Semana VII de Pascua

Últimas andaduras de Pablo

Murcia, 13 mayo 2024
Manuel A. Martínez, doctor Ingeniero

           Pablo veía el cariz favorable que iban tomando en Roma los acontecimientos. Y una vez transcurrido el plazo legal en que debía sustanciarse el proceso (exactamente de 2 años), Pablo quedó en libertad. Casi con toda probabilidad, el proceso no debió celebrarse por incomparecencia de sus acusadores de Jerusalén (que querían matarlo en el templo o en emboscadas callejeras judías).

           Lo cierto es que los escritos enviados a Roma, por los tribunos y los procónsules, favorecían al acusado Pablo. Además, ¿qué interés ofrecía a Roma la historia de un judío, denunciado por otros judíos por disputas religiosas, y que nada atañían al derecho romano?

           De manera que, un buen día del año 63, Pablo fue puesto en libertad, cuando el pretor Afranio Burro (filósofo estoico y amigo de Séneca, y antiguo preceptor imperial) falló su causa, y en nombre de Nerón dejó en libertad al cautivo Pablo.

a) Últimas andaduras de Pablo

           No disponemos de los detalles de la puesta en libertad en Roma. Pero deducimos que, librado de aquel cepo que le oprimía, no vaciló mucho Pablo en reemprender sus correrías, del año 63 (en que fue puesto en libertad en Roma) hasta el año 67 (en que Nerón decreta su captura y encarcelamiento, junto al resto de cúpula eclesial).

           En efecto, el espíritu vivo y fogoso de Pablo pronto programaría la acción, y ardería más que nunca en deseos de acudir a todas partes, tras su asfixiante estancia en Roma. Quería propagar el evangelio como el fuego en un cañaveral, prendiendo con él los prados, las campiñas, las aldeas modestas, las urbes más orgullosas, la creación entera.

a.1) Extremo occidental

           Es muy posible que su 1ª andadura, tras la cautividad romana, se ordenara hacia Hispania (España), en el extremo occidental imperial y a la que ningún apóstol había ido todavía. Se trata de un proyecto que ya anidaba en su corazón y que había dejado por escrito él mismo, cuando desde Corinto envió su Carta a los Romanos, en el invierno del 57 al 58:

"Mas ahora, no teniendo ya campo de acción en estas regiones, y deseando vivamente desde hace muchos años ir donde vosotros, cuando me dirija a Hispania espero veros al pasar y ser encaminado por vosotros hacia allá, después de haber disfrutado un poco de vuestra compañía".

           Probablemente ejecutó ahora aquel vivo deseo, de finales del 63 a inicios del 65. Aunque no ha perdurado más documento que avale su viaje que el suyo propio, así como ancestrales tradiciones que aseguran la visita del apóstol a Tarragona (puerto de entrada a Hispania) y Cartagena (principal puerto comercial de Hispania). De hecho, en el Seminario de Tarragona se conserva y venera la roca sobre la que se cree que predicó San Pablo a los españoles (y sobre la que se edificó el complejo eclesiástico de seminario, arzobispado y catedral tarraconense).

           También puede ser que ahora llegara Pablo hasta la Galia (Francia), a algún puerto (Marsella, sobre todo) donde recalaban de ordinario los navíos que surcaban aguas costeras, temeroso de alejarse excesivamente de altamar y ser juguetes de una marejada o de un temporal.

a.2) Colocación de sus ayudantes

           Tras su visita a las ciudades de Occidente, manifestó Pablo en su Carta a Filemón su intención de visitar Colosas, y le pedía que le preparara alojamiento. Posiblemente realizó dicho viaje a finales del 65, como punto de reunión con sus viejos colaboradores (Tito y Timoteo, sobre todo) y lugar donde dejó organizadas, definitivamente, sus principales sedes paulinas.

           Tras la planificación definitiva de su equipo misionero, Pablo acompañó personalmente a Tito a su nuevo y definitivo destino: la isla de Creta (ca. 66), en la que se había detenido en su viaje a Roma, antes de que el barco naufragara. Allí evangelizó varias poblaciones de la vieja isla griega (Heraklion, Gortina...), confirmando la autoridad de Tito para que fuese allí él quien dirigiese la obra apostólica. Tito, natural de la griega Nicópolis, tuvo el honor de recibir en Creta, poco después, una carta de Pablo, que ha inmortalizado su persona.

           Tras confirmar a Tito en Creta, Pablo acompañó personalmente a Timoteo a su nuevo y definitivo destino: Éfeso (ca. 66), donde dejó a su discípulo capadocio al mando de la gigante capital asiática, con un encargo encarecido: evitar toda falsificación de la doctrina, que atendiese más a las fábulas y genealogías que al plan de Dios, por parte de posibles falsos doctores "con la inteligencia corrompida, que están privados de la verdad y piensan que la piedad es un negocio".

           La despedida de Pablo y Timoteo en Éfeso provocó tal llanto en éste (acaso presintiendo que sería definitiva, como realmente lo fue), que Pablo no la podría olvidar. Como le escribió un año después desde Roma, y poco antes de morir: "Tengo vivos deseos de verte, al acordarme de tus lágrimas, para saciarme de alegría. Pues evoco el recuerdo de la fe sincera que tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti".

a.3) Elogio a sus colaboradores

           Tras colocar definitivamente a sus principales colaboradores, en sus sedes estratégicas, recaló Pablo en Tróade, alojándose en casa de Carpo (de donde tuvo que salir tan precipitadamente, que dejó olvidados el abrigo y unos libros y pergaminos que solía llevar consigo).

           Se detuvo con los hermanos de Macedonia y de Grecia. En Macedonia aprovechó para remitir a sus discípulos Timoteo y Tito sendas cartas a Éfeso y Creta, respectivamente, en las que abría su corazón y destilaba gotas de sabiduría y ciencia para instruirles en la delicada misión pastoral que les había confiado:

—Muéstrate dechado de buenas obras (inculcaba a Tito): pureza de doctrina, dignidad, palabra sana, intachable, para que el adversario se avergüence no teniendo nada malo que decir de nosotros. Enseña, exhorta y reprende con autoridad.

—Huye de las pasiones juveniles (suplicaba a Timoteo), y ve por el camino de la justicia, de la fe, del amor, de la paz, en unión de los que invocan al Señor con corazón puro.

           En estos viajes de apuntalamiento y despedida, no faltaron a Pablo algunas que otras peripecias y aventuras, aunque no conocemos muchos detalles. Así transcurrieron los últimos meses de su existencia.

           Su obsesión era sembrar la creación entera de evangelio, convenciendo y convirtiendo. En contra de la naturaleza humana, jamás cayó en la tentación de predicarse a sí mismo, sino "a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús". Lección antigua y siempre nueva, que necesitarán reaprender los predicadores:

"Hermanos, sed imitadores míos, y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros. Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, pues no piensan más que en las cosas de la tierra. Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo".

           Cuando lograba implantar la fe y formar adeptos leales, los agrupaba y organizaba en pequeñas iglesias perdidas entre el mundo pagano; escondidas, pero capaces de relucir para conquistar más almas, como la levadura en la masa. ¿Qué podía hacer, empequeñecido en la inmensidad del panorama que se le abría a su amor, sino llamar en torno suyo a cooperadores para seducirles, sembrando en ellos semillas de esperanza. Como el apóstol no paraba de repetir: "Traemos el tesoro del cielo; ayudadnos a repartirlo".

           Siempre terminaba sus cartas con saludos, avisos para ésta o aquél; y repentinamente surgía en escena una retahíla de nombres de gente modesta (mujeres, matrimonios, jóvenes, ancianos, niños), pues "ellos han trabajado conmigo en el evangelio". Era su método de evangelización, del que él no prescindía a la hora de animar:

—Saludad a los hermanos de Laodicea, a Ninfas y a la iglesia de su casa, suplicaba a los fieles de Colosas.

