Mediterráneo e inventora en el s. XII a.C de la industria pesada, la navegación a mar abierto y la actividad mercantil, Tiro había sido la capital del tráfico mundial marino, y a ella seguían llegando en el s. I las púrpuras más preciadas del planeta, que inundaban la ciudad de tintorerías "hasta tal punto, que hacían incómoda la estancia en ella".

           En Tiro tuvo Pablo una experiencia gratificante. Pues en esta estrambótica localidad fenicia, y donde se daba culto al dios Melkart, había formada una comunidad de creyentes que habían oído la predicación del Verbo eterno de Dios, y aún se mantenía sólida en la fe. Pronto fueron localizados por Pablo, y con ellos permaneció en Tiro durante 7 días, compartiendo aquellas enseñanzas que habían recibido en directo del mismísimo Mesías.

           Las fatigas de los viajes (terrestres, montañeses, agrestes o marinos), y las cicatrices de las constantes persecuciones sufridas (de cárceles, palizas, insultos y complots), quedaban compensadas con el alborozo del encuentro y la felicitación por los progresos que se obraban por doquier. El corazón de Pablo, fuerte y tierno a la vez, se ensanchaba con estas cosas, y con cada uno de los fieles le unía un afecto profundo. Como él mismo decía:

—Nosotros somos como la madre que calienta en sus brazos al niño que ella misma alimenta. Ardiendo por vosotros en un amor semejante al suyo, estamos dispuestos a daros no sólo el evangelio, sino hasta nuestra misma vida, porque os amamos tanto... Fuimos, bien lo sabéis, para cada uno de vosotros, lo que un padre para sus hijos. Os exhortamos, os movemos, os conjuramos para que llevéis una vida digna de ese Dios que os ha llamado a su reino y a su gloria.

           Y por si alguien dudaba de su absoluto desinterés material, afirmará:

—No quiero vuestros bienes: os quiero a vosotros. Porque los hijos no deben atesorar para sus padres, sino los padres para los hijos. Yo gastaría a gusto mi dinero y mi vida entera por vuestras almas.

           Y se desvivía por alentarles a perseverar en la gracia del Señor Jesús, a mantener viva y pura la fe:

—Desde que estuvimos entre vosotros, os prevenimos a que esperarais las tribulaciones, como realmente ha sucedido y habéis comprobado. Por eso, impaciente, he enviado para tener noticias de vuestra fe, para saber si el tentador os había tentado y se había desmoronado nuestra labor. Pero he aquí que Timoteo ha vuelto de visitaros y nos ha traído buenas noticias de vuestra fe y de vuestro amor. Ahora vivimos, porque permanecemos firmes en el Señor. En verdad, ¿qué acción de gracias podremos dar a Dios por vosotros, por todas las satisfacciones que recibimos de vosotros delante de Dios? ¡Quién nos permitiera veros y contemplar lo que todavía pueda faltar a vuestra fe!

           Cuando transcurrieron los 7 días en Tiro, los discípulos de allí, iluminados por el Espíritu, aconsejaron a Pablo que no subiese a Jerusalén. Pero Pablo desoyó tan prudente aviso. Entonces, le acompañaron hasta las afueras de la ciudad, y ya en la playa, se pusieron de rodillas y oraron. Se despidieron unos de otros, y subieron a la nave que les conduciría a Tolemaida.

           También saludó en Tolemaida a los hermanos, y con ellos se quedó Pablo un día entero.

           Al día siguiente partió para Cesarea del Mar, donde desembarcó. El puerto de Cesarea, lugar de reposo de las naves que se dirigían a Fenicia o Egipto, ofrecía un aspecto espectacular desde su puerto de Sebastos, al ver una ciudad en abanico decorada al completo con estatuas colosales, erigidas sobre torres o enormes bloques de piedra.

           Cesarea, residencia oficial del procurador romano en Palestina, estaba ubicada en la desembocadura del Cherseo, en la antigua frontera entre Galilea y Fenicia, y había sido construida por Herodes I de Judea sobre la antigua torre de Estratón. La ciudad estaba edificada en forma de abanico, siendo más pagana que judía. Sin embargo, había sido evangelizada por Felipe el Diácono (uno de los Siete), y allí había tenido lugar aquel sonado encuentro entre Pedro y Cornelio (que marcaría un hito en la historia de la Iglesia).

           Se hospedó Pablo en casa de Felipe, padre de 4 hijas vírgenes que profetizaban, y allí se detuvo bastantes días. Entre tanto, bajó de Judea un profeta llamado Ágabo, que se acercó a Pablo y le quitó el cinturón, se ató sus pies y sus manos, y manifestó con solemnidad:

—Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al hombre de quien es este cinturón. Y le entregarán en manos de los gentiles.

           Al oír esto, los hermanos rogaban a Pablo que no subiera a Jerusalén. Mas él desoyó los ruegos, replicando:

—¿Por qué lloráis y me destrozáis el corazón? Pues estoy dispuesto no sólo a ser atado, sino a morir también en Jerusalén por el Señor Jesús.

           Como no se dejaba convencer, dejaron de insistirle, sometiéndose a su criterio:

—Hágase la voluntad del Señor.

           Transcurridos unos días, siguió su marcha. A mitad de camino se hospedó en casa de Mnasón, helenista de Chipre y antiguo discípulo, y allí pernoctó. Finalmente, subió a Jerusalén, adonde esperaba llegar para Pentecostés. Era el verano del año 58, y acababa su 3ª travesía a través de los confines del mundo.

a.5) De nuevo en Jerusalén

           La atmósfera era tensa en Jerusalén, en especial por la multitud de peregrinos que habían acudido a la fiesta de Pentecostés, siguiendo la costumbre. Los helenistas y los hebreos, entremezclados con los cristianos de Judea y los de la Diáspora, provocaban una mezcolanza abigarrada y explosiva. Por otra parte, la crueldad de Félix y el fanatismo nacionalista de los zelotas, rayano en el terrorismo, estaban allanando el camino y cociendo la terrible tragedia que en el año 70 se desataría sobre esta intrigante capital.

           No obstante, los hermanos recibieron al apóstol de Tarso con serenidad y en paz, con alegría y sin los recelos de antaño. Al día siguiente de su llegada, visitó Pablo a Santiago (el pariente del Señor), y le contó detalladamente cuanto Cristo Jesús había obrado en todas partes por su ministerio, durante los 5 años de su ausencia. La noticia de las conversiones masivas de gentiles fue recibida con satisfacción, y la Iglesia de Jerusalén, al oírla, glorificaba a Dios.

           Les mostró Pablo los regalos y limosnas enviados por los hermanos de Macedonia y Acaya, los cuales se sentían estrechamente unidos a ellos por una misma fe, un mismo amor y un mismo pan eucarístico. Pues "si los gentiles han participado en sus bienes espirituales, ellos a su vez deben servirles con sus bienes temporales". Pero el gesto no resultó tan eficaz como esperaba.

           En efecto, entre algunos de los provenientes del judaísmo, existía todavía cierta desconfianza hacia Pablo, y no olvidaban su severa derrota en el Concilio de Jerusalén. Y se la tenían guardada. Estos falsos hermanos habían propagado por las calles la calumnia de que, en sus largas misiones, Pablo movía a los judíos a despreciar y a abandonar la ley y las prácticas de Moisés, y que de ese modo contradecía al mismo Jesucristo, que siempre se mostró respetuoso con la ley judía.

           De manera que, encarecidamente, suplicaron a Pablo:

—Ya ves, hermano, cuántos miles de judíos han abrazado la fe, y todos son celosos partidarios de la ley. Han oído decir de ti que enseñas a los judíos residentes en la Diáspora que se aparten de Moisés, que no circunciden a sus hijos ni observen las tradiciones. ¿Qué podemos hacer? Porque la gente se va a reunir en cuanto sepan de tu venida. Haz lo siguiente: Hay entre nosotros cuatro hombres que tienen un voto que cumplir. Ve y purifícate con ellos; paga tú por ellos, para que se rapen la cabeza; así entenderán que no es cierto lo que han oído decir de ti, sino que tú también te portas como un cumplidor de la ley.

           Pretendían de él, pues, una manifestación de respeto por el templo y por las más puras tradiciones judías: que probase que observaba la ley, y refutase la falsa creencia de la gente de que la despreciaba.

           Pablo, siendo todo para todos y por el bien de la paz, consintió en el ruego; y durante 6 días seguidos se le vio subir al templo para orar y cumplir el voto. La calma se mantuvo hasta el 7º día, en que crujió un brote de barbarie. Unos judíos venidos de Asia, que le habían visto caminar por la calle con un convertido de Éfeso (un tal Trófimo), encontraron a Pablo en el templo. La revancha no se dejó esperar. Se arrojaron sobre él cual fieras rabiosas y enfurecidas, y amotinaron a cuantos judíos encontraron en el templo, gritando enloquecidos:

—¡Auxilio, hombres de Israel! Éste es el hombre que va enseñando a todos por todas partes contra el pueblo, contra la ley, y contra este templo. Y hasta ha llegado a introducir a unos griegos en el templo, profanando este santo lugar.

           Al hallarse Jerusalén engalanada de fiesta, un inmenso gentío inundaba la ciudad. Y pronto estalló la revuelta. Un sordo rumor fue creciendo gradualmente, hasta explotar. El tumulto corría y se alternaban los sustos y empellones a diestro y siniestro. Cogieron a Pablo, y una manada de lobos rapaces y de borregos se arremolinó en torno suyo. Lo acorralaron, lo maltrataron y lo arrojaron fuera del templo para golpearle (pues estaba prohibido hacerlo dentro del recinto sagrado), empezando a consumarse el intuido final trágico para el apóstol.

