Semana I de Pascua
San Pedro en Jerusalén y mundo judío
Murcia,
10 abril 2023
Manuel A. Martínez, doctor Ingeniero Naval
Jerusalén,
la ciudad santa, considerada "vértice del cielo" y "ombligo de la
Tierra" desde tiempos antiquísimos, era el emporio de la religiosidad judía.
En ella, Dios "había quebrado los relámpagos del arco, el escudo, la espada
y la guerra". Sus vecinos estaban imbuidos de una sensibilidad aguda,
polarizada por las diversas facciones político-religiosas.
Los fariseos, aferrados a la letra de la ley mosaica, despreciaban el espíritu que la sustentaba, fomentando una conciencia de batalla religiosa y política. En realidad, proliferaban las más variopintas opciones de fariseísmo, pues junto a los piadosos, o fariseos fanáticos de las enseñanzas de Abraham, cohabitaban:
-los pacientes, prudentes y cautos al estilo de
Job,
-los legalistas, estrictos escrupulosos de la letra de la ley, que no se
retraían personalmente para saltarse el espíritu de la misma, pero exigían a
los demás su práctica rigurosa,
-los puritanos, que se lamentaban de
los pecados ocultos cometidos para compensarlos con alguna buena acción pública
y sonada,
-los especuladores, que se preguntaban qué acción particular
les permitiría aumentar su caudal de méritos,
-los chantajistas, que
ufanos de haber acumulado ya muchos merecimientos, creían que podían
permitirse el lujo de cometer algún que otro delito, sin detrimento de su
salvación,
-los morosos, que, so pretexto de un precepto ritual urgente
que observar, retrasaban el pago de los obreros y sus deberes sociales más
elementales,
-los fatuos, aquellos petulantes que si no adosaban sobre su
espalda un bando bien visible de sus bondades, su lengua trompeteaba a los
cuatro vientos sus virtuosas acciones.
Los
saduceos, representantes de la aristocracia sacerdotal, se mostraban
siempre solícitos a pactar con el opresor de turno con tal de conservar
copiosos privilegios. Los fariseos les habían despojado de autoridad, e incluso
en el culto, su terreno propio, tenían que secundar las propuestas de los
fariseos debido a la presión del pueblo. Sin embargo, prevalecía en ellos un
vano orgullo de nobleza. Su enemistad con los fariseos incluía tanto la cuestión
política, porque sólo del partido de los vencedores podían esperar
beneficios, como la cuestión religiosa, pues apenas admitían la ley escrita
sin respetar la tradición oral. No creyendo en la vida eterna, gozaban
plenamente de los placeres de la vida presente. Duros y crueles, les gustaba
disputar y contradecir. La mayor parte de los sacerdotes, en aquel tiempo,
pertenecían a esta secta.
Los
zelotes, fanáticos nacionalistas, descritos como bandidos o bandoleros,
propugnaban la lucha armada callejera en favor de la independencia del país.
Procedían sobre todo de Galilea, donde se cobijaban en cuevas y escondrijos,
viviendo paupérrimamente. Sus argumentos eran la violencia rigorista, la guerra, la
riña y las ejecuciones inmisericordes. Se mostraban quisquillosos por la
santidad del templo y por el respeto a la normativa legal, seguros de que Dios
les asistía. No toleraban en su tierra ninguna falta ni trasgresión por parte
de nadie, y si ésta se producía, intervenían con la bendición de los
sacerdotes, para un linchamiento inmediato.
Los
esenios, mística fusión de laicos desterrados y de sacerdotes
descendientes de Sadoc, formaban una institución jerarquizada y supersticiosa.
Vivían en comunidades cerradas y su escrupulosidad superaba al fariseísmo en
el apego a las reglas de pureza y tradiciones. Sentían horror a todo contacto
que les pudiese manchar, por lo que se apartaban de la convivencia, no yendo al
templo ni a otras sinagogas que las suyas. Su vida la envolvía la austeridad:
la comida, frugal; los bienes, comunes. No ofrecían sacrificios cruentos ni
juraban, y algunos de ellos se abstenían del matrimonio. Se creían el ejército
sagrado de Dios, que había de combatir por su patria y aniquilar a los impíos
en el momento en que Dios diera la contraseña. Querían estar siempre
ritualmente dispuestos para la guerra santa, pero a diferencia de los zelotes no
podían comprometerse sin la autorización particular de Dios.
Los
prosélitos, paganos que se convertían al judaísmo y que, debidamente
instruidos, se asociaban a los creyentes, profesaban la misma fe y practicaban
los mismos actos, menos abrazar la circuncisión, que era optativa. Se mezclaban
con el pueblo de Israel, cumpliendo a rajatabla todo cuanto la ley imponía. Los
que no se circuncidaban se llamaban prosélitos de la puerta; los que se
circuncidaban, prosélitos de la justicia.
Los
publicanos desempeñaban funciones que los hacían incompatibles con la
gente, siendo habitualmente expulsados de la colectividad: cobraban impuestos
para los romanos, eran agentes del fisco, aduaneros, hombres despreciables y
peritos del enredo, con los que se procuraba evitar cualquier contacto.
Los
herodianos, partidarios y amigos de Herodes I de Judea (Antipas el Grande), y luego de sus
herederos, se mostraban atentos a cuanto parecía un movimiento mesiánico y
comprometía su poder. Formaban una secta religiosa o partido político, afecto
a la casa de Herodes I, que les confiaba altos cargos del reino.
El
Sanedrín, o Gran Consejo, se componía de 71 miembros, en 3 categorías: príncipes de los sacerdotes,
escribas (o doctores) y ancianos (o príncipes del pueblo). Presidido por el sumo
sacerdote, ejercía la autoridad doctrinal,
judicial y administrativa del país. Príncipes de los sacerdotes eran,
además del sumo pontífice en ejercicio, los sumos pontífices depuestos y los
representantes de las veinticuatro clases de sacerdotes. Los escribas o doctores solían ser fariseos. Los
ancianos o príncipes del pueblo
eran los jefes de familia.
Jerusalén significa etimológicamente la "ciudad de la paz", aunque paradójicamente jamás haya existido entre sus muros (pues 50 veces ha sido asediada, 36 veces conquistada por ejércitos y 10 veces arrasada) ni dentro de sus muros (cuyos vecinos han vivido siempre en medio de una bomba de relojería, saturada de pólvora y estallando en cualquier momento).
Salvo
esporádicas salidas fugaces y aquella algo más dilatada al mar de Tiberíades,
Pedro se mantuvo encerrado en el Cenáculo de Jerusalén, desde el día en que
Jesús murió en el Gólgota y hasta el día de Pentecostés. Entre uno y
otro, transcurrieron 50 días de oración, abstracción, recogimiento y silencio. De silencio expectante,
paciente y esperanzador. De silencio reflexivo. Y de silencio comunicativo,
especialmente con María, la Madre, aquella santísima mujer que tomó el relevo
de su amado Hijo y cuya presencia prolongaba ininterrumpidamente la presencia
del divino Resucitado.
A
los 40 días de la Resurrección tuvo lugar la Ascensión. Los discípulos
se habían conducido hacia el Monte de los Olivos, que dista de
Jerusalén 2.000 pasos. El Resucitado, mientras comía con ellos, les mandó no apartarse de
la ciudad de Jerusalén, sino esperar allí la promesa del Padre, para ser
bautizados en el Espíritu. Y los
discípulos, convencidos de que la misión del Ungido de Dios en el mundo había
constituido un rotundo éxito, pero ignorantes de la profundidad del mismo, le
sonsacaron con astucia: "Señor,
¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?".
¡Qué
terquedad de cerebro! ¡Qué torpeza tan palmaria! ¡Qué insensatez! ¿Pero cómo
olvidaban tan pronto el mensaje que les había inculcado a precio de sangre? ¿No
les había repetido hasta la saciedad que su reino no era de este mundo? ¿Y que
el rey del universo no reinaría en el universo? ¿Cuándo asimilarían de una
vez por todas que el Reino de Dios tenía muy poco que ver con el reino de
Israel? ¿Cuándo descifrarían el misterio de que Israel, el pueblo elegido, sólo
representaba para Dios un insignificante grano en el planeta, aunque grano
selecto y elegido por ser el lugar geográfico donde nació y murió y resucitó
Dios mismo hecho hombre? ¿No les había hablado repetidas veces de la
eternidad, de que les prepararía un sitio en el reino de su Padre, más allá
de las estrellas? ¿Es que no captarían jamás sus divinas palabras?
La
respuesta del Resucitado, contundente, categórica, no se hizo esperar:
"A
vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su
autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta
los confines de la tierra".
Todavía
susurraba Jesús estas cosas, cuando se sustrajo de su vista, elevándose hacia el
cielo por su propio poder y dejándolos confundidos, desorientados, ciegos.
Mientras ascendía, alzando las manos, los bendecía, hasta que una nube lo
eclipsó ante sus ojos. Pedro y sus amigos, postrados ante él, quedaron
extasiados, embelesados, como embrujados. Clavaron atentamente su mirada en el
cielo, como tratando de recuperar la imagen que se había disipado en el
espacio, cuando he aquí que se presentaron dos varones con vestiduras blancas,
rogándoles que pusieran los pies en el suelo: "Galileos,
¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Éste que os ha sido arrebatado, este
mismo Jesús, vendrá del mismo modo que le habéis visto subir al cielo".
Y
regresaron a Jerusalén. Cuando Pedro fue consciente de haber perdido el apoyo físico del
Logos
encarnado, se refugió en su comunidad. Aquellos ojos que se habían embelesado
admirando al Redentor, ahora sólo se tropezaban con los condiscípulos. Pero la
mirada se había pulido durante los 3 años de admiración divina: se había
vuelto más limpia y espiritual, más sensible y penetrante; y ahora descubría
en los hermanos, en cada uno de ellos, luces nuevas, sensaciones mejores, y más
belleza, y más bondad, y más humanidad. En cada hermano veía la efigie
transfigurada de Dios. Entonces se fue reencontrando el pescador con cada uno de
ellos, y ellos con él.
Mas
pronto se percataron de que la sombra del ahorcado ocupaba demasiado espacio, y
oscurecía en unos o apagaba en otros la euforia de las emociones, que trataban
de salir a flote. El hueco del discípulo traidor había sembrado un halo de
tristeza y negrura que urgía borrar y exterminar cuanto antes, para que no
contagiara. La primera decisión que tuvo que adoptar el pescador, por tanto, no
se hizo esperar: la sustitución de Judas Iscariote. Si alguien ocupaba su
puesto, su recuerdo se difuminaría con mayor rapidez. Debían seguir siendo
Doce, el número planeado por el Unigénito de Dios, no Once, el número que
acarreó la deplorable felonía.
Ante
una asamblea de unos 120 hermanos, no se hizo esperar la 1ª ostentación pública del
primado de Pedro; con reciedumbre, se levantó; y
razonó así:
—Hermanos,
era preciso que se cumpliese la Escritura, que por boca de David había predicho
el Espíritu Santo acerca de Judas, que fue guía de los que prendieron a Jesús
y era contado entre nosotros, teniendo parte en este ministerio. Éste adquirió
un campo con un salario inicuo; pero, precipitándose de cabeza, reventó y sus
entrañas se derramaron; y fue público a todos los habitantes de Jerusalén,
tanto que el campo se llamó Hacéldama (lit. Campo de Sangre). Pues está escrito en el libro de los Salmos: "Quede desierta
su morada y no haya quien habite en ella, y otro se alce con su cargo". Ahora
conviene que de los varones que nos han acompañado todo el tiempo en que vivió
entre nosotros el Señor Jesús, a partir del bautismo de Juan hasta el día en
que fue arrebatado en alto de entre nosotros, uno de ellos sea testigo con
nosotros de su resurrección.
Se
presentaron 2 candidaturas: José Barsaba (apodado el Justo) y
Matías. Y orando, exclamaron:
—Tú,
Señor, que conoces los corazones de todos, muestra a cuál de estos dos escoges
para ocupar el lugar de este ministerio y el apostolado de que prevaricó Judas
para irse a su lugar.
Echaron
suertes sobre ellos, y la elección recayó en Matías, cuya misión se centraría
en borrar de la memoria al apóstata delator, que había huido de su presencia
con cajas destempladas. Matías, pues, se incorporó al grupo de los Doce.