—Saludad a Prisca y Áquila, colaboradores míos en Cristo Jesús, y a la iglesia que se reúne en su casa, repetía a los romanos.

—Ruego a Evodia, lo mismo que a Síntique (dirigiéndose a sus amigos filipenses), que tengan un mismo sentir en el Señor. También te ruego a ti, Sícigo, verdadero compañero, que las ayudes, ya que lucharon por el evangelio a mi lado, lo mismo que Clemente y demás colaboradores míos, cuyos nombres están en el libro de la vida.

           ¡Cómo amaba a sus humildes compañeros de fatigas! ¡Cómo valoraba y exaltaba sus actos, sus aportaciones, sus carismas, sus virtudes, su santidad! Por eso, formaba con esmero, a fondo, de forma muy personal y directa, compartiendo con ellos, en sus propias casas, lo más santo y sublime que brotaba de sus sagradas manos: la Fracción del Pan, alimento de vida eterna y fuente primaria de toda energía espiritual. La eucaristía solía ir precedida de una comida frugal, un sobrio banquete, desprovisto de tristeza, con el que celebraba la muerte y resurrección de Cristo Jesús.

a.4) Apuntalamiento de Occidente

           Tras lo cual (la formación de sus colaboradores), Pablo volvía a la acción, a la marcha y al camino. Siempre en camino. Y siempre tramando cómo introducirse en cualquier ambiente. ¿De qué manera? Poco le importaba, pues le daba igual la esquina de una calle que una fábrica de telas, o una plaza pública que la orilla junto al río. En cuanto vislumbraba un grupo de personas, él se plantaba en medio de ellas y las convertía en oyentes, dejando a un lado la vergüenza, reclamando la atención, e iniciando una plática henchida de fuego apasionado.

           En ocasiones cambiaba de táctica. Si detectaba algún núcleo urbano importante donde convenía evangelizar, se instalaba en él de forma estable. Y a él dedicaba semanas, meses, incluso años de inquieto reposo. Sembraba con sobreabundancia, pues para que el evangelio fuera provechoso a algunos tenía que anunciarlo a muchos.

           Así escucharon la palabra de Dios los habitantes de Europa, tanto griegos como romanos, residentes y transeúntes, interesados y curiosos, sabios y torpes, hombres y mujeres, patricios y plebeyos, esclavos y libertos, ancianos y jóvenes, y adultos y niños.

           A veces actuaba con rapidez, sin darse opción al descanso (por la falta de tiempo, porque se sentía de paso, o porque ya había comprometido su presencia en la siguiente estación). Pero en este caso, antes de partir, nombraba algún responsable que supliera su ausencia, procurando elegir de entre los de mayor perseverancia demostrada o de entre los más santos. Con las iglesias domésticas que iba implantando, siempre compartía la oración, la salmodia cantada, la fe y el amor a Jesucristo. Y cuando marchaba, su inquietud y su alma se fraccionaban, quedando una parte en el punto de partida (donde dejaba algún consejero) y la otra parte anhelando nuevas conquistas.

           Cuando comprobaba que algunos habían madurado a sazón, y la virtud les acompañaba de forma habitual, los ordenaba sacerdotes (imponiéndoles las manos) para que pudiesen seguir prolongando en el tiempo el misterio de la gracia (a través de la eucaristía y la administración de la Palabra). También ordenaba algunas diaconisas (encargadas del servicio de las mujeres), cuya singular misión consistía en visitar a domicilio a las cristianas que vivían aisladas en casas paganas del Oriente (donde la mujer carecía de la misma libertad que en Occidente, y por ello Pablo prefería tratarlas por separado, a través de diaconisas y no diáconos).

b) Últimas enseñanzas de Pablo

           En su última etapa de apostolado, visitó Pablo tantas cuantas comunidades por él fundadas le dio tiempo a visitar. Y siempre con un mismo objetivo: animar y estrechar los lazos entre ellos, así como insistir en que la doctrina se conservara inmaculada. Pues en caso de que ésta se contaminara, se convertiría en doctrina infiel y demoníaca:

—No os juntéis con los infieles. Pues ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué unión entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía entre Cristo y Belial?

           Para él, la ciencia sin fervor era estéril, pero el fervor sin ciencia conducía al fanatismo, a la herejía, a la deformidad, siempre indeseables. De ahí su obsesión por formar, por instruir, por educar en la fe. Nunca hablaba de una manera cuidada y estudiada, sino candorosa, llana, inteligible. A veces escribía, pero aunque no lo hiciera, siempre estaba alerta.

           Ponía Pablo toda su convicción y ardor en sus palabras, e incluso a veces milagros (ante los que no sentía rubor alguno, sino puro agradecimiento al Autor de los mismos). Al anochecer, en un cálido ambiente de intimidad, durante el transcurso de aquellos singulares ágapes, formaba lentamente (corazón a corazón) a los que habían de continuar su obra.

           Durante la tarde del sábado celebraba la asamblea, que se prolongaba hasta la aurora del domingo, hora de la resurrección del Señor, en una especie de conmemoración de la Última Cena. El ritual que en ella observaba se iniciaba con una cena sobria en comida y parca en bebida, a la que seguía la predicación, la oración y la Fracción del Pan o comunión del Cuerpo de Cristo. Nadie podía tomar su cena sin la concurrencia de los demás. Estos ágapes tendían a exteriorizar y reavivar la mutua caridad entre los hermanos, servían de conexión espiritual de unos con otros, granjeaban voluntades solidarias y acrecían el vigor de la fe y de la esperanza. Iluminados por candiles de aceite, transformaban áridos valles en oasis de exuberante fertilidad.

           Se obsesionaba Pablo en enseñar por doquier las normas de conducta en Cristo. Y por encima de todas ellas, la pureza:

—¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Glorificad, por tanto, a Dios con vuestro cuerpo! Que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad y honor, y no dominado por la pasión como hacen los gentiles que no conocen a Dios.

           Pues consideraba fundamental Pablo una inédita Teología del Cuerpo, como compuesto mezclado sine qua non con el alma (principio cristiano, "destinado a la resurrección") y no sólo como coraza suya (principio griego) o carga suya (principio judío). Y de ahí que hubiera que juzgar con severidad la impureza corporal de los hermanos:

—¿No sabéis que un poco de levadura fermenta toda la masa? Con esos tales, ¡ni comer! ¡Arrojad de entre vosotros al malvado! Pues Dios no nos llamó a la impureza, sino a la santidad.

           Pablo irradió, pues, un aire puro e incontaminado (el ideal del evangelio), tanto entre las mujeres nobles como entre las pelanduscas; tanto entre los varones apacibles como entre los pendencieros. Y enseñaba por medio de fórmulas sencillas, que todos pudieran comprender de inmediato, sin vacilar y a la perfección:

—Que nadie falte ni se aproveche de su hermano, pues el Señor se vengará de todo esto. Por eso, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, ¡hacedlo todo para gloria de Dios!

           Del frondoso árbol de su apostolado pendían frutos abundantes y sabrosos, que han maravillado y sorprendido incluso a los curiosos. De entre esos frutos, Pablo destacaba 3 valores básicos: una pureza absoluta del mensaje evangélico transmitido, una fraternal fraternidad vivida por su entorno y una vida personal adornada con la virtud heroica.

           Y todo ello desde la santidad más radical, sin concesiones a la mediocridad, al descanso, al ocio o a la vulgaridad. Y con la meta situaba más allá de donde la naturaleza humana alcanza por sí misma. Se trataba, pues, de coordinar los valores, y hacer que así multiplicasen sus potentes efectos, gracias al divino Verbo encarnado (origen y meta única de su apostolado).

