Semana III de Pascua

San Pedro en Roma y mundo latino

Murcia, 15 abril 2024
Manuel A. Martínez, doctor Ingeniero

           Roma, capital del Imperio Romano y ciudad de las 7 colinas, era el gran emporio latino que, desde el 753 a.C. y sobre el monte Palatino, habían fundado de forma mixta los pueblos sabino y latino, tras la paz que habían sellado poco antes en el monte Capitolio. Asentada a ambas riberas del Tíber, Roma se fue expandiendo a base de conquistas y adhesión de pueblos y reinos derrotados (en el s. I, más de 46 países de la actualidad), así como desarrollando una laberíntica política interior (de cónsules y pretores, césares y augustos, patricios y plebeyos) que mixtificaba su heterogénea población (dividida en 40 núcleos o barrios de la ciudad).

           En poco tiempo había pasado Roma de las 50 hectáreas originales a las 285 (en época serviana) y a las 426 en el s. V a.C (algo sólo comparable a Atenas y la espartana Tarento), pasando a ser su potencial humano el indiscutible nº 1 del mundo a nivel económico y militar (s. IV a.C). Tras las Guerras Púnicas contra Cartago eliminó del mapa a su única rival occidental (al grito senatorial del "Cartago delenda est", en el s. III a.C) y empezó a establecer sus limes o fronteras en el mar Caspio (E), Sáhara (S), Escocia (N) y Lusitania (O).

           La maquinaria romana había implantado colonias, desde el s. II a.C, en el mar Rojo, la India, el Caucaso, Rusia y los Seres (Ruta de la Seda), recaudando materias primas del Ponto, Atlántico, Báltico, Caspio, Pérsico e Índico. A nivel interior, sofocó su ejército (el mayor de todos los tiempos) 3 guerras civiles, 2 motines de esclavos y 4 imperios precedentes (cartaginés, helénico, persa y egipcio) de 4 diferentes continentes (Europa, África, Rusia y Asia), llenando de trofeos sus vías (con los botines de los derrotados) y foros (sobre las victorias alcanzadas), esclavizando millones de seres humanos y concluyendo todo ello con la apotheosis (lit. divinización) del emperador, con el objetivo de mantener viva su virtus fundacional y su culto a la sangre.

           A la llegada de Pedro a Roma, la capital latina estaba inundada de edificios urbanísticos (acueductos, puentes, vías, murallas y puertas), judiciales (basílicas), culturales (liceos, odeones y bibliotecas), comerciales (foros, puertos, cecas y stoas), residenciales (insulas, villas y domus), lúdicos (circos, teatros, termas y anfiteatros), políticos (la Curia, la Regia y la Aurea), militares (el Pretorio y el Tribuno), religiosos (templos, tholos y oráculos), sagrados (de Júpiter, Juno, Marte y Vesta) y funerarios (hipogeos o mausoleos), sobre el mármol más caro del mundo (el pentélico) y los inventos romanos del arco, la cañería y la bóveda (de tipología mural), así como los adornos del alto y bajo relieve (historiado) y género del retrato escultórico (bajo el rigor mortis romano).

           El emperador Claudio había sido envenenado por su propia consorte (Agripina), y ésta se encargó de presentar a su hijo bastardo (Nerón) como soberano de aquel vasto Imperio, a pesar de contar solamente con 17 años de edad. Las entrañas de Nerón se asemejaban a las de un monstruo pérfido e iracundo, o un payaso grotesco sin otros sentimientos que los que laceraban la belleza y el arte. En realidad, su infame calaña había sido heredada de su madre (Agripina), a la que él mismo decidió apuñalar, posiblemente por hartarse de su existencia, o acaso para revolcarse en el fango de la abominación.

a) 1ª estancia en Roma

           Muy pocos antecedentes disponemos de la 1ª estancia de Pedro en Roma (ca. 44-49), en la que el apóstol se limitó a rociar la ciudad de evangelio hasta que le dejaron, pues el Edicto de Claudio (ca. 49) expulsó a todos los judíos de la capital imperial y Pedro tuvo que volver a sus orígenes de Jerusalén, volviendo a empezar todo de nuevo.

           Se trató de una 1ª estancia en Roma en la que Pedro sintió una auténtica conmoción interior, al sentirse inmerso y perdido en medio de aquella gigantesca capital de 2 millones (cifra desorbitada, para aquella época) de ciudadanos romanos (la "crème de la crème" del Imperio Romano), sin contar esclavos, provincianos o visitantes venidos de fuera (a los que Roma negaba una y otra vez la ciudadanía romana, por considerarlos escoria de Roma).

           Acostumbrado, pues, Pedro, a sentirse flanqueado por discípulos (ávidos de instrucción) y muchedumbres de tullidos (reclamando su sanación) y judíos tediosos (la chusma de Israel)... de repente se ve inmerso en una sociedad que ignora y que le ignora. Pues aquí no había nadie que pretendiera su asistencia, ni corros constantes de prosélitos a su alrededor. Aquí nadie percibía su presencia, y ésta se perdía en el anonimato de la gigantesca y heterogénea multitud. Ciertamente descubrió allí el galileo un mundo alocado, azarado y nervioso; pero al sentirse él en la más absoluta soledad, empezó a verlo todo con más tranquilidad y reposo, y tiempo para reflexionar.

           Con estas circunstancias inéditas envolviendo su vida, quiso Pedro aprovecharse de ellas. Y creyó que, para abordar su labor, se requería la creación urgente de un instrumento potente y eficaz de difusión, para uso atemporal de todos los tiempos. Un instrumento con el que Pedro no sólo podría evangelizar al mundo de los romanos, sino a todo tipo de personas de cualquier época, lugar o condición.

           En efecto, fue en aquel remanso de quietud, y tras haber asumido Pedro que la conquista de Roma no podría hacerse sino racional y sistemáticamente, cuando procedió Pedro a transmitir casi al dictado la que en el futuro sería obra más leída de la historia de la humanidad: la biografía de su Maestro, el divino Rabino de Nazaret. Por aquella fecha ya circulaba por su tierra (Israel) un pequeño libreto arameo, con más valor sentimental que pedagógico, que había ido elaborando su antiguo condiscípulo de Galilea (Mateo) sobre algunos episodios de la vida del Ungido de Dios. Sin embargo, nadie como el propio Pedro había sido testigo de esa Vida, ni conocía la intimidad y entresijos de ese Maestro, ni entendía la multitud de los detalles cotidianos. Tal vez, por tanto, había llegado el momento adecuado para afrontar su composición, de 1ª mano y aprovechando la tregua que a su apostolado le ofrecía esta 1ª visita a Roma.

           El amanuense que colaboró en esta empresa era un joven judío que le había asistido en el viaje desde Cesarea del Mar, llamado Marcos y de apenas 30 años de edad. Un Marcos que ya había acompañado a Pablo y Bernabé durante su 1ª travesía por Chipre, y que por tanto conocía la amplitud de la empresa que estaban llevando a cabo los apóstoles (en este caso, de la empresa que le inmortalizaría).

           Completada la magnífica obra (el "Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, según San Marcos"), empezó ésta a traducirse a todos los idiomas y dialectos hablados en el mundo entero, empezando a editarse, desde el mismo momento de su 1ª impresión, en centenas de millares de ediciones diferentes, de forma que ¡nunca jamás ha visto ni verá un libro de este planeta tan gigantesca difusión, más propia de la fantasía o utopía que del sector editorial!

