Semana II de Pascua

San Pedro en Antioquía y mundo griego

Murcia, 8 abril 2024
Manuel A. Martínez, doctor Ingeniero

           Llegado el invierno del 36 al 37, empezaron a correr malos vientos para la Iglesia de Jerusalén, y empezaron a arreciar las asechanzas judías contra Pedro y sus secuaces, principalmente contra todo lo que olía a su enseñanza sobre el Nazareno crucificado. Las conversiones provocadas por Pedro eran cada vez más numerosas en Jerusalén (de 5.000 a 8.000, nada más que el 1º año) y sus alrededores (Jaffa, Lida, Cesarea, Gaza, Samaria...), y esa sementera de frutos provocaba tensión y envidia en los dirigentes judíos. Y éstos, que vivían de la explotación del culto (y de la ley), no podían permitirse el bien ajeno, aplicando toda suerte de recursos a su alcance (lícitos o ilícitos) para aguar la cosecha de la Iglesia.

           Una tiña sañosa corría a las autoridades judías por las venas (en vez de sangre), y esto les mantuvo alborotados hasta que, por fin, pudieron cobrarse la 1ª víctima: la del joven ayudante Esteban.

           Se sospechaba que Esteban era griego o descendiente de griegos (por su nombre y porque evangelizaba a los griegos, y a los judíos que hablaban el griego), y había mamado la Torah judía a los pies del insigne rabino judío Gamaliel, gozando así del honor de ser el 1º de los elegidos por la Iglesia naciente para el cargo de diácono.

           La función de aquellos primitivos diáconos no consistía en la evangelización ni en la liturgia, sino la actividad social. Ellos eran ministros de la caridad y del servicio, como su propio nombre indica (pues diácono significa "el que sirve"). La juventud de los diáconos intervenía como contrapeso de la senectud de los apóstoles. Ellos eran su mano activa, sus oídos, su boca, su ojo providente, su alma y su corazón en medio de los fieles, la llave maestra de la Iglesia que abría puertas inaccesibles o de difícil acceso. Acompañaban a los apóstoles o viajaban en su lugar. Representaban el papel de intermediarios habituales suyos, anudando los lazos que unían al pastor con el rebaño.

           Los diáconos mantenían un estrecho contacto con los hermanos, asumiendo su situación material y espiritual. Visitaban a los pobres y a los enfermos para ayudarles. Velaban especialmente sobre las viudas, los ancianos y los huérfanos. Informaban a los apóstoles de las carencias y dificultades de la comunidad y de cada uno de sus miembros. De manera similar a los diáconos surgió el ministerio de las diaconisas, que tenían a su cargo el sector femenino y se dedicaban de modo especial a las pobres, a las enfermas, a las ancianas. Se presentaban en los gineceos en donde habían cristianas y catecúmenas casadas con paganos, a fin de prepararlas para el bautismo y cuidar de su constancia. Ni predicaban ni bautizaban, pero arrimaban el hombro en lo que les concernía: colaboraban con los apóstoles en el bautismo de las mujeres y se encargaban de las unciones.

           Pues bien; a través del diácono Esteban se desplegaba con señorío el brazo potente de Dios, obrando acciones prodigiosas, espectaculares milagros que seducían a la gente. El muchacho progresaba en una acendrada virtud y remediaba sus flaquezas naturales apoyándose en el ayuno, la limosna y la oración, tres pilares que desde el Sermón de la Montaña siempre han sido enarbolados simultáneamente por la Iglesia para ubicar sobre ellos nobles conquistas. Además de ejercitarse en la oración y en el ayuno en horas y días fijos, practicaba ayunos extraordinarios en beneficio de los pobres, en los que ejercitaba la caridad, preparación eficiente para percibir las revelaciones divinas que le daban certidumbre de que su plegaria habitual era escuchada.

           Los celosos de la ley judaica le iban tendiendo a Esteban asechanzas para convencerle con sus razones y para descubrir en sus palabras materia para acusarle y perderle. Como sus principales enemigos no pudieron resistirle con el espíritu con que catequizaba, instruyeron a algunos falsos delatores para que atestiguasen ante el tribunal del pueblo judío que habían oído en él blasfemias contra Moisés y contra Dios. Es decir, apelaron al procedimiento inapelable de la injusticia, con reclutamiento de chusma pagada, para concluir en un proceso sumarísimo y fulminante. Y se ocasionó una gran bulla que acabaría con la vida de tan virtuoso muchacho.

           La historia de Jesús se repetía en el protomártir de la Iglesia, Esteban. Y los falsos testimonios de unos cuantos, en los que la bajeza y la ignominia lanzaban potentes rayos que, abochornando la virtud, hacían brillar con esplendor la capacidad de maldad del ser humano, le llevaron finalmente al sepulcro.

           Ciertas tradiciones ancestrales refieren que el propio Gamaliel cuidó del entierro de Esteban, contra la voluntad de los capitostes judíos, que querían que su cuerpo, una vez apedreado, sufriese el vergonzoso ludibrio de servir de pasto a los animales.

a) Instalación en Antioquía

           El linchamiento del joven diácono Esteban en Jerusalén motivó la génesis de una gran dispersión apostólica, haciendo que los hermanos residentes en Jerusalén se dispersaran por los más dispares rincones del país y de ultramar. Se distribuyeron a la buena de Dios por Judea, Galilea, Fenicia, Chipre... La cristiandad dejó de ser una alacena llamativa en Jerusalén para pasar a ponerse en manos de la divina Providencia, y así empezaba a extender el evangelio fuera del mundo judío.

           Pedro, junto con un grupo de amigos, decidió también escapar de aquella explosiva amenaza judía, e ir a parar a Antioquía del Orontes (capital de Siria), población rica y elegante, y enclavada a unos 600 km de Jerusalén. Larga huida, por tanto, en un arriesgado viaje de varios meses por senderos polvorientos y peligrosos, caminando y expuesto a sabotajes de gente desalmada.

           Antioquía de Siria, gran urbe del Imperio Romano, era apodada la Grande y la Bella en honor a la magnificencia de sus edificios, a la suntuosidad de sus infraestructuras y a la sobriedad armónica de su trazado urbanístico, no dudando Amiano Marcelino en bautizarla como Orientis apex pulcher (lit. gala y ornamento del Oriente).

           Desde el año 37, por consiguiente, Pedro se asentó en esta distinguida ciudad, siendo el 1º responsable de la evangelización de tan destacado emporio imperial. Años más tarde se convertiría Antioquía en plataforma de operaciones de su amigo Pablo, y en sede episcopal del ilustre San Ignacio de Antioquia.

           Mientras tanto, la responsabilidad de los hermanos que habían decidido permanecer en Jerusalén, tras la dispersión, recayó en el apóstol Santiago el Menor, el hermano de Juan.

           Por otro lado, en marzo del 37 Roma se teñía de sangre imperial con el asesinato de Tiberio. Se trataba de un regicidio en el que había tomado parte el general Germánico, y en el que éste entregó la corona imperial a su hijo Calígula (llamado popularmente así, por sus menudas botas caligas), desde entonces nuevo emperador hasta el año 41 (en que le sucedería Claudio). No obstante, la benevolencia que hasta entonces había derrochado Calígula con los soldados de su padre (en los preludios de su regencia) pronto pasarán al olvido, hasta trocarse en la actuación propia de un enfermo mental.

           Uno de los primeros decretos de Calígula fue la restauración de la monarquía en Judea (ca. 37), nombrando para ello a Agripa I como nuevo rey de los judíos. Y Herodes III de Judea (Agripa I), nieto de Herodes I de Judea (el Grande) e hijo de Herodes II de Judea (Antipas), ostentó dicho cargo hasta el 44 (año en que el nuevo emperador Claudio restaura el gobierno de los procuradores). Por otra parte, Pilato había finalizado su mandato como procurador en el 36 (siendo sustituido por Marullo el año 37), y ese mismo año había nombrado Calígula a Herenio Capito (cargo que ostentaría hasta el 41).

           Coincidieron en el tiempo, por tanto, los comienzos de Calígula en Roma con los de Herodes III de Judea, con los de Santiago en Jerusalén y con los de Pedro en Antioquía. También en aquel mismo tiempo acaeció una conversión prodigiosa, tanto por lo inesperada y por la tremenda metamorfosis que llevó a cabo, allá en la calurosa llanura de Damasco, como por las asombrosas consecuencias que de la misma se derivarían posteriormente para la cristiandad: la de Saulo de Tarso; el personaje carismático que la historia identificaría como San Pablo, que de fiero perseguidor de cristianos se transformó en su más fiel defensor, el apóstol de los gentiles.

           Durante 7 seguidos años trabajó afanosa y eficazmente en Antioquía el recatado Pedro, evangelizando con ánimo renovado, aunque con el corazón destrozado. Allí fundó una comunidad exclusivamente judía que constituiría el embrión, pasados los años, de otra más amplia y universal, integrada por muchedumbres provenientes de diferentes países y por muchos gentiles, sobre todo cuando recaló en ella el neófito de Tarso, que daría origen al nombre cristiano.

           Antioquía llegó a ser para Pedro su nuevo hogar, del que siempre guardará un grato recuerdo en su alma; tanto empeño y tanto arrojo puso en su labor apostólica, tanto se identificó el pescador con los hermanos de Antioquía y con sus problemas, que numerosos documentos antiquísimos califican con el apelativo específico de antioqueño al bondadoso galileo.