           Aquella fraternidad se expresaba en la perfecta igualdad de todos sus miembros, y en el respeto a la dignidad de cada uno, especialmente las mujeres y los esclavos. Aquella fraternidad adolecía de promiscuidad (aunque los calumniadores se ofuscaran en mostrar lo contrario), aunaba los corazones en grupos donde todo el mundo se conocía (relacionaba y amaba) y mostraba los brazos abiertos a todos (echando por tierra todas las barreras). El nombre de hermano y hermana impulsaba unas nuevas relaciones (inéditas en la historia antigua) entre amos y esclavos, entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres. El espíritu fraternal de Pablo contagiaba, alumbraba, asombraba, aleccionaba y convertía.

c) Andadura póstuma de Pablo

           El apostolado de Pablo abarcó 33 años, desde su conversión en Damasco (ca. 34) hasta su muerte en Roma (ca. 67). Sus grandes misiones habían comenzado 11 años después de su conversión (ca. 45), y en ellas se había lanzado decididamente hacia tierras desconocidas. Durante esos 22 años, el santo varón llevó vida de errante peregrino atravesando amaneceres y ocasos, reviviendo esperanzas y desesperanzas, interesándose por la salvación de las almas y fecundando con entusiasmo y convicción muchas semillas de amor. En verdad se merecía la libertad de gloriarse de haber sufrido y trabajado y luchado por Cristo más que nadie.

           Sus viajes bastan para admirar a cualquiera. Porque en aquel tiempo ponerse en camino suponía exponerse a un sinfín de peligros. En 1º lugar, a la fatiga. Pues anduvo decenas de miles los kilómetros a pie, por carreteras y caminos empedrados, casi siempre mal cuidados. Los carruajes eran exclusivos del correo imperial o para viajeros ricos que podían permitirse ese lujo, a través de las escasas calzadas romanas; los demás tenían que ir a pie, en carro o sobre el espinazo oscilante de un camello.

           Pablo marchaba a la buena de Dios, llevando el evangelio adonde le llevaran las circunstancias, sin quedarle otro remedio que soportar las fatigas del camino. ¡Y qué caminos! Pues eran caminos interminablemente largos; caminos pedregosos o anegados de lodo; caminos rasgados por las rodaduras de los carros y de las caravanas; caminos empedrados o trazados por cañadas de terruños salpicados de guijarros; caminos abiertos a la roca viva, entre la maleza o las llanuras ardientes del desierto, donde los pies sangraban y el cuerpo entero se fatigaba, se agotaba y sufría bajo los dardos de un sol implacable... o se encogía y retorcía de dolor bajo la crudeza del frío invernal. Y este esfuerzo, que sólo acabaría con la muerte, repetido en circunstancias agradables o desagradables, favorables o adversas, bajo el tórrido sol del estío o entre tempestades invernales, soportando lloviznas, nevadas, granizadas o vientos huracanados. Verdaderamente era pesado el cotidiano suplicio que Cristo había encajado sobre sus hombros.

           No podía rehuir las necesidades, pero las vencía. El esfuerzo le abría camino. Y siempre se hallaba en actitud de marcha, sin tregua. A pesar de la fatiga y el cansancio, había que caminar. La mayoría de las veces, hacia lo desconocido, porque Pablo evangelizó muy lejos de Cilicia y de Judea, sus patrias de origen. Sin apenas referencias, sin amigos, sin albergue seguro donde reponer energías, sin garantías de una acogida hospitalaria. Vagaba como el mendigo que no sabe qué le espera al final de la jornada, expuesto a los asaltos de gente desalmada y a persecuciones injustas de enemigos rencorosos y soberbios.

           ¡Cuántas noches se le cerraron a este pobre hombre los párpados, cargados de sueño, bajo el parpadeo incansable y la mirada serena de las estrellas! ¡Cuántas enfermedades y achaques hubo de sufrir sin permitirse descansar, sin poder reponerse, sin recibir consuelo y ayuda de nadie, y sin otro alivio que el que le proporcionaba la oración! Porque los pueblos se hallaban muy distantes y era difícil hallar posada. Se acostaba en el duro suelo; se acurrucaba bien entre su capa y, bajo un abeto que le protegiese del rocío nocturno, se procuraba el único respiro que podía proporcionar a su cuerpo (molido por el cansancio) y a su alma (condolida de infames calumnias e injusticias).

           Aquella valentía que derrochó a manos llenas jamás sería temeridad irreflexiva ni amor al peligro, ni siquiera exaltación por el riesgo y el pavor, sino virtud para defender diligentemente el bien del mal y para proclamar a Dios como fuente y origen de todo bien.

           Hubiera sido magnífico poder acompañar al apóstol en aquellas rutas por el monte, por caminos abiertos a un cielo de fuego, por gargantas rocosas que las lluvias invernales azotaban incansablemente desde el comienzo de los siglos. Y hacer un alto con él al pie de un árbol, junto a una fuente, ante uno de aquellos refugios rudimentarios donde se mezclaban las caravanas. A la entrada del refugio, en la cuadra, o bajo el techo de una amplia estancia. Descargadas las bestias, los camellos o macilentos caballos del viaje saltaban y pastaban en un libre desorden, mientras vociferaban sus conductores. El posadero llevaba a los viajeros importantes un taburete de madera y les lavaba los pies en el agua fresca de la fuente. Y a los charlatanes, a los soldados, a los conductores de camellos, Pablo les hablaba del reino de Dios.

           Indudablemente, exprimía cualquier oportunidad para hablar de Cristo Jesús. Lo cual no le resultaba difícil, pues en ocasiones los viajes se hacían en grupos, en caravanas más o menos numerosas. Era ésta una medida imprescindible de precaución, pues los caminos adolecían de la mínima seguridad y un viajero aislado corría peligro de ser atacado y desvalijado cuando menos. El malherido auxiliado por el Buen Samaritano suponía un hecho corriente. Y el mismo Pablo aludiría a los peligros que corrió más de una vez por parte de los bandoleros y salteadores de caminos. En el recodo de cualquier carretera imperial o senda vecinal, en cualquier desfiladero, había que contar con una alta probabilidad de sufrir una emboscada.

           Pablo conoció estas emociones y peligros. Peligros de los hombres y peligros de la naturaleza: de los ríos, los desiertos, las montañas, los abismos o los mares. Tuvo que vadear riachuelos, manantiales y torrentes de aguas caudalosas, que no disponían de un puente o pasarela para cruzarlos sobre seguro, haciendo equilibrios malabáricos sobre piedras mojadas e inseguras para evitar un chapuzón. En época de sequía el riesgo era alto, mas cuando llegaban las lluvias o se desencadenaba una tempestad que desbordaba las cañadas y los arroyos, entonces corría peligro la vida misma. Tuvo que trepar cumbres encrespadas y descender hacia simas resbaladizas superando escarchas, lloviznas, brumas y reptiles.

           Tuvo que afrontar abrumado las infinitas llanuras del desierto, con escollos permanentes, insufribles, amargos: soledad exasperante y calor pegajoso e insaciable, sin una gota de agua que suavizara la sed, sin la sombra y el frescor de un oasis que aliviara el cansancio, con reverberación cegadora del sol durante el día. Y de noche la congelación, tiritera inoportuna y frío de montaña que helaba el sudor del mediodía. La aspereza de las rocas hería los pies, y la arena molestaba y salpicaba los ojos cuando soplaba el viento con furia. Y escasez de agua, con provisiones reducidas o nulas, sin pozos ni fuentes. ¡Cuántas veces un agua turbia o contaminada fue el único recurso para saciar la sed del caminante! ¡Cuántas veces el apóstol, deteniéndose en el camino, y contemplando la impiedad del sol abrasador, debía tragar saliva para que no le ardieran las entrañas por la desesperación! Pablo se había habituado a estas penitencias corporales con que la naturaleza le había obsequiado regaladamente: sed, hambre y ayunos interminables. ¡Cuántas veces se acostó con el estómago vacío y sin nada que llevarse a la boca!