           Algunos autores clásicos pretenden situar la redacción de tal evangelio en la época que Pedro residió en Antioquía, entre los años 37 y 44. Podría ser, pero lo que carece de consistencia histórica alguna es la pretensión de atrasar su fecha de composición hasta años más tarde, sobre todo tras unos datos aportados por los Santos Padres (de s. I y II) que coinciden en señalar que, justo durante esta estancia de Pedro en Roma, fue cuando San Marcos empezó a escribir su "evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios", culminado cuando "los apóstoles salieron a predicar por todas partes".

           Poco a poco fue trabando Pedro alguna que otra amistad en Roma, para él valiosísimas. De ellas todavía se recuerdan nombres que han quedado inscritos en los anales de la historia: Lino, Cleto y Clemente. Ellos creían a pies juntillas cuanto dilucidaba el apóstol primado; ellos formaban parte del círculo de sus más fieles seguidores; ellos administraban la Iglesia de Roma como vicarios suyos, sobre todo cada vez que se ausentaba de su cátedra, obligado a salir de viaje. A ellos los bautizó personalmente en el nombre de su Señor y con ellos compartió su experiencia y su vida. Y ellos prolongaron la acción del galileo en Roma, en su mismo primado. Lino a la muerte de Pedro, y entre los años 67 y 79; Cleto (o Anacleto) entre los años 79 y 90, y Clemente (Clemente I Romano) entre el 90 y el 99.

           Un afamado historiador del s. II, Tertuliano, relataría que el pescador bautizaba en el río Tíber de igual manera que el Bautista había bautizado, años antes, en el río Jordán. Ciertamente prodigó los bautizos durante su estancia en Roma, usando como baptisterio aquel río que serpenteaba la ciudad con culebrinas verdosas y mansas y que le aportaba una singular belleza natural, el Tíber.

           Acogía con ternura en su corazón a personas de todas las calañas: pobres y ricos, cultos e incultos, hombres y mujeres, doncellas y casadas, jóvenes y ancianos, nobles y plebeyos, libres y esclavos, amos y lacayos, justos y pecadores. Porque su amor no distinguía razas, categorías, condiciones o bolsillos. Así lo afirmaba él mismo con rotundidad y contundencia cuando alguien pretendía mezclarle en una lucha absurda de clases: "Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que, en cualquier nación, le es grato el que le teme y practica la justicia".

           Sin embargo, el evangelio chocó muy pronto con las circunstancias reinantes. El desamor de Roma alcanzaba cotas épicas; con frecuencia, los esclavos enfermos o minusválidos quedaban abandonados en la isla del Tíber, marginados en su miseria y confiados al dios Esculapio en un grado de desamparo y de desprecio tales, que el emperador Claudio había obligado por decreto a los amos a atender a sus siervos; Suetonio relata que si un amo mataba al esclavo enfermo para evitar cuidarlo, era perseguido por homicidio.

           En esta coyuntura de inhumanidad, mientras la civilización y la cultura pagana imponían su opulencia miserable, la magnanimidad del galileo cautivó Roma: el fuego de su amor derritió los gélidos corazones romanos, cuestionó y derribó normas arcaicas que no entendían de piedad y de clemencia, y contagió.

           Contagió de una sublime fraternidad, que unía el espíritu de los romanos con Dios, les desprendía de esas pasiones que quebrantan la dignidad humana, y los equiparaba entre sí. La penuria de cualquier hermano era asumida por los demás, contribuyendo todos al bien común en la medida de sus posibilidades con sus bienes, con su tiempo, con la integridad de su ser. La maduración en el proceso de la fe se medía con el baremo infalible de la caridad, que constituía en sí misma la clave para analizar la evolución favorable del mismo. Así, tras el período de catecumenado, antes de ser admitido al bautismo se examinaba al catecúmeno con unas cuestiones de claridad meridiana: "¿Has honrado a las viudas? ¿Has visitado a los enfermos? ¿Has practicado toda suerte de obras buenas?".

           Sin una triple afirmación, no había bautizo. Se sentaban así las bases para que la familia cristiana compartiera con delicias los sinsabores, con gozo las desventuras, con exceso las carencias y con fortaleza las enfermedades.

           Algunas de las familias nobles de Roma se convirtieron a la fe proclamada por el caritativo Pedro, y correspondían a su caridad prestándole sus casas para las reuniones litúrgicas de los fieles, que día a día se congregaban en mayor número. Destacaron las relaciones que mantuvo personalmente con los Acilios y con la familia del senador Pudente. En aquellas improvisadas basílicas de Roma emergían frutos de misericordia, de tolerancia, de ternura, de amor.

           El éxito maravilloso y categórico que obtuvo la predicación de Pedro en Roma lo evocaba San Pablo en una carta que escribía, pocos años después y desde Corinto, a aquellos fieles romanos: "Vuestra fe es anunciada en todo el mundo". La barca de la Iglesia navegaba con rumbo fijo, firme, seguro, siguiendo el derrotero que trazaba el pescador a su timón, con las velas completamente desplegadas e hinchadas, y con aires favorables. Iba viento en popa.

b) 2ª estancia en Roma

           Coincidió con la etapa de máxima madurez espiritual de Pedro, y en el ocaso físico de su vida. Y tuvo lugar desde no mucho después de la muerte de Claudio (ca. 54) y hasta el incendio de Roma por parte de Nerón (ca. 64), en que Pedro es encarcelado y pasará sus últimos meses en la cárcel Mamertina.

           Se trató de una 2ª estancia en la que Pedro ya sabía a lo que iba, en la que no estuvo perdido e ignorado y en la que se dirige a ella (a Roma) como su "amada Babilonia", nombre con que el lenguaje apocalíptico judío se refería a la "capital de la impiedad, y de la opresión al pueblo elegido".

           Durante su 1ª estancia, Roma había acogido con énfasis el credo de aquel apóstol que se hallaba por allí perdido. Roma le había colmado de satisfacciones, de ilusiones, de aliento y de calor. En esta 2ª estancia, Roma va a volver a recibirlo con los brazos abiertos y con complacencia renovada. Por otra parte, Roma significaba para Pedro el alfa y omega, el colofón final a sus correrías y su permanencia definitiva en la gigantesca urbe imperial, donde se había ido forjando con el paso de los años la más populosa comunidad cristiana mundial.

           Durante su 1ª estancia, Pedro había prodigado en Roma tanto amor que hasta los más ímprobos habían quedado seducidos de su honestidad. Y pasado el tiempo, aún se transmitían de boca en boca sus recuerdos, sus gestos, sus desvelos, sus mensajes de esperanza. En esta 2ª etapa, también prodigará Pedro en Roma los prodigios de su amor, visitando hasta el más recóndito rincón de la metrópoli.

           Pronto fue abrazado con entusiasmo por sus amigos, los hermanos en la fe que había abandonado años atrás, cuando hubo de huir. Y conforme iba observando las bajas que se habían producido durante su ausencia, a causa de la locura del materialismo reinante en aquella desmadrada ciudad, y de la inmoralidad de las costumbres, y de las derrotas personales ante el imperio de las pasiones, lloraba en el alma.

           Lloraba en el alma, y también en los lacrimales de su rostro, embellecido por las arrugas. Mas él no había nacido para permanecer colgado en el penacho de las lamentaciones. Cuando en la primavera de la vida, allá en el lago de Genesaret, las olas arremetían contra el costado de su barca durante las faenas lacustres, jamás entrañaban un presagio de retirada, sino la huella indeleble de la lucha redoblada para agarrar el timón, sujetarlo con firmeza y braveza, y lanzar las redes al mar para pescar con brioso estímulo. Por eso, a los perseverantes les conjuraba a no desfallecer jamás, alegando la razón esencial de la constancia: "Hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección. Obrando así, nunca caeréis. Pues así se os dará amplia entrada en el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo".