Todos se instalaron en el piso alto del Cenáculo de Jerusalén, donde permanecían unidos entre sí, acompañándose y animándose, junto con María (la madre de Jesús) y algunas mujeres. Todos perseveraban unánimes en la oración, a la espera de Pentecostés.
b)
Sucesos
de Pentecostés
Al
cabo de los días de la tensa espera, del silencio reflexivo, de la meditación
contemplativa junto con María, la madre, llegó Pentecostés. Siempre que el
Espíritu actúa en el mundo, actúa con María, su esposa. Sin el fíat
de María se habría impedido la encarnación de Dios. Ella, desde que aceptó
ser sagrario viviente del divino Redentor, daría cobijo a la acción perpetua
que a lo largo de los siglos obraría el Espíritu de su Hijo único. También ella, la
madre del Primogénito del Altísimo, sería madre de la Iglesia. Por
tanto, allí estaba ella en el cenáculo, pues no podía faltar a la cita en que
se iniciaría la singladura de la Iglesia.
Se
hallaban todos juntos, cuando se produjo de improviso un fragor estruendoso
proveniente del cielo, como el de un viento impetuoso, que invadió el habitáculo
en que residían. Aparecieron como unas lenguas de fuego, que se posaron sobre
cada uno. Y el Espíritu Santo esparció sus siete dones en tal abundancia sobre
ellos y sobre la faz de este edén terrenal, que su acción prodigiosa provocó
una explosión que se prolongará y perdurará hasta el fin del mundo. Aquellas
lenguas ígneas incendiaron el cenáculo, prendieron en los corazones de los
discípulos, y calcinaron hasta las entrañas de la tierra con una cantidad de
energía tan descomunal, que aún refulgen y siempre refulgirán las llamas
incandescentes que se levantaron en aquel día. Era el 29 mayo 30,
cuando tocaron el cielo con las manos.
El
don de entendimiento les otorgó la facultad de aprender y comprender todos los
misterios del evangelio que no habían asimilado, penetrando en ellos con el espíritu
del Maestro. El don de sabiduría les abrió paraísos infinitos de la divinidad
que jamás habrían captado por su propio talento, y les desveló de una vez y
para siempre el misterio de la personalidad del Unigénito de Dios. El don de ciencia les desprendió de las ataduras materiales que impiden contemplar la
creación para mostrarles la realidad de las cosas creadas a la luz de Dios, con
la luz de Dios. El don de consejo les desarboló su carácter, de naturaleza
torpe, rudo e ignorante, para dotarlo de un soplo divino. El don de piedad les
inyectó amor, amor y amor, transformando su corazón de piedra, egoísta y ególatra,
en un corazón de carne. El don de temor insufló en su alma un espíritu
elevado de perfección y de celo por la virtud, contradictorio con el espíritu
de mediocridad que la conformaba hasta entonces. Finalmente, el don de fortaleza
les borró de cuajo la sórdida cobardía que les esclavizaba.
Sin
embargo, llamó poderosamente la atención un hecho muy concreto que surgió del
vendaval provocado: que articulaban lenguas extrañas, con arreglo a la facultad
que a cada uno les otorgaba el Espíritu. Tomado Pedro por borracho, sacó
los pies de las alforjas, salió a estampidas de su escondrijo y se lanzó sin
escrúpulos a la calle. Nada ni nadie sería ya capaz, desde ese preciso
instante y hasta su muerte, de aplacar su natural fogoso y caliente. Ningún
obstáculo le impediría en lo sucesivo seguir surcando trazos nuevos en la
insospechada y tortuosa senda que, en su primera fase, se iniciaba exactamente
ese día, en Jerusalén, y acabaría 37 años después, muy lejos
de allí.
Durante
la fiesta, visitaban Jerusalén personas piadosas de cuantas naciones se
guarecen bajo la bóveda celeste. Y habiéndose corrido entre ellas la voz, a
causa del insólito fenómeno de las lenguas, se congregó junto al pescador una
muchedumbre que quedaba confusa al oírle hablar cada uno en su propio idioma: partos, medos,
elamitas... y residentes en Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto,
Frigia, Panfilia, Egipto, Libia, Roma, Creta, Arabia... Todos ellos,
estupefactos de admiración, fuera de sí y perplejos, confesaban:
—¿Cómo?
¿Pero no son galileos todos estos que nos hablan? Pues, ¿cómo nosotros les oímos
hablar cada uno en nuestro propio idioma, en el de nuestro país de origen, las
grandezas de Dios? ¿Qué significa esto?
Aquella
misma mañana de primavera, recién recibido el Paráclito divino, se presentó
Pedro con los Once ante el pueblo, congregado tumultuosamente en torno a
ellos, ansioso, expectante, ávido por no se sabe qué, pero sorprendido por el
milagro de la 1ª traducción simultánea de la historia, en directo y sin
traductores. Entonces alzó la voz sin los miedos pretéritos, y declaró:
—Judíos
y habitantes todos de Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención
a mis palabras: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la
hora tercia del día, sino que es lo que anunció el profeta: "Sucederá en los
últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y
profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones
y vuestros ancianos soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis
siervas derramaré mi Espíritu. Haré prodigios arriba en el cielo y señales
abajo en la tierra. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre,
antes de que llegue el Día sonado del Señor. Y todo el que invoque el nombre
del Señor se salvará".
El
auditorio que seguía el discurso fue paulatinamente aumentando, extrañado de oír
con aquel empaque, y dando la cara, a quien días atrás la escondía aterrado
de pavor. Conforme se incrementaba el número de oyentes, hasta quedar de bote
en bote, subía de tono su voz y su valor. Y prosiguió:
—Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús, el Nazareno, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio.
Y
no
se intimidó a la hora de acusarles de la muerte del Señor: "Vosotros le matasteis
clavándole en la cruz". Aunque les consoló con la afirmación del acto
fundamental de la vida del Mesías: "Pero Dios le resucitó librándole de los
dolores del Hades". Sabía Pedro, iluminado por el Espíritu que acababa
de albergar en su alma, que sólo proclamando las verdades minúsculas se
alcanzaba la Verdad. Y reanudó su exposición, alegando razones
judías para la concurrencia, mayoritariamente judía. Las citas de la
Escritura fluían de sus labios con soltura, literales:
—Hermanos, permitidme que os diga con toda libertad cómo el
patriarca David murió y fue sepultado y su tumba permanece entre nosotros hasta
hoy. Pero como él era profeta y sabía que Dios le había asegurado con
juramento que se sentaría en su trono un descendiente de su sangre, vio a lo
lejos y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en el Hades
ni su carne experimentó la corrupción. A este Jesús Dios le resucitó; de lo
cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha
recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros
veis y oís. Pues David no subió a los cielos y, sin embargo, dice: "Dijo el
Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por
escabel de tus pies".
Debió
guardar una breve pausa. Había osado comparar al Cordero de Dios con el rey
David, máximo adalid del pueblo: de éste, certificó categórico su muerte
irreversible; de Aquél, volvía a evocar, por duplicado, la trascendencia de su
Resurrección, clave de la fe que había que depositar en él:
—Sepa,
pues, con certeza la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a
este Jesús a quien vosotros habéis crucificado.
El
alegato de Pedro, fulminante, práctico, efectivo, conmovió al auditorio,
en lugar de enfrentarlo. Curó heridas, en lugar de reabrir las que todavía no
habían cicatrizado. Por eso, la gente, tras oír aquella homilía, suplicó al
pescador y a los demás apóstoles con el aliento compungido:
—¿Qué
hemos de hacer, hermanos?
Y
el apóstol Pedro, asumiendo el encargo que el Maestro le había conferido, les amonestó:
—Convertíos
y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para
remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la
promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están
lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro.
Y
con
desbordante grandilocuencia, excitaba e incitaba a iniciar el camino que conducía
directo y derecho a la Vida:
—Salvaos
de esta generación perversa.
No
le tembló el pulso para acusarlos con intrepidez. La pavura de la noche del
gallo se había esfumado por la acción de aquella llama de fuego devoradora,
que le había visitado como un turbión repentino, como una ventolera
estruendosa, con trueno, con estrépito.
Los
que acogieron la palabra de Dios, por boca del pescador, fueron bautizados.
Aquel día, día de Pentecostés, día 1º de la acción portentosa del Espíritu
Santo en la Iglesia, se le unieron en Jerusalén unas 3.000 almas: hombres y
mujeres, adultos, jóvenes y niños, ricos y pobres, sabios e incultos. La
siembra del Gólgota inauguraba así la recolección, a manos llenas. De
aquellas simientes teñidas de sangre redentora habían fructificado los
primeros retallos.
El
pescador de Galilea asumió, sin temor y con grácil cordura, y dentro del entorno de
esta estrafalaria ciudad, el compromiso de hermanar a los adeptos del
Resucitado, que se aglutinaban en torno a él en constante progresión
creciente.
c) Oración en Jerusalén
Siguiendo
el ejemplo del Unigénito de Dios, el pescador no rompió con la sinagoga y
continuó asistiendo al templo, los 2 aposentos de la religiosidad tradicional
hebrea, aunque la esencia de su piedad más peculiar se desenvolvía en la fracción del
pan y en la explicación del credo a los prosélitos, es decir, en
las casas. La sinagoga siempre compondría el recinto embrionario y primario
para la evangelización, mientras el templo configuraba el núcleo neurálgico
para la oración comunitaria.
Entre
los versados rabinos judíos había arraigado la credulidad de que la tierra de
Israel se ubicaba en el centro del universo, Jerusalén en el centro de la
tierra de Israel, y el templo en el centro de Jerusalén. El Templo de Jerusalén,
cogollo del mundo, constituía la obra magna por excelencia de la metrópoli y
del país, la joya más preciada de cualquier judío, su orgullo y su mayor
debilidad, su bandera alegórica, su lábaro distintivo, su enseña más patriótica.
Los
pórticos de acceso al templo, dobles, los integraban hermosos monolitos de mármol
níveo, con los techos decorados de madera de cedro; la magnificencia originaria
de estos pórticos, la perfección de su tallado y de su ajustamiento brindaban
a los ojos un espectáculo maravilloso e impresionante.
La
zona del templo que se hallaba al descubierto aparecía decorada de una a otra
parte por un pavimento de preciosas piedras multicolores. Y 9 de sus portones
presentaban su superficie recubierta de oro y plata, lo mismo que sus postigos y
sus umbrales; un portón, emplazado en el exterior del santuario, era de una
sola pieza fundida en bronce de Corinto, superando con mucho en valor a los
otros 9, guarnecidos de plata y oro.
El
1º portón de acceso al santuario no incluía puerta alguna, y pretendía
simbolizar la inmensidad del cielo abierto para cualquier persona. El
frontispicio se hallaba íntegramente recubierto de oro, y coronado asimismo por
viñas de este rico metal noble, de las que pendían racimos del tamaño de un
hombre.
Ante
la gigantesca Puerta Dorada, que estaba bañada de oro y medía 24 m. alto x 5 m.
ancho, colgaba una cortina de
iguales dimensiones. Ésta había sido confeccionada de un tejido babilónico de
color grana y cárdeno, de lino y púrpura. Se trataba de una manufactura
portentosa, cuya mezcla de materiales no carecía de valor simbólico, pues
pretendían reflejar una imagen del cosmos. La grana aludía al fuego, el lino a
la tierra, el cárdeno al aire y la púrpura al mar. En el lienzo se había
bordado un mapa que representaba completa la bóveda celeste.
La
panorámica que mostraba el exterior del templo pretendía impresionar la vista
y el ánimo de cualquier ser humano: desde lejos simulaba una exorbitante y
sugestiva montaña nevada, pues todos los recubrimientos se habían elaborado a
partir de oro fino o de un mármol blanquísimo que reflejaban, ya desde el
amanecer, la luz del sol con una intensidad tal, que hacía inviable fijar en él
la mirada. La muralla resultaba aparentemente inexpugnable; algunas de las
piedras utilizadas en su construcción medían hasta veinte metros de longitud
por tres metros de anchura, cifras realmente desorbitantes.
Ante
tanto derroche de magnificencia, se explica el tremendo malestar que se había
suscitado entre la población judía cuando el Todopoderoso aseguró, con
aquellas proféticas y recias expresiones, que no quedaría "piedra sobre
piedra sin ser demolida" de tan preciado, emblemático y ostentoso monumento,
antes de que transcurriese una sola generación. La intranquilidad había
cundido envuelta de escepticismo jactancioso y arrogante ante la osada profecía
del divino Jesús, pero de la historia sabemos que la misma se cumpliría
puntual y escrupulosamente el 29 agosto 70, siendo Tito, quien
posteriormente asumiría las riendas del Imperio de Roma, el artífice material
de tan vandálica catástrofe, cataclismo que señalaría un hito en la historia
del pueblo de Israel.