           Esta dura vida de peregrino errante conformaba su auténtica vida. Además, Pablo ya no era un mozo en plena juventud, y también las enfermedades habían hecho mella en su cuerpo condolido. De ahí que dijese en más de una ocasión, a sus amigos de Galacia:

"Bien sabéis que una enfermedad me dio ocasión para evangelizaros por primera vez. Y no obstante la prueba que suponía para vosotros mi cuerpo, no me mostrasteis desprecio ni repulsa, sino que me recibisteis como a un ángel de Dios: como al mismo Cristo Jesús".

           ¿A qué enfermedad se refería? ¿Tal vez a la malaria? ¡Qué más da! Los apuros de orden material que afligían su cuerpo se ensombrecían frente a los de índole moral que su obra misma (la evangelización) llevaba consigo, y que se clavaban lacerantes e hirientes en su alma.

           Las contingencias le acechaban por doquier, en los poblados y en los descampados, entre los judíos y entre los gentiles, entre sus amigos y entre sus enemigos. No podía fiarse ni de los presuntos hermanos, muchas veces falsos e hipócritas, que, sobrados de envidia, murmuraban de su persona y de su obra y que le criticaban despiadadamente, empeñados en destruir el edificio espiritual que con tanto celo levantaba en el seno de cada comunidad. Las fuerzas naturales, la creación entera parecía cebarse contra este enviado del Señor Jesucristo.

           ¡Ay, los judíos, sus hermanos de raza! Pablo les amaba con tal ímpetu, que estaba dispuesto a condenarse, si ello fuera posible, por su salvación. Sin embargo, ellos, tan virtuosos y amantes de la pureza legal, descendían a los bajos fondos sociales para reclutar gentuza de entre la hez del pueblo, siempre dispuesta a la revuelta y al motín, un pequeño ejército de maleantes para provocar atropellos, revueltas, golpes, bulla, gresca y vergonzoso ludibrio.

           ¡Y si desaparecían los judíos, aparecían los paganos, los gentiles! Aunque las conversiones proliferaron entre ellos, con frecuencia surgían malévolos intereses, y entonces brotaban los desprecios, las injurias, los insultos o los trágicos incidentes. Muchas veces se le negó el alimento, y se veía forzado a comenzar su actividad buscando trabajo:

"Tuvimos la intrepidez de predicaros el evangelio de Dios entre frecuentes luchas. Nuestra exhortación no procede del error, ni de la impureza ni del engaño, sino que así como hemos sido juzgados aptos por Dios para confiarnos el evangelio, así lo predicamos, no buscando agradar a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones. Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de vosotros ni de nadie. Aunque pudimos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de Cristo, nos mostramos amables con vosotros, como una madre cuida con cariño de sus hijos. De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos. Pues recordáis, hermanos, nuestros trabajos y fatigas. Trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os proclamamos el evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprochablemente nos comportamos con vosotros, los creyentes".

           A veces sobrepasaba el límite de sus fuerzas físicas y morales: no podía más, superaba el techo de su propia energía y todo le pesaba, le oprimía, le cargaba. La vida misma se convertía en puro tormento. En cierta ocasión se lamentaba diciendo: "Nos hallamos abrumados hasta el límite, más allá de nuestras fuerzas, hasta el punto de desesperar de la vida. Miramos nuestra muerte como una verdadera ganancia".

           Esto le obligaba a lanzarse en los brazos de Dios para zambullirse en el océano de su gracia, pues "aunque los sufrimientos de Cristo no nos faltan, sobreabundan sus consuelos en nosotros". Hasta tal punto confiaba en el auxilio del Señor, que la escasez, la persecución, la ignominia, el dolor, la cárcel o la aflicción (tan temidos para el hombre) se amansaban al acercarse al apóstol. No conocía el miedo ni el temor, porque temblar era propio de malhechores. La dureza de su vida poseía, para él, un remedio tan simple como eficaz: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta".

d) Retorno a Roma

           En el crepúsculo de la vida de Pablo se habían abatido sobre la Iglesia brutales persecuciones, extendiéndose desde Roma al resto del Imperio Romano. En Judea comenzaba la guerra, que terminaría con la Caída de Jerusalén (ca. 70) y la destrucción y aniquilamiento del pueblo judío. En el horizonte se dibujaban, pues, sombríos penachos de nubes grisáceas y tristes, salpicadas de un resplandor escarlata y negro.

           La noche del 18 al 19 de julio del 64, un espantoso incendio estalló en las inmediaciones del Circo Máximo de Roma (entre el Palatino y Celio), y se propagó con inusitada virulencia. Roma se vio envuelta en llamas durante 6 días completos, destruyendo los principales distritos de la metrópoli y quedando a salvo tan sólo 4 de los 14 barrios (curiosamente, los habitados por población judía). La descripción del siniestro fue relatada por Tácito en sus Anales, y pasó a constituirse en una de las páginas más célebres de la literatura universal. Quedaron reducidos a escombros los monumentos más vetustos y egregios de la ciudad: el templo consagrado por Servio Tulio a la Luna, el Ara Magna, la capilla dedicada por Evandro a Hércules Protector, el Templo de Júpiter Stator erigido por Rómulo, el Palacio de Numa, el Santuario de Vesta, los penates del pueblo, riquezas de incalculable valor conquistadas en las batallas libradas en los campos del mundo, reliquias únicas del arte griego...

           Los rumores propagaban de boca en boca que Nerón, el emperador megalómano, había prendido fuego a la ciudad para erigir otra nueva a su gusto y capricho, mientras que Tácito escribía en sus Anales que "para silenciar este rumor, Nerón suscitó acusados e infligió las torturas más refinadas a unos hombres, odiados a causa de sus abominaciones, a quienes las gentes llamaban cristianos".

           Comenzaba para los cristianos, así, una cadena interminable de suplicios inexorables, y el incendio servía de pretexto para la más ruin de las persecuciones imperiales: la persecución contra el cristianismo, teñida de ejecuciones sangrientas. Bastaba una denuncia para apresar y encarcelar a un cristiano, para confiscar sus bienes, para condenarlo a muerte. Y a una muerte cruel e ignominiosa, adornada con los sutiles refinamientos que al déspota emperador se le ocurrían.

           A los tormentos se añadió el ludibrio y el escarnio. En los Jardines de Nerón (en el monte Vaticano) se veían hombres, mujeres y niños clavados a cruces o atados en estacas, revestidos por una capa de pez y azufre, sirviendo de antorchas vivientes para iluminar las fiestas que el emperador ofrecía a su pueblo apenas faltaba la luz del día. Y a la luz siniestra que emergía de aquellas víctimas inocentes, Nerón se paseaba por sus jardines entre la gente, o guiaba en el circo su carro, luciendo habilidades de auriga. Algunos, cubiertos de pieles de fieras, eran arrojados a perros salvajes que se lanzaban contra ellos y los desgarraban con sus dientes; otros eran asesinados en juegos atroces o vergonzosos ante la muchedumbre. Las deshonras infligidas a las mujeres fueron especialmente "espantosas e impías".

           Desde entonces, la vida de un cristiano peligraba constantemente, y ser cristiano constituía un delito imperial, salvo que se renegara de Jesucristo. Aunque ciertamente abundaron los apóstatas de la fe (por temor al martirio), el número de mártires llegó a ser "una gran muchedumbre" (según Clemente Romano) y "una ingente multitud" (según Tácito).

           Clemente Romano, testigo excepcional de los trágicos acontecimientos, aseguraba que la vil masacre de creyentes la inició la envidia de Popea, que de favorita se había convertido en esposa imperial tras el asesinato de Octavia, y cuya simpatía por los judíos y odio a los cristianos eran notorios.