           Durante estos 7 años, Antioquía se erigió en corazón de la cristiandad. Un corazón robusto y sano que latía con fuerza, con pujanza, con cadencia acompasada y frenética, pues el jardín de la Iglesia, dejado de la mano de Dios, iba floreciendo mucho más allá de lo que los escasos recursos y talentos personales de aquellas joviales gentes inducían a suponer y sospechar, y mucho más allá también de lo que sus adversarios mortíferos hubieran codiciado para ellos. La obra apostólica emprendida aquel Pentecostés del año 30 se había sembrado por remotos territorios, llegando a tantos rincones como alcanzaban, perseguidos o buscando sustento, los primeros paladines heroicos del evangelio del Logos encarnado. Y la precaria y exigua organización se centraba en Antioquía. Cualquier consulta se dirigía siempre hacia Antioquía. Pues Pedro debía expresar su opinión y dar su consentimiento en cualquier asunto de gravedad.

           Pedro ejercía un primado absoluto, íntegro, sin fisuras. Pero un primado basado en el amor, por encima de todo. Así se había establecido, y por triplicado, aquella mañana de brisa fresca y aletargada en la ribera del mar de Tiberiades. Él exigía amor a todos y para todos. Sin discernir clase social, raza, edad o sexo. Y dando ejemplo, a todos amaba. Ahí radicaba la clave principal del progreso constante de aquella iglesia naciente: en el amor. El apóstol no perfilaba otra jerarquía que la del amor: quien amaba, ocupaba un segmento preponderante de su entramado jerárquico; quien tenía seco el corazón, se evaporaba del mismo.

           Sus entrañas se enternecían especialmente con los más necesitados, con los pobres, con los menesterosos, con los oprimidos, con los marginados, con los huérfanos, con las viudas. Toda esta gente comprimía su corazón, y constituían para él los casos de 1ª urgencia, la prioridad de su alma y de su institución, los miembros privilegiados de su fraternidad, pues carecían de protección y de defensa. El socorro que les procuraba significaba para él ante todo un honor, pues en ellos servía a su señor Resucitado, y también un deber, pues con ellos y por ellos desarrollaba la liberalidad del resto de los fieles, la caridad, el amor sobrenatural, y en consecuencia, la estabilidad de la comunidad, la fidelidad a la fe profesada y el afianzamiento en la esperanza de una vida nueva, mejor y eterna.

           La labor asistencial expresaba la prolongación de su fe y de su culto. Los huérfanos eran como sus hijos adoptivos, y las viudas el altar de Dios, pues intentaba por todos los medios a su alcance que vivieran de las ofrendas y limosnas de los fieles para que ellas, sin nada y sin nadie que les proveyere, no tuvieran que recurrir a privarse de la decencia para garantizar la supervivencia.

           Con todos había mostrado el poder recibido para someter demonios, para andar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo poder enemigo, sin que nada le extorsionara... "Mas no te alegres de que los espíritus te estén sometidos; alégrate más bien de que tu nombre está escrito en el reino de los cielos", le había auspiciado el Hijo de Dios un día en su día, avanzando sucesos.

b) Visita pastoral a Jerusalén

           Antes de la Pascua del 44, y espoleado por el excelente progreso de sus propias empresas apostólicas y las de sus hermanos dispersos allende los confines del mundo, abandonó Pedro, apesadumbrado y con el alma desgarrada, su venerada sede de Antioquía. Él se había adaptado y vivía allí muy feliz, pero anhelaba prender fuego a la tierra entera con la chispa de su ardiente corazón. Dejó al frente de su sede antioqueña a uno de sus discípulos distinguidos (Evodio, años más tarde martirizado) y, asumiendo riesgos y gran peligro, retornaba a Jerusalén, con objeto de contactar con los primeros hermanos en la fe, escuchar personalmente sus duras experiencias vividas, y estimularles de viva voz en su gratificante misión.

           Éstos celebraron jubilosamente la visita del jefe supremo, 7 años apartado de ellos por culpa de un destierro detestable. Mas ignoraban que su figura iba a desencadenar varios contratiempos imprevistos que desgarrarían al dinámico peregrino galileo, ya bastante envejecido.

           En efecto; enterado Herodes III de Judea del regreso, se complugo en festejarlo singularmente a su manera: derrochó con la cristiandad elevadas dosis de brutalidad, de mal gusto y de injusticia; echó mano a algunos con el solo pretexto de maltratarlos y de ridiculizarlos públicamente; y sancionó la orden de decapitar a espada a Santiago el Menor, saltándose a la torera hasta el procedimiento a seguir, que ni siquiera contemplaba aquel tipo de muerte. Santiago el Menor, el Santiago de la terna predilecta del Señor (y cuyos restos reposan en Santiago de Compostela), se constituyó así en el protomártir del colegio apostólico, cumpliendo su promesa y la sentencia del Señor en respuesta a aquella madre que reivindicaba un alto cargo para el hijo: "El cáliz que yo voy a beber, sí lo beberás y también serás bautizado con el bautismo con que yo voy a ser bautizado".

           Al advertir Herodes III que su bárbaro proceder había agradado a los judíos (con quienes ansiaba congratularse por conveniencias egoístas), decretó a continuación que también encerraran al insigne Pedro. Eran los días de la fiesta de los Ázimos.

           No tardaron en prender a Pedro los secuaces de los judíos, acatando la resolución de su rey y ante la angustia del resto de apóstoles. Fue confiado Pedro a 4 escuadras (de 4 soldados cada una) para que le custodiasen, con la intención de presentar su esqueleto delante del pueblo tras la Pascua, y actuar con él de manera semejante a la obrada días antes con Santiago. Se cumplían exactamente 14 años del arresto y de la horrenda muerte del Salvador Jesús, en aquel mismo antro infecto.

           Mientras Pedro se mantenía confinado en la cárcel, con las puertas cerradas a cal y canto, la Iglesia entera oraba insistentemente por él a Dios. Sus hermanos quedaron vivamente conmocionados y la noticia del prendimiento corrió velozmente hasta la diáspora. Mas no le aterraba la prisión lo más mínimo a este santo varón, para el que "bella cosa era tolerar penas, por consideración a Dios, cuando se sufría injustamente".

           Dios accedió a las ardientes súplicas de la cristiandad, pues posibilitó que el pescador escapara milagrosamente del presidio, a pesar de la estricta y enérgica vigilancia que se había montado para custodiarle.

           Había proyectado Herodes III presentar a Pedro ante la gente, aquella misma noche. El apóstol dormía entre 2 soldados y atado con dos cadenas, mientras vigilaban la cárcel unos centinelas ante la puerta. De pronto se presentó el ángel del Señor y la celda se inundó de luz. Le dio el ángel al pescador en el costado, le despertó y le recomendó:

—Levántate aprisa.

           Y se desvanecieron las cadenas de sus manos. Le advirtió el ángel:

—Cíñete y cálzate las sandalias.

           Pedro obedeció en silencio. Y añadió el ángel:

—Ahora ponte el manto y sígueme.

           Y se fugó de la celda y de la prisión, siguiéndole. No captaba la realidad en su integridad, no se percataba de que verdaderamente acontecía cuanto insinuaba el ángel, sino que se figuraba más bien experimentar una visión. Pasaron la 1ª y 2ª guardia y llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad. Ésta se les abrió sin forzar, por sí misma. Salieron y anduvieron hasta el final de una calle. De repente, el ángel se retiró. El apóstol, vuelto en sí, reflexionó: "Ahora me doy cuenta realmente de que el Señor ha enviado su ángel y me ha arrancado de las manos de Herodes Agripa (Herodes III) y de todo lo que esperaba el pueblo de los judíos".

           Consciente de la realidad, marchó Pedro al domicilio de María (madre de Juan, por sobrenombre Marcos), donde se hallaban muchos discípulos reunidos en oración. ¿Acaso, el lugar del cenáculo santo? Llamó a la puerta y salió a recibirle una sirvienta, de nombre Rode. Ella, al identificar la voz del pescador, de puro regocijo ni descorrió la aldaba del postigo, sino que entró corriendo a anunciar su presencia en el pórtico de la casa. Ellos no creyeron sus palabras, y hasta la criticaron:

—Estás loca.

           Pero ella, sin abrir la puerta, continuaba saltando de júbilo y afirmando que no mentía: que verdaderamente el pescador se hallaba libre de la cautividad, llamando a la puerta. Entonces ellos, sin admitir la situación, sin dirigirse a la puerta a comprobarlo, se limitaron a dar la posible versión de los hechos:

—Será su ángel.

           ¡Será su ángel! ¡Sorprende, con una cierta perspectiva histórica, verificar con qué acentuada familiaridad trataba aquella primera generación de creyentes al ángel custodio! ¡Parecía como si fuera uno más de ellos, como si formara parte de su cotidianidad!

           Entre tanto, Pedro seguía llamando a la puerta con insistencia. Al fin, se decidieron y le abrieron. Y al verle, quedaron atónitos. No podían creerlo y se desbocaron en un griterío de alborozo. Él les hizo señas con la mano para que callasen y les contó cómo el Señor le había liberado del encarcelamiento. Y agregó:

—Comunicad esto a Santiago y a los hermanos.

           Cuando amaneció el día se desencadenó una trápala ensordecedora entre los soldados, tratando de esclarecer qué habría sido del recluso. No les cuadraba la situación creada con la estrecha vigilancia a que le habían sometido. ¿Habrían sentido una alucinación? ¿Estarían soñando?