Mas
en aquellos años 30 aún conservaba el templo su belleza y esplendor
originales, constituyendo un nido de oración y de refugio espiritual para el
pescador de Cafarnaum en estos años suyos jerosolimitanos.
Precisamente
la grandiosidad del templo servía al pescador de referencia didáctica para
describir un edificio mucho más importante: el edificio espiritual que su
Maestro y Señor, como piedra viva angular y básica, formaba con cada ser
humano que se dejara moldear como piedra viva complementaria de las distintas
partes del montaje. A este respecto, enseñaba Pedro: "Acercándoos
a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero preferida, preciosa ante
Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio
espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales,
aceptos a Dios por mediación de Jesucristo".
El
edificio espiritual que dibujaba el pescador tenía que ser morada límpida
donde se ofrecieran los sacrificios que Dios acepta: los espirituales, los
invisibles que provienen de un sacerdocio santo. Desde la cúspide del Gólgota
se había esparcido por la Tierra, por la muerte y la resurrección del
Redentor, una nube de esperanza, la cual había cuajado en chaparrón tormentoso
con la venida del Paráclito. El Monte Sión, el vértice del paraíso, donde un
día se asentaría la Jerusalén santa, había sido así enaltecido sobremanera:
encumbrado, glorificado, santificado.
Y
desde el Monte Sión se rociaría toda la creación con los sobreméritos allí
depositados, para cubrirla de honor o de vergüenza, de salud o de enfermedad,
de cielo o de infierno. En las manos del hombre quedaba la elección del
edificio espiritual que deseaba construir, si de vida o de muerte, pues la
libertad de que estaba dotado le permitía asumir la redención o rebelarse
contra ella.
Pero
el
concienzudo Pedro insistía para que se meditara y se recapacitara sobre el drama
que paró en tragedia, representado en vivo en Jerusalén durante la Pascua más
decisiva de su vida: "Pues
está en la Escritura: He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida,
valiosa, y el que crea en ella no será confundido. Para vosotros, pues,
creyentes, el honor; pero para los incrédulos, la piedra que los arquitectos
desecharon, en piedra angular se ha convertido, en piedra de tropiezo y roca de
escándalo. Tropiezan en ella porque no creen en la Palabra; para esto han sido
destinados".
Y
estimulaba
especialmente a los creyentes en el nuevo camino cristiano, del que él se había erigido
en el principal heraldo, en su vocero, en su pregonero y referencia ineludible.
Quería que todos entrasen a formar parte del pueblo elegido por el divino
Salvador a costa de tanto precio, el precio de su preciosísima sangre, el
precio de la cruz redentora: "Pues
vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido,
para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su
admirable luz; vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el
Pueblo de Dios, de los que antes no se tuvo compasión, pero ahora son
compadecidos".
No
se preocupaba tanto de las acciones externas de los demás, en sí mismas,
cuanto de la intención interior con que se realizaban. Lo decisivo de una obra
espiritual consistía en el ofrecimiento personal que el hombre le asignaba, en
el grado de unión que establecía en ella entre él y el Señor Jesucristo. El
pescador no apreciaba diferencias sustanciales de mérito sobrenatural tanto si
uno subía a encrespadas cumbres, como si reposaba plácidamente en remansos de
quietud. Lo de menos era la heroicidad o la vulgaridad intrínseca a una acción;
lo realmente decisivo: ¿Por quién se obraba así? ¿Por qué se obraba así?
El valor de las obras notables y de las insignificantes, de las decisivas y de
las banales dependía de la comunión íntima del creyente con Dios, del grado
de amor a Dios que en ellas se había depositado y comprometido.
De la nada procuraba sacar tesoros espirituales, implicando de lleno a la inagotable fuente del amor. El divino Resucitado le colmaba de felicidad, de paz y le apagaba la sed de almas que le devoraba, en el cumplimiento cotidiano del código del amor. En el Calvario sembraron su corazón de semillas de amor, y en Pentecostés brotaron rosas de amor de flores perennes. Moldeado a hierro y fuego, todo lo hacía por amor: sufría por amor y gozaba por amor; trabajaba por amor y descansaba por amor; reclamaba amor y sembraba amor; amonestaba con amor y consolaba con amor. Se abandonaba al amor. La angustia y la soledad, el deleite y la compañía, los cobijaba en el alma por amor. El alivio que sentía por un espíritu amante superaba al sobresalto que le causaba la frialdad de un corazón indiferente. Si se sentía desamparado, intentaba compensar las ingratitudes, las sequedades y las desconfianzas con actos concretos de amor, pues sabía que el Cristo de Dios los llevaba en cuenta y los acogía como bálsamo de grata aroma. Su vida se iba configurando cada día más como una melodía sagrada, como un himno impecable, como un emotivo poema. Al amor. Sólo al amor.
d) Actividad en Jerusalén
Cierto
día, hacia las 15.00 horas y siguiendo la costumbre, subía el pescador al templo, acompañado por su inseparable
amigo Juan, para orar. La notable diferencia de edad entre ambos quedaba
atemperada por la oración, que les igualaba, les hermanaba.
Junto
a la Puerta Hermosa (así bautizada a causa de su ornamentación, también
acreditada como de Corinto, por estar adornada con mármoles y bronces de
esta ciudad), se hallaba tendido en el suelo un individuo de unos 40 años
de edad, tullido de nacimiento, que pedía limosna. ¡Qué contraste tan
impugnable brindaban la vil pobreza del mendigo enfermo junto a las ostentosas
riquezas del soberbio local!
Al
verles entrar, el pobre les extendió la mano en actitud sumisa y suplicante de
caridad. Como la extendía mecánicamente, a troche y moche, hacia todos aquellos
con quienes se cruzaba en su cubil de postración, allí en los aledaños del templo.
Pedro, ya cincuentón, clavó atentamente su penetrante mirada en el
mendigo. Parecía como si su corazón, compadecido y henchido de amor hacia el
indigente, fuese a estallar. Se había apiadado de la misérrima necesidad que
se palpaba y resolvió atenderla. De modo que, con seguridad en su voz, con
afabilidad, con gesto sereno, y hasta con dulzura, reclamó la atención del
pobre:
—Míranos.
El
tullido se sorprendió de que le honraran con tan elegante y primoroso gesto,
del que no creía merecedor. Él nunca había sido tratado de semejante manera.
La gente, echara o no echara limosna en sus sucias manos, jamás se molestaba
siquiera en mirarle a los ojos. Él se sentía peor que un perro lacerado y
despreciado, pues, inmóvil en el suelo, sólo palpaba el rechazo y la
repugnancia de los demás hacia la deformidad de su cuerpo, y la inmarcesible
humillación de su alma, perpetuamente suplicante de clemencia y de las sobras
de los piadosos. Para colmo, vivía enteramente dependiente de unos dueños que
lo explotaban, llevándolo y trayéndolo cada día a su antojo y a su apaño
para que pidiera limosna a los que entraban en el templo, lucrándose así de la
calamitosa apariencia y de las carencias ajenas.
Como
en esta ocasión el pobre esperaba recoger algo, correspondió obediente al
saludo tan escueto del apóstol. Le miró con fijeza, mas con una modestia que
hería. Las miradas se entrecruzaron, y se produjo un intenso silencio cargado
de mensaje. Aquellos ojos apagados del mendigo, portadores de melancólica
desolación y de una tristeza inconsolable, se encendieron de esperanza al
tropezarse con los ojos avispados y brillantes del pescador, que destellaban luz
celeste.
Entonces
el galileo, sin dejar de filtrarse a través de sus pupilas y de palpar una
rabiosa misericordia en el interior ante aquella tangible y visible miseria,
prosiguió benevolente el discurso con poderío, con empaque, sin tartalear en
la pronunciación, dominando la situación y controlando con autoridad y mando
las incontrolables fuerzas de la naturaleza:
—No
tengo plata ni oro; pero de lo que tengo, te doy: ¡en nombre de Jesucristo el
Nazareno, ponte a andar!
Y
tomándole de la mano derecha, sin aturdirse, sin mirar hacia atrás, sin temor
a un fracaso patente y público, lo enderezó.
"Lo
imposible para los hombres es posible para Dios", le había susurrado
un día al oído el mismísimo Pan de Vida en su Galilea natal. Aunque le había
clarificado el complemento que verificaba con pulcritud dicha posibilidad:
"sin mí nada puedes hacer". Con él lo podía todo, hasta lo imposible para
los hombres. No lo dudó ni un instante. Sabía que lo que le dictaba el corazón,
la mano lo rubricaría con señorío. Por eso, en un abrir y cerrar de ojos
cobraron fuerza los pies y los tobillos del tullido, y de un salto se incorporó.
Y caminó.
Impresionado
el mendigo del prodigio obrado con tan pasmosa facilidad, y como un indicio de
su agradecimiento, entró con el pescador en el templo andando, saltando y
alabando a Dios, para acompañarle en la plegaria.
Una
muchedumbre de vecinos de Jerusalén se había, más que congregado,
arremolinado en torno al desvalido, durante aquella providencial entrevista que
mantuvo con el pescador. La gente estaba familiarizada con el tullido
pordiosero, con sus privaciones, con su inopia y hasta con la habitual guarida
donde limosneaba. Y quedó atónita y colmada de asombro al contemplar la acción
portentosa que había acometido el brazo potente de Dios a través de un testigo
cualificado suyo.
El
mendigo, en señal de agradecimiento por tan próvida e inusitada limosna
colectada, no soltaba de ninguna manera al caritativo autor de la misma y a
Juan, en medio de ambos. Mientras brincaba, bailaba, cantaba y alababa a Dios
con vocerío, les mantenía asidos por el brazo, como a especie de presas que
testimoniaban su alegría y algazara. De tal forma les sujetaba al son de su
particular procesión, y aullaba, que la noticia se difundió por la ciudad como
la lluvia torrencial de otoño; y el pueblo, presa de estupor, corría en
dirección al templo, apiñándose en torno a los tres protagonistas de tan
sonado suceso, en el pórtico llamado de Salomón.
El
amor ya exhibido por Pedro se veía forzado a revestirse y
manifestarse en pública humildad, lo que no se haría esperar. De modo que,
tomando la palabra, se dirigió a la improvisada turba:
—Israelitas,
¿por qué os admiráis de esto? ¿Por qué nos miráis fijamente, como si por
nuestro poder o piedad hubiéramos hecho caminar a éste? El Dios de Abraham, de
Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús,
a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando éste
estaba resuelto a ponerle en libertad. Vosotros renegasteis del Santo y del
Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino, y matasteis al Príncipe
que lleva a la vida. Pero Dios le resucitó de entre los muertos, y nosotros
somos testigos de ello. Y por la fe en su nombre, este mismo nombre ha
restablecido a éste que vosotros veis y conocéis; es, pues, la fe dada por su
medio la que le ha hecho revivir totalmente ante todos vosotros.
En
estos momentos, y mientras departía fluida y animosamente con el pueblo, el
pescador de Cafarnaum evocaba la triple promesa de amor y fidelidad expresada
al Mesías unos días antes en el mar de Tiberiades, y comprendió enseguida
que se le ofrecía una espléndida oportunidad para patentizarla públicamente.
Por lo que, sin temor a eventuales represalias, y con una valentía y viveza que
desconcertaba, decidió proseguir la prédica ya iniciada dando un giro completo
a su enfoque, para transformarla en una emotiva plática de recopilación de
decisivos recuerdos y de exhortación a la conversión del auditorio.
Ante
todo, convenía no encrespar los nervios de la gente, entre la que todavía
sobrevolaban los aciagos recuerdos del Gólgota. Y para ello nada mejor que, sin
eximirles de su responsabilidad directa en el deicidio, sí al menos atenuarla
con un manto de apaciguamiento, de reconciliación, de consuelo confortante:
—Ya
sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes.
Pero Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había presagiado por boca de
todos los profetas: que su Cristo padecería.
Mas,
enseguida, entró de lleno en la sustancia de la génesis de la fe cristiana:
—Arrepentíos,
pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados.