           La turba judía, desmadrada en su furor, estaba a punto de linchar a Pablo, cuando repentinamente aparecieron los soldados romanos. Frente al templo se alzaba la Torre Antonia, que desde el ángulo noroeste dominaba el atrio, y en ella se hallaba acuartelada una guarnición formada por una cohorte auxiliar de 1.000 hombres dispuesta a intervenir al menor desorden, sobre todo durante las fiestas (en que eran frecuentes los disturbios).

           En efecto, alguien había avisado al jefe de la cohorte:

—Jerusalén está revuelta.

           Inmediatamente el jefe tomó un destacamento, centurión y soldados, que se precipitaron a la carrera sobre el gentío y alcanzaron a Pablo y a sus irascibles enemigos. Nada más ver éstos al tribuno y a los soldados, dejaron de maltratar al apóstol.

           El tribuno Lisias se apoderó de él y ordenó que le atasen con 2 cadenas; quería saber su identidad y de qué se le culpaba. Mas la gente ladraba cada vez con más fuerza, imposibilitando comprender nada y aclarar las cosas. La chusma disparaba insolencias a grito pelado, unos una cosa, otros otra.

           Como no podía esclarecer nada a causa del alboroto, Lisias ordenó a sus hombres que condujeran al prisionero al cuartel. El traslado resultó dificultoso. Ya en las escaleras de la Torre Antonia, los propios soldados tuvieron que llevar a hombros a Pablo a causa de la violencia de la gente; porque la muchedumbre, hostil y excitada, perseguía a la víctima como una jauría de perros rabiosos, aullando:

—¡Mátale! ¡Mátale!

           Pablo parecía ajeno a la virulencia desatada contra él. Le invadía una paz inalterable y mantenía cautiva su alma, que permanecía imperturbablemente serena. Y nada más llegar a la fortaleza, manifestó cortésmente al tribuno:

—¿Me permites decir una palabra?

—Pero, ¿tú sabes griego?, contestó éste al oír hablar a Pablo en un claro y elegante griego.

—Entonces, ¿no eres tú entonces el egipcio que estos días ha sublevado al pueblo, y que ha huido al desierto llevándose consigo a 4.000 secuaces?, siguió requiriendo el tribuno.

—No, replicó Pablo. Yo soy de Tarso de Cilicia. Y te ruego que me permitas hablar al pueblo.

           El citado egipcio había llegado a Israel como hechicero y con aires de profeta, seduciendo a unos 30.000 ilusos (según refiere Flavio Josefo) y llevándoselos al desierto, para planificar allí la entrada en Jerusalén por la fuerza. Aunque había fracasado en el empeño, y se había dado a la fuga.

           El tribuno Lisias quedó, por consiguiente, confundido, extrañado y sin comprender nada; por lo que concedió la palabra a Pablo. Y éste se atrevió a presentarse ante aquella caterva enfurecida. De pie sobre las escaleras, con los brazos cargados de cadenas y rodeado de soldados, hizo una señal con la mano, que mantenía rudamente atada. El vocerío se fue amortiguando poco a poco, hasta cundir un impresionante silencio que penetró en aquellos corazones enrabietados. Hasta que una voz clara, limpia y sonora, vibró sobre el ambiente:

—Hermanos y padres, comenzó a decir Pablo, esta vez en idioma arameo. Escuchad la defensa que hago ante vosotros.

           La callada se hizo sepulcral, al escuchar el puro acento hebreo de sus palabras. Y Pablo prosiguió, seguro ya de sí mismo:

—Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, Fui instruido a los pies de Gamaliel, en la más exacta observancia de la ley de nuestros padres, invadido de celo por Dios.

           Se metió a la gente en el bolsillo, sin dificultad. Su carisma, su figura amable, sus palabras mansas y humildes, todo en él colaboraba para ganarse el favor de la concurrencia. Su alegato de defensa, además, lo tenía muy estudiado y experimentado en las sinagogas de la Diáspora, con resultados satisfactorios: su educación judía original, su odio encarnizado contra los seguidores del camino, la lapidación de Esteban, la frenética persecución a los neoconversos, la alucinante historia en la llanura de Damasco y la súbita aparición del Señor Jesús, que le aterrorizó y le convirtió:

—Él me dijo: marcha; porque yo te enviaré lejos, a los gentiles.

           Creía Pablo que sus antecedentes patrióticos y su primitivo entusiasmo judío convencerían. No obstante, a la turba, que seguía atenta su relato emotivo y vivo, repugnaba la idea de que los gentiles incircuncisos pudieran participar en sus privilegios, por lo que se reactivó la furia colectiva cuando Pablo los mencionó, prorrumpiendo en nuevos gritos de rabia:

—¡Quita a ése de la tierra! ¡No es justo que viva!

           Vociferaban hasta desgañitarse. Agitaban sus vestidos y arrojaban polvo al aire. El tribuno no acertaba a imaginar qué ocurría, pues no había podido seguir el discurso al no entender el hebreo; sin embargo, tras la aparente calma en los rostros y apagados los clamores durante el discurso, ¿por qué de repente se había renovado el escándalo? ¿Qué había dicho este hombre? ¿Qué había hecho? Quiso informarse con más detalle, y ordenó que entrara en el cuartel y que lo sometieran a los azotes para averiguar y aclarar por qué motivo gritaban desaforadamente contra él.

           Los soldados ejecutaron con violencia la orden del tribuno: le despojaron de sus vestidos y le ataron con correas a la columna del tormento. ¿Acaso era aquella la misma pilastra que años antes había servido de soporte a la más infame flagelación de la historia? Ya se preparaban los verdugos para infringir el castigo, cuando Pablo, con tranquilidad de ánimo, con candor, casi con ingenuidad pero muy seguro de sí mismo, se dirigió al Centurión, que se hallaba junto a él:

—¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano, sin haberle juzgado antes?

           La pregunta cayó como un seco mazazo. Pues el tribuno no ignoraba la Ley Porcia, y las consecuencias que podían derivarse para Jerusalén si verdaderamente este hombre poseía la ciudadanía romana. El centurión, temeroso, corrió a advertir al jefe:

—¿Qué vas a hacer? Este hombre es ciudadano romano.

           El tribuno Lisias, intrigado, se acercó al preso, repitiéndose la escena de Filipos:

—Dime: ¿eres tú ciudadano romano?

—Sí, le contestó Pablo.

—No mientas, que yo he tenido que pagar una fuerte suma para adquirir esa ciudadanía.

—Pues yo la tengo por nacimiento.

           Los que iban a azotarlo se alejaron al instante de él, y el tribuno se asustó al darse cuenta de que le había encadenado... ¡siendo ciudadano romano! ¡En qué delito tan grave había incurrido! Intentó soltarlo y dejarlo en libertad inmediatamente, mas recapacitó, analizando la realidad de la situación, y optó finalmente por dejarlo en la cárcel entre cadenas más suaves y 2 soldados custodiándolo, para protegerlo de aquella horda salvaje.

           El prisionero comenzaba así un largo cautiverio, que había presagiado días antes en casa de Felipe, a su paso por Cesarea, y en el que Pablo se había reafirmado en "no sólo estar dispuesto a ser encadenado por el nombre del Señor Jesús, sino a morir por él". O como también, apenas unas semanas antes, había expuesto a los fieles de Éfeso, en su despedida de Mileto: "Ahora voy a Jerusalén, y no sé lo que me espera. Pero ¿y qué? Mi vida importa poco. Y ¿no es mi deseo terminar mi carrera, y recibir la paga del ministerio que me confió el Señor Jesús, de anunciar la Buena Nueva?".

           El día de su detención terminó sin novedad. Pero al día siguiente se incoó un pleito despiadado y ruin. Lisias ignoraba por qué había retenido a Pablo ni qué cargos se le imputaban, por lo que resolvió sacarlo de la cárcel para que compareciera ante los sumos sacerdotes y el Sanedrín. Hizo bajar a Pablo y lo puso ante ellos. Pablo, mirando fijamente al Sanedrín, declaró:

—Hermanos, yo me he portado con entera buena conciencia ante Dios, hasta este día.

           El sumo sacerdote Ananías, hombre furibundo y rapaz, enojado por este modo de hablar, mandó a los asistentes que le golpeasen en la boca. Pero Pablo le replicó con acritud:

—¡Dios te golpeará a ti, pared blanqueada! ¿Tú te sientas para juzgarme conforme a la ley y mandas, violando la ley, que me golpeen?

           Los que estaban a su lado, sorprendidos de la osadía de Pablo para enfrentarse abiertamente, violentando a Ananías, le informaron del lustre de su identidad:

—¿Insultas al sumo sacerdote de Dios?

—No sabía que fueras el sumo sacerdote, porque está escrito "No injuriarás al jefe de tu pueblo".

           Entonces, con talento y talante de abogado, presentó su legítima defensa. Observando la presencia en la tribuna de saduceos y de fariseos, y conocedor de sus ideas opuestas e irreconciliables (unos a favor y otros en contra) de la resurrección, se dedicó hábilmente a provocarlos. Y efectivamente lo logró, cuando con astucia les dejó caer:

—Hermanos: yo soy fariseo, hijo de fariseos. Y por eso espero la resurrección de los muertos.

           Al pronunciar estas palabras se produjo tal altercado, que la asamblea se dividió en 2 bandos. Entonces, se pusieron en pie algunos escribas del partido de los fariseos, con inéditos planteamientos de paz y reconciliación:

—Nosotros no hallamos nada malo en este hombre. ¿Y si acaso le habló algún espíritu o un ángel?

           Mas no lograron frenar el griterío. Se suscitó tal escándalo en el auditorio, con reyertas, intimidación y amenazas, que Lisias tuvo que llamar rápidamente un destacamento de soldados, temeroso de que, irritada la asamblea, terminara despedazando a Pablo. Y mandó a la tropa que bajase, que le arrancase de entre aquella manada de lobos y le llevase de nuevo al cuartel.