           ¡Empeñaos! ¡Poned el mayor empeño! ¡Que obrando así, nunca caeréis! ¡Que obrando así, entraréis en el Reino eterno! ¡La eternidad, siempre la eternidad! ¡La eternidad del Señor y Salvador Jesucristo! ¡Con cuánto tesón aludía este hombre a la eternidad!

           ¿Y cómo atrapar la eternidad? Su sabiduría se cuajaba en sentencias concisas, pero invadidas de contenido; transmundanas, pero insertadas drásticamente en la ontología del mundo. ¿Cómo irrumpir en la eternidad? Les instó: "Sed sensatos y sobrios para daros a la oración. Y ante todo, tened entre vosotros intenso amor, pues el amor cubre multitud de pecados".

           Oración y amor, o mejor: amor y oración. Amor ante todo, y luego oración. Unificaba amor y oración, oración y amor. Oración sensata y sobria, para que el amor pudiera ser intenso. Pues para amar hay que orar, ya que el amor procede de Dios. Sin oración no hay amor, y sin amor la oración no es sensata ni sobria. Pues la oración acerca a Dios, une con Dios, nos predispone para con Dios y abre el manantial de las misericordias de Dios.

           Pero para el pescador, el amor no se reducía a un concepto teórico. El amor "que cubría multitud de pecados", el amor con mayúsculas, el amor que revelaba el evangelio, debía cristalizar en mil detalles prácticos. El amor obligaba a una ascesis, a un esfuerzo denodado por la perfección, a un estímulo irrevocable por respetar la Buena Noticia. Por eso, él trataba de sintetizar de mil formas el legado evangélico que había heredado, bien para amonestar, bien para instruir: "Sed hospitalarios unos con otros sin murmurar. Y que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las múltiples gracias de Dios".

           Puesto que la virtud de la esperanza anegaba su aliento como un torrente en crecida, sobrenaturalizaba hasta los más mínimos actos, proyectándolos hacia el cielo. Y así lo exigía a los demás, dando ejemplo: "Si alguno habla, que sean palabras de Dios; si alguno presta un servicio, que lo haga en virtud del poder recibido de Dios".

           La esperanza sin humildad no es esperanza, sino falsa credulidad y palabrería vana. Por eso, a continuación aludía al único argumento capaz de justificar los comportamientos, capaz de otorgar plenitud de sentido moral a los actos: "Obrad así, para que Dios sea glorificado en todo por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos".

           Y aclaraba la razón de su machacona insistencia: "Por esto, estaré siempre recordándoos estas cosas, aunque ya las sepáis y estéis firmes en la verdad que poseéis".

           He ahí la sencilla pedagogía del pescador, que tanto ha fructificado durante siglos: "Estaré siempre recordándoos estas cosas, aunque ya las sepáis y estéis firmes en la verdad que poseéis". Y con llaneza, la justificaba: "Me parece justo, mientras me encuentro en esta tienda, estimularos con el recuerdo, sabiendo que pronto tendré que abandonar mi tienda, según me lo ha manifestado nuestro Señor Jesucristo".

           "Sé que pronto tendré que abandonar mi tienda". ¿Tal vez intuía su partida? Desde luego que no, pues la sabía con certeza absoluta, porque "me lo ha manifestado nuestro Señor".

c) Enseñanzas a los romanos

           Aquí en Roma, saboreando la apacibilidad y sin las conspiraciones continuas de los envidiosos del pueblo de Israel, mantenía colaciones interminables con los fieles, formándolos corazón a corazón, de manera colectiva y también personalizada, exhortándoles a vivir de conformidad con el evangelio de su Señor y compartiendo con ellos sus ideales de conquista.

           Durante la mañana, tras largas horas absorto y perdido en la oración, se entrevistaba con las personas más menesterosas que Dios ponía en su camino. Ya al caer la tarde, bien en las casas o bien en las basílicas prestadas, congregaba en torno a sí a la comunidad, habitualmente junto con la cena y con la Fracción del Pan. Alumbradas por tenues luces de lámparas de aceite, las reuniones se prolongaban muchas veces hasta altas horas de la noche, cuando la luna hilvanaba sobre los tejados sombras plateadas.

           No se recataba en exigir al máximo. A cada uno reclamaba que arriesgara en el servicio de Dios la totalidad de los talentos que Dios mismo le había regalado. Sin esconder nada. Sin retraerse de nada. Sin acobardarse por nada. Aunque no las tuviera todas consigo. Aunque en la entrega estuviera con el alma en un hilo, o se le atravesara un nudo en la garganta, o le temblaran las carnes. Incluso aunque se quedara sin gota de sangre en el cuerpo. Sabía que quien lo pide todo siempre recibe algo, pero que quien pide poco nunca recibe nada. A todos los quería perfectos, santos: inmaculados, intactos, libres de pecado y de tantos delirios que corroen el espíritu. Como él mismo amonestaba, y los romanos le replicaban:

Hermanos, ya que Cristo padeció en la carne, armaos también vosotros de este mismo pensamiento: quien padece en la carne, ha roto con el pecado, para vivir ya el tiempo que le quede en la carne, no según las pasiones humanas, sino según la voluntad de Dios.

—Pero esta vivencia es muy exigente, hermano. El combatir las tentaciones es muy duro, y caemos en ello muchas veces. Las pasiones del alma oscurecen la voluntad de Dios. ¿Acaso ignoras la fragilidad del alma? ¿Cuánto tiempo tenemos, pues, para cambiar? ¿Cuándo se llega a ser un verdadero seguidor del Todobondadoso? ¿Cuánto tiempo debemos permanecer fieles a estas enseñanzas tan exigentes?

—Amados hermanos: Ya es bastante el tiempo que habéis pasado obrando conforme al querer de los gentiles, viviendo en desenfrenos, liviandades, crápulas, orgías, embriagueces y en cultos ilícitos a los ídolos.

—¿Cómo?

—¡Sí! ¡Nunca! ¡Nunca jamás la imperfección, el error, el pecado!

—Pero la sociedad ayuda muy poco a este propósito. Muchos, incluso, intentan intencionadamente llevarnos a su terreno, a las viejas y perversas costumbres que con ellos compartimos.

—¡Cierto! En este sentido, algunos se extrañan de que no corráis con ellos hacia ese libertinaje desbordado, y prorrumpen en injurias contra vosotros. Pero no preocuparse; más bien, sentirse satisfechos, porque todos ellos darán cuenta a quien está pronto para juzgar a vivos y muertos. Por eso hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios.

—Entonces, ¿es cierto lo del juicio de todos al finalizar esta vida? ¿Para quién será ese juicio? ¿Escapará alguno de él?

—Sí, hermanos: ha llegado el tiempo de comenzar el juicio por la casa de Dios. El juicio comenzará por nosotros.

—¿Y los demás, qué? ¿Qué deparará el destino a cada uno? ¿Qué ventajas traerá someterse en vida a la causa del Justo?

—Si el hombre justo se salva a duras penas ¿en qué pararán el impío y el pecador? ¿Qué fin tendrán los que no creen en el evangelio de Dios? De modo que, aun los que sufren conforme a la voluntad de Dios, confíen sus almas al Creador fiel, obrando el bien siempre y sin cansarse. Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en la humanidad por la concupiscencia.

—¿Dices, hermano, que su poder divino nos hace partícipes de la naturaleza divina, con tal de huir de la corrupción, de la concupiscencia?