E
impulsado por el Espíritu Santo, que guiaba con habilidad su torpeza, que
iluminaba con sabiduría su ignorancia y que fortalecía su timidez y su cobardía,
aludió al motivo sobrenatural de la conversión, documentándolo con
referencias a la Escritura:
—A fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo
que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el
tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus santos
profetas. Moisés efectivamente anunció: "El Señor Dios os suscitará un
profeta como yo de entre vuestros hermanos; escuchadle todo cuanto os diga. Todo
el que no escuche a ese profeta, sea exterminado del pueblo". Y todos los
profetas que desde Samuel y sus sucesores han hablado, pronosticaron también
estos días.
No
ignoraba que el ambiente se podía caldear en exceso con estas alusiones a la
causa de la Redención. Pero no las podía eludir. No las debía eludir, porque
la falsificaría. Por ello, sin importarle las consecuencias de sus
afirmaciones, prosiguió el pescador:
—Vosotros
sois los hijos de los profetas y de la alianza que Dios estableció con vuestros
padres al decir a Abraham: "En tu descendencia serán bendecidas todas las
familias de la tierra". Para vosotros en primer lugar ha resucitado Dios a su
Siervo y le ha enviado para bendeciros, apartándoos a cada uno de vuestras
iniquidades.
Su
tremenda audacia le costó muy cara. Pues algunos de los fariseos y saduceos
oyentes, engreídos, soberbios de cuello estirado y sobrados de envidia, no
admitían lecciones de nadie y menos si se les recriminaban ciertas acciones
recientes de las que todavía se sentían satisfechos y orgullosos.
Aún estaba platicando el pescador, cuando se presentaron el jefe de la
guardia del templo con sacerdotes y saduceos, enfurecidos porque adoctrinaba al
pueblo y divulgaba en nombre de Dios la resurrección de los muertos. Le echaron
mano, le detuvieron y le pusieron inmediatamente bajo custodia hasta el día
siguiente, pues había caído la tarde, en compañía de Juan y de su nuevo e
inesperado amigo, el pobre tullido, que se resistía, agradecido, a despegarse
de ellos.
Mas
aquella valiente acción suya fue magnánimamente premiada y recompensada por el
Cielo: unas 5.000 personas de las que habían oído la palabra de Dios, tan
bien expuesta por él aquel atardecer, creyeron, adhiriéndose al camino del evangelio.
Los
habitantes de Jerusalén, contados a millares, caían rendidos ante la
elocuencia de este viejo pescador, el cual, asistido por el Espíritu Santo,
obraba por su intercesión acciones más espectaculares y efectivas que las
logradas por el mismísimo Redentor: ya lo había advertido él en su día, y
por eso ahora comprendían aquella enigmática recomendación que antaño habían
oído sin descifrar el sentido que encerraba: "El
Paráclito, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os
recordará todo lo que yo os he dicho... Os conviene que yo me vaya; porque si
no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré;
y cuando él venga, convencerá al mundo".
¿Acaso
había convencido el Hijo del Bendito a 3.000 almas de golpe en su 1º discurso? ¿Y convertido a
5.000 en su 2º discuros?
Al
día siguiente, e invitado a dar explicaciones de aquella potestad capaz de obrar
tan milagrosa curación en un tullido de nacimiento, compareció Pedro ante el Sanedrín
en pleno. Allí se hallaban presentes los jefes, ancianos y escribas, Anás,
Caifás, Jonatán y Alejandro y cuantos pertenecían a la estirpe de los sumos
sacerdotes, magnates de una infame cuadrilla de ignominiosos. Habían excluido
ya a los benévolos Nicodemo y José de Arimatea, considerados demasiado
benignos como para alcanzar categoría bastante de ser portavoces de un pueblo
desmadrado y dirigido por el odio. Allí se habían dado cita exclusivamente los
sacerdotes verdugos, unos días antes, del Verbo encarnado; pues el sacerdocio
de entonces no era una vocación religiosa, sino una mera función política.
Les
pusieron en medio y les preguntaron:
—¿Con
qué poder o en nombre de quién habéis hecho vosotros eso?
Mas
ni siquiera se intimidó el perspicaz galileo por la presencia de aquella raza
de víboras, como les apodaba el Rabbí de Israel; y con talante alegre y
apacibilidad de ánimo, y colmado del Espíritu Santo, se justificó ante ellos
como supo:
—Jefes
del pueblo y ancianos: puesto que con motivo de la obra realizada en un enfermo
somos hoy interrogados por quién ha sido éste curado, sabed vosotros y el
pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien
vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su
nombre y no por ningún otro se presenta éste, aquí y hoy, sano ante vosotros.
Él es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se
ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a
los hombres por el que nosotros debamos salvarnos.
Viendo
la valentía del galileo, y juzgando que era individuo "sin instrucción ni
cultura", los sanedritas quedaron estupefactos, aturdidos ante aquella aguda
alocución. Reconocían, por una parte, su adhesión con el Crucificado; pero al
mismo tiempo veían de pie, erguido, al varón cuyas piernas exhibían el
sorprendente portento obrado. La evidencia abortaba la réplica y cualquier
malvada resolución surgida de la abominación y de los celos tiñosos. Es más:
miles de habitantes del pueblo habían abrazado con decisión irrevocable e
irreversible la nueva fe naciente, y no podían conducirse con la pérfida
estulticia que les había guiado días antes con el Redentor. Así que les
mandaron salir fuera del Sanedrín, para deliberar entre ellos. Se plantearon:
—¿Qué
haremos con estos hombres? Es evidente para todos los habitantes de Jerusalén,
que ellos han realizado una señal manifiesta, y no podemos negarlo. Pero a fin
de que esto no se divulgue más entre el pueblo, amenacémosles para que no
hablen ya más a nadie en este nombre.
Les
llamaron y les mandaron que de ninguna manera mencionasen siquiera el nombre del
Nazareno. Pero para el rudo Pedro, este ridículo mandato suponía poner
puertas al campo, por lo que replicó con incontenible intrepidez:
—Juzgad
si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos
nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.
Los
sanedritas, tras amenazarles de nuevo, los soltaron. No hallaban forma de
castigarlos, a causa del pueblo, porque todos glorificaban a Dios por lo
ocurrido, pues el individuo en quien se había rubricado la sanación había
sobrepasado los 40 años. De este modo se otorgaba a la obra apostólica
del pescador vía libre por algún tiempo, a pesar de los obstáculos que la
estupidez humana no cesaría de interponer en lo sucesivo, cada día; aunque
para él, eso sería lo de menos: sabía que ésa sería la huella palpable de
la obra bien hecha.
Una
vez libres, vinieron donde los suyos y les contaron cuanto les había
acontecido. Al oírlo, todos a una elevaron su voz a Dios, agradecidos:
—Señor,
tú que hiciste el cielo y la tierra, el mar y cuanto ellos contienen, tú que
has dicho por el Espíritu Santo, por boca de nuestro padre David, tu siervo:
"¿A qué esta agitación de las naciones, estos vanos proyectos de los
pueblos? Se han presentado los reyes de la tierra y los magistrados se han
aliado contra el Señor y contra su Ungido". Porque verdaderamente en esta
ciudad se han aliado Herodes y Pilato con las naciones y los pueblos de
Israel contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido, para realizar lo que
en tu poder y en tu sabiduría habías predeterminado que sucediera. Y ahora, Señor,
ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu
Palabra con toda valentía, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales
y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús.
Acabada
la oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y se llenaron de Espíritu,
que les indujo a difundir el evangelio con más ardor, con más pasión, con más
fuego.
e)
Asistencia a los cristianos
Pedro daba testimonio con gran poder del Resucitado y gozaba de gran simpatía
y respeto entre la gente. Todos lo elogiaban y acudían entusiasmados junto a él,
multitudes de hombres y mujeres que cada vez se adherían en mayor número a la
fe que él pregonaba a bombo y platillo. Su fama se acrecentaba por instantes y
con ella la virtud en su entorno; pues se le respetaba, se le veneraba, se le
escuchaba con atención, y la chispa que brotaba de su ímpetu enamorado se
propagaba y se transfería por doquier como llama inextinguible prendida en
carbones encendidos, en ascuas.
Los
creyentes vivían unidos y no tenían sino un solo corazón y una sola alma.
Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que los tenían en común y los distribuían
entre ellos. El tú y el yo se había borrado y transformado en el
nosotros, y el mío y el tuyo en el nuestro. Entre
ellos no existían indigentes, pues los que poseían propiedades, terrenos o
casas, las vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de
Pedro, que repartía equitativamente a cada cual según su criterio y en
atención a las necesidades. Los hermanos se sentían honrados cuando el
pescador no desdeñaba sus gestos de hospitalidad o sus limosnas. Pues vivían
incrustados a la suma pobreza, siendo así inmensamente ricos: nada poseían, y
todo les sobraba.
Mas
no compartían solamente los bienes materiales, sino también y sobre todo los
espirituales: los regocijos y las penas de cada día, las ilusiones y los
fracasos en los aconteceres de este mundo mezquino, la fe en el Salvador y la
esperanza en un mundo nuevo y mejor, renovado por el amor.
Cada
día, todos solían orar junto al pescador, en el Pórtico de Salomón del templo, con un mismo espíritu. En realidad, la oración pura, continua y
ferviente, era el alma que sostenía la agrupación de hermanos, y les daba alas
para volar y llegar alto, muy alto.
Si
algún desaliento pasajero sobrevolaba sobre la comunidad, pronto se desvanecía,
pues la virtud se sustentaba sobre hábitos permanentes de lucha y de esfuerzo
solidario. No consentía en nadie el engaño y la mentira, que combatía con
severidad. Pues enseñaba que quien era capaz de engañar o mentir a un hermano,
a Dios engañaba o mentía. Fustigaba sin descanso la mediocridad, la sordidez,
la vileza, la ordinariez, la imperfección; para este santo varón, bañado de
luz y de evangelio, sólo la suma perfección formaba parte de su ideario,
porque así se lo habían suplicado un día: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto".
Pedro
y sus hermanos, la 1ª generación del nombre cristiano, eran generalmente
respetados como santos a carta cabal, porque habían sido santificados por el
santo baño del sacramento del bautismo, y porque merecían tal denominación
por la pureza de sus inclinaciones, por el arraigo de las virtudes en su vida
cotidiana, por la excelencia de sus vidas.
Y
por su mano no cesaban de realizarse multitud de gestas prodigiosas como si tal
cosa. Hasta tal punto, que incluso la gente sacaba a los aquejados de cualquier
dolencia a las plazas de la villa, acomodados en lechos y camillas, para que al
pasar el bondadoso Pedro, siquiera su sombra cubriese a alguno de
ellos y lo sanase. Él acogía a todos y a todos bendecía, pues la curación
del cuerpo formaba parte esencial del mandato que había acogido para sanar el
espíritu: "En
tu camino predica que el reino de Dios se acerca. Y cura a los enfermos,
resucita a los muertos, limpia a los leprosos, arroja a los demonios".
Tan
poderosamente llamaban la atención las maravillas y las hazañas del pescador,
que también la curiosidad y el temor se apoderaban de los fieles. Pues en aquel
tiempo nadie trabajaba de balde, y menos si obraba acciones portentosas. Y sin
embargo, él seguía al pie de la letra el mensaje sublime del desprendimiento
absoluto, de la generosidad desinteresada, de la bienaventuranza de la pobreza.
El divino Maestro se lo había exigido un día con contundencia y sin tapujos:
"Gratis
lo recibes, dalo gratis".
Así
mismo,
acudían cerca de él masas de gentes oriundas de las poblaciones vecinas a
Jerusalén, adonde había llegado su fama, presentándole enfermos y
atormentados por espíritus inmundos. Imponiéndoles las manos, todos quedaban
curados por su fe lúcida y por la fuerza de su elocuencia. Se le había
prometido que obraría similares milagros a aquellos con los que el Salvador de
la humanidad había asombrado a las muchedumbres, sin limitación en el tiempo y
en el espacio:
"Yo te aseguro: si crees en mí, harás también las
obras que yo hago, y harás mayores aún, porque yo voy al Padre".
Y
se le había aclarado el procedimiento infalible para no fracasar jamás: "Separado de
mí no puedes hacer nada. Pero si
permaneces en mí y mis palabras permanecen en ti, pide lo que quieras y lo
conseguirás. Porque la gloria de mi Padre está en que des mucho fruto, y así
serás mi discípulo".