           A la noche siguiente, se le apareció el Señor para confortarlo:

—¡Ánimo!, pues como has dado testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en Roma.

           Al amanecer, los judíos, no dándose por vencidos, se confabularon y se comprometieron bajo anatema a no comer ni beber hasta que hubieran matado a Pablo. Eran más de cuarenta los comprometidos en esta conjuración. El plan, extremadamente sencillo y práctico, lo propusieron a los sumos sacerdotes:

—Bajo anatema nos hemos comprometido a no probar cosa alguna hasta que no hayamos dado muerte a Pablo. Vosotros por vuestra parte, de acuerdo con el Sanedrín, indicad al tribuno que os lo baje donde vosotros, como si quisierais examinar más a fondo su caso; nosotros estamos dispuestos a matarle antes de que llegue.

           La comparecencia ante Lisias del reo, por 2ª vez, sólo era una emboscada para suprimirlo en el camino. Un sobrino de Pablo, hijo de su hermana, se enteró casualmente de la celada. Y voló hacia el cuartel para informar a su tío. Éste llamó a uno de los centuriones, y le ordenó:

—Lleva a este joven donde el tribuno, porque tiene algo que contarle.

           El centurión lo condujo ante el tribuno, con este mensaje:

—Pablo, el preso, me llamó y me rogó que te trajese este joven, pues tiene algo que decirte.

           Lisias, tomando de la mano al muchacho, le retiró aparte, mientras le preguntaba:

—¿Qué tienes que comunicarme?

—Los judíos se han concertado (avisó el chico) para pedirte que mañana bajes a Pablo al Sanedrín con el pretexto de hacer una indagación más a fondo sobre él. Pero tú no les hagas caso, pues le preparan una emboscada más de cuarenta hombres, que se han jurado bajo anatema no comer ni beber hasta haberle dado muerte. Y ahora están preparados, esperando tu asentimiento.

—No digas a nadie que has delatado estas cosas, le comentó Lisias por lo bajo, mientras le despedía.

           Reflexionando la manera de salvar al reo, de quien era legítimamente responsable, llamó a dos centuriones y les ordenó:

—Tened preparados para la 3ª hora de la noche 200 soldados, para ir a Cesarea, 70 de caballería y 200 lanceros. Preparad también cabalgaduras para que monte Pablo; y llevadlo a salvo al procurador Félix.

           La idea del tribuno fue genial: enviarle escoltado al procurador de Judea, Antonio Félix, que a la sazón residía en Cesarea.

           Sin entonces sospecharlo, significaba la despedida de Pablo para siempre, definitiva, de Jerusalén. A las 21.00 horas y oculto por la oscuridad, se alejaba por última vez de su amada Jerusalén como un vulgar delincuente, escoltado por una cabalgadura de 470 hombres: 200 soldados y 200 lanceros de infantería ligera, a pie, y 70 jinetes. ¡Ni siquiera la ciudad que le educó y le vio crecer fue capaz de respetarle!

a.6) Prisión en Cesarea

           Marco Antonio Félix, un liberto de la casa imperial, hermano de Palas y favorito de Agripina y Nerón, era procurador de Judea desde el 52. Gobernó la provincia tiránicamente hasta su sustitución, caído su hermano en desgracia, el año 60. Era vano y ladronzuelo, y sus crueldades durante estos críticos años preludiaban el camino para la tragedia final del pueblo judío. Tácito refería de él, que "condescendiendo en todo género de barbarie y concupiscencia, ejerció el poder de un rey con el espíritu de un esclavo".

           El oficio que el tribuno Lisias dirigía a su superior jerárquico, el procurador Antonio Félix, era del siguiente tenor:

"Claudio Lisias saluda al excelentísimo procurador Félix. Este hombre había sido apresado por los judíos y estaban a punto de matarlo cuando al saber que era romano acudí yo con la tropa y le libré de sus manos. Queriendo averiguar el crimen de que le acusaban, le bajé a su Sanedrín. Y hallé que le acusaban sobre cuestiones de su ley, pero que no tenía ningún cargo digno de muerte o de prisión. Sin embargo, como he tenido denuncia de una emboscada preparada contra él, al punto te lo mando y he informado, además, a sus acusadores que formulen sus quejas contra él ante ti. Adiós".

           El viaje de Pablo desde Jerusalén a Cesarea duró 2 días. Durante la 1º noche, y a marchas forzadas, llegaron a Antipátrida, lugar de recreo en las estribaciones de los montes de Judea, a 45 km de Jerusalén; a la mañana siguiente, los 70 de caballería continuaron con él de camino, mientras que los 400 de infantería regresaron al cuartel de Jerusalén, donde eran muy necesarios.

           Al llegar a Cesarea, presentaron el reo ante el procurador Antonio Félix, al que entregaron la carta. Una vez leída, interrogó brevemente a Pablo para indagar su provincia natal, y murmuró:

—Te oiré cuando estén también presentes tus acusadores.

           Y mandó al centurión que custodiara a Pablo en el pretorio de Herodes II de Judea, según la costumbre.

           Unos 5 días después bajaron a Cesarea los acusadores, el sumo sacerdote Ananías con algunos ancianos. Habían contratado los servicios de un abogado de fama, un tal Tértulo, para que les asesorara, multiplicara las acusaciones y las hiciera más creíbles. Citado Pablo, Tértulo dio principio a la denuncia con un conato de adulación soez:

—Gracias a ti gozamos de mucha paz y las mejoras realizadas por tu providencia en beneficio de esta nación, en todo y siempre las reconocemos, excelentísimo Félix, con todo agradecimiento. Pero para no molestarte más, te ruego que nos escuches un momento con tu característica clemencia.

           Una vez pasada la mano por la barba del procurador, con tan poca elegancia, entró de lleno en el asunto que llevaba entre manos, no sobrándole vergüenza para empezar insultando:

—Hemos encontrado esta peste de hombre que provoca altercados entre los judíos de toda la tierra y que es el jefe principal de la secta de los nazarenos. Ha intentado, además, profanar el templo, pero nosotros le apresamos. Nosotros queríamos juzgarle según nuestra ley, pero se presentó el tribuno Lisias con mucha fuerza y lo arrebató de nuestras manos y ha mandado a sus acusadores que vengan ante ti. Interrogándole, podrás tú llegar a conocer a fondo todas estas cosas de que le acusamos.

           La cuadrilla de acompañantes asentía con la cabeza a cada palabra que salía de la boca del legista, apoyándole y corroborando ante el procurador cuanto delataba. Entonces, el procurador concedió la palabra a Pablo, y éste, hábilmente, expuso su alegato de defensa. Para empezar, se olvidó de las adulaciones, mas no de la educación y de la diplomacia:

—Yo sé que desde hace muchos años vienes juzgando a esta nación; por eso con toda confianza voy a exponer mi defensa.

           Y tras las palabras de cortesía, expuso con serenidad, aunque con arrojo:

—Tú mismo lo puedes comprobar: No hace más de doce días que yo subí a Jerusalén en peregrinación. Y ni en el templo, ni en las sinagogas, ni por la ciudad me han encontrado discutiendo con nadie ni alborotando a la gente. Ni pueden tampoco probarte las cosas de que ahora me acusan.

           Una vez desmentido de cuajo todo el cogollo de la acusación, quiso aprovechar la ocasión para evangelizar. Pablo no podía esquivar la tentación de verse ante un auditorio de infieles sin proclamar su fe:

—En cambio te confieso que según el camino, que ellos llaman secta, doy culto al Dios de mis padres, creo en todo lo que se encuentra en la ley y está escrito en los profetas, y tengo en Dios la misma esperanza que éstos tienen, de que habrá una resurrección, tanto de los justos como de los pecadores. Por eso yo también me esfuerzo por tener constantemente una conciencia limpia ante Dios y ante los hombres. Al cabo de muchos años he venido a traer limosnas a los de mi nación y a presentar ofrendas. Y me encontraron realizando estas ofrendas en el templo después de haberme purificado, y no entre tumultos de gente.

           Félix, que estaba bien informado en lo referente al camino, les dio largas a los acusadores:

—Cuando baje el tribuno Lisias decidiré vuestro asunto.

           Y dejó el fallo para más tarde. Y ordenó al centurión que custodiase a Pablo, que le dejase tener alguna libertad y que no impidiese a ninguno de los suyos el asistirle.

           Pasados unos días, acudió Félix con su esposa Drusila, que era judía. Mandó traer a Pablo y le estuvo escuchando acerca de la fe en Cristo Jesús. Y al hablarle Pablo de la justicia, del dominio propio y del juicio final, Félix, aterrorizado, le interrumpió:

—Por ahora puedes marcharte; cuando encuentre oportunidad te haré llamar.

           Así comenzó la cautividad de Cesarea, que duraría desde el 58 hasta el 60; un caso de injusticia clamorosa, suscitada por el procurador, el cual pretendía aprovecharse de la situación para lucrarse, sacando dinero de ambas partes: de los judíos en su saña persecutoria contra Pablo, y de éste para lograr su liberación. Por esta razón mandaba llamar frecuentemente a Pablo y conversaba con él, tratando de que éste lo sobornase con dinero para que le librara de las cadenas.

           La Providencia, empero, velaba sobre Pablo. Y durante estos 2 años de infamia, atendido continuamente por su queridísimo Lucas, estimuló a éste, con la inquietud de la mazmorra pero en la paz del Señor, para que consignara por escrito aquella gran obra que ambos anhelaban con vehemencia desde unos meses atrás al reencontrarse en Filipos.