           Entre tanto, Herodes III, enfurecido como un energúmeno al no lograr arruinar la vida del galileo, decretó su búsqueda y captura cual si de un vulgar ladrón se tratase. Y contrariado por no localizarlo por toda la ciudad, procesó sumariamente a los guardias y mandó ejecutarlos. Pues los soldados responsables de prisioneros debían sufrir la pena de aquéllos a quienes habían permitido fugarse.

           Pero Pedro había huido de Jerusalén a Cesarea del Mar, escondiéndose probablemente en la casa de su discípulo (el centurión Cornelio). Pero aunque allí se sentía protegido y seguro (rodeado de un ejército de leales compatriotas), estaba resuelto a iniciar una nueva y dinámica etapa en su vida.

           Para sacar adelante los nuevos proyectos que ya germinaban impulsivos en su mente y recreaban su enorme corazón, como primera medida nombró a Santiago responsable, y sucesor del otro Santiago asesinado, al frente de la comunidad judeocristiana de Jerusalén, cargo que ocuparía hasta el año 62 en que el sumo sacerdote Anán, tras la muerte de Festo y antes de la llegada de Albino, ordenaba lapidarle como a Esteban.

           ¡Qué final tan trágico sobrellevaban sus sucesores en la sede jerosolimitana! Curiosamente, reemplazaría a Santiago, al frente de la Iglesia de Jerusalén, un tal Simeón, hijo de Cleofás y de María (cuñada de la madre de Jesús).

           Poco duró su estancia en Cesarea del Mar. Allí maduró con calma su naciente proyecto, permitiendo que éste anidara en su alma. Muchas veces, paseando solitario por la orilla del mar, gozando del olor y sabor de la brisa nocturna, o contemplando ajenas faenas de pesca que le evocaban tiempos pretéritos y recuerdos emotivos. Y cuando se sintió iluminado por la Luz que adolece de sombras, lo encomendó a su amigo Jesús y se lanzó decidido (sin demora y sin pausa) a su exacta ejecución: se acercó al puerto y embarcó rumbo a Italia. Suspiraba por afrontar la iniciativa más exorbitante y decisiva de su vida: Roma, la capital del Imperio. Nada ni nadie se lo iba a impedir, por dura y arriesgada que fuera la empresa. Era el año 44.

           Con esa 1ª visita (de 5 años) de Pedro a Roma, se desplazó la capital de la Iglesia a Roma. El contexto político de Roma, metrópoli medular del Imperio, prestaba ya de por sí a la comunidad que se estableciera en ella una trascendencia indiscutible, que la mera presencia de Pedro acabaría por consagrar. Las demás urbes imperiales asumirían con celeridad el primado y el prestigio romano, "presidencia de la caridad y de la fraternidad", que sacralizaba la autoridad del pescador.

c) Visita pastoral a Israel

           Corría el año 49, y el emperador Claudio (ya en el poder, tras el asesinato de Calígula) publicaba un edicto que obligaba a los judíos residentes en Roma a irse de la ciudad, a la mayor brevedad posible. ¡En el horizonte irrumpía de nuevo una cruz pesada, con tonalidades oscuras y plomizas sobre un fondo bermejo! ¡Otra turbulenta y funesta persecución a la vista! En esta ocasión, el edicto no distinguía entre judíos y judeocristianos: cualquiera de ellos incordiaba; cualquiera de ellos irritaba a las autoridades, a los capitostes y a los prohombres de la patria; cualquiera de ellos molestaba para el mantenimiento de la paz que se pretendía disfrutar o mantener; cualquiera de ellos infectaba de confusión y de revueltas callejeras la armonía y el orden; y, por tanto, cualquiera de ellos sobraba y su presencia apestaba en la capital del Imperio.

           Es cierto que solamente tendría efectos pasajeros este edicto, pues transcurrió un breve lapso de tiempo hasta que se produjo el retorno masivo de los afectados. Mas también es cierto que forzó el exilio de numerosas familias hebreas ya asentadas en Roma. Entre ellas, la de un matrimonio ejemplar, Áquila y Priscila, discípulos del pescador, que emigraron hasta Corinto (donde la divina providencia les obsequiaría con el encuentro y alojamiento del ilustre Pablo de Tarso).

           Pedro y muchos creyentes tuvieron que cargar con el delito de ser hebreos, de su estirpe judía. Esta raza, entonces como ahora y como siempre, ha figurado invariablemente a la cabeza del índice de los grupos étnicos más hostigados, repudiados, espoleados y vejados de la historia de las persecuciones de la especie humana. Desde tiempo inmemorial han sufrido los judíos injustos acosos, amenazas, bravatas, maldiciones y chantajes que se han materializado en sangrientas cacerías y en patéticos holocaustos. Y así, también Claudio los expulsó de Roma el año 49, tachándolos de non gratos e incómodos.

           Con todo, fue capaz Pedro de aprovechar la coyuntura que le brindaba el injusto Edicto de Claudio para vislumbrar en ella una pretensión celestial: pensó que había llegado el momento idóneo para convocar en Jerusalén un sínodo ecuménico de aquella Iglesia naciente que crecía día a día desmesuradamente y cuyo control suspiraba por que no se le esfumara de las manos. Se hacía obligada una fulminante aclaración sobre ciertas cuestiones que estaban suscitando recias y graves polémicas entre los creyentes, y que hacían peligrar la unidad si no se atajaban con tacto y cuanto antes. Para una conciliación plena, nada mejor que reunir a los principales responsables de la organización y de la controversia en el centro geográfico en que se había iniciado la andadura apostólica, en las entrañas mismas de aquellos lugares que ya se veneraban como sagrados y que todavía olían a Verdad y a Vida.

           De manera que ordenó a Lino, a Cleto y a Clemente que se hicieran cargo del mantenimiento de la obra ya emprendida en Roma, magnífica obra por cierto. Y con ellos y con los hermanos pasó la noche entera en oración, suplicando el auxilio divino y la bendición sobre los nuevos proyectos que se fraguaban; celebró la eucaristía, reconfortándose en la savia vivificadora del Pan de Vida, y se encaminó a Jerusalén.

           No. No se amedrentó ante su cuerpo de casi 70 años, envejecido y curvado por los años y por el trabajo honrado e intenso a que le había sometido sin compasión y sin descanso. Ni la fatiga extenuó su espíritu ilusionado, inasequible al desaliento y permanentemente renovado de esperanza. Y con una alforja sin equipaje, vacía de comida y de ropa pero repleta de sueños, de muchos sueños, partió.

           El viaje desde Italia hasta Asia duró varios meses, como era usual por aquel entonces. Por tierra, y por mar. Atravesando polvorientos caminos, sufriendo frío y calor y los posibles asaltos de bandoleros desalmados, y soportando travesías con recias tormentas en navíos pequeños de carga, poco adecuados para el transporte de personas humanas. Mas, en cualquier caso, siempre alegre, muy alegre. Compartiendo y departiendo con aquéllos que tropezaba en su camino, por disposición divina. Visitando comunidades ya establecidas de bienaventurados que profesaban la misma fe, y pregonando ésta a los paganos que la ignoraban. Evangelizando en cualquier sitio sin temor, sin desmayo, a tiempo y a destiempo, forzando hasta el límite aquella ronca voz forjada antaño en alta mar, y a bordo de su barca, en las cotidianas faenas marineras. Y amando, siempre amando, que era la tónica esencial de su vida y de su comportamiento, tal como el divino Jesús le había susurrado repetidas veces con susurros de alas de mariposa, años atrás, al oído: "Amigo mío, en esto conocerán todos que eres verdaderamente mi discípulo: Si amas a todos como Yo te he amado".

d) En el Concilio de Jerusalén

           Corría el año 49 cuando retornó Pedro a Jerusalén, su adorada Ciudad Santa y para él repleta de los más perentorios y valiosos recuerdos de antaño, donde le cupo el honor de presidir el 1º concilio de la historia. Sin duda, sus pisadas se orientaron enseguida hacia el Gólgota, el cenáculo, el templo, las casas de las Marías... ¿Entre ellas también, tal vez, la de la Madre?

           La convocatoria había sido provocada, esencialmente, por las habladurías y las peregrinas filosofías de algunos neoconversos judeocristianos, más judíos que cristianos, que habían venido desde la comunidad jerosolimitana (dirigida por Santiago el Mayor) hasta Antioquía, Fenicia y Siria. Éstos salpicaban de ley mosaica el evangelio, empeñados en transformar paulatinamente el evangelio en la Torah y afirmando que "si no os circuncidáis conforme a la ley de Moisés, no podéis salvaros".

           A tales aseveraciones se oponía sin escrúpulos, rotunda y tajantemente el neoconverso Pablo de Tarso, que sentía muy poco afecto por la dichosa circuncisión, a pesar de ser él mismo circunciso. Pero también eran mal entendidas y tergiversadas por algunos las alegaciones aducidas por el de Tarso. La disputa traía por la calle de la amargura a la cristiandad, pues nadie daba su brazo a torcer ni admitía como razonables las argumentaciones de la parte contraria.

           Tomó cartas en el asunto Pedro. Aunque desde el origen suponía claramente hacia qué bando se decantaba la verdad, no juzgó conveniente zanjar la trama con una mera declaración de principios. Pues en las cosas de Dios no hay mejor baremo (tal vez sea el único, e infalible) para clarificar las verdades que el baremo del amor, porque Dios es amor y sólo está donde está el amor. Pablo había sembrado el imperio de plantaciones de amor, que glorificaban a Dios, mientras que sus enemigos, chicharras bocazas, apenas se podían gloriar más que de escupir por su boca bocanadas malolientes de insultos y de embrollos, agraviando la caridad.