—¡Así es! Y por esta misma razón, debéis poner el mayor empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la tenacidad, a la tenacidad la piedad, a la piedad el amor fraterno, al amor fraterno la caridad. Pues si tenéis estas cosas y las tenéis en abundancia, no os dejarán inactivos ni estériles para el conocimiento perfecto de nuestro Señor Jesucristo.

—¿Y si no se posee este grado de fe y de virtud y de conocimiento?

—Quien no los tenga es ciego y corto de vista; ha echado al olvido la purificación de sus pecados pasados.

—Hermano, ¿han departido algo de esta doctrina nuestros antepasados? ¿Se recoge en la ley y los profetas la instrucción del evangelio? ¿Se contradicen el evangelio del Mesías y la creencia de los profetas o se confirman recíprocamente entre sí?

—El cumplimiento de las enseñanzas del Nazareno nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana. Pero, ante todo, tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios.

—¡Hombres movidos por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios! Entonces, ¿fueron leales siempre los profetas, o hubieron falsos y usurpadores de doctrinas falaces?

—Siempre hubo en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas y que, negando al Dueño que los adquirió, atraerán sobre sí una rápida hecatombe. Muchos seguirán su libertinaje y, por causa de ellos, el camino de la verdad será difamado. Traficarán con vosotros por codicia, con palabras artificiosas; desde hace tiempo su condenación no está ociosa, ni su perdición dormida.

—Así que los falsos profetas se condenarán, ¿no?

—¡Prestad mucha atención! Si Dios no perdonó a los Ángeles que pecaron, sino que, precipitándolos en los abismos tenebrosos del Tártaro, los entregó para ser custodiados hasta el Juicio; si no perdonó al antiguo mundo, aunque preservó a Noé, heraldo de la justicia, y a otros siete, cuando hizo venir el diluvio sobre una sociedad de impíos; si condenó a la devastación las ciudades de Sodoma y Gomorra, reduciéndolas a cenizas, poniéndolas como ejemplo para los que en el futuro vivirían impíamente; y si libró a Lot, el justo, oprimido por la conducta licenciosa de aquellos hombres disolutos (pues este justo, que vivía en medio de ellos, torturaba día tras día su alma justa por las obras inicuas que veía y oía) es porque el Señor sabe librar de las pruebas a los piadosos y guardar a los impíos para castigarles en el día del Juicio...

—¿Y quiénes atesoran las máximas posibilidades de condenarse? ¿Quiénes son los que más juegan con fuego, arriesgando su salvación eterna?

—Sobre todo, los que andan tras la carne con apetencias impuras y desprecian el señorío de Dios.

d) Persecución romana a la Iglesia

           En Roma, durante esta 2ª estancia de Pedro, prosiguió el apóstol ampliando el círculo de sus amistades, sin acepción de personas, e incrementando el número de aquellos emotivos bautizos en las aguas del río Tíber. A todos acogía junto a su regazo paternal, y con todos compartía la plegaria, la Fracción del Pan, la fe en el Señor Jesús y la certidumbre en una Vida con mayúsculas más allá de donde alcanzan las constelaciones interestelares. Hasta que un inesperado acontecimiento determinó el fatídico preámbulo del desenlace de su vida terrenal. Corría el año 64.

           Desde el 18 julio 64, y durante varios días, Roma se convirtió en una pira gigantesca, en una infernal hoguera que ardía con furia, embebiendo en sus llamaradas gran parte de los distritos de la ciudad. Los ciudadanos echaban la culpa del incendio al emperador, que lo habría provocado buscando la gloria de derruir el esplendor ajeno y erigir sobre las ruinas del mismo el suyo, consistente en una nueva metrópoli diseñada a su gusto y que llevara su propio nombre, para que le inmortalizara.

           Nerón contempló el fulgor del espectáculo, impertérrito, desde la Torre de Mecenas, y extasiado "por la belleza de las llamas", como él mismo subrayaba, recitó, vestido de su famoso traje de teatro, la Toma de Ilion.

           Lo cierto es que nadie se atrevía a intervenir para atajar el fuego, pues grupos de hombres fortachones y fornidos, con repetidas amenazas, prohibían sofocarlo, mientras otros lo atizaban con leña. Un caos rojo (de sangre y resplandores incandescentes) se cernió sobre los habitantes y sobre tres cuartas partes de los edificios, rociando de espanto y terror la totalidad de la población.

           Lo cierto también es que este dantesco episodio rubricó el arranque de la bárbara y encarnizada represión de Nerón contra los cristianos, pues con el fin de extirpar los rumores de despotismo y de salir a flote de la ola gigantesca de mala fama que le había sepultado, no se le ocurrió otra mejor alternativa que echar la culpa a ellos del incendio.

           La ignominia se nubló de desvergüenza y de estulticia en la conciencia (si la tenía) de este monstruo de emperador, tirano y soez, zafio y pusilánime. La zozobra acampó entre sus súbditos, que hubieron de tragar sapos y culebras y vivir con el alma en vilo; ejecutó viles y crudelísimos tormentos contra los más inocentes y demolió la virtud con ensañamiento malsano, esparciendo la conmoción.

           Unos, cubiertos por pieles de fieras, morían despedazados por los dientes de los perros; otros eran crucificados; otros quemados vivos, o degollados, o decapitados; o embadurnados de materias inflamables para ser encendidos, a modo de antorchas o luminarias nocturnas de las calles de Roma y en los jardines del déspota, a la caída de la tarde. Los cadáveres se apilaban unos con otros como montañas de basura que provocaban náuseas (y removían la conciencia) de los ciudadanos, atónitos ante tan macabro espectáculo.

           Tal fue el principio de las despiadadas persecuciones que arreciaron contra los cristianos. En ellas, la bellaquería y la perversidad ardían como centella devoradora, se propagaban como relámpago en cañaveral y se estiraban como columnas de humo rojizo que prenden en la espesura del bosque.

           Un crepúsculo de suplicio y desolación se dibujó en el horizonte del pescador, mientras el césar y su corte se hundían en un fango de cieno sucio, infecto, repugnante y nauseabundo. Luego, por la vía de apremio, el Senado promulgó ordenanzas que prohibían la religión, y mediante públicos edictos imperiales se declaró no ser lícito el cristianismo.

           Se decretaron decretos injustos, arbitrarios, inicuos. Desde aquel instante no habría en Roma y en todo su vasto Imperio más dios que el césar, y la única creencia consentida sería aquella que diese culto personal y exclusivo a tan arbitrario regente. Sin embargo, en su misma sustancia, y muy a su pesar, se cumpliría a rajatabla el proverbio del sabio: "La esperanza del impío es como brizna arrebatada por el viento, como espuma ligera acosada por el huracán: se desvanece como el humo con el viento, pasa como el recuerdo del huésped de un día".

           Entre tanto, el emperador se entretenía pasando las noches por las calles romanas cercado de jóvenes, maltratando y robando a los transeúntes como un vulgar delincuente, y cubriendo las calzadas y las callejuelas de la metrópoli (y la dignidad de la persona humana) de escándalo, de oprobio, de vergüenza.

           El hostigamiento, desde entonces y durante todo el mandato de Nerón, sería horrendo y feroz. La cristiandad mordió el polvo. Y cada nuevo martirio desgarraba a jirones el gigante corazón de Pedro, su príncipe y heraldo supremo.