           En estas circunstancias nació, durante la cautividad en Cesarea, el 3º evangelio, en el que Lucas refirió la predicación de Pablo de igual manera que Marcos había consignado en Roma, años antes, la de Pedro. Lucas residía permanentemente muy cerca de los lugares donde acaecieron los hechos de Jesús, y su libertad le permitía formular las consultas necesarias para elaborar una obra completa y exacta, tal y como él mismo recuerda al iniciar su propio texto.

           "En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman". La evidente iniquidad de las cadenas de Pablo, por ende, Dios la compensó a su Iglesia de forma infinita. Pues si aquellos 2 años de encierro y de silencio impidieron evangelizar al incansable apóstol a unos cuantos miles de gentiles, la obra que felizmente culminó junto a su buen amanuense ha evangelizado ya a cientos de millones de personas de los siglos posteriores, y seguirá evangelizando hasta el final de los tiempos.

           En el corazón de Pablo resonaban aquellas recientes palabras de aliento: "¡Ánimo, Pablo!", que le sugerían lejanas perspectivas: ¡Roma, la capital del mundo! ¡Qué ilusión poder sembrar y fecundar el centro del imperio! Pues como él mismo había escrito ese mismo año, a los romanos:

"Dios, a quien sirvo en mi espíritu predicando el evangelio de su Hijo, me es testigo de cuán incesantemente me acuerdo de vosotros, rogándole siempre en mis oraciones, si es de su voluntad, encuentre por fin algún día ocasión favorable de llegarme hasta vosotros, pues ansío veros. Pues no quiero que ignoréis, hermanos, las muchas veces que me propuse ir a vosotros, pero hasta el presente me he visto impedido. Me debo a los griegos y a los bárbaros, a los sabios y a los ignorantes; de ahí mi ansia por llevaros el evangelio también a vosotros, habitantes de Roma".

           Pero, ¿cómo escaparía de aquel antro que le asfixiaba el alma? El Señor no concretó nada; mas a Pablo, confiado en él, le ardía el alma tramando proyectos. Por el momento, sin embargo, su cautividad se eternizaba.

           Y así transcurrieron 2 años de prisión, en los que Félix manifestó su natural brutal, codicioso, avariento, disoluto y inmoral. Llamado a Roma, fue relevado de sus funciones y sustituido en el cargo por Porcio Festo. A los 3 días de que el sucesor llegara a la provincia, subió de Cesarea a Jerusalén, en su 1ª visita oficial.

           Los sumos sacerdotes y los principales de los judíos, estimulados por el cambio, redoblaron sus tretas sin demora. Los 2 años transcurridos desde aquella tropelía salvaje sostenida en Jerusalén contra Pablo no habían amortiguado el odio contenido en sus corazones; al contrario, lo habían intensificado. Diríase que las fuerzas del maligno se concentraban en esta calaña de gente, pues se asemejaban más a fieras hambrientas que a personas humanas.

           Los sumos sacerdotes, portavoces más autorizados de la chusma, presentaron una nueva acusación contra Pablo, e insistieron suplicando una gracia: que le hiciera trasladar a Jerusalén. En esta ocasión, como en la anterior, tramando una emboscada para matarlo en el camino. Pero el procurador Festo les contestó que Pablo debía permanecer custodiado en Cesarea, y como él mismo pretendía regresar allá inmediatamente, les insinuó despectivamente:

—Que bajen conmigo los de más autoridad de entre vosotros, y si este hombre es culpable en algo, formulen acusación contra él.

           Al cabo de 8 días, efectivamente, bajó Festo a Cesarea. Al día siguiente de su llegada se sentó en el tribunal y mandó traer a Pablo. Así que se presentó le rodearon los judíos que habían venido de Jerusalén, presentando contra él muchas y graves acusaciones, que no podían ni sabían probar. Pablo, harto ya de la situación, se limitó a replicar con una negación rotunda:

—Yo no he cometido falta alguna ni contra la ley de los judíos ni contra el templo ni contra el césar.

           Entonces, Festo, queriendo congraciarse con los judíos, preguntó a Pablo:

—¿Quieres subir a Jerusalén, y ser juzgado allí de estas cosas en mi presencia?

           Pablo se percató del riesgo de esta subida a Jerusalén. Pues si caía en manos de aquella raza de víboras, presionarían al procurador, vislumbrándose el mismo fin que el mismo Jesús bajo Poncio Pilato. Así que, guiado por el Espíritu, irrumpió con una inesperada respuesta que le permitía escapar del odio de aquellos vándalos y del capricho de Festo:

           —Estoy ante el tribunal del césar, que es donde debo ser juzgado. A los judíos no les he hecho ningún agravio, como tú sabes muy bien. Si soy culpable de algún delito o he cometido algún crimen que merezca la muerte, no rehúso morir, la acepto. Pero si las acusaciones de esta gente son falsas, nadie puede entregarme a ellos. Por eso, apelo al césar.

           Estaba en su pleno derecho como ciudadano romano; después de 2 años encarcelado sin sentencia, cansado de tanta dilación en su proceso, podía exigir el ser juzgado por un tribunal de rango superior; su causa podía llevarse ante los tribunales de justicia de Roma, ante el mismísimo emperador. ¿Por qué renunciar a este derecho que le asistía?

           Pero, ¿qué significaba entonces la ciudadanía romana? En el Imperio Romano se distinguían 4 clases sociales: los esclavos, los libertos, los ciudadanos y los ciudadanos romanos.

           Los esclavos proliferaban tanto como los hombres libres; no se diferenciaba el trato a un animal y a un esclavo; éste dependía del beneplácito del amo, que lo podía comprar, vender o revender en el mercado como bestia de carga, o aplicarle a su antojo castigos corporales, con frecuencia inhumanos; el esclavo no poseía ningún derecho civil, religioso o social, ni hogar ni familia: él y sus hijos pertenecían íntegramente al amo.

           Podía ser esclavo el prisionero de guerra; el comprado por dinero, a causa de su miseria o la de sus padres; el insolvente o el tomado en prenda como pago de deudas sin saldar; el ladrón que, no pudiendo restituir lo robado, era vendido para resarcir el valor de su latrocinio; el hijo del esclavo ("nacido en casa") pues el amo podía adquirir esclavos casados o casar los que tenía, y los hijos pertenecían al amo, con lo que multiplicaba de modo barato su servidumbre.

           En rigor, el esclavo era una cosa adquirida por derecho de conquista, por dinero o en herencia, que el amo usaba a su capricho. Se marcaba al esclavo, como a una res, con un tatuaje, un estigma con un hierro al rojo vivo o mediante una etiqueta liada al cuerpo.

           El esclavo que recibía de su amo (o del estado) la libertad, se convertía en liberto (hombre libre), que no quería decir ciudadano, pues quedaba excluido de la gestión pública. Los libertos representaban la tercera parte de la población libre. El ciudadano era miembro de la comunidad (la ciudad) y participaba en la dirección de los asuntos colectivos. La asamblea de ciudadanos elegía a sus representantes y nombraba magistrados municipales. Finalmente, el ciudadano romano ocupaba rango aparte en la jerarquía de las clases sociales.

           Este título (la ciudadanía) confería plenitud de derechos civiles, protegía contra los castigos corporales, eximía de las penas infamantes y permitía apelar al césar. Tal título se otorgaba como recompensa pero podía también comprarse por grandes sumas de dinero. Únicamente existían en aquel tiempo unos cinco millones de ciudadanos romanos extendidos por el universo, que se ufanaban de su título. Y Pablo lo poseía de nacimiento, gracias a su padre.

           En consecuencia, Festo quedó profundamente impresionado al oír de labios de Pablo su apelación al césar. Deliberó el caso con el Consejo; y deseando desembarazarse lo antes posible de asunto tan delicado, resolvió:

—Has apelado al césar; pues irás al césar.

           El césar, desde el año 54, era Nerón. La comparecencia no tendría lugar ante el propio Nerón, sino ante su tribunal imperial, en Roma.

           Pasados algunos días, Herodes IV de Judea (o Agripa II) y su hermana Berenice (hijos de Herodes III de Judea, o Agripa I) vinieron a Cesarea, con la intención de saludar a Festo. Como la estancia de Agripa II y Berenice se alargaba, Festo les expuso el caso de Pablo. A Agripa II se le despertó el mismo deseo de oír a Pablo que el que se suscitó en su abuelo Herodes II de Judea (o Antipas I) con relación a Jesús.

           De modo que Agripa II y Berenice, con gran ostentación, acudieron a la sala de audiencias junto con los tribunos y los personajes de mayor categoría de Cesarea. Pablo fue nuevamente sentado en el banquillo de los acusados por orden de Festo, quien suplicó a Agripa II que le interrogara personalmente para ver si se esclarecía algo más el asunto, o si el reo alegaba matices que pudieran indicarse en la carta que debía remitir al César.

           Agripa II pidió a Pablo que procediera a defenderse:

—Se te permite hablar en tu favor.

           Pablo, feliz, extendiendo la mano, aprovechó la oportunidad para relatar sus antecedentes raciales, su formación rabínica, su conversión en la llanura de Damasco y su llamada:

—Dios me dijo: Yo te envío para que les abras los ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y para que reciban el perdón de los pecados y una parte en la herencia entre los santificados, mediante la fe en mí.

           Exponía su defensa con tanto ardor y entusiasmo, que Festo le interrumpió:

—¡Estás loco, Pablo, las muchas letras te hacen perder la cabeza!.

           Festo había quedado aturdido por la erudición de Pablo y, quizás, por su estilo judío de argumentar. El rey Agripa II, por su parte, permanecía callado, visiblemente afectado por aquellas palabras. Y Pablo continuó:

—No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que hablo cosas verdaderas y sensatas. Bien enterado está de estas cosas el rey, ante quien hablo con confianza; no creo que se le oculte nada, pues no han pasado en un rincón. ¿Crees, rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees.