           Mas, dada la gravedad de los sectores enfrentados, convenía convocar a los principales responsables o cabecillas del altercado, y utilizar con ellos un sistema de consenso más acorde con la mentalidad humana que con los patrones jerárquicos. Así que decidió el pescador que el curtidor, junto con su amigo Bernabé, subieran a Jerusalén a explicarse sobre aquellas cuestiones que tanto conflicto estaban suscitando en algunos sectores judeocristianos.

           Y resultó poco escabroso y embarazoso el llegar a acuerdos válidos y solidarios, pues la reunión estuvo regida en todo momento por la fraternidad y por la fe en el único Jefe que daba la Vida, el cual caldeaba el ambiente conciliador con su asistencia mística.

           Comenzó el cónclave con el relato pormenorizado, por parte de los concurrentes al mismo, de cuanto había obrado Dios juntamente con ellos en su ya dilatada y ecuménica acción apostólica por los senderos del mundo. ¡Había que amplificar, ante todo, la obra de Dios, lo positivo, lo que unía, lo que nadie cuestionaba, lo que todos apreciaban! Se facilitaba de esa forma la entrada en la cuestión de la controversia, de forma pacificadora. Entonces, ésta fue ampliamente discutida por todos los implicados, defensores y detractores de cada una de las dos partes. Tras una prudente discusión, y antes de que saltaran chispas en el ambiente, se incorporó el viejo e ilustre Pedro, para exponer:

—Hermanos: vosotros sabéis que ya desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros para que por mi boca oyesen los gentiles la Palabra de la Buena Nueva y creyeran.

           Se había producido un silencio sepulcral nada más levantarse la esbelta figura del viejo apóstol, y todos seguían su discurso absolutamente mudos y con avidez. Con objeto de que entre los componentes del auditorio no surgiesen nuevas aprensiones, empezó recordando la elección suprema que ostentaba sobre todos ellos, su primado, dejando bien sentado que dicha elección y dicho primado los había promovido directamente el mismo Hijo de Dios en persona. Estaba convencido que con tan decisiva alusión, nadie cuestionaría sus siguientes palabras:

—Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe. ¿Por qué, pues, ahora tentáis a Dios queriendo poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni vuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar?

           Desde su máxima autoridad, yendo al grano e hilando muy fino, zanjaba sutilmente, con dulzura, pero con firmeza a la vez, la encrespada polémica: daba totalmente la razón a la tesis sostenida por Pablo de Tarso, sin mencionar directamente el vocablo circuncisión, que habría levantado ampollas y ofendido a los de la tesis contraria.

           Mas, para no limitar su mensaje a designar un vencedor y un perdedor, lo remató con una alusión directa a la esencia del evangelio, que el propio Cristo le había enseñado personalmente y que debía ser válido para todos, circuncisos e incircuncisos:

—Nosotros creemos más bien que nos salvamos exclusivamente por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos.

           La salvación, pues, no dimanaba de ningún acto fisiológico: sólo se salvaría quien viviera en gracia de Dios. La asamblea permaneció muda, a pesar de sentarse y dar por finalizado su parco comunicado en asunto tan peliagudo. Para culminar su propósito de lograr que los asistentes desecharan cualquier prejuicio sobre la autenticidad de la doctrina de Pablo de Tarso, y para no vulnerar o zaherir la figura de éste entre los partidarios de la tesis contraria, le suplicó que, de nuevo, narrara las acciones y prodigios extraordinarios que Dios había realizado por su intercesión entre los gentiles.

           Finalizó la reunión con una emotiva alocución del anfitrión de la misma (Santiago el Mayor, el pariente del Señor y a la sazón titular de la sede de Jerusalén), que celebró y ratificó las palabras del pescador, desmarcándose de aquéllos que le hacían portavoz de la tesis derrotada en el concilio:

—Dios intervino ya al principio para procurarse entre los gentiles un pueblo para su nombre. Con esto concuerdan los oráculos de los profetas. Por esto opino yo que no se debe molestar a los gentiles que se conviertan a Dios, sino escribirles que se abstengan de lo que ha sido contaminado por los ídolos de la impureza.

           La propuesta de Santiago de escribir una carta fue acogida favorablemente. Ella serviría de aval, en la diáspora, ante eventuales suspicacias en esta empresa espinosa. La carta se redactó con el siguiente tenor literal:

"Los apóstoles y los presbíteros hermanos, saludan a los hermanos venidos de la gentilidad que están en Antioquía, Siria y Cilicia. Habiendo sabido que algunos de entre nosotros, sin mandato nuestro, os han perturbado con sus palabras, trastornando vuestros ánimos, hemos decidido de común acuerdo elegir algunos hombres y enviarlos donde vosotros, juntamente con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que son hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. Enviamos, pues, a Judas y Silas, quienes os expondrán esto mismo de viva voz: Que hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas imprescindibles: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza. Haréis bien en guardaros de estas cosas. Adiós".

           "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros". ¡Con qué frescura aludían aquellos primeros testigos del evangelio al Paráclito! ¡Parecía como si hubiera presidido físicamente el cónclave, como si hubiera sido la raíz visible de la discreción habida, la clave fundamental para la ruptura de aquella irreconciliable dispersión de los criterios, y el fundamento del entendimiento final y de las decisiones adoptadas por unanimidad! La abstención que se mencionaba al final de la carta pretendía ser una medida transitoria y conciliadora, que también se aboliría poco después, para que en los derrotados no cundiera el desánimo en la perseverancia. La diplomacia y la prudencia se habían aliado para tratar de no herir susceptibilidades en los convertidos del judaísmo al cristianismo.

           Fue aquel encuentro de Jerusalén un magnífico éxito del pescador de Cafarnaum, en su reencuentro con los Santos Lugares. Cierto que la autenticidad del apóstol de Tarso era paradigmática; pero la sabiduría y astucia del pescador convencían siempre. Y sus acuerdos, claros y terminantes, gustaba aplicarlos con firmeza y energía.

           Tras el concilio, se dedicó Pedro a visitar numerosas comunidades de creyentes en la fe del Amigo que da la Vida, que se habían implantado ya por todos los rincones del globo terráqueo. ¡Quién lo hubiera creído tan sólo 19 años antes, en aquella primavera del año 30 que contemplaba sobre el madero de una cruz, absolutamente derrotado, al Amo y Señor a quienes todos estos secuaces adoraban ahora!

           Y evocaba conmovido aquella premonición que le había trastocado su existencia, durante su última faena de pesca: "Tú serás pescador de hombres". Únicamente ahora procedía a vislumbrar y comprender su sentido genuino e íntegro.

e) Vuelta a Antioquía

           Llegado el verano del año 52, Pedro volvió, por 2ª vez, a su añorada Antioquía. Necesitaba reponer fuerzas, que le iban flaqueando paulatinamente a causa de la edad, de las continuas correrías, del desgaste a que sometía su cuerpo de una manera inmisericorde y persistente. Necesitaba renovar su espíritu de esperanza sobrenatural, de equilibrio. Necesitaba acumular olvidos para recuperar y retener remembranzas en su memoria. Necesitaba respirar aire puro y soledad, para meditar el pasado y programar sosegadamente el porvenir, que se le prometía denso de emociones, de sensaciones, de vivencias.

           Necesitaba, a la vez, disfrutar durante unos días de la presencia y compañía del peregrino de Tarso. Quería compartir sus experiencias apostólicas, escuchar con pelos y señales aquellas sus seductoras andanzas por todo el occidente, andanzas que ya había preludiado durante sus intervenciones en el Concilio de Jerusalén. Pero era imperioso conectar con él en un paraje tranquilo, sin persecuciones por medio, sin prisas, sin alteraciones externas, sin la alta tensión que la causa cristiana generaba en el país que mana leche y miel. Apremiaba el sentirse, además, en su propia salsa.

           Y para ello, nada mejor que en un ambiente frecuentado y amado por ambos, pues ambos se desenvolvían espléndidamente en aquella Sede de Antioquía. Pedro, porque había morado allí durante 7 años; y Pablo, porque había plantado en aquella ciudad su propio centro de operaciones.

           Llamada también Epi Dafne por hallarse situada cerca del pueblecito de Dafne, Antioquía distaba 25 km del mar y estaba edificada sobre una vega muy fértil. Con vistas a dotar la población de defensas y de protección, la habían dividido en 4 distritos, cada uno de los cuales estaba rodeado por una muralla particular, estando todos ellos a la vez encerrados dentro de un recinto común fortificado. En aquellos tiempos contaba con unos 50.000 habitantes, y podía igualarse en suntuosidad y esplendor a otras metrópolis orientales. En Antioquía se alojaba el procónsul de Siria, constituyendo el emporio más famoso de las ciencias de la antigüedad y, en particular, de las teológicas cristianas.

           En Antioquía había asentado Pedro la 1ª comunidad cristiana que se había asentado fuera de Israel, y en Antioquía, unos pocos años después y gracias a la actividad apostólica del ilustre Pablo, es donde se estrenó el apellido de cristianos asignado a los prosélitos de aquellas nuevas ideas que ambos predicaban. Tanto hablaban de Jesucristo, tanto pronunciaban el nombre de Jesucristo y con tanta devoción y pasión, que parecía salírsele de los labios con agitación incontenida; de ahí que la gente, admirada de aquel fervor y de la lealtad con que se entregaban a la causa del divino Resucitado, empezara a sustituir progresivamente el apodo identificativo que hasta entonces se esgrimía (el de nazarenos) por el nuevo de cristianos, que más de 2 milenios después sigue siendo el único universalmente adoptado. Y Antioquía fue la cuna de tal apellido calificativo.