"Pide
lo que quieras y lo conseguirás". Pedro creía a pies juntillas cuanto había
mamado con el Cristo de Dios, y precisamente por eso había correspondencia
estricta entre su doctrina y su práctica. Él lo conseguía todo. Absolutamente
todo cuanto pedía. Obraba milagros con una facilidad pasmosa, con una sencillez
que escandalizaba a propios y extraños. Pero antes de recabar la intervención
divina se aplicaba a sí mismo con rigor el "si permaneces en mí y mis
palabras permanecen en ti": la integridad preconizada por el evangelio, hasta
en los más mínimos detalles, cincelaba su comportamiento, pulía sus
costumbres, torturándole no pocas veces sus impulsos y su vehemencia innatos.
No
sólo los creyentes, sino incluso los incrédulos admiraban en él su humildad y
su santidad, pues la virtud crecía en él como un altísimo cedro del Líbano
en terreno fértil. Todos se allegaban sin temor a escuchar sus pregones, lo
acogían gustosamente y le proveían con agrado de lo necesario para que pudiera
amparar las carencias de los pobres.
Y
no cesaba de expandir por doquier el reino de Dios y la vida de la gracia que
operaba en las personas merced a la benignidad y condescendencia de su amigo, el
divino Resucitado de entre los muertos. Les advertía: "Convertíos
y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para
remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Pues la
promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están
lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro".
Siempre
aprovechaba Pedro toda coyuntura que se le ofrecía para
evangelizar. Cuando alguien le imploraba por la curación de un cuerpo enfermo,
él reclamaba la urgencia de sanar simultáneamente el alma enferma. Y cuando se
le prohibía conversar en el nombre de Dios, no se entrecortaba, y rápidamente
reivindicaba con aplomo: "Es
necesario obedecer a Dios antes que a los hombres".
E
iba logrando, poco a poco, que el evangelio de la dignificación del hombre
prosperara, multiplicándose considerablemente el número de los discípulos.
Convenció incluso a ciertos miembros del Sanedrín y sacerdotes que ni el
Ungido de Dios había podido conmover y convencer, los cuales también iban
aceptando de buen grado la fe.
Durante
los primeros meses, dedicó por entero su actividad apostólica a Jerusalén y,
poco después, la fue dilatando, sin prisa alguna mas sin pausa, al resto de
Israel. Reiteraba sin miedo lo que había aprendido de boca del divino Jesús. Y actuaba en consonancia. Vivía el
evangelio bajo las enseñanzas
del propio evangelio, que él había asimilado en detalle y que en detalle se lo
recordaba ahora el Espíritu Santo.
Los neófitos, ya convertidos e iniciados en el nuevo camino cristiano, acudían asiduamente a la instrucción del pescador, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones junto a él. Siempre junto a él. La fracción del pan la celebraban tras la cena o ágape frugal, que se prolongaba muchas veces hasta altas horas de la noche, y en donde destacaba la sobriedad y el decoro, que contrastaba con el derroche y el desorden de las orgías paganas. Como afirmaría Tertuliano, unos años después:
"No se recuestan para comer sino después de haber gustado una oración a Dios. Se come en la medida del apetito. Se bebe todo lo que es propio de gente sobria. Se satisface el hambre como personas que, incluso durante la noche, recuerdan que deben adorar a Dios. Se habla como hombres que saben que Dios los está escuchando y se separan con pudor y modestia, como personas que en la mesa han recibido una lección más que una comida".
En efecto,
en dicha fracción del pan partían y repartían los cristianos el pan por las casas, y
tomaban el alimento de vida eterna con regocijo y sencillez de espíritu.
Alababan a Dios. Y Dios agregaba cada día a la comunidad a los que se habían
de salvar.
Cierto
que la persecución no se había sofocado entre la gente mezquina; mas los
copiosos frutos de la redención iban transmutando paulatina e implacablemente
el rencor en afecto, la corrupción en pureza de costumbres, el vicio en virtud,
el escándalo en decencia ejemplar, el odio en amor, y los corazones de piedra
en corazones de carne.
f) Gobernanza de Jerusalén
En
cierta ocasión, un tal Ananías, de acuerdo con su mujer Safira, vendió una
propiedad, siguiendo el ejemplo de muchos de los recién conversos al
cristianismo. Pretendía pasar por bienhechor delante de los apóstoles. Tal vez
por no estar muy convencido del gesto caritativo, tal vez por oprimirle la
avaricia y no saber reprimirla, lo cierto es que se quedó con una parte del
precio obtenido en la venta, sabiéndolo también su esposa; la parte sobrante
la trajo y la puso a los pies de los apóstoles.
Pedro, soplado proféticamente por el Espíritu, advirtió la ruindad de
Ananías
y, muy ofendido, le inquirió:
—Ananías,
¿cómo es que Satanás colmó tu corazón para mentir al Espíritu Santo, y
quedarte con parte del precio del campo? ¿Es que mientras lo tenías no era
tuyo, y una vez vendido no podías disponer del precio? ¿Por qué determinaste
en tu corazón hacer esto? No has mentido a los hombres, sino a Dios.
Al
oír Ananías esta severa reprimenda, sobresaltado por la vergüenza y el
bochorno, cayó fulminado en tierra, y expiró. Y
una ráfaga de temor agredió a cuantos fueron testigos de tan insólito acto.
Pues el inmenso señorío que mostraba el pescador en sus acciones no sólo servía
para dar salud a los enfermos, sino también para quebrantar la vida de los
sanos.
Se
arremangaron los jóvenes, amortajaron el cadáver de Ananías y lo llevaron a
enterrar. Unas 3 horas más tarde, la mujer de Ananías (Safira, que ignoraba lo que había
sucedido con su marido) llegó donde Pedro. Y éste, que velaba como fiel
guardián por el progreso de la virtud, quiso comprobar la complicidad en el mal
de la buena señora, y le espetó con astucia:
—Safira,
dime, ¿habéis vendido en tanto el campo?
—Sí,
en eso, reconoció ingenuamente ella.
Una
mirada áspera y delatora de Pedro le sacó los colores. Los presentes se
mantenían expectantes, aún aturdidos por el inesperado colapso o infarto de
Ananías y por el poder que desplegaba la elocuencia del pescador. Éste entrevió
una oportunidad magnífica para aleccionar al auditorio sobre la malicia de la
mentira, de la falsedad, del engaño. Por eso, sin que le temblara la voz, sin
dejarse dominar por su espíritu de tendencia benevolente, y compasivo, y manso,
replicó con un ímpetu incontrolado:
—¿Cómo
os habéis puesto de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? Mira,
aquí a la puerta están los pies de los que han enterrado a tu marido; ellos te
llevarán a ti.
En
un santiamén, Safira se desplomó exterminada a sus pies. Sin abrir siquiera
los labios, expiró. Entrando
de nuevo los jóvenes, y hallándola muerta, la amortajaron y la llevaron a
enterrar junto a su marido. Los
presentes y cuantos oyeron el recio relato de Ananías y de su esposa Safira
quedaron sepultados por las olas del estremecimiento, que corrían sin levantar
espuma, pero diamantinas, impasibles, compactas.
Pedro
apretaba las clavijas y mostraba un talante sumamente rígido,
inflexible e implacable con la mentira. No la disculpaba en ninguna de sus
expresiones (jocosa, oficiosa y perniciosa), pues en cualquier caso
vulneraba, deformaba y demolía el proceso normal de la fe. El mentiroso era
incompatible con el creyente.
La
mentira corroía el mensaje y falsificaba el evangelio de la Verdad más que una
peste funesta. La mentira, para colmo, era primogénita del diablo ("¿cómo es
que Satanás colmó tu corazón para mentir?"), pues de él emergía y sólo a
él se encaminaba. La mentira era la madre de la hipocresía, de la murmuración,
del falso testimonio, de la calumnia. La mentira destruía el armazón que
consolidaba las comunidades con tanto empeño fundadas, pues faltaba al amor. La
mentira mataba el amor, pues como recordaría más tarde el propio Juan
apóstol, "todos
los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre que es
la muerte eterna".
La
fe de la Iglesia naciente se depositaba en el Hijo del hombre, el Resucitado,
que era la Verdad con mayúsculas, la Verdad pura y luminosa, la Verdad
incontaminada, sin mezcla de mentira. La fe exigía la verdad más absoluta y
tajante, pues sólo de la Verdad procedía y sólo a la Verdad conducía. El
Hijo Único de Dios había nacido y había venido a este edén terrenal sólo
para esto: para testificar de la verdad. Por eso Dios abomina los labios
embusteros, rechaza todo engaño y aniquila sin piedad a los mentirosos.
Los
hermanos quedaron edificados de la vehemente conducta del pescador con Ananías
y Safira. Habitualmente tierno y dulce, sensible y suave, también sabía
mostrar su lado contundente, insobornable, resuelto, distante.
El
comportamiento de Pedro simulaba magistralmente al de los volcanes en erupción,
como se había podido comprobar en el caso de Ananías y Safira. En principio, por miedo, mas después por coherencia con
la probidad, la mentira se esfumó de cuajo, dejando paso a unas relaciones
cimentadas en la verdad, en la sinceridad, en la espontaneidad, en la franqueza,
en la inocencia.
Conforme
transcurrían los días, el temperamento y los modales del pescador se iban
acomodando con el modelo del divino Resucitado, que le había contagiado. Cómo
él, compaginaba paulatinamente y cada vez más y mejor la benevolencia con la
rigidez en la exigencia de la virtud, la tolerancia en las debilidades y en las
caídas con la firmeza en las levantadas y en las remontadas de situaciones
adversas. El espejo en donde cada mañana se reconocía, al despuntar la aurora,
para limar manchas y asperezas y para componerse con aseo y pulcritud, se había
tallado con el vidrio cristalino de la santidad del Mesías.
La
cruz era su tesoro más preciado, la fuente de donde bebía a diario el agua que
vitalizaba su fragilidad, le cubría sus carencias, y le rejuvenecía en sus
achaques. En realidad, su Maestro amado y la cruz formaban para él un dúo
inseparable, una unidad ingénita. Si veía la cruz, enseguida aparecía el
Maestro con ella, y cuando se topaba con el Maestro, detrás se manifestaba la cruz. Si le afloraban sentimientos de amor al Maestro, la
cruz ocupaba el centro
de los mismos; y si retoñaban los sentimientos de amor a la cruz, experimentaba
al Maestro en ella clavado.
Su
Maestro, efectivamente, abrazó la cruz por amor, por amor a él; él, de igual
manera, abrazó la cruz por su Maestro, por amor a su Maestro. El evangelio que
expuso su Maestro en Judea y en Galilea era el evangelio de la cruz. A él le
había resultado imposible evangelizar sin eludir la cruz, pues no existe
evangelización auténtica si no está presidida por la cruz, por una inmensa cruz de contrariedades, de disgustos, de decepciones, de conflictos, de
persecuciones y hasta de odios. La cruz que durante los últimos tiempos se
exhibía ante el pescador evidenciaba a las claras, por consiguiente, el mejor
aval que su Maestro le prestaba en su colaboración a la expansión del evangelio.
Es más. Pedro sabía que no podía alcanzar la vida eterna, junto al Maestro, sin la cruz. Y que sólo la cruz era la puerta de la Vida con mayúsculas. Pues el divino Crucificado dio la vida al mundo, pero la dio en la cruz, con la cruz, por la cruz, desde la cruz. Nadie podría poseer la eternidad sin amar la cruz, sin abrazarla por amor del divino Crucificado.
g) Oposición judía a Pedro
El
progreso espiritual y material de la cristiandad provocaba que algunos fanáticos
judíos, por causa de ese funesto mal denominado envidia, se preñaran de ira
hirviente y empezaran a tramar proyectos envenenados con sabor de muerte. La
historia del Maestro de Nazaret simulaba querer reproducirse en el pescador
de Cafarnaum.
De
modo que el sumo sacerdote Anás, y los suyos, los de la secta de los saduceos,
encolerizados por los celos y dando rienda suelta a las más rastreras pasiones,
echaron mano del pescador en cierta ocasión y lo metieron en la cárcel pública
junto a algunos de sus más allegados discípulos, para que, encerrados, se les
secara la lengua y no captaran más adeptos para su causa. Ignoraban que así
como el oro se purifica en el fuego del crisol, así el alma en gracia se
vigoriza en la tribulación, que sirve de gran provecho tanto para ella como
para quienes le rodean. La guerra y la mazmorra iban a servir, por tanto, de tónico
espiritual: de estímulo para seguir en la brecha sin desmayo, y de acicate para
perseverar en la divulgación del evangelio de la concordia.