           Aunque Agripa II tenía tan sólo 3 años de edad cuando murió y resucitó el Señor en Jerusalén, conocía bien la realidad de aquellos sucesos en los que había intervenido su propio abuelo con cierto protagonismo. Por eso, Agripa II, un escéptico educado, contestó a Pablo:

—Por poco me convences a pasar por cristiano.

           A lo que apostilló Pablo:

—Quiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino todos los que me escuchan hoy, llegaran a ser tales como soy yo, a excepción de estas cadenas.

           El rey y su hermana Berenice, así como el procurador y los que con ellos estaban sentados, se levantaron y, mientras se retiraban, musitaban entre sí:

—Este hombre no ha hecho nada digno de muerte o de prisión.

           Por lo que Agripa II confesó a Festo:

—Podría haber sido puesto en libertad, si no hubiera apelado al césar.

           Pablo predicó con tanto fuego la doctrina de Jesús, que conmovió los corazones de Agripa II y de Berenice, a los que encubrió una sombra de conversión, propósito que no se alcanzó por la presión que ejercieron en su ánimo los sacerdotes judíos. Posiblemente su conversión hubiera evitado el cataclismo, pues la actuación de Agripa II aceleró el declive final del pueblo judío.

           Las costumbres se corrompieron hasta tal punto que fue acusado de incesto con su hermana Berenice, y fue el causante de la guerra cruenta de los judíos contra Roma, durante la cual combatió al lado del ejército romano contra sus compatriotas, y que finalizaría con la Destrucción de Jerusalén del 70. Agripa II hubo de recluirse en Roma, en compañía de Berenice (amiga personal del general Tito, en poco tiempo emperador de Roma), donde moriría el año 90.

b) Viaje IV de Pablo

           Estamos en el otoño del 60. La perspectiva de Roma se abría esperanzadora en el horizonte del apóstol. Mas no la iba a lograr en las condiciones que él hubiera programado, como en ocasiones anteriores; su viaje a Roma no se insertaría en el modelo de una marcha triunfal, sino en el traslado incómodo de un preso que debía soportar el roce áspero, la palabra desabrida e inoportuna de sus guardianes, formando parte de un convoy de confinados, privados de libertad.

           Para colmo, la incertidumbre pesaba como una losa en el ánimo del reo. Pablo, personalmente, estaba persuadido de que aquella ruta le conducía a la muerte. Mas no le inquietaba lo más mínimo consagrar a su Maestro hasta el supremo testimonio de su amor, si era preciso, y nada le seducía tanto como ofrendar la vida misma por Aquél a quien amaba hasta el extremo. Sobreabundaba en regocijo cuando percibía situaciones de ofrecer íntegramente su vida por amor. Con todo, la prueba que hubo de soportar en este largo recorrido desde Cesarea hasta Roma iba a resultar muy dura. Considerablemente dura.

           El relato que del viaje nos transmite Lucas (testigo directo), constituye uno de los documentos más importantes de la antigüedad para estudiar el arte de la navegación. El examen minucioso a que lo han sometido varios marinos e ingenieros navales confirman la exactitud y el espíritu de observación del hagiógrafo.

           Pablo y otros reos (posiblemente criminales condenados a brindar espectáculo en el anfiteatro de Roma, como fieras o con las fieras) fueron confiados a un centurión de la cohorte Augusta (llamado Julio), que se portaría humanamente con Pablo, permitiéndole ver a sus amigos y ser atendido por ellos. Entre éstos se encontraban Lucas y Aristarco, quienes, quizás pasaban como los 2 esclavos (cuyo servicio se permitía a cualquier ciudadano romano prisionero).

b.1) Mediterráneo oriental

           La 1ª parte duró 15 días. En un barco pequeño a vela de Adramicio (Tróade), partió Pablo rumbo a las bahías de Asia, al abrigo de la costa y sin alejarse de ella (pues los vientos eran contrarios). De Cesarea tomaron rumbo a Sidón, bordearon la isla de Chipre, y atravesando los mares de Cilicia y Panfilia (por los acantilados de Asia Menor) arribaron al puerto de Mira (Licia).

           Se trató de una travesía lenta, de una monotonía exasperante y hacinados unos sobre otros, pues cada uno tenía derecho a un espacio de 1,5 m. de largo x 0,5 m. de ancho (para sí y para su equipaje), expuestos al aire, al viento y a los remojones de las encrespadas olas cuando se enfurecía el mar. Para colmo, los presos se hallaban perpetuamente asidos a una grosera cadena, cuyo extremo custodiaba un soldado romano.

           El puerto de Mira servía de refugio para las naves de cereales que, procedentes de Egipto, se dirigían a Italia (y no podían efectuar una travesía directa cuando dominaba el viento noroeste). Hay que recordar que Egipto abastecía al Imperio de 20 millones de celemines de trigo, la 3ª parte del consumo total imperial.

           En Mira se hallaba anclada una nave alejandrina que iba a iniciar la navegación rumbo a Italia, y, enterado el centurión, ordenó el traslado de los presos a bordo de la misma. Cambiaron de barco, esta vez a un gran navío, una navis oneraria de 300 toneladas, de 50 m. de eslora y 13 m. de manga (con puente, mástil y una gran vela de recia lona), que transportaba trigo desde Egipto hasta Roma. Y llevaba a bordo 276 personas.

           Allí se juntaba una masa cosmopolita, mezclándose la tripulación con los simples turistas, sirios con troyanos, y romanos con orientales, y egipcios con griegos, y cantantes con filósofos, y maestros de retórica con estudiantes, con médicos, con comediantes y con escultores, y comerciantes con peregrinos, y soldados con esclavos. Cualquier culto, cualquier creencia, cualquier credo se daban la mano, hermanándose (fundiéndose y confundiéndose) los dioses que se adoraban, los ritos que se celebraban, las plegarias que se elevaban al cielo.

           En esta barahúnda humana, se hicieron a la mar. Durante muchos días la navegación fue lenta y a duras penas llegaron a la altura de Gnido, ya que la nave sufría vientos contrarios que le impedían avanzar. Como el aire no permitía la arribada a puerto, navegaron al abrigo de la isla de Creta por la parte del Cabo Salmone; y costeándola con dificultad, recalaron en Puertos Buenos, muy cerca de la ciudad de Lasea.

           Los días corrían; había pasado ya la Fiesta de la Expiación (único día de ayuno prescrito por la ley), que se celebraba por el equinoccio de otoño; era ya el mes de octubre y el tiempo empeoraba. A partir de noviembre se hacía preceptivo navegar con vientos favorables y detenerse si soplaban de frente o de costado, y cuando arreciaba la tempestad no quedaba más remedio que guarnecerse en un puerto y pasar allí el invierno.

           Súbitamente, empezaron a soplar malos vientos; lo lógico era modificar la ruta, bajar hacia el sur y aprovechar como abrigo la isla de Creta. Pablo, a quien sus largos viajes y odiseas habían enseñado como a experto piloto el plan de maniobra conveniente, advirtió la osadía de permanecer en alta mar, aconsejando detenerse en un puerto de refugio:

—Amigos, veo que la navegación va a traer gran peligro y grave daño no sólo para el cargamento y la nave sino también para nuestras propias personas.

           Pero el piloto no admitía consejos de nadie; el centurión, que como oficial de mayor grado ostentaba el mando de la nave, daba más crédito al piloto y al patrón que a Pablo y, además, quería terminar cuanto antes su servicio y entregar los reos que llevaba casi a remolque desde hacía cuarenta días.

           Como el puerto no reunía condiciones idóneas para invernar, la mayoría decidió hacerse allí a la mar para llegar a Fenice (la actual Phineka), un puerto de Creta que mira al suroeste y al noroeste, y pasar allí el invierno. Por eso, beneficiándose de un viento favorable del sur que comenzó a soplar, trataron de avanzar. Levaron anclas y fueron costeando la isla de Creta de cerca.

           Costó cara la audacia. Acababan de dejar el abrigo de la costa, cuando bruscamente se desencadenó un viento huracanado procedente de la isla (llamado Euroaquilón), que impulsó una furiosa tempestad. Este viento soplaba a bocajarro desde las montañas de Creta, de más de 2.000 m. de altura. Resultaron inútiles los esfuerzos por controlar la situación, y el navío se vio arrastrado por el ventarrón. Así, tuvieron que arriar velas, y quedaron abandonados a la deriva.

           Navegando a sotavento de una isleta (llamada Cauda), los marineros halaron e izaron sobre el puente un bote que, amarrado a popa, danzaba sobre las aguas. Una vez izado el bote, empezó el casco a gemir siniestramente a los embates del viento y de las olas; el agua se filtraba en las planchas que se iban separando.

           Hubo que sujetarlo todo de mala manera por medio de los gruesos cables de refuerzo que formaron como un cinturón en torno al barco, para sostener las cuadernas, ciñendo el casco por el fondo. Se luchaba con todos los medios posibles contra la furia del mar. Por miedo a chocar contra la Sirte, se echó al agua el ancla flotante, y así se iba a la deriva. Los bancos de arena movediza de la Sirte, al sur, causaban el terror de los navegantes.

           El temporal sacudía con furia y sin piedad la nave, que hacía aguas. Y había que luchar sin demora contra aquella invasión del mar, sacando el agua mediante una cadena de calderos; este trabajo pertenecía a los reos que transportaba el barco, y había para todos.

           El 2º día, la tripulación tuvo que deslastrar el barco echando por la borda todo lo que se podía arrojar: equipajes, provisiones y cargamento. Pero esta medida no fue suficiente; y al 3º día, con sus propias manos, arrojaron al mar el aparejo de la nave (las velas, las maromas y las vergas también hubieron de ser lanzadas al mar).