           Pues bien; eran 2 acusadas aunque desiguales personalidades las que se equiparaban en este inolvidable y trascendental encuentro antioqueño. Pablo lo evocaría, años más tarde, en una carta que envió a sus amigos gálatas:

"Me enfrenté con él cara a cara, porque era digno de reprensión. Pues antes que llegaran algunos del grupo de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que aquéllos llegaron, se le vio recatarse y separarse por temor de los circuncisos. Y los demás judíos le imitaron en su simulación, hasta el punto de que el mismo Bernabé se vio arrastrado por la simulación de ellos. Pero en cuanto vi que no procedían con rectitud, según la verdad del evangelio, le dije en presencia de todos: «Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar?".

           Allí, en Antioquía, se confrontaba, por tanto:

-la diplomacia sutil, a la llaneza espontánea;
-la habilidad y la perspicacia, a la franqueza y a la transparencia aguda;
-la astucia adquirida con el transcurso de los años y de los traspiés, al talento ingénito;
-la sagacidad, a la lucidez del entendimiento;
-la experiencia y la sabiduría que florecen en los recodos del camino, en los avatares de la vida, especialmente en las cruces, a la ciencia alcanzada en los libros, a los pies de un rabino o por revelación sobrenatural directa;
-la prudencia sin límites, incontrolada, al riesgo bajo control;
-la cautela, al tesón;
-la veteranía y un cierto apego a los usos y costumbres tradicionales, a la fuerza irresistible de una juventud madura, innovadora y arrolladora;
-el genio, al ingenio;
-la doctrina en cierta manera derivada de la Ley mosaica y condicionada a ella, a la desposeída plenamente de mixturas y condicionantes;
-el judeocristianismo, al cristianismo más impecable;
-el pasado esperanzador de futuro, al futuro actualizado por el pasado;
-la candorosa sencillez de la simplicidad, a la compleja y completa perfección;
-el pragmático realismo, al arriesgado idealismo;
-el sosiego impetuoso, al ímpetu sosegado;
-la tolerancia dominada e intervenida por un hálito de mejora, de excelencia, a la intolerancia con capacidad de corrección, de perdón y de reconciliación;
-el espíritu mediador y conciliador, al luchador y defensor a ultranza de los ideales;
-el máximo garante de que el árbol de la Iglesia enraizara con profundidad y frescura lozana, al paladín más denodado para que ramificara y fructificara a sazón;
-el pescador, al curtidor.

           Dos gigantes y a la vez menudos aprendices del verdadero código del amor.

           Y con amor adornado de enérgica humildad y de mansedumbre, se expresaron sus acuerdos y desacuerdos sobre las heterogéneas formas de concebir el apostolado, sus puntos de vista sobre las cuestiones puntuales que exasperaban los ánimos de la cristiandad naciente y que crispaban el aliento de algunos. Sin tratar de enmendarse la plana recíprocamente, ni de enseñarse los dientes. Sin adulaciones impudentes ni soeces descalificaciones.

           Sin tirarse los trastos a la cabeza, sin echarse nada en cara, sin acritud, sin asperezas. Sin filípicas, sin tartamudeos y sin discusiones bizantinas, sin divagaciones melancólicas y absurdas y sin andarse por las ramas, sino enterrando el hacha de guerra, y aclarando y sintetizando convergencias. Afirmando verdades sin encubrir discrepancias, y procurando siempre unificar posturas más que amplificar desacuerdos. Ellos buscaban la unión filtrando las disparidades en sus propias vivencias, en sus enfoques pastorales y en sus criterios prácticos de aplicación, pero no en doctrina. Pues en doctrina no les diferenciaba nada. Absolutamente nada.

           Fue aquel un encuentro que supo a gloria: sugerente, estimulante, provechoso y vital. Tanto que en Antioquía recobraba entusiasmo Pedro para seguir rastreando caminos con ilusión renovada, para remozar y dilatar la extensa senda de su vida por territorios ignotos y seductores, a través de otros derroteros ya entreabiertos por el peregrino de Tarso.

f) Visitas pastorales por Asia Menor

           Tras el encuentro en Antioquía con Pablo, Pedro inicio un nuevo y apasionante sendero, yendo a visitar a cuantos amigos había por el orbe y sin un sitio fijo donde reclinar la cabeza, como su Rey amado. Siempre en dirección hacia la capital del Imperio Romano, pero no de forma directa sino atravesando las iglesias y emporios del Asia Menor. El Señor soberano le saciaba con flor de harina, y le infundía fuerzas que compensaban la fragilidad de su complexión decaída, dándole piernas de gacela y haciéndole caminar por las alturas, sin cansarse ni desmayarse.

           Y así Pedro, aquel "individuo sin instrucción", que ni había frecuentado academia alguna, ni ostentaba ningún diploma o título académico, ni se había formado junto a ningún rabino de su tiempo, y que era considerado por los propios judíos como "hombre torpe y tosco de pueblo"... llegó a colocarse frente a los sofistas y sabios helénicos del Asia Menor, mostrándoles sin complejos la Verdad. Hablaba sin lagunas mentales y escribía con autoridad (con empaque, con calidad de léxico, con claridad, con soltura e imaginación) y hasta con cierto descaro, explicándose como un libro abierto:

"Pedro, apóstol de Jesucristo, a los elegidos que residen en la dispersión del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, elegidos según el designio de Dios Padre para someterse a Jesucristo y ser rociados con su sangre. Gracia y paz en abundancia a todos vosotros" (1Pe 1, 1-2).

"Vosotros sois raza elegida, sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido para que se proclamen las proezas de Aquel que os llamó de las tinieblas al Reino de su maravillosa luz" (1Pe 2, 9).

"Pues los que en un tiempo erais no pueblo, ahora sois pueblo de Dios; los que antes erais no compadecidos, ahora sois compadecidos. Y ahora, queridos, como huéspedes y forasteros, proceded honradamente como representantes de Dios, en medio de los paganos, malhechores y difamadores. Tal es la voluntad de Dios" (1Pe 2, 10-12.15).

           Velaba sin desmayo por la pureza de doctrina, pues el ideal de vida evangélica que él pregonaba se cimentaba sobre un depósito de verdades de fe, o credo, y sobre un código ético y moral que eran sólidos, concluyentes, innegociables, irrebatibles. La Didaché, el más antiguo escrito cristiano no canónico, anterior incluso a algunos libros del NT, recogía el dogma de este hombre: "Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte; pero grande es la diferencia que hay entre estos caminos" (Didaché, I, 1).

           No se amedrentaba ante los que se oponían insolentemente a sus enseñanzas respecto al camino de la vida y las contaminaban sin pudor; a esos tales, los falsos doctores, les mostraba la parte recia de su temperamento, los atacaba sin paliativos, con firmeza, con contundencia, con sentencias condenatorias:

"Son atrevidos y arrogantes, que no temen insultar a la gloria; son como animales irracionales, destinados por naturaleza a ser cazados y muertos, que injurian lo que ignoran. Con muerte de animales morirán, sufriendo daño en pago del daño que hicieron" (2Pe 1, 10b-13a).

           Y para que sus discípulos (y la humanidad de los siglos futuros) reconocieran a estos pérfidos doctores, mutiladores del evangelio y origen de tantos extravíos morales y de condenaciones eternas irreversibles, los definía con precisión, con detalle, para que siempre pudieran ser identificados y para actuar en consecuencia contra ellos:

"Tienen por felicidad el placer de un día; son hombres manchados e infames, que se entregan de lleno a sus placeres mientras banquetean; tienen los ojos repletos de adulterio, que no se sacian de pecado, seducen a las almas débiles y tienen el corazón ejercitado en la codicia, ¡hijos de maldición!" (2Pe 2, 13b-14).

           Incluso condescendía en manejar bellas metáforas para la identificación personal de estos falsificadores del evangelio:

"Son fuentes secas y nubes llevadas por el huracán, a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas; hablan palabras altisonantes, pero vacías; cautivan con las pasiones de la carne y el libertinaje a los que acaban de alejarse de los que viven en el error; prometen libertad, mientras ellos son esclavos de la corrupción, pues uno queda esclavo de aquel que le vence" (2Pe 2, 17-19).

           ¡Qué cuadro descriptivo tan magnífico! ¡Con qué detalle caracterizaba a estos vividores, antítesis de su propia figura!

           Para una mayor y mejor identidad, el pescador aseguraba que estos profetas de la malicia no emergían del paganismo, de entre aquéllos que jamás han creído en el Dios de la Vida, sino más bien de entre los desertores de las propias comunidades, de entre los apóstatas (en aquellos tiempos multitudes, pues la mediocridad prolifera cuando se exige la santidad), de entre los creyentes que no se tomaban con seriedad la Buena Noticia y, renunciando al bien, ataban piedras de molino al cuello de sus hermanos para que se hundieran en el fango con ellos. Porque "si después de haberse alejado de la impureza mundanal por el descubrimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se enredan nuevamente en ella y son vencidos, su postrera situación resulta peor que la primera" (2Pe 2, 20), les recordaba el apóstol.

           Y a todos estos tales, les auguraba el destino del camino de la muerte:

"Más les hubiera valido no haber conocido el camino de la justicia que, una vez conocido, volverse atrás del santo precepto que les fue transmitido. Les había sucedido lo de aquel proverbio tan cierto: el perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada, a revolcarse en el cieno" (2Pe, 2, 21-22).