           Mas evocaba aquellos remotos días de abril de aquel inolvidable año 30, allá en Jerusalén, para recobrar estímulo e impavidez, y para seguir en la brecha difundiendo sin desmayo el evangelio que había aprendido directamente de labios del Hijo de Dios. En el mensaje que pregonaba, recordaba a la comunidad sufriente, y se aplicaba ante todo a sí mismo, aquella reprimenda tan justamente recibida (ahora sí la comprendía del todo) cuando había sugerido al Rabino de Nazaret que le libraría de la muerte que anunciaba.

           ¿No se dirigía ahora la amenaza de Nerón, al fin y al cabo, contra el Mesías? ¿No se estaba atentando contra él, en sus seguidores? Pronto esparcieron sus labios por doquier gérmenes portadores de una confianza ilusionada: "Dichosos de vosotros, si sois injuriados por el nombre de Cristo, pues el Espíritu de gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros".

           Así aclaraba la bienaventuranza que el Buen Pastor le había dictado en el sermón en la montaña: "Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos". ¿Dónde se podía buscar mejor la bienaventuranza, sino en las garras de Nerón? La cantidad de vida, en cierta manera, era asunto secundario; el primario, la calidad de la vida vivida.

           El apóstol, ahondando en estas ideas, instruía sin parar a sus fieles, en medio de la tormenta de fuego de Nerón: "¿Quién os hará mal si os afanáis por el bien? Mas, aunque sufrierais a causa de la justicia, dichosos de vosotros. No les tengáis ningún miedo ni os turbéis. Al contrario, dad culto a Cristo el Señor en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero hacedlo con dulzura y respeto".

           ¡Qué sensibilidad germinaba de su espíritu! El desabrimiento, la angustia y la agonía los disfrazaba y transformaba en culto, los tornaba redentores. Así como los elogios ultrajaban su entusiasmo, los ultrajes lo elogiaban. Se sentía feliz padeciendo y ofrendando su dolor a Dios... con dulzura y con respeto. Y se emocionaba al recordar las primicias de la redención: "Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros".

           Pues en la cruz, y sólo en la cruz, se hallaba la vida capaz de perfeccionar el mundo: "Mantened una buena conciencia, para que aquello mismo que os echen en cara, sirva de confusión a quienes critiquen vuestra buena conducta en Cristo. Pues más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal. Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu".

           La sangre de los mártires, vertida a miles en Roma, regó infinidad de simientes de evangelio que se habían sembrado a lo largo del Imperio. El emperador estaba ofuscado labrando tumbas, mientras el pescador no daba abasto bendiciendo templos nuevos, salpicados de gracia. El suplicio se tradujo en un gozo que acariciaba el ánimo oprimido, y los gemidos se impregnaron de alegría sobrenatural para superar y despreciar la malicia del soberano. Mientras los cielos temblaban de arrebato, el subsuelo de la ciudad de Roma se resquebrajó para acoger en la penumbra los restos de los santos y las ceremonias del culto que se prohibían en la claridad, abriendo catacumbas que se venerarán hasta el fin del mundo, y que honrarán y rememorarán eternamente la excelsa virtud de aquellos primeros testigos del Evangelio de la Santidad.

e) Quo vadis de Jesús a Pedro

           Éstos fueron los prolegómenos de la situación histórica concreta que dio origen a la universalmente famosa pregunta: "Domine, quo vadis" (lit. Señor, ¿adónde vas?) del apóstol. En Roma se ha edificado una iglesia en el lugar donde acaeció este relato, en una especie de rendido y perpetuo homenaje al mismo.

           Corría el año 65. La comunidad de creyentes no cesaba de apremiar al anciano galileo para que ahuecara el ala, abandonando la ciudad y escapando así de las despiadadas e implacables garras de Nerón, que le habían señalado como presa preferente y preferida. Yéndose a Oriente, donde la Iglesia crecía como árbol florido, plantado en el curso de una acequia de agua, hallaría albergue seguro. Sin necesidad de un viaje tan largo, a tan sólo 15 km de Roma, en Tres Tabernas, un fervoroso grupo cristiano que allí moraba le cobijaría con júbilo y le privaría de los trágicos atropellos que se tramaban en la metrópoli; también en las lagunas Pontunas, en el Foro Apio, en Pozzuoli... corría menos peligro la vida. La presión insistente y las repetidas súplicas, al fin, le vencieron y le convencieron para emprender la huida.

           Una mañana, antes de clarear el día, casi a oscuras, sus pies tomaron la dirección que señaló su corazón. La primavera se había apoderado del entorno y de los elementos, que respiraban una paz inalterable, una armonía equilibrada y templada, una quietud infinita. Sólo el canto agudo y monocorde de unas avecillas nocturnas, que se percibía en lontananza, perturbaba el silencio. Caminaba cabizbajo y meditabundo Pedro por la Vía Apia, trasojado, henchido de dolor y compungido de pena, cuando vio que le salía al encuentro, en dirección contraria, una esbelta figura que señoreaba en la noche.

           Sufrió un sobresalto indescriptible, pues la descubrió inmediatamente: ¡Era el divino Resucitado en persona! ¡El mismo que le había dejado boquiabierto en la cumbre del monte de los Olivos, el peñasco que dista de Jerusalén el espacio de un camino sabático, mientras se perdía entre una nube, aquella mañana de la Ascensión!

           Asombrado ante tan insólito e inesperado encuentro, y embargado de emoción, se azaró en interrogarle:

—Señor, ¿adónde vas?

           El Salvador, en un principio, no le brindó la indulgencia de la mirada, ni siquiera detuvo su marcha lenta, grave, parsimoniosa. Traslucía una fisonomía bañada de tristeza y de nostalgia, y simulaba desentenderse de la presencia del anciano para pasar de largo. Cuando un seco escalofrío había sacudido el alma del pescador, y creía que la noche le aplastaba, el Hijo de Dios le clavó la mirada con ojos quejumbrosos y le confesó de manera parca y muy seca:

—Como tú abandonas a mis buenos hijos, yo voy a Roma para dejarme crucificar de nuevo.

           La figura se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos, sombreándose en el horizonte una transparencia de Dios, y dejándole con la miel en los labios. El noble y vigoroso pescador, comprendiendo el significado exacto de aquellas recias palabras, quedó tan petrificado como su propio nombre.

           Se mantuvo inmóvil durante unos momentos, como una más de aquellas estatuas de mármol que adornaban las plazas, las vías principales y las puertas de los monumentos, roto en su equilibrio, ensimismado y absorto en mil pensamientos que laceraban su mente y sus sentidos. Se sentía ridículo y abochornado. Se sentía aplastado y confundido. ¿Por qué había caído tan bajo? ¿Por qué le había cegado la perfidia del emperador y había sido embaucado por la mezquindad de sus amigos disfrazada de cautela? ¿Por qué había quebrantado de cuajo aquella alianza jurada y sellada antaño con sangre? ¿Por qué huía ahora de la gloria, que sólo la cruz le ofrecía como diadema de oro y brillantes, cual alimaña irracional, salvaje, rastrera?

           La cara se le cayó de vergüenza. Los párpados y el vidrio cristalino de sus ojos se le regaron de llanto desconsolado, incontrolado y amargo. Mas de buenas a primeras le salió, como un relámpago y de lo hondo de su alma, aquel pronto apasionado de sus años galileos, que tal vez era lo que el divino Crucificado pretendía suscitar en él con el casual encuentro. No aplazó el desenlace. Apretó los dientes con coraje. Levantó las manos en dirección al lucero que más brillaba, indicando con los dedos una señal indeleble de sumisión y de recato, y suplicando clemencia y perdón. Y, pisando fuerte, muy fuerte, y fijando su húmeda mirada en las estrellas que todavía embellecían el nítido firmamento romano, tomó el camino de regreso. Con todo su aliento hizo un renovado juramento de fidelidad al presentir que se acercaba galopante, callada e impasible su noche de dolor.