           Durante mucho tiempo no lució el sol durante el día, ni la luna y las estrellas por la noche, desapareciendo así los únicos guías marinos antes de la invención de la brújula. ¿Dónde se hallaban? Nadie sabía nada. Sólo se sentía tinieblas, oscuridad, tempestad y golpes de mar, que hacían tambalear el puente; olas gigantescas amenazaban tragarse el barco. El pánico cundió en algunos, y la esperanza de salvarse se iba esfumando paulatinamente.

           Y así, en peligro constante, cual juguetes a merced de las olas, pasaron 14 días y 14 noches. Salvo unos pasajeros que hallaron una débil defensa bajo el palo de popa, los demás, con el equipaje y mojados por las olas (y esperando desaparecer de un momento a otro), se agazaparon unos contra otros donde y como pudieron; y sin valor a moverse siquiera para comer, esperaban el golpe fatal que pusiera término a aquella fatídica agonía.

           Hacía ya varios días que no habían comido. Pablo les animaba, y el 14º día se levantó, y en medio de los pasajeros aterrados les exhortó:

—Amigos, más os hubiera valido que me hubierais escuchado y no haberos hecho a la mar desde Creta; os hubierais ahorrado este peligro y esta pérdida. Pero ahora os recomiendo que tengáis buen ánimo. Ninguna de vuestras vidas se perderá; sólo se perderá la nave. Pues esta noche se me ha presentado un ángel del Señor a quien pertenezco y a quien doy culto, y me ha dicho: "No temas, Pablo; tú tienes que comparecer ante el César; y mira, Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo". Por consiguiente, amigos, ¡ánimo! Yo tengo confianza absoluta en Dios de que sucederá tal como se me ha dicho. Encallaremos en alguna isla.

b.2) Mediterráneo occidental

           Se hallaban en la 14ª noche a la deriva por el Mediterráneo, adentrados ya en el Adriático, cuando hacia la media noche presintieron los marineros la proximidad de tierra. Sondaron y hallaron veinte brazas; un poco más lejos sondaron de nuevo y hallaron 15 brazas. Temerosos de chocar contra algún escollo, echaron 4 anclas desde la popa y esperaron ansiosamente la luz del día.

           Los marineros querían ante todo escapar de la nave para salvarse, dejando a los demás a merced de las olas; y estaban ya arriando el bote al mar con el pretexto de largar los cables de las anclas de proa. Entonces, Pablo se apresuró a decir, contra la opinión del centurión y soldados de la tripulación:

—Si no se quedan éstos en la nave, vosotros no os podréis salvar.

           Entonces los soldados cortaron inmediatamente las amarras del bote y lo dejaron caer al mar. Mientras esperaban que amaneciera, Pablo aconsejaba a todos que tomasen alimento:

—Hace ya 14 días que, en continua expectación, estáis en ayunas, sin haber comido nada. Por eso os aconsejo que toméis alimento pues os conviene para vuestra propia salvación; que ninguno de vosotros perderá ni un solo cabello de su cabeza.

           Dicho esto, tomó un pan, dio gracias a Dios en presencia de todos, lo partió y se puso a comer. Entonces la gente se animó y también se alimentó, los 276 que permanecían en la nave; una vez satisfechos, aligeraron la nave arrojando el trigo al mar. Tras la comida, Pablo celebró la eucaristía con los hermanos.

           Al clarear el alba, los marineros no reconocían el territorio; sólo divisaban una ensenada con su playa, y resolvieron precipitar la nave contra ella, si era posible. Soltaron anclas, que dejaron caer al mar, aflojaron al mismo tiempo las amarras de los timones, alzaron al viento la vela artimón, y pusieron rumbo a la playa. Tropezaron en un lugar con mar por ambos lados, y encallaron allí la nave; la proa, clavada, quedó inmóvil; en cambio, la popa, sacudida violentamente, se iba deshaciendo poco a poco.

           Los soldados, entonces, pretendieron matar a los prisioneros, no fuera que alguno se escapase a nado. Mas el centurión, que quería salvar a Pablo, se opuso a su designio y dio orden de que los que supieran nadar se arrojasen los primeros al agua y ganasen la orilla; y los demás saliesen unos sobre tablones, otros sobre los despojos de la nave. De esta forma, todos pisaron tierra sanos y salvos. Se hallaban en la isla de Malta, al sur de Italia y a unos 1.000 km de Creta. Esta distancia había sido cubierta a menos de 2 nudos (¡3 km/hora!), que es lo que una nave puede andar a la deriva.

           Malta, una bella isla con campos reducidos y compuestos de terrazas, donde el suelo se hallaba rodeado de colinas y de terraplenes para impedir las inundaciones, les reconfortó el ánimo. Los habitantes de la isla, vivos y de natural dulce y amable, recogieron y acogieron a los náufragos mostrando una humanidad y hospitalidad poco comunes. Encendieron una gran hoguera para reconfortarles un poco, porque, calados hasta los huesos a causa de la lluvia, también estaban ateridos de frío.

           Un suceso pintoresco acaeció entonces. Pablo, arrimado con los demás náufragos junto al fuego, cogió una brazada de ramas secas para atizarlo; al ponerla sobre la hoguera, una víbora que se hallaba escondida entre las ramas y que salía huyendo del calor, hizo presa en su mano y le mordió. Al ver los indígenas el animal colgado de la mano de Pablo, se pusieron a gritar:

—Este hombre es seguramente un asesino. Acaba de escapar al furor del mar, pero la justicia divina no le deja vivir.

           Esperaban que el efecto del veneno le hincharía poco a poco y caería muerto de sopetón. Mas Pablo, sacudiendo la víbora en el fuego, continuó calentándose tan tranquilo. Tras una larga espera, al verle sereno, los presentes se preñaron de estupor, cambiaron de parecer y le tomaron por un dios.

           A los habitantes de Malta les llamaban bárbaros por su poca romanización y helenización; hablaban fenicio, y no griego o latín como era usual. La dominación romana había sido benigna con los malteses, tratados como aliados, que recibieron derechos municipales. De notable prosperidad, la isla, lugar de destierro, se hallaba cubierta de multitud de monumentos e imponentes edificios, como el Templo de Proserpina, erigido por el procurador Queriston; la magnificencia de la edificación excitó en su día numerosos elogios.

           En las cercanías del lugar donde desembarcaron tenía unas propiedades el cacique de la isla (llamado Publio), quien les recibió amablemente y les hospedó durante 3 días.

           El padre de Publio se hallaba en cama atacado de fiebre y disentería. Pablo entró a verle, oró por él, le impuso las manos y le curó. Este suceso extendió tanto su fama por la isla de Malta, que tuvo que multiplicar las curaciones y los milagros durante los 3 meses de invierno que le retuvo allí el mal tiempo.

           Todos los pasajeros de la nave encallada recibieron en Malta la acogida y la consideración hospitalaria de los malteses, y a la partida les proveyeron de lo necesario para el viaje: pan, aceitunas y frutas. Se hicieron de nuevo a la mar en otro barco que se dirigía a Italia: una nave alejandrina, que había invernado en la isla y que llevaba por enseña los Dióscuros (los gemelos Cástor y Pólux, protectores de los marineros).

           Pablo dio gracias a Dios, que le había permitido sembrar de evangelio aquel país pagano de manera tan inesperada. Pues en Malta germinó una nueva comunidad, fecundada al amparo del apóstol de Tarso.

b.3) Italia

           En Siracusa, capital de Sicilia y puerto de arribo frecuente, permanecieron 3 días.

           Desde Siracusa, costeando, llegaron a Reggio Calabria (que se hallaba frente a Mesina, ya en Italia). Al día siguiente se levantó el viento del sur, y al cabo de 2 días recalaron en Pozzuoli, famosa ciudad ubicada en el golfo de Nápoles, sin ofrecer la travesía incidente alguno.

           En Pozzuoli (metrópoli comercial, y puerto de destino para las naves procedentes de Oriente) se había asentado tiempo atrás una colonia judía. El apóstol encontró en Pozzuoli hermanos en la fe, que le consolaron con su compañía durante 7 días.

           Esta parada en Pozzuoli permitió que su llegada se anunciase en Roma, ya a menos de 200 km. ¡La odisea, aunque no el cautiverio, había llegado a su término! ¡Y las puertas de la Ciudad Eterna, capital del Imperio, se vislumbraban en el horizonte! ¿Qué designios habría previsto ahora para él la divina Providencia?

           En Pozzuoli, como hemos visto, se le brindó una acogida fraternal. Durante la etapa postrera del trayecto que le conducía desde Oriente ante el tribunal del césar, acudieron a su encuentro multitud de fieles, venidos desde Roma. Enterados de su llegada, caminaron 60 km a pie para saludarle cálidamente y cobijarse a su sombra, en el Foro Apio de Baia. Éste lugar, "lleno de marineros y de posaderos bribones", en la orilla de las Lagunas Pontunas, pudo haberlo cruzado el apóstol prisionero por el canal que por allí corría paralelo a la Vía Apia, la calzada que guiaba hasta Roma.