           Nadie discutía victoriosamente, pues, con este desbocado Pedro, pues afirmaba las cosas con superioridad respetuosa, no engreída y sin retórica, y las confirmaba con el palpable y fascinante ejemplo de su propia vida. Una vida modélica, siempre en la brecha. Poseía una exquisita intuición para acomodarse a cada tipo de auditorio. Jamás aullaba, aunque poseía el don de elevar firmemente la voz en el justo momento que se requería. Y sabía escuchar en actitud receptiva y comprensiva, sobre todo a sus enemigos.

           Hoy, tras el paso despiadado de las centurias, 2 cartas escritas por este rudo pescador, copiadas al dictado por un fiel amanuense, son más leídas, meditadas y estudiadas en las aulas y en las moradas de gentes honestas de todos los rincones del planeta, que las de los sabios de entonces, ya corregidas y mejoradas por la filosofía de los tiempos. En ellas destaca su firmeza de carácter ante el mal, su celo por la pureza de doctrina y por la santidad de las maneras, su ternura de alma, una fe vehemente en su Amigo, el Verbo de Vida, y una confianza ciega en los bienes celestiales por él prometidos:

"Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento" (1Pe 1, 3-5).

           Siempre era Pedro el jefe que inspeccionaba, decidía y ordenaba, y superaba en todo a todos sus compañeros. Su mirada era más penetrante y fulminante que la del "águila de los evangelistas" (Juan), y clamaba más fuerte y con mayor ardor que el mismo "hijo del trueno" (Santiago el Menor). Iba más allá que todos, más allá que la carne y la sangre, más allá que la naturaleza y la tierra. De tal modo descollaba, que hasta el propio Hijo de Dios había juzgado conveniente, años antes, exaltarlo singularmente sobre los demás discípulos: "Bienaventurado eres tú, hijo de Joná".

           Aleccionaba con sabiduría, colmado de Espíritu Santo, a pesar de que no se le juzgaba "hombre de letras". Por la acción sobrenatural de los dones del Espíritu Santo, que desde aquella mañana primaveral de Pentecostés jamás le desatendieron, interpretaba auténticamente los textos más oscuros de la Escritura, siempre conforme a la ortodoxia del evangelio. Y prevenía contra los usurpadores de esa facultad:

"Acordaos de las predicciones de los santos profetas y del mandamiento de vuestros apóstoles, que es el mismo del Señor y Salvador. Sabed ante todo que en los últimos días vendrán hombres saturados de sarcasmo, guiados por sus propias pasiones, que dirán en son de burla: ¿Dónde queda la promesa de su venida? Pues desde que murieron los padres, todo sigue como al principio de la creación" (2Pe 3, 2-4).

           El Dios Creador, encarnado como Salvador y Redentor de una humanidad que se hacía pedazos en el origen de la nueva historia, debía volver al final de los tiempos, como Juez definitivo de la misma. Así lo había prometido él mismo. Esa nueva venida preocupaba en extremo a sus contemporáneos, como preocupa y ha preocupado a la humanidad de cualquier época y lugar. Y Pedro iluminaba sobre estas cuestiones arduas con una facilidad espantosa, con una impropia sencillez, a pesar de sus carencias ingénitas:

"Hace tiempo existieron unos cielos, y también una tierra surgida del agua y establecida entre las aguas por la Palabra de Dios. El mundo de entonces pereció inundado por las aguas del diluvio, y los cielos y la tierra presentes, por esa misma Palabra, están reservados para el fuego y guardados hasta el día del Juicio y de la destrucción de los impíos" (2Pe 3, 5-7).

           Cuando le inquirían los amigos, deseosos de que llegara pronto el gran día de la venganza contra los inspiradores de sus cruces, por qué el Cristo de Dios lo demoraba tanto y no llenaba la tierra de su justicia, Pedro les recordaba:

"Una cosa no debéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión" (2Pe 3, 8-9).

           El Espíritu Santo dictaminaba por medio de Pedro, pues, una multitud de entresijos de la divinidad, que iluminaban el sendero de los creyentes hacia la eternidad. O como por su boca expresaba el propio Espíritu:

"El día del Señor llegará como un ladrón. Y en aquel día, los cielos se desharán con ruido ensordecedor, los elementos se disolverán abrasados, y la tierra y cuanto hay en ella se consumirá" (2Pe 3, 10).

           En cuanto los fieles veían fluir de los labios de Pedro algún misterio arcano, propio de la omnisciencia de Dios, se enternecían, al ver que Pedro lo relataba todo con espíritu abatido y humillado. Pero sin encogerse, y aportando siempre su interpretación moral, aplicable a la humanidad redimida:

"Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia. Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante él, sin mancilla y sin tacha" (2Pe 3, 11-14).

           ¡Sin mancilla y sin tacha! El pescador enseñaba que Dios suspiraba por sorprender al hombre, en su 2ª venida, sin mancilla y sin tacha. Sin pecado. Sólo de esa manera el hombre se hallaba en paz ante Dios: sin mancilla y sin tacha, sin pecado. Exactamente para eso se había encarnado Dios: para reclamar la santidad a los hombres. Pues "Dios es santo" (1Pe, 1, 15).

           Los más críticos le objetaban por qué postergaba tanto el Cristo de Dios una respuesta aplastante a los ataques de la gente malvada, por qué toleraba tanto sufrimiento en el seno de las comunidades sin dar señales aparentes de vida, por qué la cruz formaba parte inseparable del ideario que les sustentaba. A lo que Pedro, sin amedrentarse, replicaba con una sabiduría que desconcertaba:

"La paciencia de nuestro Señor juzgadla como salvación, como os lo escribió también Pablo, nuestro querido hermano, con arreglo a la sabiduría que le fue otorgada. Lo escribe también en todas las cartas cuando habla en ellas de esto. Aunque hay en ellas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los deleznables interpretan torcidamente (como también las demás Escrituras) para su propia perdición. Vosotros, pues, queridos, estando ya advertidos, vivid alerta, no sea que, arrastrados por el error de esos disolutos, os veáis derribados de vuestra firme postura. Creced, pues, en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo" (2Pe 3, 15-18a).

           ¡Creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador! Sólo la gracia y el conocimiento del Señor colmaban sus afanes. Sólo por la gracia, es decir, por una vivencia íntima y mística, llegaba al conocimiento de nuestro Señor y Salvador. Y este conocimiento daba sentido a la gracia, clarificaba la gracia. La gracia le permitía soportar la cruz; o mejor, por la gracia, su Señor y Salvador aligeraba su cruz. Por ello, de sus labios brotaba el agradecimiento: "A él la gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén" (2 Pe 3, 18b).

g) Más visitas por Asia Menor

           Por donde hendía sus huellas Pedro, esclarecía la oscuridad y las noches se iluminaban de luz. Su cuerpo se agotaba cada día más, se encorvaba, se arrugaba y se agrietaba, pero su mente se conservaba inmutablemente lúcida y su corazón más esponjoso ante Dios y ante los problemas de los hombres.

           Y siguió surcando su propia senda, cada vez más prolija, más austera, más áspera. Recorrió miles de kilómetros a pie enjuto y navegando por la mar, su querida mar. Contra viento y marea, y contra la desidia y las apetencias de comodidad y de reposo.

           Pues no eran aquéllos propiamente viajes de turismo, como los programados hoy por cualquier agencia. No. En realidad, viajar por el Asia Menor (hoy Turquía) suponía exponerse a un amplio abanico de peligros, amenazas, riesgos, contingencias e incidencias, precariedades y odiseas. Los trayectos eran largos, interminables, tediosos, inseguros: bien por caminos pedregosos de carros, salpicados de guijarros, y de piedras, y de polvo, o bien siguiendo las rutas de desfiladeros estrechos y movedizos, por acantilados abruptos y empinados, que lindaban con hondos precipicios o con torrentes de aguas espumantes. Tal vez a través de pistas ya entreabiertas por las caravanas, o acaso dibujados sobre la roca viva, entre la maleza o en las llanuras ardientes del cálido desierto, donde los pies sangraban y el cuerpo entero se extenuaba y sufría bajo los dardos de un sol tórrido e implacable.

           Pedro vagaba por aquellos senderos del Asia Menor como el mendigo que no sabe qué le espera al final de la jornada; en circunstancias propicias o aciagas, bajo el bochornoso calor del estío o en medio de la tempestad invernal, soportando lluvias, nevadas, granizadas, vientos, y una nube moteada de adversidades. Aguantando carros y carretas. Y siempre en ademán de marcha, en actitud de tránsito. Y sin descanso, a pesar de la postración y el cansancio. Sin apenas referencias. Expuesto a los asaltos de gente desalmada y a persecuciones vituperables de enemigos rencorosos y soberbios, que jamás daban un respiro a la bellaquería. Sin albergue estable donde reponerse de la fatiga. Sin un plato de comida con qué alimentarse, y las más de las veces llevándose a la boca pura bazofia que destrozaba el estómago, provocaba las náuseas y extenuaba el sistema nervioso.

           ¡Cuántas noches se le cerraron a este pobre hombre los párpados, embotados por el sueño, bajo la mirada plácida de los luceros de las tinieblas, en duro suelo, con el cuerpo molido y el alma lacerada y condolida de infames calumnias e injusticias! ¡Cuántas enfermedades y achaques hubo de sufrir sin permitirse descansar, sin poder reponerse, sin recibir consuelo y ayuda de nadie, y sin otro alivio que la plegaria suplicante de misericordia a su Maestro Resucitado, manchada de lágrimas encogidas! Arroyos y riachuelos, desiertos inhóspitos y yermos, montañas escarpadas y valles, islas, mares... La senda de este incansable varón se tornaba cada vez más escabrosa. Pero nada ni nadie le frenaban su coraje emprendedor. Parecía forjado de un acero de alta resistencia, inagotable.