Sin
embargo, poco tiempo iba a durar el prendimiento, pues durante la primera noche
de reclusión el ángel del Señor abrió milagrosamente las puertas de la prisión
y los puso en libertad con esta consigna:
—Id,
presentaos en el templo y anunciad al pueblo todo lo referente a esta vida.
Escapó
sin dificultad alguna. Nada más clarear el alba, entró en el templo y se puso
a predicar, acatando el mandato. Por su parte, el sumo sacerdote y sus secuaces
convocaron con premura el Sanedrín y el Senado de los hijos Israel, y enviaron
a buscar a los presos al calabozo. Los alguaciles se tropezaron con las celdas
vacías. Temerosos y preocupados por la fuga, corrieron a dar cuenta del extraño
suceso:
—Hemos
hallado la cárcel cuidadosamente cerrada y los guardias firmes ante las
puertas; pero cuando abrimos, no encontramos a nadie dentro.
Al
oír esto, tanto el jefe de la guardia del templo como los sumos sacerdotes,
contrariados e irritados, se preguntaban perplejos qué podría significar
aquello. En ello se hallaban, cuando se presentó un chismoso soplón, que les
informó:
—Mirad,
los hombres que pusisteis en prisión están en el templo y enseñan al pueblo.
El
jefe de la guardia marchó, junto con los alguaciles, en su búsqueda y captura.
Los apresó, pero sin violencia, porque temían que el pueblo les apedrease. Los
trajo, y los presentó ante el Sanedrín. El sumo sacerdote los sometió a otro
interminable interrogatorio. Finalmente, ordenó:
—Os
prohibimos severamente enseñar en ese nombre, y, sin embargo, vosotros habéis
impregnado Jerusalén con vuestra doctrina y queréis hacer recaer sobre
nosotros la sangre de ese hombre.
De
Pedro se había desvanecido radicalmente aquella cobardía miserable de la mañana
del viernes de Pascua más triste de su vida. En él había nacido una nueva
criatura que repudiaba el vocablo temor e ignoraba los sentimientos de
deslealtad. Con firmeza de voz, por tanto, se defendió de la acusación, y
espetó al sumo sacerdote:
—¡Hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres!
Y,
aprovechando la oportunidad y el improvisado auditorio que se le ofrecía, se
atrevió a evangelizar, a transfundir sus principios en la mismísima médula de
la perfidia; por lo que prosiguió con ánimo:
—El
Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole
de un madero. A éste le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador,
para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros
somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a
los que le obedecen.
Las
declaraciones del pescador avivaron la hoguera. ¿Que el Dios de Israel había
bendecido al Crucificado del Gólgota, resucitándolo? ¿Que el muerto que ellos
mismos habían ajusticiado se había constituido ahora en su propio Jefe y
Salvador? ¿Que Israel necesitaba convertirse? Ellos, al oír estas saetas
emponzoñadas, rechinaban de dientes, se consumían de rabia y hubieran deseado
que un rayo hubiera fulminado y partido de cuajo la lengua del testarudo
pescador, y al pescador mismo.
La
tirantez que la tiña suscitaba en los saduceos fue finalmente amortiguada por
un rabino honrado, de nombre Gamaliel, prestigioso fariseo y doctor de la ley,
que calmó al Sanedrín con una proverbial sentencia que se ha inscrito en los
anales de la historia. Mandó que se hiciera salir un momento a aquellos
individuos de la sala, y reveló proféticamente:
—Israelitas:
mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres. Porque hace algún tiempo
despuntó Teudas, que pretendía ser alguien y que reunió a su alrededor unos
cuatrocientos hombres; fue muerto y todos los que le seguían se disgregaron y
quedaron en nada. Después de éste, en los días del empadronamiento, se
enalteció Judas el Galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí; también éste
pereció y todos los que le habían seguido se dispersaron. Os digo, pues,
ahora: desentendeos de estos hombres y dejadlos. Porque si esta idea o esta obra
es de los hombres, se desmoronará por sí misma; pero si es de Dios, no
conseguiréis destruirles. No sea que os encontréis luchando contra Dios.
Y
los sanedritas se adhirieron a su parecer. Entonces llamaron al intrépido
pescador y a sus más allegados amigos; y, después de azotarlos, los
intimidaron a que no catequizasen más en nombre del Señor Jesús. Y los
dejaron en libertad.
Mas
todos marcharon de la estancia ante el Sanedrín contentos por haber sido
considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre de su Dios y Señor. ¿La
mazmorra y los azotes les iban a cerrar ahora la boca? ¡Qué estupideces
cometen los enemigos de la fe cristiana! ¡Su ceguera les impulsa a atacarla
precisamente con las armas que más la extienden!
Pues
el pescador no cesaba de evangelizar, divulgando la Buena Nueva cada día en el
templo y por las casas, a todas horas, a tiempo y a destiempo. El celo por la
eternidad le devoraba. Jamás le hería la persecución injusta, el martirio; al
contrario, cuando la consternación se filtraba en su morada, le acariciaba con
cortesía, le fortalecía, le renovaba el vigor y le proporcionaba alas de águila
que le encaramaban hasta las más empinadas cumbres. Se valía de las dolencias
para saciar su sed de conquistar almas para Dios y su sed de Dios.
Pedro
siempre instruía dando ejemplo. Y para aumentar la credibilidad, mortificaba
sin pudor y sin fingimiento la concupiscencia de la carne, aprovechando para
ello cualquier oportunidad que se le brindase, aunque costara Dios y ayuda.
Comía
poco, y más de un día se olvidaba de comer. Trasmañanaba la comida y ayunaba
sin poner cara triste y sin desfigurar la imagen para que los demás notasen que
ayunaba. Ayunaba perfumando su cabeza y lavando su rostro, como interpelaba
el evangelio, para que su ayuno sólo fuera visto por el Padre celestial y por
su Hijo amado, que le recompensaban en lo secreto a manos llenas. No daba
satisfacciones a la gula, y controlaba su apetito, para que su gusto se
habituase con frenesí a las delicias de la carne del divino Cordero de Dios,
manjar de vida eterna que le sostenía física y místicamente y le impelía a
seguir incansablemente.
Humillaba
con llanto y con sangre su cuerpo de las tentaciones de soberbia, de los
apetitos de la lujuria, de los arrebatos de ira. Si la pereza acampaba en su
morada, erguía su cuerpo, izaba las velas de su barca, soltaba amarras, y
remaba mar adentro con empuje, con todas sus fuerzas. Refutaba el afán posesivo
del dinero con un desprendimiento drástico, viviendo paupérrimamente. Si
alguna sensación de envidia asomaba en su horizonte, la borraba de su
existencia amando, amando y amando al ser recelado. Y
toda su ascesis, toda su batalla por la virtud la libraba con un solo fin: para
que en el día postrero resplandeciera en él un halo indefectible de gloria,
junto a su Maestro amado. Siempre junto a su Maestro amado.
El
sendero de santidad y de virtud que Pedro había iniciado el día de
Pentecostés se asentaba sobre la abnegación, el sufrimiento, la renuncia, y la
beligerancia contra el pecado, contra las pasiones, contra las más mínimas
imperfecciones. Todo ello crucificaba su vida de una manera más o menos
cruenta. Y cuando su espíritu abrazaba y toleraba la cruz con alegría,
entonces avanzaba guiado por la luz verdadera y siguiendo el trayecto recto y
seguro, impermeable al desaliento, impertérrito, sin temor a resbalar en las
pendientes, sin riesgo de confundirse en las encrucijadas de las travesías
ignotas, sin peligro de perderse. Pues el divino Resucitado actuaba en tal caso de Cireneo, aportando la fortaleza necesaria para
cubrir las flaquezas y hasta cargando con la cruz entera si la flojedad le
postraba en el camino sin ánimo para levantarse y para seguir caminando.
La cruz, exteriorizada en persecuciones o en odios, era su puerta privada para la inmortalidad, y amándola como el divino Crucificado la enviaba, entraría por ella entre resplandores. Pues la tortura de la cruz pasa, posee carácter temporal, momentáneo, perecedero; pero el mérito que la misma dispensa es imborrable, sempiterno, y se inscribe a perpetuidad en el corazón del Crucificado con letras de cielo.
h) Visitas pastorales por Israel
Por
las manos de Pedro no cesaban de prodigarse multitud de señales que
asombraban a la vez que seducían. La gente sencilla, por su parte, opinaba de
él con ponderación, con elogio, con aplauso. Muy a pesar de los preñados de
envidia, los creyentes se multiplicaban como renuevos de olivo en derredor suyo.
La virtud se desarrollaba y crecía vigorosa en el aliento de muchos judíos de
buena voluntad. Y el evangelio alumbraba a todos con luz propia, brillante, nítida;
como el sol durante un día despejado de primavera.
Jerusalén
se había sembrado con semillas de esperanza. Mas la propia naturaleza se había
encargado de que se dispersaran por el resto del país, cayendo en jardines y en
terrenos áridos, no preparados para la sementera. A oídos del pescador llegó
el rumor de que la Buena Noticia se había esparcido espontáneamente por la
demarcación de Samaria. Los hermanos que moraban en Jerusalén aplaudieron la
novedad samaritana, pero en el corazón del pescador se dibujó una sombra de
aprensión: ¿Habría sido acogido el evangelio con estricta fidelidad, o
deformado? ¿Se hallaría el terreno suelto, o envuelto de cizaña? A él le
gustaba siempre enjuiciar las cosas desde la cruda realidad, sin dejarse seducir
por los cantos de sirenas. Por ello, sin más dilación, él y su amigo Juan, el
hijo del pescador Zebedeo, marcharon a Samaria.
Samaria,
la comarca más fértil y poblada de Israel, comprendía el territorio de la
tribu de Efraim y una parte de la de Manasés. En ella destacaban las ciudades
de Samaria, de la que tomó nombre la región, y la primitiva Siquén (Sicar o
Sicara en aquellos tiempos, la actual ciudad de Nablús), al pie del Monte Ebal, a unos 1.000 m. del pozo de Jacob. Distante 55 km de
Jerusalén, se había erigido durante largo tiempo en el centro del culto a
Baal, contra el cual habían clamado enérgicamente los profetas de Israel.
Los
samaritanos descendían de los gentiles enviados por Salmanasar V de Asiria el 721 a.C, que se mezclaron a los pocos israelitas que
permanecieron en el país. Con la religión de Moisés mezclaban ciertas prácticas
paganas y no aceptaban el Templo de Jerusalén como único altar de sacrificios.
Erigieron un templo en el Monte Garizim, y, aun después de ser destruido,
siguieron adorando en este monte.
Si bien había entre samaritanos y judíos disensiones pertinaces por motivos de religión y por otras nonadas, la clave de su proverbial enemistad y controversia se centraba en el desacuerdo entre ellos por el lugar destinado al culto divino: el templo. En efecto, la afilada hostilidad entre samaritanos y judíos había arrancado en el s. VI a.C, tras el destierro de Babilonia y a causa de la restauración del Templo de Jerusalén, arrasado en la invasión. Los samaritanos habían pretendido colaborar en su reconstrucción, pero los judíos lo habían prohibido. Como represalia, en el s. V a.C los samaritanos habían demolido las murallas de Jerusalén, recién construidas. Finalmente habían labrado su propio templo, en el Monte Garizim, cerca de Siquén, como símbolo de una rivalidad y competencia perpetua hacia aquel templo en que le habían impedido ocuparse; aunque, para su desdicha, acabaría siendo éste asolado en el s. II a.C por Juan Hircano.
El
odio mortífero entre samaritanos y judíos alcanzaba tales ribetes de demencia,
que les despojaba hasta de la facultad de comer y beber juntos. Por culpa del
mismo, favorecían siempre los samaritanos a los enemigos de los judíos, y se
aproximaban desmesuradamente a las querencias de los gentiles, atentando así
contra sus propias raíces; y ello, con el solo pretexto de crear oposición,
contrariedad, discordia, guerra. La opresión del ejército romano, en la época
que nos ocupa, significó para los samaritanos un alivio de la opresión a la
que le sometían sus hermanos judíos. Por eso brilló siempre con luz
deslumbrante, en el panorama de Israel, aquella escena en que Jesús, sediento y fatigado del camino, se había sentado junto al pozo de
Jacob y, tras pedir de beber agua a una mujer samaritana, le había revelado con
una dulzura desconcertante: "Si
conocieras el don de Dios y quién es el que te dice Dame de beber, tú
le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva. Todo el que bebe
del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se
convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna".