           Con el paso de los meses, y cuando la persecución anti-cristiana en Roma no parecía atenuar sino recrudecerse, Pablo decide volver a Roma, a lo largo del 67. A la Roma que, decididamente, se había vuelto malvada, pagana y hostil, y en la que su mismo compañero y primado Pedro estaba pasando por apuros.

           Al poco de llegar a Roma, o nada más llegar (pues no se sabe el mes de llegada de Pablo a Roma), Pablo fue capturado y puesto en la prisión Mamertina, amarrado con ásperas cadenas al que debía ser su inminente su desenlace.

           "Yo te enseñaré lo que tienes que sufrir por mí", le había dicho el Señor Jesús en la llanura de Damasco, embarcándole en una aventura no exenta de sorpresas. Pues "para ser mi discípulo hay que renunciar a sí mismo, tomar la cruz cada día y seguirme", había advertido reiteradamente el divino Jesús.

           Sobre la cruz había levantado Pablo el edificio de su formación durante los años de retiro y silencio en Arabia, en Tarso y en Antioquía, y a través de aquellas visiones que guardaría imborrables en el recuerdo. Y ahora que la cruz llegaba sobre el corazón de la Iglesia, y el mismo primado Pedro estaba también siendo torturado, ¿cómo no iba a compartir con todos ellos, y sobre todo con él, estos momentos? Como él mismo había dicho en una de sus cartas, forzado a defenderse de unos intrigantes apóstoles de Corinto, que posiblemente negaban su autoridad y participación apostólica:

"Yo también presumo de lo que ellos presumen. ¿Son hebreos? Yo también. ¿Son israelitas? Yo también. ¿Descendientes de Abraham? Yo también. ¿Ministros de Cristo? Digo una locura: yo más que ellos. Más en trabajos, más en cárceles, muchísimo más en azotes y muchas veces en peligros de muerte. 5 veces recibí de los judíos 40 azotes menos uno, 3 veces fui flagelado con varas, 1 vez apedreado, 3 veces naufragado. Pasé un día y una noche náufrago en alta mar. En mis innumerables viajes he corrido toda clase de peligros de ríos, peligros de bandidos, peligros de mis compatriotas, peligros de los paganos, peligros en la ciudad, peligros en desiertos, peligros por mar, peligros entre falsos hermanos. He pasado mucho trabajo y fatiga, con muchas noches sin dormir; mucha hambre y sed, con muchos ayunos forzosos; frío y desnudez. Y por no extenderme más, la inquietud diaria: la preocupación por todas las Iglesias. ¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase? El Dios y Padre del Señor Jesús sabe que no miento".

           Efectivamente, Pablo ya había visitado varias veces la cárcel (en Éfeso, Filipos...), sobre todo durante aquellos 2 eternos años de Cesarea del Mar, "reducto húmedo e infecto, privado de aire y luz, donde se acostumbraba encerrar a los condenados a muerte y a los malhechores peligrosos" y en el que "se les sujetaba por los pies, algunas veces también por las manos y el cuello, a una barra horizontal de hierro o de madera, que impedía cualquier movimiento y era una verdadera tortura".

           Aunque para conocerlo todo, también había visitado Pablo el calabozo, tras cualquier tipo de rebelión o denuncia ante un tribunal, y en medio de los golpes y tormentos. Pues si Pablo había olvidado el número de veces que había sido encarcelado, sí que se acordaba muy bien, sin embargo, de las flagelaciones y palizas que recibió: 5 veces la flagelación, cada una de ellas con sus 39 azotes reglamentarios, y en 3 de ellas con varas de hierro.

           En efecto, la carne de Pablo mostraba los estigmas de Cristo, y sus espaldas eran un campo de cicatrices con las marcas de cada salvaje latigazo. Pues "cuando se aplica el azote, la piel queda rasgada al 5º golpe, mientras los golpes siguientes van ampliando la llaga, dejando la espalda del castigado en carne viva". Y porque, como dice otra crónica romana, "cada azote es capaz de quebrar una tabla de 0,5 cm. de grosor", al tiempo que "el verdugo arroja el látigo con toda su fuerza". Un proceso, pues, en que "el cuero se adhiere al cuerpo del paciente por la ranura abierta, y se lleva un jirón de carne tras de sí". Y en que los judíos llevaban su formulismo hasta tal extremo (y odio, en el caso de Pablo), que presenciaban este tormento para que no se rebasara la cifra de 39 golpes, para no salirse de la legalidad.

           En cuanto al apedreamiento de Pablo, éste había sucedido en la diminuta Lystra. Y si no murió en él (como fue el caso de Esteban) no fue por la compasión de los lanzadores de piedras, sino porque éstos "creyeron haberle dado muerte", y por ello le habían arrastrado "fuera de los muros de la ciudad, para que sirviese de pasto a los buitres".

           En cuanto a los 3 naufragios que sufrió Pablo, pasando "una noche y un día en alta mar, a merced de las olas", el libro de Hechos no reflejó dichos naufragios, posiblemente porque Pablo ni siquiera antes los comentó. Pero hay que saber que los barcos conocían la hora de salida, pero jamás la de llegada. Y no sólo por los vendavales inesperados, sino por los saqueos de piratas o incluso la presencia de tripulantes ineptos (que solía terminar con los viajeros agarrados a una tabla o mástil descuartizado, en medio del océano).

           Basta leer cualquiera de las cartas de Pablo para advertir que estas palabras no constituían meras fórmulas estereotipadas, sino expresión de una verdad que brotaba de lo más hondo de su alma: "¿Hay entre vosotros algún débil, sin que yo también me sienta débil?".

           La experiencia le había mostrado a Pablo que existía la fatiga y el desaliento; que el demonio rondaba siempre aguardando la ocasión para demoler la obra; que se daban inútiles discusiones entre los mismos fieles; que frente al evangelio siempre surgía el rencor de los desalmados; que la confianza depositada en algunos resultaba quedar baldía.

           Todo esto había calado en su aliento, significando para él golpes terribles que minaban y desmoronaban sus esperanzas humanas como un castillo de arena: "¿Quién se escandaliza, quien cae o tropieza sin que me consuma un fuego devorador?".

           En ocasiones, las circunstancias habían parecido confabularse para aniquilar su tenacidad y entusiasmo. Era el caso de las enfermedades, fatigas físicas, malas noticias... Como él mismo compartió con unos amigos: "Desde que llegamos a Macedonia no hemos hallado descanso en nuestra carne, sino combates por fuera y temores por dentro. Así que llevamos el tesoro de Dios como en vasijas de barro".

           Pero ¿cómo había podido este hombre soportar tanto tormento sin sucumbir? ¿Cómo una persona tan machacada se había permitido vivir pletórica de ilusiones, y seguir evangelizando feliz? ¿Cuál había sido su secreto para permanecer imperturbablemente sereno, y fiel al Señor en el transcurso de su vida? Pablo sabía sufrir cantando:

"Somos probados de mil maneras, pero nunca aniquilados. Conocemos la angustia, mas no el desaliento. Somos abatidos, pero no destruidos. A todas horas llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Por eso no nos rendimos jamás; aunque nuestro cuerpo, nuestra naturaleza, se halle casi en ruinas, cada día recobramos nuevas fuerzas. Por tres veces he pedido al Señor que aleje de mí la prueba con la que Satanás me abofetea. Pero él me ha dicho: Te basta mi gracia, porque mi fuerza se revela en la debilidad. Por eso alegremente me gloriaré de mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en las debilidades, en los ultrajes, en las necesidades, en las persecuciones, en los apuros del servicio a Cristo. Cuanto más débil soy, más fuerte me encuentro".