           Ponto, Galacia, Capadocia, Asia Menor, Bitinia... Los territorios del Oriente (¿Éfeso?, ¿Atenas?, ¿Corinto?) se rendían ante su oratoria y acogían jubilosamente su presencia. En cada comunidad establecida se detenía a difundir el mensaje del amor de Dios, que concretaba en fórmulas elementales para que todos lo captaran y asimilaran:

"Amaos intensamente unos a otros con corazón puro y sin fingimiento, como hermanos vuestros que son. Obrad como hombres libres y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios. Honrad a todos, amad a los hermanos, temed a Dios, someteos a la institución humana y proceded con cautela" (1Pe 1,22; 2,16-17; 2,13; 1,17).

           Y exigía, y exigía y exigía. Sin miramientos. Sin piedad y sin contemplaciones. Sin límites:

"Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta. Y si llamáis Padre a quien, sin acepción de personas, juzga a cada cual según sus obras, conducíos con temor durante el tiempo de vuestro destierro" (1Pe 1, 15-17).

           Su cargo de responsable supremo de un grupo que cada día crecía en número desproporcionado a sus medios y recursos, le complicaba bastante su estabilidad y su reposo, pues le implicaba en aquella condición de peregrino ambulante y de inspector general. Pero aquel denodado esfuerzo, aquel derroche de energía superior a sus ya limitadas fuerzas físicas, le merecía sobradamente la pena y le reconfortaba el alma.

           La modestia y la pobreza de su vida rayaban en el absurdo y escandalizaban a los prepotentes del siglo. Despreciaba las riquezas y su espíritu estaba desierto de inquietudes transitorias e intrascendentes. Predicando de puerta en puerta, de aldea en aldea, renunciaba Pedro a cuanto le daban, y nada poseía, negándose a sí mismo. Tomaba con entusiasmo la cruz de cada día, siguiendo por amor, desnudo, al Desnudo.

           No se proveía de nada para el camino, sin más ropa que la puesta, sin pieles ni lienzos vistosos de lino, sin capa, sin palios, sin bolsa, sin alforjas, sin pan, sin dinero, ni oro ni plata ni cobre, sin calzado para sus pies. Rematadamente pobre, su única hacienda era la nada, adornada por una inmensa cruz de renuncia y de sacrificio. No tenía en propiedad casas, ni iglesias, ni salones para la catequesis, ni campos, ni viñas, ni ganado. Ni siquiera era ya dueño de su barca, su añorada barca que había dejado anclada y abandonada en el puerto de Cafarnaum. Con ello había seguido al pie de la letra y sin encogimientos mezquinos el consejo de su Maestro: "No amontones tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontona más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón".

           Si le invitaban a la mesa, comía y bebía con sobriedad de cuanto le servían. Si no le invitaban, pasaba sin comer. Comiendo y sin comer, mantenía impertérrito una felicidad contagiosa que seducía, que conquistaba. Si percibía una limosna por amor de Dios, jamás la guardaba para sí, y la aplicaba de inmediato a los pobres más menesterosos, que acudían a él en masa, como una camada hambrienta de recién nacidos acude a las ubres de la madre. Con su elocuencia, con el ejemplo de su santa vida, con su irreprochable conducta, animaba al desprecio del mundo y orientaba en el bien a multitudes de desorientados.

           Y no sólo caían en sus redes los de clases indigentes y desamparadas, sino la ancha clase media de la sociedad y hasta los nobles y plebeyos y los miembros de la alta aristocracia, los cuales renunciaban gozosos de sus propiedades, que las ponían a disposición del pescador, trocando sus riquezas temporales por otras riquezas eternas, para alcanzar perfección evangélica y, con ella y por ella, vida eterna. "Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven, y sígueme", le había enseñado en su día su maestro Jesús.

           Corría sin obstáculos, volaba más bien como golondrina que busca por instinto regiones cálidas, con la mirada puesta en el infinito azul, allá en lo alto, muy alto. Sin retroceder, sin ni siquiera echar la mirada hacia atrás, avanzando siempre y sin detenerse hacia el destino, dejando en el olvido el pasado, sobrevolando por encima de las nubes y viviendo atento con toda cautela, como las palomas silvestres.

           Trabajaba con toda diligencia y pulcritud para reproducir en su alma aquel hálito excelso que impulsaba las acciones del Hijo del hombre, sorbiendo con sed y bravura espiritual las aguas cristalinas de la fuente evangélica que con tanto esmero y cariño le había mostrado a lo largo y ancho de los caminos polvorientos de su patria. Por eso se mostraba ante la gente como un pulidísimo espejo que reflejaba en sí mismo, ante los ojos atónitos de los demás, el desprecio de lo efímero y precario y el aprecio por lo absoluto y sempiterno.

           Su corazón jamás se cerraba a nadie que se encaprichara por secundar su propia senda. A todos los acogía misericordiosamente junto a sí, los iniciaba y aleccionaba en los detalles del credo y de la moral salvadores, y los colocaba como piedras vivas del edificio de la Iglesia naciente que con tanto ardor se empeñaba en erigir. A todos confiaba a la providencia divina, y a cada uno asignaba las funciones en las que la santificación adquiría mayores posibilidades de crecer y desarrollarse.

           El milagro de la perseverancia de los fieles era asunto particular del divino Resucitado, que velaba diariamente por su grey y por su anciano pastor. La gracia santificante que actuaba por la fe incipiente de los neófitos obraba acciones sorprendentes, inesperadas, sobrenaturales. Todos velaban por la fidelidad estricta a la gracia. Y aunque habían sido enviados como ovejas en medio de lobos, y debían mostrarse en cualquier parte prudentes como serpientes y sencillos como palomas, la gracia, en recompensa, se derramaba con más vehemencia en las flaquezas, transmutando en ellos lo terreno en celestial, lo material en místico, lo caduco en eterno, lo quebradizo en sólido, al hombre frágil y pobre en otro Cristo frágil y pobre, pero Cristo.

           Un eminente testigo directo del s. I, llamado Cuadrato, expresaría al emperador Adriano, unos años más tarde y en su precioso Discurso a Diogneto, la hermosísima realidad fecundada en el paraíso terrenal por este ferviente y dinámico Pedro, con el siguiente panegírico:

"Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. A la verdad, esta doctrina no ha sido por ellos inventada gracias al talento y especulación de hombres curiosos, ni profesan, como otros hacen, una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y, por confesión de todos, sorprendente...

Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña...

Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven dominados por la carne. Pasan el tiempo en la Tierra, pero tienen su ciudadanía en el Cielo...

Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son acosados. Se les desconoce y, sin embargo, se les condena. Se les mata y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y abundan en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados. Se les maldice y se les declara justos. Los vituperan y ellos bendicen. Se les injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se les castiga como malhechores; castigados de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Por los judíos se les combate como a extranjeros; por los griegos son perseguidos y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio...

Mas, para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo. Habita el alma en el cuerpo, pero no procede del cuerpo: así los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo".

           Este testimonio elocuente y certero de Cuadrato, que interpela y cuestiona la vida de los creyentes de todas las épocas, a los de hoy, quizás, más que nunca, refleja maravillosamente el espléndido fruto logrado, durante aquel duro peregrinaje, por nuestro infatigable pescador. Señala las pautas de comportamiento originales de aquella fraternidad, que deben servir de modelo perpetuo, y las razones convincentes de cómo se provoca el crecimiento incesante en calidad y cantidad del cristianismo, y no su atrofia y parálisis.

h) Enseñanzas a los griegos

           Pedro no poseía una doctrina propia, sino que seguía estrictamente la doctrina de su maestro Jesús. La había aprendido durante 3 intensos años vividos junto a él, íntimamente unido a él, en el transcurso de aquellas inolvidables correrías por los más recónditos rincones de Judea, de Samaria y de su natal Galilea. Y ahora la difundía y la defendía a capa y espada en la más absoluta integridad, en su más pura ortodoxia, con escrupulosidad, con lealtad, y sin fisuras, y sin amputaciones, y sin interpretaciones arbitrarias y fragmentarias.

           De él había captado Pedro hasta las formas peculiares de adaptarse a toda clase de auditorio. Pues quería que todos, incluso los menos dotados de talentos académicos o intelectuales, aprehendieran y penetraran en el mensaje evangélico. Por ello, jamás recurría a las explicaciones teológicas engorrosas y sus palabras brotaban de la misma candidez:

"Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la salvación, si es que habéis gustado qué bueno es el Señor" (1Pe 2, 2-3).

           Siempre procuraba la perfección. Le obsesionaba la perfección y la propugnaba de una manera categórica, radical, ejemplar. La mediocridad, los colores intermedios, los tonos grises, no formaban parte de su diccionario ni de su ideario, y hasta le molestaban. Demandaba sin ambages:

"Queridos, os exhorto a que, como extranjeros y forasteros, os abstengáis de las apetencias carnales que embisten contra el alma. Tened en medio de los gentiles una conducta ejemplar a fin de que, en lo mismo que os calumnian como malhechores, a la vista de vuestras buenas obras den gloria a Dios en el día de la visita" (1Pe 2, 11-12).