Bien.
Cuando supo el pescador la excelente novedad de Samaria, resonó de inmediato en
su mente aquel suceso vivido junto al Unigénito de Dios, tan sólo unos meses
antes. Durante 2 días se había cobijado el Rabino de Nazaret con sus discípulos
en Siquén, a ruegos de la samaritana y de sus amigos. En aquella minúscula
aldea aún vivían aquéllos que habían "visto por sí mismos" y que sabían
que éste "es verdaderamente el Salvador del mundo". Invadido de estos
pensamientos, el pescador bajó con rapidez hasta Samaria, acompañado de Juan
el Zebedeo. Seguramente se encaminaron hacia Siquén, en busca de antiguas
conquistas. La comunidad de creyentes habría crecido, sin duda, al amparo de
aquellos "adoradores verdaderos, que adoraban al Padre en espíritu y en
verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren".
Pronto
se cercioró de que los samaritanos únicamente habían sido bautizados en el
nombre del Señor Jesús. Todavía no había descendido sobre ellos el Espíritu
Santo, porque ninguno había sido confirmado.
Pedro
consumió todo su tiempo y su sabiduría y su cariño en
catequizar, en preparar para que recibieran dignamente el sacramento de la luz.
Descifró con pormenores la bienaventuranza evangélica. Formó una agrupación
de hermanos en la fe, unidos entre sí, como los piñones en una piña, por
escamas de amor. Les aleccionó en el camino de la honestidad y en el de la
oración. Y oraron. Oraron todos juntos, implorando la misericordia de Dios
Padre sobre ellos. Oraron y evocaron a María, la madre del Hijo y esposa del
Espíritu Santo Paráclito, para que recibieran a éste en plenitud.
Finalmente,
Pedro les impuso las manos. Y el Espíritu les saturó de gozo
con su presencia. El pueblo quedó fascinado de la increíble actividad
sobrenatural de los 7 dones (sabiduría, ciencia, consejo, entendimiento,
fortaleza, piedad, temor de Dios) y de los 12 frutos del Espíritu Santo (amor, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre,
fe, modestia, continencia, castidad).
Un
samaritano, de nombre Simón, quedó estupefacto al contemplar el prodigio
obrado en los creyentes cuando se derramó sobre ellos la gracia del Sacramento
de la Confirmación. Pensó que el milagro obedecía, por obra de magia, a la
mera imposición de las manos del pescador sobre cada uno de los creyentes. Y a
las primeras de cambio entrevió un espléndido negocio en el asunto, por lo que
trató de sobornar al apóstol, ofreciéndole dinero para comprarle la fórmula
mágica. Le sopló en voz baja: "Dadme
a mí también este poder, para que reciba el Espíritu Santo aquel a quien yo
imponga las manos".
El
1º pecado, y nuevo, que florecía como contrapunto de la malicia humana al
derroche de indulgencia del Espíritu, estaba servido: la simonía, así
llamada en consideración al nombre de aquel samaritano ambicioso y trapacero,
egoísta y altanero, que quiso traficar con cosas sagradas, intentando percibir
un bien místico a cambio de un bien temporal. El pescador se indignó. Y lo
maldijo con vehemencia y hasta con ira:
—Vaya
tu dinero a la perdición y tú con él; pues has pensado que el don de Dios se
compra con dinero.
Una
vez descargó sobre él su frenético coraje para defenderse de la mezquina
corruptela de Simón, y una vez sosegado su espíritu, le aclaró algo esencial
y consubstancial al sacramento, infinitamente distante de los presupuestos de la
superstición y de la brujería:
—En
este asunto no tienes tú parte ni herencia, pues tu corazón no es recto
delante de Dios.
Cuando
carece el corazón de rectitud delante de Dios, cuando no obra según los
designios divinos, no tiene "ni parte ni herencia" en las empresas de Dios.
Con más claridad y caridad no pudo hablar a este avariento cicatero. Aunque, al
fin, era inevitable que reluciera la hermosa alma del pescador, aquella misma
alma que lloró a mares, contrito por la pesadumbre la noche de la triple negación,
la noche en que un gallo le superó en pulcritud. De esa misma alma arrepentida
trascendió un gemido de aliento para el maldito Simón:
—Arrepiéntete
de esa tu maldad y ruega al Señor, a ver si se te perdona ese pensamiento de tu
corazón; porque veo que tú estás en hiel de amargura y en ataduras de
iniquidad.
Visiblemente
tocado, el sórdido Simón suplicó perdón:
—Rogad
vosotros al Señor por mí, para que no venga sobre mí ninguna de esas cosas
que habéis dicho.
El
apóstol Pedro, después de haber dado testimonio y de haber predicado la Palabra del
Señor, también dejó sembrada Samaria con simientes de esperanza, frescas y
lozanas. Regresó a Jerusalén, evangelizando cuantos caseríos y poblados
samaritanos halló en su camino.
Una
llamarada ardiente le consumía por dentro, y sufría como un martirio cuando
observaba hermanos judíos alejados del único Hijo de David que ya había
redimido al pueblo elegido. Y ello, no tanto por la gloria que privaban al
divino Redentor, sino por la desgracia que se atraían sobre sí mismos.
i) Más visitas por toda Israel
Una
vez establecido en Jerusalén, la presencia de Pedro comenzó a palparse por los más dispersos lugares de Judea, de Samaria e
incluso de su natal Galilea, iniciando una etapa en la senda de su vida similar
a la de aquel peregrinaje compartido con el Cristo de Dios, poco tiempo antes:
gozando de paz, suscitando paralelamente algunos recelos, y recorriendo los más
recónditos rincones. Las
gentes se edificaban al contacto con tan candorosa y comunicativa persona,
progresaban en el temor del Señor y quedaban henchidas de la consolación del
Paráclito.
Cierto
día, bajó a visitar a unos amigos de la menuda aldea de Lida, situada unos 15
km al norte de Emaús. Aquellos viajes, por cortos que fueren,
significaban siempre interminables caminatas de varias horas bajo el tórrido
sol o a la luz de la luna, aunque los realizaba escoltado por un séquito de
amigos que procuraban amortiguarle en lo posible el rigor del camino. Cada vez
surgían más voluntarios que no se resignaban jamás a dejarlo solo, pues se
sentían dichosos de su compañía, escuchando sus disertaciones y admirando su
entusiasmo, su fe robusta, su sólida esperanza. Por ello, los viajes se
desarrollaban amenos y entretenidos por el placentero y confortante coloquio de
aquellos ilusionados peregrinos.
Llegó,
pues, a Lida. La pródiga hospitalidad que había inculcado a los creyentes y la
caridad como norma esencial de la vida evangélica, le abrían de par en par las
puertas de muchas moradas. Cuando Jesús había recalado en el
mundo, 30 años antes, el mundo vivía sin gracia y no halló en
Belén ni una sola casa por posada, teniendo que alojarse en un mísero pesebre.
Ahora, la gracia había rociado de amor la hacienda israelita, desde aquella
tarde tenebrosa en la cima del Gólgota, por lo que el problema del pescador se
concretó en descartar, con tristeza, puntos de apoyo, hogares bienhechores,
almas solidarias y acogedoras...
Moraba en Lida una familia desconsolada y abrumada por la lastimosa carga
de soportar un enfermo de parálisis, llamado Eneas, que desde hacía 8 años
se hallaba tendido e inmóvil, postrado sobre una camilla. Informado Pedro del agobiante cuadro familiar, se apiadó del mismo; de suerte que se encaminó
decidido hacia la vivienda del paralítico. Acorralado de un gentío expectante,
pegajoso y curioso, entró en su cuarto, y, haciendo uso de las facultades
conferidas por su Señor, suplicó al enfermo con dulzura:
—Eneas,
amigo, Jesucristo te cura; levántate y arregla tu lecho.
Al
instante, se incorporó el enfermo: ¡Podía, al fin, caminar! Los testigos, a
pesar de los óptimos presagios y de la aureola que rodeaba las obras del
pescador, sufrieron un impacto inenarrable, una conmoción estremecedora. Pues
una cosa es saber de oídas y otra, ver en directo. Los habitantes de Lida (también los de Sarón) se convirtieron al Señor y glorificaban con
vociferantes alabanzas a Dios, que había creado un ser de tanto poder y que
derrochaba magnanimidad a manos llenas, sin exigir a cambio nada más que amor,
fe en el Señor Jesús, y esperanza en la vida eterna por él augurada.
El
apóstol Pedro, sordo ante aquellas frenéticas voces, con los brazos abiertos en cruz
y clavada su mirada, como perdida, en lo más encumbrado del cosmos, meditaba
extasiado en lo acontecido. Siempre se sorprendía y se emocionaba de las
acciones que el Hijo del Bendito obraba por su ruda mano. Le sabían a nuevas. Y
moviendo con placidez los labios, que musitaban sonidos imperceptibles para la
enloquecida turba, oraba: "En Dios puse toda mi esperanza y se inclinó hacia mí
escuchando mi clamor. Puso en mi boca un canto nuevo, una alabanza divina; ahora
muchos verán, temerán y confiarán en él. Dichoso el hombre que confía en
Dios".
Por aquellos días enfermó gravemente y murió en Joppe una adepta, rica en buenas obras y dadivosa en limosnas, llamada Tabita, nombre que en hebreo significa gacela. La lavaron, la amortajaron, y la pusieron en la estancia superior de su residencia, para velar el cadáver antes de su entierro.
Joppe,
la actual Jaffa, villa costera del Mediterráneo y centro administrativo de
varias localidades vecinas, se hallaba muy cerca de Lida, a unos 20 km escasos. Al
oír los amigos de la difunta que el pescador galileo se hallaba en Lida, le
enviaron dos varones con esta súplica:
—No
tardes en venir a nosotros.
Llegados
éstos donde él, no se hizo rogar, y partió inmediatamente de Lida con ellos,
pues resulta bastante probable que el pescador supiera de Gacela y de las obras
de caridad que frecuentaba.
Así
que llegó a Joppe, se le acercaron, suplicantes de clemencia, un grupo de
viudas y de plañideras, que lloraban y mostraban túnicas y mantos curtidos
tiempo atrás por Gacela. Mas él, subiendo sin demora a la cámara mortuoria,
obligó a todos a salir de la misma. Se hincó de rodillas en el suelo, frío
como el mármol; cerró los ojos, y oró largo rato, anonadado de serenidad. ¡Necesitaba
comunicarse, mendigar el beneplácito al autor de sus obras! Después, clavando
la mirada en el cadáver, exclamó conmovido, exhalando un bramido:
—Tabita,
levántate.
Ella abrió sus ojos de repente, y se enderezó. Miró a su alrededor y observó solo al enjuto galileo, puesto en pie, impávido, complaciente. Se limitaron a intercambiarse, en silencio, una leve sonrisa colmada de mensaje. La sala se bañó de luz, pues la gloria de Dios la había arrullado con ternura. Y Pedro, dándole la mano, le ayudó a incorporarse, y la presentó viva ante el crecido gentío que aguardaba impaciente en la puerta. Y el angustioso sepelio fúnebre se trocó en festejo de exaltación gloriosa. La fe de este virtuoso varón irradiaba una tan viva coloración primaveral, que el crepúsculo de sus afanes se iba configurando en un vergel paradisíaco.
Todos
alabaron a Dios. La sorprendente noticia corrió por la gente de Joppe, donde
obligaron a quedarse al pescador bastante tiempo en la residencia que, junto al
mar, poseía un tal Simón, de oficio curtidor. Y muchos creyeron en el Señor,
y se sumaron a la comunidad que había percibido en herencia la promesa del paraíso
celestial para toda la eternidad.
j) Llegada a Cesarea del Mar
No
sólo los judíos acudían a Pedro, sino que también los extranjeros, griegos o romanos
afincados en Israel, buscaban la forma de trabar comunicación provechosa con
persona tan impar.
Mas
él, en cierto modo, se resistía a ello, pues le asediaba el presentimiento de
que el rebaño que se le había encomendado lo formaban exclusivamente las
ovejas del pueblo judío, no las procedentes de la gentilidad. El divino Jesús le había revelado un día con
solemnidad: "No
toméis el camino de los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos
más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel".