           Pablo lo había aceptado todo "por Cristo, con Cristo, en Cristo y para Cristo", y nunca había llevado solo el suplicio. Toda su vida había querido verla a la luz del evangelio, y entenderla desde el evangelio. La revelación de Damasco no había constituido un episodio pasajero y aislado, sino una unión íntima con aquel Jesús que aquel día él vislumbró, vivió y experimentó en sus entrañas. Cristo Jesús había sido el apoyo de cada día, la luz que había alumbrado su camino, la ilusión y el gozo de su vida: "Ahora mi vida sobre la tierra es una vida de fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a Sí mismo por mí. No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí".

           Pablo lo había podido todo en Aquel que confortaba su debilidad y su flaqueza. Y ahí radicaba la clave de su apostolado y de su éxito. Solo, hubiera sucumbido. Pero con el Señor Jesús todo se podía, ya que él "en todo nos conforta". De ahí que "el motivo de nuestro orgullo" sea "el testimonio que hemos dado", conducidos "por la santidad y la sinceridad que vienen de Dios" y no con la sabiduría carnal, sino "con la gracia de Dios".

           Por eso surge en Pablo en este momento, en la Cárcel Mamertina de Roma, lo más espontáneo y recio de su espíritu, su más profunda realidad sobre cómo comportarse en la vida, y cómo dar ésta en el momento sublime: "¡Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo estoy crucificado para el mundo!".

e) De Roma al Cielo

           El mensaje del apóstol transpiraba claridad y pureza absolutas. Lo entendían y lo asimilaban maravillosamente hasta los menos dotados: los torpes, los incultos, los humildes, los esclavos, los jóvenes, las mujeres y los ancianos:

—No os escribimos otra cosa que lo que leéis y comprendéis, y espero comprenderéis plenamente.

           Y plenamente solían comprender. Mas paralelamente a esta inquietud por la enseñanza escrupulosa, nítida y exigente, se esforzaba denodadamente para que tanto los más dotados de virtud como también los menos favorecidos por la divina providencia, la cumplieran estrictamente, a la perfección. Insertaba de forma magistral la teoría en la práctica:

—Lo que importa es que llevéis una vida digna del evangelio de Cristo.

           A todos sin excepción, por consiguiente, inculcaba el único ideal al que habían sido llamados por Dios: el de la santidad. Nadie se escapaba del supremo deber de alcanzar la santidad: la mediocridad y la vulgaridad no cabían en su ideario, y huía de ellas como de la mismísima peste:

—Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación. Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante él, por el amor.

           Tanto le obsesionaba la pureza de vida y de doctrina, que poco antes de morir pronunciaba una severa sentencia profética, cargada de angustia:

—Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas.

           El mensaje de Pablo coincidía estrictamente con el evangelio del Señor, y estaba entresacado de él al pie de la letra. Por anunciarlo se afanó sin regatear esfuerzos. Y como a su Maestro, le iba a costar la vida su anuncio.

           Corría el año 67, y el agotado peregrino de Tarso (Pablo, que frisaba ya los 60) permanecía en la prisión Mamertina junto al viejo pescador galileo (Pedro, que pasaba ya de los 80), en una celda que todavía se venera en Roma. San Dionisio de Corinto (ca. 109-169), citado por Eusebio de Cesarea (Historia Eclesiástica, II 25, 8), confirma la coincidencia:

"Pedro y Pablo sufrieron al mismo tiempo el martirio, como afirma Dionisio, obispo de Corinto, en su correspondencia escrita con los romanos, en los términos siguientes: También vosotros, por medio de semejante amonestación, habéis fundido las plantaciones de Pedro y de Pablo, la de los romanos y la de los corintios, porque después de plantar ambos en nuestra Corinto, ambos nos instruyeron, y después de enseñar también en Italia en el mismo lugar, los dos sufrieron el martirio en la misma ocasión".

           El juicio no se hizo esperar, y la condena fue inapelable: Pedro moriría crucificado (como judío que era), mientras Pablo moriría decapitado (como ciudadano romano que era). Y ambos se sintieron muy felices, a pesar de tan injusta sentencia. Pues como decía Pablo:

—Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en la persecución y las angustias sufridas por Cristo. Pues cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte.

           Entre tanto, una nueva satisfacción invadiría su espíritu: la conversión de los guardianes de la cárcel, de los cuales refiere una antigua leyenda que, bautizados allí mismo dentro de la mazmorra, acabarían sufriendo el martirio junto a los dos santos apóstoles.

           Desde la prisión Mamertina tuvo tiempo de escribir su última carta, uno de los testamentos de mayor impacto que se han legado a la cristiandad. Su lectura provoca la emoción, y el respeto hacia tan venerable persona:

—Estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación.

           No. No le avergonzaba aquel padecimiento infame e injusto. Sabía muy bien en quién había depositado su fe, y ahora, al llegar a la meta de su carrera "conservando intacta la fe", le aguardaba "la corona de la justicia". Además, estaba convencido del infinito poder de Cristo Jesús para guardar el depósito de su evangelio, sin necesidad de contar con su presencia, hasta el día postrero de la historia de los hombres. Su acción personal, por tanto, sobraba.

           Mientras tanto, le abandonaban los amigos que antes le asistían, dejándolo solo, completamente solo en su lecho de dolor. Quedó desamparado y nadie acudió a defenderlo en su comparecencia ante el tribunal del césar. Sin embargo, únicamente salían de su boca palabras de perdón para los desertores:

—Que el Señor conceda misericordia a su familia, y que no se les tome en cuenta. Pues el Señor me asiste y me da fuerzas para que, por mi medio, se proclame plenamente el mensaje, y lo oigan todos.

           Aquel fiero y fanático fariseo de antaño se consideraba ahora el buen soldado de Cristo Jesús, a punto de recoger el premio prometido y merecido (la "corona que no se marchita") por su milicia.

           Durante aquellos momentos de lúgubre mazmorra, y a la espera de la ejecución de la sentencia, evocaba Pablo, complacido, las persecuciones a las que había estado sometido desde que se transformó de perseguidor en perseguido en aquel camino de Damasco; porque "los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones".

           La mística de este hombre se mezclaba con su alma de apóstol insaciable. Y entre los éxtasis en los que presagiaba la eternidad que ya besaba y que se le avecinaba, ponía los pies en el suelo y sacaba fuerzas para reclamar a Timoteo:

—Date prisa en venir. Y toma a Marcos y tráelo contigo.

           No obstante, ¡la última etapa de su carrera había comenzado, por fin, y de manera irreversible! La misma tarde en que Pedro moría en el leño (cabeza abajo, a petición propia), otro destacamento de soldados conducía a Pablo por la carretera de Ostia hacia las Aguas Salvianas.

           Narra la ancestral leyenda que detrás de la puerta de la ciudad, encontró a la hija del prefecto Flavio Sabino (Plautila), mujer consular que daba admirable ejemplo en la virtud y que unos años antes había sido bautizada por Pedro. Y que al observar Pablo el rostro de esta joven madre regado de lágrimas, tuvo fuerzas para infundirle ánimo:

—Plautila, hija de eterna salvación, vete en paz.

           Detalla la leyenda que poco después de este encuentro, Plautila murió santamente. Tanto que a ella como a su hija (Flavia Domitila), la Iglesia las ha venerado siempre como santas canonizadas.

           El apóstol siguió recorriendo su calvario triunfal. Su alma se hallaba inundada de una paz serena. Sus ojos contemplaban la llanura que se extendía entre él y los Montes Albanos, mas no se percataba de su presencia. En confuso tropel se agolpaban en su memoria los viajes, las fatigas, los trabajos, las luchas y las iglesias que, por doquier y allende los mares, había erigido. Y acariciaba ya, con delirio y júbilo, un reposo bien merecido. Había culminado su obra.