           Con las mejillas inundadas de lágrimas, y sin pronunciar palabra, Pedro oraba desde lo más íntimo de su ser. Y mientras volvía a trancas y barrancas sobre sus pasos, entabló un nuevo coloquio personal, íntimo, al estilo de aquellas interminables discusiones de antaño en las tierras de Galilea y Judea.

           Antes del alba, ya estaba de nuevo el pescador reinstalado en su sitio, en el sitio que nunca debió abandonar. Su empeño se había reducido a una noche perdida: una noche lóbrega, por más que tachonada de estrellas, que había malgastado al desaparecer como por ensalmo. Aunque había pasado inadvertida, pues la gente dormía y las piedras imponían silencio. A su memoria acudió con vehemencia el recuerdo de aquella noche del canto del gallo en Jerusalén, la noche más triste de su vida. Y lloraba llantos amargos. Más de 4 decenios después ¡le habían ajustado de nuevo las cuentas! ¿Hasta cuándo la negación conformaría una parte sustancial de su existencia?

           Aquel día despuntó una aurora luciente sobre Roma. Titiló con poderío e iluminó la ciudad con una claridad diáfana y serena. Y penetró el corazón del pescador, inyectándole la apacibilidad que necesitaba. El aquilón que ululaba sonidos displicentes e hirientes durante la vigilia, despertó en céfiro aplacado y suave al rayar el día.

           Muy pronto, las denuncias de las obras y milagros del pescador sirvieron para localizarle y acorralarle. Nerón, empeñado en extirpar hasta el nombre mismo de cristianos de la faz de la Tierra, ordenó a la guardia imperial su inmediata captura. Los piquetes y centinelas al servicio de la basura ponzoñosa y podrida del Imperio, no tardaron en detenerle. Y un rastro de melancólica pesadumbre se cernió sobre las comunidades, que ya configuraban un auténtico archipiélago de fragante fraternidad en aquel mar infecto.

f) Detención romana de Pedro

           En la prisión Mamertina, todavía venerada en Roma, quedó encarcelado el galileo, junto a su buen amigo Pablo de Tarso, también apresado en la redada. Allí languidecía y se consumía de desazón por la privación de libertad, pues confinaba el evangelio entre muros y desamparaba y abandonaba en la orfandad a sus hermanos en la fe; mas, a la vez, ardía como carbón encendido en ascuas, al presentir un halo inexorable de gloria que no sabría explicar.

           La inmundicia acampaba a sus anchas en aquel infecto habitáculo, de paredes desconchadas, carcomidas, neblinosas, frías, grises. Las moscas zumbaban sin piedad con retumbos desabridos y monocordes, y mordían las entrañas. Los ratones competían entre sí y roían hasta el sueño de los presos, avasallando con carreras vertiginosas a cualquier hora. La humedad de una atmósfera endrina, putrefacta e inmisericorde se colaba en los huesos con firmes pretensiones de propagar molestias y espasmos agudos. El olor hediondo del local taponaba el olfato e invitaba a las náuseas.

           No obstante la aspereza del escenario, la amorosa resignación de los dos santos varones apresados taladró hasta las piedras de aquel hosco tugurio. Dos hermosas mariposas multicolores revoloteaban el ambiente, zigzagueando con elegancia en el aire, ebrias de luz y de perfumes, y de calor y de color, y de independencia. A las puertas de la cárcel, incrustadas al pie de sus muros exteriores e insensibles al suplicio que allí dentro se respiraba, florecían unas ingenuas violetas blancas que despedían un suavísimo aroma.

           Se celebró con urgencia un juicio sumarísimo, cuyo fallo fue fulminante e inapelable: el galileo sería crucificado, mientras que el peregrino de Tarso moriría decapitado (por su status de ciudadanía romana). Como en aquel tribunal del primer Viernes Santo, en la Torre Antonia de Jerusalén, también aquí la justicia brillaría por su ausencia, pues la ordenanza que regulaba cualquier acto de la jurisprudencia imperial se subordinaba prioritariamente al código de la extravagancia del césar, de por sí bastante zafia, irracional y estúpida. Mas el pescador se sintió dichoso y feliz a pesar de tan injusta sentencia, y precisamente por ella.

           En cierta ocasión, el apóstol Pedro había escrito: "Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria. Que ninguno de vosotros tenga que sufrir ni por criminal ni por ladrón ni por malhechor ni por entrometido; pero si es por cristiano, que no se avergüence, que glorifique a Dios por llevar ese nombre".

           En efecto, una satisfacción inefable y gloriosa señoreaba su espíritu conforme se le otorgaba beber el cáliz de Cristo, a quien tantos amaban sin haberle visto siquiera. Y él, que había compartido compañía, soledad y sueños, ¿cuánto le amaba? ¿No había sellado con lágrimas una triple promesa eterna de amor, allá en la orilla del mar de Tiberíades?

           El amor sobrenatural que inundaba su corazón emergía de manera natural, como de una fuente, de su esperanza y de su fe. A la vez, ese amor avivaba su fe y su esperanza, que se fundían en un mismo sentimiento y revitalizaban su aliento. Y aquella tenebrosa mazmorra en que ahora le habían encerrado se convertía, por obra y gracia de la fe así robustecida, en una antesala de la liberación definitiva: liberación de los apetitos desordenados del alma, liberación de las privaciones temporales, de la escasez y de la penuria, liberación de las limitaciones en el espacio y en el tiempo. Lo había divulgado él mismo, aduciendo las saludables consecuencias: "Así alcanzáis la meta de la fe: la salvación del alma".

           Le ofrecían, por tanto, en aquellos momentos una coyuntura propicia para ratificarse en sus propias palabras, para evangelizar con el ejemplo y sin necesidad de abrir la boca, para llevar fielmente a la práctica la fe, el credo de la fe y los corolarios y los postulados básicos de la fe, para alimentar y vigorizar las creencias que con tanto ardor enseñaba. Y eso fue lo que exactamente ocurrió. Pues mientras aguardaban la ejecución de tan arbitrario veredicto, la prisión se iluminó de luz celestial y se transfiguró en un pedazo anticipado del paraíso. La fe y la esperanza de los adeptos que allí dentro se apresuraban en su vertiginosa carrera hacia la muerte, para irrumpir impacientes en la Vida, impulsó un amor de suave aroma que agujereó hasta las paredes, perfumando el entorno y ahuyentando los efluvios malolientes del rencor, del odio y de la malicia expelidos no sólo por los delincuentes allí dentro apresados, sino también por los componentes de aquella decadente sociedad que deambulaban por la ciudad, todos los cuales atufaban el ambiente de manera insufrible.

           Este amor de suave aroma regeneró ilusiones y bríos alicaídos y derribó pasiones malsanas; contagió de primavera y de euforia sobrenatural y fulminó de raíz el miedo natural al suplicio, al patíbulo, a la agonía y al tránsito irrevocable e irreversible, tan temidos por el hombre carente de fe. Los guardianes del calabozo, en la observancia cotidiana de su deber, percibieron con sus propios ojos, entre atónitos y conmovidos, el bello testimonio de aquellos héroes y quedaron atrapados por las potentes garras del amor y de la gracia. Cautivados por ellas, no necesitaron ser convencidos de nada, pues se convencieron de todo; y suplicaron que se les administrase de inmediato, allí mismo, el bautismo que predicaban. La tradicional furia de los carceleros, que solía arder como una hoguera en ascuas para justificar la idoneidad del empleo y del sueldo, se desdibujó milagrosamente en un reguero de calma y mansedumbre; un gesto, sin duda, arriesgado que les costaría el martirio, según refiere la historia; aunque, según refiere la historia, lo aceptaron gozosos.