           No ignoraba que el mundo suele menospreciar los impulsos de virtud; pero inculcaba que ellos darían gloria a Dios en el día de la visita, muy a pesar del mundo. Por eso, no permitía la rebelión contra las organizaciones de los hombres, por mucha improbidad que enarbolaran, por muy crueles que se manifestaran:

"Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana: sea al rey, como soberano, sea a los gobernantes, como enviados por él para castigo de los que obran el mal y alabanza de los que obran el bien" (1Pe 2, 13-14).

           Aunque, simultáneamente, reivindicaba el refutar con reciedumbre las deficiencias y las carencias de la sociedad, las negligencias de la gente turbia; pero desde una perspectiva inédita, diferente y llamativa para aquella decadente ciudadanía: mejorando los propios hábitos personales: "Pues ésta es la voluntad de Dios: que obrando el bien, cerréis la boca a los ignorantes insensatos" (1Pe 2, 15).

           A cada persona le facilitaba un programa específico de pautas de conducta para su situación social, familiar e individual concreta. A los esclavos y criados, entonces muchedumbre despreciada y masacrada por las arbitrariedades de sus amos y de la misma ciudadanía, les aconsejaba: "Criados, sed sumisos con todo respeto a vuestros dueños, no sólo a los buenos e indulgentes, sino también a los severos" (1Pe 2, 18).

           ¿No era esta sentencia un desatino simulado y absurdo? ¿O una aberración camuflada, engañosa, propia de un estilo reaccionario y conservador? ¿Cómo se toleraba éticamente el prescribir sumisión respetuosa a los esclavos para con los amos severos, esos caciques sobrados de rigor y de maldad? ¿Y ese comportamiento era evangélico?

           Aunque, acto seguido, sentenciaba con sabiduría, captando luces y sonidos habitualmente inapreciables para gente pletórica de vulgaridad: "Porque bella cosa es tolerar penas, por consideración a Dios, cuando se sufre injustamente" (1Pe 2, 19).

           Y aducía las razones poderosas (razones evangélicas, las razones de la Sabiduría encarnada) de ese aparentemente disparatado proceder:

"¿Pues qué gloria hay en sobrellevar los golpes cuando habéis faltado? Pero si obrando el bien soportáis el sufrimiento, esto es cosa bella ante Dios. Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas" (1Pe 2, 20-21).

           El testimonio del divino Jesús, que había surgido a la vida en un mísero establo y se había extinguido de la misma como un esclavo, por amor, constituía para el pescador el molde de referencia, el patrón elemental de medida de hábitos; por esa razón se lo aplicó a los esclavos para que supieran dignificar su esclavitud:

"Él no cometió pecado, ni hallaron engaño en su boca; al ser insultado, no devolvía el insulto; en su pasión, no profería amenazas, sino que, por el contrario, se ponía en manos de Aquél que juzga justamente; sobre el madero, cargó con nuestros pecados para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia; con sus heridas habéis sido curados. Erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas" (1Pe 2, 22-25).

           Pocas páginas tan esclarecedoras (tan iluminadas y tan sublimes) existen en la Escritura como éstas del rudo pescador de Cafarnaum, expresamente dedicadas a la clase social más humillada de aquel tiempo. En ellas discurre una síntesis cristológica tal, que cada vez que se meditan el alma se eleva a Dios, se llena de Dios. Y en ellas Pedro, sin entrar en la injusticia clamorosa de las circunstancias concretas de los esclavos, sin invitarles a movilizaciones de protesta conducentes a la liberación de su opresión (como algunos han entendido erróneamente que proclama el evangelio), se limitaba a suplicarles que sobrenaturalizaran la vida para que, así, ésta se conformara (superponiéndose e identificándose) con la vida del Redentor. El cual, cuando confrontó su vida limpia con los insultos y las calumnias de los desalmados, nunca los rechazó, ni se rebeló contra ellos, sino que los acogió mansamente en su corazón; más aún: por medio de ellos llevó a cabo la obra universal de la redención, incluida la redención de los propios insultadores, calumniadores y verdugos de su pasión.

           A los matrimonios también les obsequió con una recomendación que se ha eternizado en el transcurso del tiempo por su actualidad siempre constante, por la inoportunidad de su contenido tan oportuno y por la crispación que suscitaría en los extremistas ateos de los siglos futuros. La exhortación es del siguiente tenor literal: "Igualmente vosotras, mujeres casadas, sed sumisas a vuestros maridos" (1Pe 3, 1).

           ¡Otra vez la sumisión, y esta vez, reclamada a las mujeres casadas con respecto a sus maridos! ¡Otro sarcástico desvarío! ¿Cómo era tan reaccionario este hombre? Aunque, a renglón seguido, también aducía los motivos sagrados que justificaban su postura:

"Para que, si incluso algunos no creen en la Palabra, sean ganados no por las palabras sino por la conducta de sus mujeres, al considerar vuestra conducta casta y respetuosa. Que vuestro adorno no esté en el exterior, en el peinado, en las joyas y en las modas, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un alma dulce y serena: esto es inestimable ante Dios" (1Pe 3, 1b-4).

           Y se remitía a la historia del pueblo elegido por Dios para verificar su propuesta, para asentarla y darle consistencia doctrinal y teológica: "Así se adornaban en otro tiempo las santas mujeres que esperaban en Dios, siendo sumisas a sus maridos; así obedeció Sara a su esposo Abraham, llamándole Señor. De ella os hacéis hijas cuando obráis bien, sin tener ningún temor" (1Pe 3, 5-6).

           No mencionaba este sabio pescador la obediencia "por imposición, en la obligación, y sin más", como a veces han malentendido su pulcra comunicación algunos ateos iletrados. Realmente elogiaba en la desposada la obediencia "desde la virtud", la obediencia sustentada por el adorno que se esconde en el corazón y en la incorruptibilidad de un alma dulce y serena. La obediencia por amor. La obediencia que dimana del amor y tiende hacia el amor. Ésa era la obediencia "preciosa ante Dios", tal como él lo había aprendido directamente de labios del Todobondadoso.

           Y paralelamente al consejo evangélico que insinuaba a las mujeres casadas, sugería el complementario que requerían los varones casados, no menos prudente: "De igual manera, vosotros, maridos, en la vida común sed comprensivos con la mujer, que es un ser frágil, tributándoles honor como coherederas que son también de la gracia de Vida, para que vuestras oraciones no encuentren obstáculo" (1Pe 3, 7).

           Ciertamente breve, es certera y atinada esta sentencia que dictaba el pescador, y sigue dictando, para los esposos. ¿Acaso la había experimentado él personalmente? Sin duda que sí, pues él había estado casado. ¡Comprensión con la compañera en la vida común! ¡Delicadeza con la fragilidad femenina! Es decir, ¡nada de brutalidades, groserías, ordinarieces, ramplonerías, rudezas y violencias, tan propias de los casados de todas las épocas, edades y condiciones! A las esposas, ¡tributadles honor! ¡Cumplid fielmente los deberes conyugales! ¡Dadles gloria! ¡Cuidad de su buena reputación! ¡Velad por su virtud, por su honestidad, por su recato! ¡Obsequiadlas, agasajadlas, enaltecedlas!

           De manera sintética pero certera, este sabio pescador tocó en la fibra sensible y en el punto más débil de los maridos, en las relaciones conyugales. Y elaboró la primera remesa de doctrina matrimonial cristiana, doctrina que no quiso pronunciar ni el propio Cristo de Dios, dejándosela a él en bandeja.

           Mas también había conllevado este hombre de Dios la debilidad de sacerdotes y obispos. Él mismo había sido ordenado sacerdote y obispo por el Sumo y Eterno sacerdote: el 1º sacerdote y el 1º obispo de la Nueva Alianza. Desde su vivencia personal y sin miedo, suplicaba en otra misiva que ha quedado registrada para la historia:

"A los ancianos (presbíteros) que están entre vosotros les exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse: Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de virtud de la toda la grey. Y cuando aparezca el Pastor supremo, recibiréis la corona de gloria que no se marchita" (1Pe 5, 1-4).

           Finalmente, a los fieles, en general, les encarecía:

"En conclusión, tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes. No devolváis mal por mal, ni vituperio por vituperio; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición. Pues quien quiera amar la vida y ver días felices, debe guardar su lengua del mal y sus labios de palabras engañosas, apartarse del mal y hacer el bien, buscar la paz y correr tras ella. Pues los ojos del Señor miran a los justos y sus oídos escuchan su oración, pero el rostro del Señor está contra los que obran el mal" (1Pe 3, 8-12).

           Y suplicaba un rango de prioridades en las relaciones humanas para que éstas fueran conformes a los mandamientos del Señor. A los jóvenes, proponía Pedro que fuesen "sumisos a los ancianos (presbíteros), revestidos de humildad en vuestras relaciones mutuas, pues Dios resiste a los soberbios y da su gracia sólo a los humildes" (1Pe 5, 5).

           Y a todos recordaba la verdadera fuerza que se esconde en la persona cuando se refugia en Dios:

"Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios. Para que, llegada la ocasión, él os ensalce. Confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros. Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan las mismas angustias. Y el Dios de toda gracia, el que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de breves padecimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y os consolidará" (1Pe 5, 6-10).

           Es un evangelio abreviado y compendiado el que anunció este sabio pescador en dos epístolas de reducido volumen pero saturadas de contenido, "no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con mis propios ojos la majestad de nuestro Señor Jesucristo" (2Pe 1, 16). Y siempre en camino indefectible, a través de los caminos del Asia Menor, hacia la capital del Imperio.

MANUEL A. MARTÍNEZ, Colaborador de Mercabá

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