           El camino era largo y rectilíneo, alfombrado de terruños color sepia. Desfilaban grupos de esclavos con los aperos de labranza al hombro, cabizbajos y cansados. Y bajo este pálido atardecer, y en la clara transparencia de la atmósfera, Pablo escuchaba en su interior una armonía maravillosa, que evocaba cosas maravillosas.

           Evocaba el impacto de aquella aparición en el camino de Damasco, evocaba cada lugar y cada momento que había ido peregrinando por el mundo. Y evocaba, sobre todo, al divino Crucificado, y la repercusión que en su vida había supuesto su amistad con él:

—Con Cristo estoy crucificado. Pero no ya soy yo quien vive: es Cristo quien vive en mí.

           Desde aquel día bendito, en la llanura de Damasco, el divino Crucificado le había trastornado su fariseísmo, cargado de petulancia y estrecheces, por un mensaje de salvación universal.

           Aunque tuviera ahora Pablo el don de penetrar los misterios, aunque distribuyera ahora todos sus bienes para alimentar a los pobres... ¡nada sería sin amor! Sin ese amor paciente, dulce y bienhechor; sin ese amor no se infla por el orgullo, que nunca obra el mal, que soporta hasta el límite, que cree hasta el límite, que espera hasta el límite, que sufre hasta el límite... ¡Ah! ¡El amor! ¡Siempre el amor!:

—Con nadie tengáis otra deuda que la del amor. Pues quien ama al prójimo ha cumplido la ley.

           Y en el amor concretaba sus pensamientos y deseos:

—El fin mismo del evangelio es el amor que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera. El amor es la plenitud de la ley.

           Había destinado 33 años a enseñar la ley del amor y a amar. Había explicado hasta la saciedad que el amor sólo procedía de Dios, porque Dios es amor. Y ahora se enfrentaba a la ocasión de su vida de demostrarlo, y se acercaba victorioso a recibir su premio, la corona merecida:

—¿Quién me separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada del verdugo? Todo esto puede superarse gracias a Aquél que nos ha amado.

           El cortejo dejó la calzada principal y dobló hacia el Este, tomando un estrecho sendero que conducía hacia un lugar llamado ad Aquas Salvias, fuera de las puertas de Roma. En el horizonte se acostaba un sol exorbitante y rojizo que, en lontananza, desparramaba sobre el ambiente una lluvia intensa de plomo grisáceo. El centurión mandó detenerse a sus hombres delante de la fuente.

           La costumbre prescribía que el reo fuera flagelado. Los verdugos descargaron con saña tales latigazos sobre las espaldas de Pablo, que quedaron descarnadas. Después, se arrodilló obediente y presentó el cuello al matarife, dibujando una sonrisa y sin articular palabra. Le vendaron los ojos, y un golpe seco de hacha le sesgó la cabeza de su agotado y envejecido cuerpo. El fragor del hachazo hirió la crueldad del jifero sanguinario. Era el 29 junio 67.

           Juan Pablo II, 2.000 años después, sintetizaba la médula de aquella tragedia: "San Pablo, decapitado a las puertas de Roma, es modelo de evangelización". Pues como había dicho el propio apóstol:

—Para mí, vivir es Cristo. Y morir, un beneficio. Porque si esta tienda terrestre se desmorona, tengo una casa que es de Dios: una habitación eterna, no hecha por mano humana y que está en los cielos.

           El coro de los ángeles entonó, conmovido, un emotivo cántico de acción de gracias al Todopoderoso. Al unísono, los campos vitorearon gozosos con júbilo, engalanándose de frescor, de color, de olor, de primavera. Las puertas del cielo se abrieron de par en par. Y el anciano peregrino pudo, al fin, saborear la plenitud de aquella sabiduría misericordiosa que tanto añoraba:

—¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! ¿Quién conoció el pensamiento del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le dio primero, que tenga derecho a la recompensa? De él, por él y para él son todas las cosas. ¡A él la gloria por los siglos!

           El cadáver fue enterrado en un lugar próximo al de su muerte (junto a la Vía Ostiense), en la tumba de la Matrona Lucilla (según la tradición). En ese lugar, a finales del s. II, el presbítero romano Gayo ordenó erigir un trofeo para testimoniar el martirio de Pablo, y allí se alza (desde el s. IV) la Abadía de las Tres Fuentes. El año 258, y con motivo del peligro de profanación que corrieron las tumbas cristianas durante la persecución de Valeriano, sus restos mortales fueron trasladados a un lugar llamado Ad Catacumbas (junto a la Vía Appia), donde permanecieron algún tiempo. Más tarde, fueron devueltos a su enterramiento original, sobre el cual levantaría la 1ª Basílica de San Pablo el emperador Constantino (ca. 320), de la que no se conserva casi nada en la actualidad. El año 390, el Triunvirato que gobernaba el Imperio Romano (Teodosio, Valentiniano II y Arcadio) decidieron ampliar la basílica, tomando como modelo la Basílica de San Pedro.

           Las recientes excavaciones en la Basílica de San Pablo Extramuros, llevadas a cabo por los Museos Vaticanos y la investigación documental, constataron y descubrieron la historia del sarcófago del apóstol, hallado debajo del altar mayor, al nivel de la antigua basílica teodosiana y exactamente bajo la inscripción Pavlo, apostolo mart[yri], visible en la base del altar. Giorgio Filippi, arqueólogo director de las investigaciones, así lo declaró:

"Hemos descubierto un sarcófago o contenedor de reliquias. Sabemos que es del año 390, es decir, de la época de la ampliación de la basílica constantiniana por parte de los emperadores Teodosio, Valentiniano II y Arcadio, cuando se sabía que los restos allí depositados eran del apóstol Pablo".

           El sarcófago tiene un orificio de 10 cm, tapado sólo con un poco de argamasa e ideado para introducir pequeñas piezas de tela y convertirlas en reliquias al contacto con los restos mortales. León I Magno reconstruyó la nave derecha (destruida por el terremoto del 433) y elevó el nivel del presbiterio, de modo que el sarcófago quedó enterrado por debajo del suelo. Sobre la tapa se depositó 1,5 m. de mampostería, y encima la losa de mármol con la inscripción incompleta Paulo Apostolo Mart. Con la elevación del piso se colocó el 1º altar fijo de la basílica. Gregorio I Magno alzó, en torno al 600, un poco más el presbiterio. Cuando la basílica fue reconstruida en 1854 (tras el incendio de 1823), el sarcófago quedó cubierto por una capa de cemento, mortero, arena y detritus varios, entre los que se encuentra una moneda de la época.

f) Legado final de Pablo

           La vida y la obra de este hombre genial de la humanidad, San Pablo, han sido enmarcadas frecuentemente a lo largo de los últimos 2 milenios. Han servido de faro orientador para navegantes a la deriva o sin brújula, de poste indicador para caminantes extraviados o inmersos en rutas falsas, pero también de luceros radiantes que señalan la dirección inequívoca de la santidad y del cielo.

           San Juan Crisóstomo, uno de los más eminentes predicadores de la historia, y natural de Antioquía de Siria, dedicó la mitad de sus homilías a la explicación de las epístolas del apóstol de Tarso. La meditación sobre la personalidad y las hazañas del apóstol de las gentes encendía su elocuencia de una manera deslumbrante. En él veía el modelo perfecto de los pastores de almas y un espíritu valeroso y desinteresado, con un temperamento ardiente, muy semejante al suyo. Este doctor confesaba que el secreto de su brillante y eficaz oratoria había que buscarlo en el hecho de que "cada semana leía todas las cartas de san Pablo".

           Pues las cartas de San Pablo son la más certera catequesis del evangelio de nuestro Señor Jesucristo, el comentario humano básico para poder entender plenamente el mensaje que mostró al mundo el divino Redentor.