           Unos 45 km más adelante, y a tan sólo 15 km de la metrópoli, en Tres Tabernas, le esperaban ansiosos otros grupos de cristianos. Le aclamaban como a un héroe, y las entrañas de Pablo se estremecían de gratitud. Una inyección de aliento insuflaba su alma. Sus ojos palpaban una evidente realidad: una fraternidad cristiana, sólida, ferviente, impetuosa, con un solo corazón, una sola alma y un mismo Señor. El mismo Señor, aquí en Roma, que el que se le apareció el día más venturoso de su vida en la calurosa llanura de Damasco.

b.4) Roma

           Apenas entró en la capital del Imperio, por la Puerta Capena que corresponde a la actual puerta de San Sebastián, el centurión entregó los presos al estratopedarca. Corría el año 61. ¡Por fin, Roma! Su plegaria había sido escuchada, y como escribía años atrás a los romanos:

—Dios me es testigo de cuán incesantemente me acuerdo de vosotros, rogándole siempre en mis oraciones, si es de su voluntad, encuentre por fin algún día ocasión favorable de llegarme hasta vosotros, pues ansío veros. No quiero que ignoréis, hermanos, las muchas veces que me propuse ir a vosotros, aunque hasta el presente me he visto impedido.

           A Pablo se le permitió hospedarse fuera del pretorio, en el régimen de favor llamado custodia militaris, que consistía en que el reo tomaba alojamiento a su voluntad (en el que moraba confinado), manteniendo permanentemente el brazo derecho atado por una cadena al brazo izquierdo de un soldado pretoriano (que le custodiaba y no le abandonaba). Alquiló Pablo una casa particular para él y sus amigos, y allí recibía a cuantos iban a visitarle.

           En Roma habitaba una colonia de judíos, muchos de ellos influyentes. Contaban con 13 sinagogas. Deseando Pablo regularizar lo más rápidamente posible su situación con respecto a ellos, a los 3 días de su llegada a la ciudad convocó a los principales judíos para resumirles su proceso. Y les informó:

—Hermanos, yo, sin haber hecho nada contra el pueblo ni contra las costumbres de nuestros padres, fui apresado en Jerusalén y entregado en manos de los romanos, que, tras interrogarme, querían dejarme en libertad porque no había en mí ningún motivo de muerte. Pero como algunos se oponían, me vi forzado a apelar al césar con el deseo de eludir la muerte. Pero sin pretender yo con eso acusar a los de mi nación. Por este motivo os llamé para veros y hablaros, pues precisamente por la esperanza de Israel llevo yo estas cadenas.

           Ellos le replicaron:

—Nosotros no hemos recibido de Judea ninguna carta que nos hable de ti, ni ninguno de los hermanos llegados aquí nos ha referido nada malo tuyo. Pero deseamos oír de ti mismo lo que piensas, pues lo que de esa secta sabemos es que en todas partes se la contradice.

           Le señalaron un día y acudieron en mayor número adonde se hospedaba. Él les iba exponiendo el evangelio, dando testimonio y basándose en la ley de Moisés y en los profetas, desde la mañana hasta la tarde. Unos creían por sus palabras, otros en cambio permanecían incrédulos. Cuando, en desacuerdo entre sí mismos ya se marchaban, Pablo comentó malhumorado:

—Con razón habló el Espíritu a vuestros padres por medio del profeta Isaías: "Ve a encontrar a este pueblo y dile: Escucharéis, mas no entenderéis, miraréis, mas no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, endurecido sus oídos y cerrado sus ojos; no sea que con sus ojos vean, con sus oídos oigan y con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los cure". Sabed, pues, que esta salvación de Dios ha sido enviada a los gentiles; ellos sí que la oirán.

           Dicho esto, los judíos se alejaron de su presencia, discutiendo vivamente entre sí. Desde entonces, deliberadamente, Pablo se dirigió a los paganos.

           De manera que, no obstante la rebelión que sus palabras suscitaban, pudo predicar el Reino de Dios con bravura, sin trabas ni estorbo algunos. Se le permitía, al fin, cumplir su sueño: su firme propósito de comunicar "algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la fe común: la vuestra y la mía". Como él mismo escribía por estas fechas:

—Quiero que sepáis, hermanos, que lo que me ha sucedido ha contribuido más bien al progreso del evangelio; de tal forma que se ha hecho público en todo el Pretorio y entre todos los demás, que me hallo en cadenas por Cristo. Y la mayor parte de los hermanos, alentados en el Señor por mis cadenas, tienen mayor intrepidez en anunciar sin temor la Palabra. Es cierto que algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad; mas hay también otros que lo hacen con buena intención; éstos, por amor, conscientes de que yo estoy puesto para defender el evangelio; aquéllos, por rivalidad, no con puras intenciones, creyendo que aumentan la tribulación de mis cadenas. Pero ¿y qué? Al fin y al cabo, hipócrita o sinceramente, Cristo es anunciado, y esto me alegra y seguirá alegrándome. Pues yo sé que esto servirá para mi salvación gracias a vuestras oraciones y a la ayuda prestada por el Espíritu de Jesucristo.

           Con un entusiasmo fervoroso, una felicidad inquebrantable, y un arrojo inconmensurable, siempre inasequible al desaliento, siguió hablando allí Pablo con todo el mundo. Como dijo por esas fechas a unos amigos:

—Os ruego que no os desaniméis a causa de las tribulaciones que por vosotros padezco, pues ellas son vuestra gloria.

           Ciertamente, su estancia en Roma estuvo presidida por el dolor y la escasez, por las pruebas y las contradicciones, que jamás le abandonaban. Mas le compensaban con creces las innumerables conquistas que granaban.

           No obstante, al menos durante algunas etapas, se creó el vacío en torno suyo; algunos de los discípulos que le habían acompañado en su viaje de cautividad, y algunos de los que se reunían con él en Roma, volaron de su presencia. Por otra parte, las iglesias fundadas necesitaban mensajeros de esperanza, testigos fieles que les recordaran sus compromisos, que alentaran su espíritu, su fervor, su fe naciente; y esta preocupación por las iglesias lejanas, a veces, superaba en peso y en envergadura a la más pesada de sus cadenas, lacerando su corazón.

           A estos pesares se unía la privación; dependía totalmente de la caridad ajena, pues no podía trabajar. Así lo reconocía claramente al agradecer los socorros que le enviaron sus hermanos filipenses:

—Me alegro mucho en el Señor de que al fin hayan florecido vuestros buenos sentimientos para conmigo. Ya los teníais: sólo os faltaba ocasión de manifestarlos. Y no lo digo movido por la necesidad, pues he aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre, a la abundancia y a la privación: Todo lo puedo en Aquel que me conforta.

           Entre tanto, las noticias que llegaban de las iglesias reflejaban la cruda realidad de la fe. Y así, mientras se fecundaba de evangelio la tierra y progresaba la virtud, paralelamente germinaban malas hierbas y proliferaban los obstáculos, surgiendo peligros por doquier. Pablo escribía largas y emotivas cartas desde su forzoso cautiverio, tratando de convencer:

—Retened con firmeza la palabra de vida para que, cuando venga Cristo, pueda gloriarme de no haber corrido en vano, de no haber sufrido inútilmente. Y si es preciso derramar mi sangre sobre vuestra oblación lo haré gozoso y alegre en unión con todos vosotros. Del mismo modo alegraos y gozaos también vosotros conmigo.

           Su sacrificio y su celo insaciable y su fuego inalterable sembraban semillas de buen grano que no podían germinar en esterilidad. Su vida irradiaba por doquier al Señor Jesucristo. Los romanos admiraban a este humilde testigo de Dios, le escuchaban boquiabiertos, con veneración.

           Las cadenas que oprimían como un yugo ardiendo su brazo, privándole del don de la libertad, y la eterna e injusta cautividad en que se hallaba sumido significaban la prueba de una entrega radical y absoluta al Maestro. Sin embargo, Roma le ofrecía un púlpito inigualable, a pesar de su ingrata limitación, porque a Roma afluía un sinnúmero de visitantes de cualquier rincón del universo y en Roma moraban multitud de prebostes de los que dependía en gran parte la moral y las costumbres del Imperio, por lo que el evangelio se difundía y extendía en Roma acaso con mejor suerte y eficacia que en las minúsculas aldeas visitadas por Pablo en los fatigosos viajes con los que había recorrido el mundo.

           Por aquel tiempo recibió una grata visita: la de Épafras, jefe de la comunidad de Colosas que, sintiéndose incapaz de refutar las herejías que por allí corrían, recorrió viento y marea para suplicar a Pablo que escribiese a los fieles de Colosas, para que les aclarase y animase a permanecer leales a la Verdad. Colosas era un pequeño y perdido burgo de Asia Menor (hoy día, tan sólo visible por un letrero y unas cuantas piedras entre virutas industriales, en la salida de Laodicea hacia Ankara). Y a él, la defensa alegada por Pablo en carta fue sugerente:

—Que nadie os seduzca con discursos capciosos. Vivid según Cristo Jesús, el Señor, tal como le habéis recibido; enraizados y edificados en él; apoyados en la fe, tal como se os enseñó, rebosando en acción de gracias. Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosofía, fundada en tradiciones humanas, según los elementos mundanos y no según Cristo. Porque si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo, y no las de la tierra.

           Y les facilitaba un programa sencillo, que podía entender hasta el menos dotado, para aspirar a la herencia del cielo:

—Por tanto, mortificad vuestros miembros terrenos. Desechad de vosotros todo esto: ira, indignación, maldad, maledicencia y hasta las palabras groseras estén lejos de vuestra boca. No os mintáis unos a otros, sino revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de perfección.

           La redacción de esta Carta a Colosenses estimuló de tal manera al apóstol, que creyó conveniente enviar hasta Éfeso expresamente a su buen amigo Tíquico, portador de otra bella epístola (la efesia) en la que dejaba transparentar la inmensa riqueza que manaba de su alma:

—¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido, en la persona de Cristo, con toda clase de bienes espirituales y celestiales! Pues él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado, en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya.