           Los preludios de la Cruz de Jesucristo sobrecogieron el cosmos y la historia, y ya el mismo Dimas fue capaz de arrepentirse de sus fechorías, junto algún que otro soldado que custodiaba el madero. Los preludios de la cruz de Pedro, también salvadores, surtieron el mismo efecto, siendo galardonados con el premio de la redención eterna los vigilantes de la mazmorra. La muerte de los santos ha sido, desde el Calvario y para siempre, y merced a los sobreméritos con que adornaron su existencia, fuente sobreabundante de misericordias divinas.

g) De Roma al Cielo

           El 29 junio 67 se consumó la cruel ejecución. La tradición asiente en afirmar que el preámbulo de la misma consistió en azotar a Pedro (como años atrás habían azotado al divino Redentor). Y si hacía 37 años había negado el drama del Calvario, ante unas mujerzuelas judías, ahora lo tenía que reproducir impávidamente, erguido, de frente, dando la cara, y por eso Dios permitía que bebiera de sus heces hasta en los más mínimos pormenores que lo resucitaban.

           Y afrontó el suplicio de la flagelación, desnudo y atado a una pequeña columna de mármol, mansamente, sin mediar palabra alguna, acogiendo con dulzura los latigazos salvajes, replicando con perdón al odio que se descargaba con saña en su carne desgastada y abatida. Cuanto más sentía la aflicción, cuanta más sangre vertía su piel condolida, más se acrecentaba la esperanza. Y en él se verificaba  aquel proverbio de que "el desfiladero más estrecho es el más próximo a la llanura", pues la monstruosidad de los tormentos le abría las puertas de panoramas armoniosos que destellaban un remanso infinito de paz.

           Mas cuando le asignaron el madero de la cruz, un escalofrío reconfortante recorrió su cuerpo, desde los pies a la cabeza, alentando su espíritu y fortaleciendo su extenuada resistencia física. Vivamente enternecido, protestó enérgicamente con una humilde súplica surgida de lo más hondo de su alma: ¿Quién era digno de morir con la cabeza hacia arriba, erguida y bien alta, como había sido crucificado su Creador y Señor? Pedro, desde luego, no se consideraba digno. La Cruz, en sí misma, significaba un regalo inmerecido, el canto del cisne más melodioso para coronar la crónica de su deambular por los senderos del mundo. Pero él acariciaba la posibilidad de sufrir la tortura con la cabeza hacia abajo.

           La brutalidad de los soldados consintió en tan delicada sugerencia, y, finalmente, el anciano pescador de Cafarnaum fue atado y clavado al leño. Los ojos que durante tres años habían mirado de cerca la Luz del Sol sin cegarse, apagaron paulatinamente su lumbre, dejando oscura como boca de lobo la fraternidad romana. Pero en el firmamento, aquel día, brilló un nuevo lucero, más fulgente que ninguno, que se encargaría de verter luminosidad, día y noche, por los confines del Imperio y por las más lejanas circunscripciones ultramarinas.

           Un grácil reguero de sangre se trasvenaba de manera incesante desde su cuerpo, suspirando por impregnar de eternidad aquellos jardines de la cristiandad que con tanto empeño él mismo había cultivado, y por regar un sinfín de simientes fecundas de vida inmortal, que también él había esparcido con paciencia y sacrificio por los témpanos áridos de aquella ciudad de Roma, enloquecida e inmoral. Los árboles de los bosques aledaños, besados con hipocresía por un bufido traicionero, lloraron con rabia. El sol cárdeno del recién estrenado estío, que alumbraba y centelleaba y quemaba cuanto alcanzaba en su grandioso poderío, se estremeció de espanto y desazón, mientras un horizonte ignífero, umbrío y sanguinolento, cubrió de luto al universo.

           Un aullido seco, lastimero y quejoso de algún animalucho, como el que había sonado aquella tarde lúgubre en la cima del Gólgota, se introdujo a hurtadillas por la pradera y resonó en el lugar del crimen, explotando con virulencia e hiriendo los oídos de los verdugos y de los espectadores del sacrificio. El silencio sepulcral que sobrevino a continuación amplificó la intensidad y la frecuencia de las vibraciones del eco del aullido, reverberando por la metrópoli, incrementando la sensación de terror que empezó a cundir en cuantos habían tramado el homicidio del pescador, y lacerando los corazones de las pocas gentes todavía acicaladas por la decencia y el decoro.

           La patética estampa que la escena del magnicidio dibujó sobre las 7 colinas de Roma simbolizaba un deslumbrante monumento al poder de la fe; y anticipaba la contundente y renovada victoria de la vida sobre la muerte y la sólida esperanza de que esta mísera vida se prolonga y culmina en una vida más limpia y sempiterna.

           El apóstol Pedro, según el previo conocimiento de Dios Padre y con la acción santificadora del Espíritu, había obedecido a Jesucristo con todas sus fuerzas, y a pesar de sus muchas flaquezas, desde aquella mañana otoñal de Betabara. Ahora había sido rociado con su preciosísima sangre. ¿No se hacía así merecedor de la gracia y de la paz sin fin?

           Nada más expirar, un conjunto coral de voces angélicas, agudas, armónicas y armoniosas, entonó en la ciudad de Dios un aleluya con acentos conmovedores, a la par que se abrían de par en par las puertas para que entrara glorioso el pescador crucificado. El divino Crucificado, escoltado por una legión de querubines y serafines, salió a recibirle y se estrecharon en un cálido abrazo. Le había mimado como a la niña de sus ojos. Le había amado. Había dominado a los dominadores y cautivado a los cautivadores para que Dios resplandeciera como había augurado el profeta: como su fuerza, su canción y su salvación. Había regado el mundo de evangelio, sin encogimientos, sin reservas, sin cálculos egoístas, sin más recompensa que la lealtad prometida por triplicado un día junto al lago de Tiberíades y la certidumbre de una eternidad compartida. Entonces, el Todobondadoso, para no transgredir la vieja promesa, le entregó las llaves del Paraíso que simbólicamente le había ofrecido en Cesarea de Filipo.

           El Liber Pontificalis especifica los datos topográficos sobre el lugar exacto del martirio y del entierro: "Fue sepultado en la Vía Aurelia, junto al Templo de Apolo, cerca del sitio donde fue crucificado, junto al palacio de Nerón, en el Vaticano, junto al territorio triunfal". En los albores del III milenio, Juan Pablo II aseguraba en el aniversario de la muerte del pescador: "Fue crucificado cerca de la colina Vaticana, y su tumba es el centro simbólico de la fe católica".

           Ciertamente, la tumba del pescador aún se conserva y se venera en Roma. En 1915, y con motivo de unas excavaciones practicadas debajo de la Iglesia de San Sebastián, en los muros subterráneos se descubrieron inscripciones y grafitos que identificaban aquel lugar como el mismo en que se depositó el sarcófago con sus restos, en tiempo del hostigamiento de Nerón. La Iglesia de San Sebastián fue fundada en el s. IV junto al cementerio donde recibieron sepultura los restos de los apóstoles; desde el atrio de la iglesia se baja a las catacumbas, con 4 pisos de galerías. En el año 354, Dámaso I estableció un calendario de fiestas, en el que, comentando la festividad del día 29 de junio, mencionaba las catacumbas adonde fueron trasladados los restos "durante el consulado de Baso y Tusco" (es decir, en el año 258, durante la persecución valeriana). Un peregrino romano del s. VII, refiriéndose a la Iglesia de San Sebastián, escribía que allí estuvo el sepulcro donde descansaron los restos del pescador durante 40 años. Recientemente, la minuciosa tesis doctoral de una científica italiana ha demostrado la autenticidad histórica de los traslados y del cadáver martirizado.