           El fascinante ejemplo del santo apóstol demuestra hasta qué extraordinaria altura puede subir la frágil naturaleza humana, superando infinidad de obstáculos, alcanzando logros increíbles y perfeccionando las imperfecciones ingénitas. Pues la gracia de Dios transformó aquel fanático y estrecho fariseo de antaño en una persona radicalmente mejor.

           Daba con sencillez, presidía con solicitud, ejercía la misericordia con jovialidad. Amaba sin fingimiento y con cordialidad. Detestaba el mal adhiriéndose al bien, era ingenioso para lo bueno e inocente para lo malo. Estimaba en más a los demás con un celo sin negligencia, compartía las necesidades de los hermanos, practicaba la hospitalidad y se despreocupaba de su propia escasez.

           Si se preocupaba por los días, lo hacía por el Señor. Si comía, lo hacía por el Señor; y si no comía, lo hacía por el Señor. Porque no vivía para sí mismo, como tampoco moría para sí mismo. Si vivía, vivía para el Señor; y si moría, moría para el Señor. Viviendo y muriendo, era del Señor.

           Nunca se dejaba vencer por el mal; al contrario: vencía al mal con el bien. Bendecía a sus enemigos, sin maldecir. Se alegraba con los alegres y lloraba con los tristes.

           No condescendía en la altivez, sino que se sentía atraído por lo humilde. No se complacía en su propia sabiduría. No devolvía a nadie mal por mal, sino que procuraba el bien ante los hombres, estando en paz, en lo posible, con todos. Jamás tomaba la justicia por su cuenta, pues dejaba lugar a la cólera de Dios, "del cual es la venganza y dará el pago merecido a cada cual"; al contrario, daba de comer al enemigo si tenía hambre, y de beber si tenía sed, "para amontonar ascuas sobre su cabeza". Siempre acogía con bondad al débil en la fe, sin discutir opiniones.

           Jamás juzgaba a nadie, sino que juzgaba más bien no poner tropiezos o escándalos. Creía, y estaba persuadido de ello, que nada había de suyo impuro, "a no ser para el que juzga que algo es impuro, que para ése sí lo hay". Ahora bien, si por un alimento alguien se entristecía, evitaba con su comida destruir a aquel por quien Cristo Jesús murió.

           No exponía su privilegio a la maledicencia, pues para él el Reino de Dios no era un asunto de comida ni bebida, sino de justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo, toda vez que "quien así sirve a Cristo se hace grato a Dios y aprobado por los hombres".

           Por ello, procuraba fomentar la paz y la edificación mutua. Sobrellevaba las flaquezas de los débiles sin buscar su propio agrado. Trataba siempre de encandilar a su prójimo para el bien, buscando su edificación y no su propio agrado, pues "no me atreveré a hablar de cosa alguna que no sea para conseguir la obediencia de los gentiles, desde Jerusalén y en todas direcciones hasta el Ilírico, y allí donde el nombre de Cristo no es aún conocido, para no construir sobre cimientos ya puestos por otros".

           Su conversación era siempre amena, salpicada con sal, y sabía responder a cada cual como convenía. Siempre evitaba tanto las palabrerías profanas como las discusiones necias y estúpidas, pues sabía bien que sólo servían para engendrar altercados. Amable con todos, pronto a enseñar, y muy sufrido, corregía con mansedumbre a sus adversarios, por si Dios, en su infinita misericordia, se dignaba otorgarles la conversión que les mostrara plenamente la Verdad.

           Era sumamente agradecido con todos y por todo. Si le insultaban, bendecía. Soportaba con ánimo intachable las persecuciones. Si le difamaban, respondía con bondad. Había pasado hambre, sed, frío y desnudez. Había sido abofeteado en múltiples ocasiones, respondiendo, casi a hurtadillas, con una sonrisa.

           No murió crucificado, no. Pero vivió crucificado. Por amor, pues su amor estuvo permanentemente crucificado por Cristo, y ya no era él quien vivía, sino que "es Cristo quien vive en mí". Él había venido a ser como la basura de la sociedad y el deshecho de todos, pero Dios, como a su Hijo Único, le exaltó sobre todo nombre.

           Siendo libre, se había hecho esclavo de todos para ganar a todos; con los judíos se hacía judío para ganar a los judíos; y débil con los débiles para ganar a los débiles. Se había hecho "todo a todos, para salvar a algunos a toda costa". Hasta tal punto, que un esclavo furtivo (el ladrón Onésimo) llegaba a ser para él un "hermano fiel y querido", que merecía la libertad.

           En realidad, Pablo no había poseído nunca nada propio, y hasta su alegría y su tristeza habían sido la alegría y la tristeza de los demás. Nada había traído al mundo, y nada podía (ni deseaba) llevarse de él. De su corazón brillaba la luz que irradiaba el conocimiento de la gloria de Dios. Pero llevaba este tesoro en vasos de barro para que apareciera que la extraordinaria grandeza de ese poder procedía de Dios y no de él.

           Atribulado en todo, mas no aplastado; en ocasiones perplejo, mas no desesperado; acosado, mas no abandonado; derribado, mas no aniquilado. Llevaba siempre en su cuerpo por todas partes el morir de Cristo Jesús, a fin de que también la vida de Cristo Jesús se manifestase en su cuerpo. Pues, aunque vivía, se sentía continuamente entregado a la muerte por causa de Jesucristo, a fin de que también la vida de Jesucristo se manifestase en su carne mortal.

           Jamás desfallecía. Aun cuando su hombre exterior se iba desmoronando poco a poco y día tras día, el hombre interior se iba renovando poco a poco y día tras día. Y muy gustoso gastaba y se desgastaba totalmente por el alma de los demás. Se sentía humillado, y hasta derramaba lágrimas, a causa no sólo de los pecados de sus amigos, sino también al ver que no hacían penitencia por sus actos de libertinaje e impureza. Poseía un corazón gigante; tanto, que el imperio romano y todos sus habitantes con todas sus miserias se perdían, empequeñecidos, dentro de él. Él tenía en cuenta todo cuanto hay de verdadero, noble, justo, puro, amable, honorable, virtuoso y digno de elogio.

           La paz de Cristo presidía su alma a carta cabal. Todo cuanto hacía, de palabra o de obra, lo hacía todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre. Se afanaba a fin de presentar a todos los hombres perfectos ante Dios, luchando con la fuerza de Cristo Jesús, el cual actuaba en él poderosamente, con señorío. La Palabra de Dios inundaba su alma con toda su riqueza. Su lengua y su mano fueron canales dúctiles, límpidos, puros, por donde fluía la Palabra de Dios en la plenitud de su riqueza, difundiéndola por doquier a costa de sangre y defendiéndola con hidalguía, a capa y espada. Instruía y amonestaba con sabiduría, perseverando en la oración y velando en ella con acción de gracias.

           Por eso, no dudaba en escribir a sus amigos residentes en Filipos que "todo cuanto habéis aprendido y recibido de mí, ponedlo por obra, y el Dios de la paz estará con vosotros". Aunque, evocando emocionado y condolido aquellos años suyos de fariseo celoso y de fanático policía de los primeros seguidores del Camino, manifestaba sin titubear:

—Cristo vino al mundo a salvar a los pecadores. Y el primero de ellos ¡soy yo! Y si he hallado misericordia fue para que en mí manifestase Jesucristo toda su paciencia, y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él.

           De ahí que de su alma sólo brotaran palabras rebosantes de agradecimiento y de alabanza hacia Aquel que había colmado las ilusiones y ambiciones de su vida:

—Al Dios eterno e inmortal, el único sabio, y al Rey de los siglos, invisible y único, a él todo el honor y la gloria, por los siglos de los siglos.

MANUEL A. MARTÍNEZ, Colaborador de Mercabá

 Act: 13/05/24    @tiempo pascual        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A