           En dicha carta, exhortaba Pablo desde Roma a sus hermanos efesios, animándolos a una vida nueva:

—Os digo, pues, y os conjuro en el Señor, que no viváis ya como viven los gentiles, según la vaciedad de su mente, sumergido su pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos, por la dureza de su cabeza, los cuales, habiendo perdido el sentido moral, se entregaron al libertinaje, hasta practicar con desenfreno toda suerte de impurezas. Pero no es éste el Cristo que habéis aprendido, si es que habéis oído hablar de él y en él habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús a despojaros, en cuanto a vuestra vida interior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad.

           El colega Lucas, mientras tanto, procedía a la redacción de la 2ª parte de la obra que había iniciado durante la cautividad de Cesarea: los Hechos de los Apóstoles, que concluyó hacia el año 63. Estudios minuciosos revelan la completa documentación que poseía para cada capítulo, y recientes hallazgos arqueológicos demuestran la extraordinaria precisión de Lucas en la redacción de la obra.

           El mismo William Ramsay, que había llegado a considerar el libro de Hechos como una falsificación del s. II, rectificó humildemente ante la evidencia de las pruebas arqueológicas, que se hallan en sus libros. Y el propio Bicknell afirmó que "en todos los pormenores relacionados con nombres de personas y lugares, el autor de Hechos ha hecho uso del más cuidadoso discernimiento, sin que pueda en ninguna parte descubrírsele error alguno. Incluso en varios puntos en que se le supuso equivocado, se ha probado que tenía razón".

           En Jerusalén, paralelamente, ocurrían novedades: el sumo sacerdote Anán mandaba lapidar a Santiago (el pariente del Señor), sucediéndole al frente de la Iglesia de Jerusalén un tal Simeón (hijo de Cleofás y de María, cuñada de la madre de Jesús).

           La breve carta que Pablo escribió por estas fechas a Filemón, uno de los fieles de Colosas a quien conoció y convirtió en un viaje a Éfeso (pues Pablo nunca estuvo en la diminuta Colosas, sino en la vecina y próspera Laodicea) reflejaba de forma maravillosa su capacidad de misericordia y de amor para con cualquier hermano, de la condición que fuera, mostrando un retrato vivo de su alma.

           Filemón, pudiente y generoso, y dueño quizás de alguna de las fábricas en que se procesaba la lana (abundantes en el valle del Lico), tenía a su servicio muchos esclavos. Y uno de ellos, llamado Onésimo, tras cometer un robo, había huido de Colosas, llegando a Roma y creyendo que, perdido en aquella inmensa urbe, difícilmente sería descubierto. Actuó, pues, con suma astucia, porque si le detenían, el castigo que le esperaba era la flagelación, trabajos forzosos, la marca de una F en la frente (con hierro candente por el fuego) e incluso la muerte: lo que su amo hubiese querido.

           Onésimo conectó en Roma con Pablo, seguramente yendo a visitarle a su piso de alquiler. Lo cierto es que Pablo tomó a su cuidado al fugitivo, lo ganó para la fe cristiana y lo bautizó, cogiéndole sincero cariño. pero consciente de que la fe cristiana no podía ser un salvoconducto para desertores, y de que "cada cual debe permanecer ante Dios en el estado en que fue llamado", Pablo lo obligó a regresar a su legítimo amo.

           La ocasión se presentó con el retorno de Épafras a Colosas. Y para facilitar el regreso de Onésimo a su hogar, y librarle de los severos castigos, escribió de su puño y letra una exquisita carta personal a Filemón (su dueño), en la que intercede por aquel esclavo:

"Pablo, preso de Cristo Jesús, a nuestro querido amigo y colaborador Filemón y a la Iglesia de tu casa. Gracia y paz a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo. Doy gracias sin cesar a mi Dios, recordándote en mis oraciones, pues tengo noticia de tu caridad y de tu fe para con el Señor Jesús y para bien de todos los santos, a fin de que tu participación en la fe se haga eficiente mediante el conocimiento perfecto de todo el bien que hay en nosotros en orden a Cristo. Pues tuve gran alegría y consuelo a causa de tu caridad, por el alivio que los corazones de los santos han recibido de ti, hermano.

Por lo cual, aunque tengo en Cristo bastante libertad para mandarte lo que conviene, prefiero más bien rogarte en nombre del amor, yo, este Pablo ya anciano, y, además, ahora preso de Cristo Jesús, te ruego en favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas: Onésimo.

Si en otro tiempo él te fue inútil, consideralo ahora muy útil para ti y para mí. Te lo devuelvo, pues, como a mi propio corazón. Yo quería retenerle conmigo, para que me sirviera en estas cadenas por el evangelio; mas, sin consultarte, no he querido hacer nada, para que esta buena acción tuya no fuera forzada sino voluntaria.

Pues si tal vez se alejó de ti por algún tiempo, precisamente lo fue para que lo recuperaras para siempre. Y no como esclavo, sino como un hermano querido. Por tanto, si me tienes como algo unido a ti, acógele como a mí mismo. Y si en algo te perjudicó, o algo te debe, ponlo a mi cuenta. Yo mismo, Pablo, lo firmo con mi puño; yo te lo pagaré. Por no recordarte deudas para conmigo, pues tú mismo te me debes. Sí, hermano, hazme este favor en el Señor. ¡Alivia mi corazón en Cristo! Te escribo confiado en tu docilidad, seguro de que harás más de lo que te pido".

           ¡Qué prodigio de carta! ¡Cómo rompe moldes clásicos! ¡Cómo revela el cristianismo auténtico! El apóstol intercede por un esclavo fugitivo, y ruega al amo del esclavo que no le castigue sino que le perdone. Y que lo reciba como a un hermano! Decididamente, Pablo está dando la vuelta al Imperio Romano, y aquí lo acaba de poner patas arriba. Como él mismo recordaba, en una de sus cartas: "Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos" Por 1ª vez en la historia del Imperio Romano (y de toda la Antigüedad), alguien ponía por escrito la abolición práctica de la esclavitud.

           La revolución de Pablo estaba, pues, puesta ya en marcha. Y su incansable predicación de la caridad, y del amor, lo demostraba. Para Pablo, el amor resumía la actividad de su vida. La ley de su vida era el amor. Y eso, en un tiempo en que la esclavitud se había generalizado y el esclavo no era más que una bestia de carga carente de derechos y sin otro valor que su precio de venta y el rendimiento de su trabajo. ¡Verdadera locura, en estas circunstancias, predicar el amor!

           Y el amor con amor se paga. Por eso, cuando Onésimo regresó dócilmente junto a su amo, éste le recibió con la generosidad que brota del amor. No sólo quedó perdonado de su fechoría, sino que recibió la ansiada libertad a que todo esclavo aspiraba. La tradición admitida en el Martirologio romano asegura que Onésimo sería ordenado sacerdote y nombrado obispo de Éfeso (sucesor de Timoteo), y que más tarde, llevado encadenado hasta Roma, murió apedreado por defender a capa y espada su fe en Jesucristo (siendo trasladado su cuerpo, posteriormente, a Éfeso).

           Otro hermoso gesto de amor de Pablo en Roma fue su reencuentro con Marcos, aquel joven que le había dejado tirado en el puerto de Antalya, y que ya por entonces gozaba de la categoría de evangelista. Pues bien, a pesar de su cobardía de antaño, Pablo le perdonó por completo, y volvió a contar de nuevo con él para su actividad apostólica, pues Marcos se hallaba en Roma por este tiempo.

           Amor, justicia, respeto, obediencia, pureza, humildad... Había que transmitir íntegro el evangelio de Jesucristo tanto a los judíos (orgullosos, rígidos y formulistas) como a los paganos (sensuales y egoístas). Y convertirlos a todos ellos en cristianos convencidos, ilusionados, capaces de irradiar y de conquistar en su derredor. ¡Qué locura tan grande! ¡Predicar la pureza donde la pasión, el vicio y la voluptuosidad se hallaban erigidos en divinidades, a las que se ofrecían en holocausto vergonzosamente víctimas inocentes!

           Como bien dijo Pablo en más de una ocasión, y bien valdría para los habitantes de Roma: "Las cosas que se hacen entre ellos, se sonroja uno con tan sólo de mencionarlas". Sin embargo, y  como también le había dicho el Señor: "Tú llevarás mi nombre, tú serás mi testigo".

           El apóstol se juzgaba el más indigno servidor del Señor Jesús y de sus hermanos. Accesible, compasivo y caritativo con todos, nada le costaba cuando trataba de ganar adeptos y nada le interesaba fuera de esto. Este amor, que le impulsaba a emprender tantas obras, por muy arriesgadas y dificultosas que fueren, se mantenía profundamente enraizado en su naturaleza, dotada de un corazón capaz de compaginar la autoridad de un padre con las delicadas atenciones de una madre. Y si adolecía de recursos propios para acometer una empresa concreta, la gracia de Dios se los proporcionaba de balde.

           A la vista de los eventos que Dios le había permitido contemplar desde aquel día en la llanura de Damasco, a la vista de los milagros, de las conversiones en las iglesias, de la certeza de llevar a los hombres, sus hermanos, la verdadera felicidad de la paz de Cristo, no solamente para la vida futura sino incluso para la presente... el apóstol no cesaba de agradecer a Dios por haberle elegido, aun a expensas de su salud y de su precaria libertad.

           Se estremecía Pablo con júbilo desbordante en medio de las pruebas y tribulaciones; y a pesar de las fatigas y privaciones, a pesar del peso de los años que iban encorvando y debilitando su cuerpo, reavivaba deseos de proseguir infatigable su labor por los senderos de la tierra. Pues la dura prueba romana tocaba a su fin. En la carta a Filemón lo daba a entender: "Prepárame hospedaje, pues espero que se os va a conceder la gracia de mi presencia".

MANUEL A. MARTÍNEZ, Colaborador de Mercabá

 Act: 06/05/24    @tiempo pascual        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A