           El panteón actual del apóstol galileo, en Roma, se encuentra en la iglesia más grandiosa del planeta, a él expresamente dedicada. La obra de tan imponente edificación fue iniciada por Nicolás V, reanudándola Julio II, y bajo la dirección, sucesivamente, de Bramante, Sangallo, Rafael, Peruzzi, Miguel Ángel, y más tarde Maderno y Bernini, los artistas más geniales que han pisado la Tierra, llegó a terminarse, siendo consagrada la basílica el 18 noviembre 1626 por Urbano VIII.

           En su interior, encima de la entrada principal, se halla un mosaico de Giotto (la Navicella), que representa la escena del honorable pescador caminando sobre las olas del mar hacia su divino Maestro. Se conservan en esta monumental iglesia tres valiosas reliquias del Salvador: un fragmento de la Cruz donde expiró, el lienzo con que la Verónica enjugó su rostro ensangrentado, y la lanza con que el soldado Longinos perforó su costado. En el Altar de la Transfiguración existe una copia en mosaico del célebre cuadro de Rafael representando aquella luminosa visión del Monte Tabor. Debajo de un majestuoso baldaquino de bronce de 29 m. alto, obra de Bernini, se alza el altar mayor. En torno de la Confessio, situada debajo del altar, arden día y noche 89 lámparas de bronce dorado en forma de cornucopias. ¿Tal vez una por cada año de la emulable e impresionante vida del insigne galileo?

           Los genios de la historia del arte universal se han esforzado por dejar acuñado, en esta deslumbrante edificación, su particular y sincero homenaje a nuestro inmortal personaje, el pescador más renombrado de la historia. Varios siglos después, decenas de millones de habitantes de los 5 continentes visitan cada año esta obra, la maravilla más valiosa que la humanidad custodia como un tesoro artístico de insuperable mérito. Y dentro de este espectacular monumento, en su centro álgido, exactamente sobre la sepultura del pescador y alrededor de la gigantesca cúpula de Miguel Ángel, que se encarama hasta el cielo como colofón impugnable de la obra arquitectónica más colosal de todos los tiempos, aparece la inscripción Tú eres Pedro con unas letras descomunales de más de 2 m. de altura cada una.

h) Legado final de Pedro

           El nombre de Cefas (lit. piedra) que impuso Jesús en Betabara al pescador Simón, aquella gélida mañana otoñal, a pesar de algunas traducciones con más benevolencia que acierto, denota "roca" mejor que "piedra", según los expertos. Ya Juan Pablo II avaló y aclaró este criterio: "San Pedro fue elegido por Cristo como la roca sobre la cual construir su Iglesia". Simón bar Jona significa, tanto en sirio como en hebreo, "hijo de la paloma". San Isidoro de Sevilla recordaba que, por error de los copistas, se había errado este término de manera que se había escrito Bar Jona en vez de Bar Johanna, con la pérdida de una sílaba; Bar Johanna expresaría "hijo de la gracia del Señor".

           Por la gracia de este nuevo nombre, y con un mérito heroico, el pescador Simón Pedro participó con fresca lozanía, con solidez duradera y con fidelidad inquebrantable en el anuncio del Reino de Dios. Salpicó amor a diestro y siniestro. Derramó hasta la última gota de su sangre en favor del Mesías y de su evangelio. El pescador Simón Pedro simboliza la cantera de la que se sacan piedras vivas, el fundamento más elemental y determinante sobre el que Jesucristo edificó su comunidad escatológica. Tal y como él le había pronosticado proféticamente en aquel inolvidable encuentro matinal de Betabara, Simón el hombre fue trocado en Pedro la roca. ¡Qué metamorfosis tan fructífera!

           Nerón murió el año 68. Pedro no ha muerto. En una lámpara hallada en las catacumbas romanas figura esta inscripción: Pedro no muere. Desde su muerte, sigue vivo y su grata presencia sobrenatural ha alcanzado hasta los confines del orbe, mientras su vida mortal y su mensaje han iluminado y transformado, y seguirán iluminando y transformado hasta el fin del mundo y por simple contagio, a muchos millones de seres humanos dotados, como él, de gran corazón. Él mismo lo había dejado por escrito, poco antes de su muerte, en profecía que la historia ha verificado con holgura: "Pondré empeño en que, en todo momento, después de mi partida, podáis recordar estas cosas".

           Ciertamente, Nerón truncó la vida humana del anciano apóstol el 29 junio  67, dando al traste con su proyecto personal de cristianización del mundo. Creía haberse desprendido de él y de su recuerdo, y de la Buena Noticia que difundía, con su brutal ejecución. El historiador Flavio Josefo, hacia el año 70, escribía: "Todavía en nuestros días no se ha secado el linaje de los cristianos". Más de 2 milenios después, tampoco.

           Pero más valiosa que la honra humana, tan merecida, que recibe es la veneración mística con que se le adora. Durante las casi cuatro décadas que Pedro empleó en amar y en anunciar el reino del amor, sembró muchas semillas incorruptibles e imperecederas en los verdeantes pastizales del jardín de la vida, y todavía siguen fructificando en flores de bello aroma moral y espiritual. Simón Pedro contribuyó con eficacia a la redención auspiciada por el Ungido de Dios, alcanzando aquella corona prometida que no se marchita. La senda recorrida por este solo hombre a lo largo y ancho de la Tierra, le bastaba a Dios para que el mundo mereciera ser creado.

           La aureola que ha impreso en la historia de los siglos el hijo del pescador Joná es la de su propia vida: una vida fundamentada en el amor intenso con corazón inmaculado, una vida engendrada de un germen incorruptible por medio de la palabra de su amigo Jesús, Palabra de Dios viva y permanente pues "toda carne es como hierba y todo su esplendor, como flor de hierba; se seca la hierba y cae la flor; pero la Palabra del Señor subsiste eternamente". Una modélica vida para tantos millones de jóvenes y adultos de cualquier época y lugar que han sabido descubrir en ella un signo indeleble de esperanza; una auténtica vida, digna de emulación, entregada por amor y con amor a los demás en honor exclusivo del divino Rabino de Israel.

           A él consagró Pedro cada minuto de su vida, desde que dejó anclada su barca en el puerto de Cafarnaum para seguirle sin condiciones. A pesar de los muchos tropiezos, declives y derrumbamientos, a pesar de las renuncias y las negaciones solapadas en ciertas circunstancias críticas de ánimo, a pesar de su vehemencia inconsistente y de las caídas vergonzosas, a pesar de los pesares, su vida fue una sinfonía perfecta a la lealtad, el cántico sublime y equilibrado, armónico y perfecto, de un seguimiento radical, de una abdicación al egoísmo y de una entrega absoluta al Amigo.

           Hasta en los momentos más graves de su vida, los últimos momentos del patíbulo, cuando toleró gozoso que le colgaran en la cruz, mostró y demostró que conservaba intacto el mismo amor que le habían mostrado y demostrado 37 años antes. No sabía, quizás, realizar otra cosa, y ya lo había anticipado con solemnidad aquel lejano día, en la sinagoga de Cafarnaum: "Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios".

MANUEL A. MARTÍNEZ, Colaborador de Mercabá

 Act: 15/04/24    @tiempo pascual        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A