Necesitaba,
por tanto, un evento excepcional que le manifestara el compromiso de
universalizar sus sentimientos.
Habitaba
en Cesarea del Mar un hombre llamado Cornelio, centurión de la cohorte itálica,
piadoso y temeroso de Dios, como toda su familia; simpatizaba con el judaísmo,
aunque no se hallaba completamente integrado en el pueblo, pues no veía con
buenos ojos el hábito tan cruel de la circuncisión de los niños varones. Pero
daba espléndidas limosnas a cualquier menesteroso que Dios le situara en su
camino y oraba fervientemente, con el corazón abierto.
Cierto
día, hacia la hora de nona (sobre las 15.00 horas), vio claramente en
visión sobrenatural, que el ángel de Dios entraba en su vivienda y le saludaba
cortésmente:
—La
paz sea contigo, Cornelio.
Él
se impregnó de espanto ante tal aparición; le miró fijamente, y preguntó
atemorizado:
—¿Qué
pasa, Señor?
El
ángel de Dios le transmitió la embajada que le habían encomendado:
—Cornelio,
tus plegarias y tus limosnas han subido como memorial ante la
presencia de Dios. Ahora envía hombres a Joppe y haz venir a mi elegido, el pescador galileo. Éste se hospeda en casa de un tal Simón, curtidor, que
reside junto al mar.
Apenas
se ausentó el ángel que le hablaba, Cornelio llamó a 2 criados de su
confianza y a un soldado piadoso, de entre los asistentes de su cohorte, les
contó la visión, y los envió a Joppe. Joppe distaba unos 60 km de Cesarea del Mar. Ellos emprendieron camino prestamente.
Al
día siguiente, sobre las 12.00 horas y mientras los asistentes de
Cornelio iban todavía de camino y se acercaban a la ciudad, subía el pescador
al terrado de la casa para orar, según su método rutinario de departir con
Dios. Al principio, puesto de pie, con las manos alzadas y las palmas abiertas,
como el divino Crucificado había extendido los brazos en la cruz, adoptaba la
actitud orante más adecuada para expresar mediante el cuerpo el movimiento del
alma y su anhelo de Dios: así alababa a Dios y le agradecía los dones
recibidos y su infinito e inmerecido amor. Después, de rodillas, en postura de
suma reverencia, con la frente apoyada en el suelo en signo de suma postración
ante la divinidad, expresaba su ardiente súplica: le impetraba por todas sus
insuficiencias y por las de la Iglesia naciente, encomendando a su patrocinio su
vida y su obra.
Súbitamente,
sintió hambre y quiso comer. Mientras la esposa del curtidor Simón le
preparaba gentilmente la comida, le sobrevino un intenso éxtasis en el que
observaba nítidamente los cielos abiertos y de ellos bajar hacia la Tierra algo
así como un gran lienzo atado por las 4 puntas. Dentro del lienzo podía
distinguir toda clase de animales cuadrúpedos, reptiles de la tierra y aves
voladores. Y una lejana voz le ordenaba con delicadeza:
—Levántate,
sacrifica y come.
Pedro quedó sorprendido y un tanto enfurecido. Y con cierta razón. Pues
desde las más remotas épocas existía una clasificación pormenorizada de
animales que los fragmentaba en 2 grupos antagónicos: uno, formado por todos
aquellos que se permitía ingerir; el otro, por los que estaban completamente
prohibidos como sustento humano. Todo buen judío dominaba perfectamente esta
clasificación.
De
manera que se consideraba puro lo que podía aproximar a Dios, e impuro lo que
incapacitaba para el culto o excluía de él. Animales puros eran los que podían
ser ofrecidos a Dios, e impuros los que los paganos consagraban a sus falsos
dioses o aquellos que, pareciendo repugnantes o malos al hombre, se pensaba que
desagradaban a Dios. Y así, constituía un delito e impureza alimentarse de
vertebrados con pezuña hendida, peces que carecieran de aletas y escamas, todo
bicho alado que anduviera sobre cuatro patas, y un elevado número de aves, como
buitres, ibis, quebrantahuesos, águilas marinas, halcones, cuervos, avestruces,
búhos, lechuzas, somormujos, gaviotas, cisnes, gavilanes, pelícanos, garzas,
murciélagos, calamones, cigüeñas, águilas y abubillas. Todos estos animales
eran portadores de abominación y origen de impurezas.
Por
eso, ante aquel mensaje de comer de cualquier clase de animal sin discernir
sobre su pureza o impureza legal, este galileo, castizo y tradicional, se opuso
tajantemente. A renglón seguido, replicó con firmeza:
—De
ninguna manera, Señor; jamás he comido nada profano e impuro.
No
había digerido aún el pescador la escueta invitación, cuando la voz,
simulando no sentirse aludida, le insistió por segunda vez, machacona y
aclarando su encargo inicial:
—Lo
que Dios ha purificado no lo llames tú profano.
Esto
se repitió por 3 veces consecutivas, al cabo de las cuales aquella cosa se
elevó hacia el vacío rápidamente.
El
apóstol quedó aturdido. El recado parecía invitarle a liberarse resueltamente
de sus escrúpulos respecto a aquella pureza legal que se enarbolaba en la ridícula
polémica que los judíos en todas partes mantenían sobre el asunto de la
circuncisión. Hasta tal punto, que daban una especie de culto macabro al hecho
concreto de la circuncisión, en ocasiones superior al que tributaban al Dios
Altísimo. Y separaban a los mortales en dos bandos opuestos e irreconciliables
entre sí: el bando selecto, integrado por los circuncisos, y el bando
despreciable, en el que concurrían todos los incircuncisos.
Sin
embargo, aquella visión parecía dar a entender al pescador que si Dios había
purificado el corazón de todas las personas, aun cuando en éstas su cuerpo
estuviera ritualmente impuro (con arreglo a sus estrictas costumbres) por no
estar circuncidado, no debía temerse, en definitiva, el trato con nadie, aunque
fuese incircunciso. Las 4 puntas del lienzo simbolizaban las 4 partes
del mundo a las cuales había de extenderse la gracia del evangelio.
Mientras
permanecía el pescador perplejo y pensando el significado de aquel extraño
ensueño, se presentaron los varones enviados por Cornelio, de improviso, en la
puerta de su mansión. Llamaron e investigaron si se hospedaba allí el pescador
galileo.
Todavía
persistía Pedro con el sentido de su visión, cuando le señaló
el Espíritu:
—Ahí
tienes unos hombres que te buscan. Baja inmediatamente y vete con ellos sin
vacilar, pues yo los he enviado.
Dócilmente,
el apóstol bajó donde ellos, resuelto y sosegado, y sin esperar al saludo, se
adelantó a presentarse:
—Yo soy el que buscáis; ¿por qué motivo habéis venido?
Ellos
respondieron:
—El
centurión Cornelio, residente en la ciudad de Cesarea, hombre justo y
caritativo, reconocido como tal por el testimonio de toda la nación judía, ha
recibido de un ángel santo el aviso de hacerte venir a su morada y de escuchar
lo que tú le digas.
Entonces
les invitó cortésmente a entrar en casa y, confiado de la hospitalidad de la
familia del curtidor Simón, les dio hospedaje.
Al
día siguiente, nada más clarear el día, se levantó y marchó resueltamente
con ellos. Durante el viaje, fueron acompañados por algunos hermanos de Joppe,
que pretendían seguir gozando de su compañía encantadora y de su amistad, y
procuraban, además, no abandonar ante un posible peligro a persona tan querida.
Cornelio
les estaba esperando con ferviente ansiedad en Cesarea. Previamente había
reunido a sus parientes y a sus amigos más íntimos. Cuando el pescador pisaba
los umbrales de la ciudad, salió Cornelio a su encuentro y cayó postrado a sus
pies. Pedro, en cierta manera avergonzado y contrariado ante tan rendido
gesto del que no se juzgaba digno en absoluto, le incorporó suplicándole con
finura:
—Levántate,
que también yo soy un hombre.
Se
fundieron los dos en un cálido abrazo. Conversando amigablemente entre sí,
entraron en la casa de Cornelio, donde muchos reunidos esperaban al pescador.
Sorprendido éste de la multitud congregada, ante todo excusó su presencia,
alegando la única razón que la justificaba:
—Vosotros
sabéis que a un judío no le está permitido juntarse con un extranjero, y
menos entrar en su morada; pero Dios me ha mostrado a mí que no se debe llamar
profano o impuro a ningún hombre. Por eso, al ser invitado a este hogar, he
venido sin dudar. Os pregunto, pues, por qué motivo me habéis enviado a
llamar.
Cornelio
tomó la palabra para exponer brevemente su cándida historia:
—Hace
4 días, a esta misma hora, estaba yo haciendo la oración de nona en mi
casa, y de pronto se presentó delante de mí un varón con vestidos
resplandecientes, y me declaró: "Cornelio, tu oración ha sido oída y se han
recordado tus limosnas ante Dios". Al instante mandé enviados donde ti, y tú
has hecho bien en venir. Ahora, pues, todos nosotros, en la presencia de Dios,
estamos dispuestos para escuchar todo lo que te ha sido ordenado por el Señor.
Entonces,
el apóstol de Cafarnaum sentenció:
—Verdaderamente
comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación
el que le teme y practica la justicia le es grato.
Y
prosiguió con entusiasmo su discurso:
—Él
ha enviado su Palabra a los hijos de Israel, anunciándoles la Buena Nueva de la
paz por medio de Jesucristo, que es el Señor de todos. Vosotros sabéis lo
sucedido en Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el
bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con
poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el
diablo, porque Dios estaba con él; y nosotros somos testigos de cuanto obró en
la región de los judíos y en Jerusalén; a quien llegaron a matar colgándole
de un madero; a éste, Dios le resucitó al 3º día y le concedió la gracia
de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido
de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de
entre los muertos. Y nos mandó predicar al pueblo y dar testimonio de que él
está constituido por Dios juez de vivos y muertos. De éste los profetas
testifican que todo el que cree en él alcanza, por su nombre, el perdón de los
pecados.
Todavía
se hallaba explicando las razones de su fe, cuando descendió el Espíritu sobre
todos los que escuchaban la Palabra de Dios. Los circuncisos que habían
custodiado desde Joppe al pescador quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu
se derramaba también sobre los incircuncisos, pues les oían expresarse en
lenguas y glorificar a Dios.
Entonces
Pedro, persuadido de que aquélla era una obra de Dios, querida y asumida
por Dios, lanzó al viento una interrogación con la respuesta cantada, con la
única finalidad de cerrar la boca a algún presente escéptico:
—¿Acaso
puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu
Santo como nosotros?
Y
mandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo. De modo que los
familiares de Cornelio, gentiles de ascendencia romana, fueron bautizados aquel
día. Y vitorearon a Dios, agradecidos, con gritos de júbilo y alabanza. Una
nueva etapa, y decisiva, se abría así para la historia de la salvación: la
anexión de los incircuncisos, los no judíos, de los extraños y extranjeros,
los paganos y gentiles al único evangelio de la libertad de los hijos de Dios.
La humanidad entera debía formar una sola fraternidad a redimir, y el reino de
Dios debía abrirse para ella en su totalidad, sin exclusiones.
Cornelio
exhortó al pescador que se quedase algunos días en su casa.
k) Conversión del 1º no judío
Pedro
se
quedó en Cesarea del Mar durante algunos días, acogido a
la próvida caridad de Cornelio, saboreando juntos la alegría de la fe naciente
y agradeciendo a Dios su ubérrima liberalidad para con los desheredados.
Cesarea
del Mar, residencia oficial del procurador romano, ubicada en la costa del
Mediterráneo, cerca de la desembocadura del Cherseo, había sido fundada por Herodes
I de Judea sobre la antigua Torre de Estratón; de ahí que también adoptara el nombre de Turris
Stratonis. La ciudad presentaba un fastuoso panorama, estando edificada en
forma de anfiteatro. Su puerto marítimo, dársena de reposo casi obligado para
las naves que se dirigían a Fenicia o Egipto, ofrecía un aspecto espectacular
en su entrada, decorada con estatuas colosales que se habían erigido sobre una
torre y sobre enormes bloques de piedra. Los habitantes de Cesarea del Mar, más
paganos y descreídos que judíos, habían sido evangelizados por Felipe el
Diácono,
uno de los Siete.
La
noticia de la estancia de Pedro en Cesarea, en casa de unos extranjeros
incircuncisos, corrió como la pólvora, y llegó hasta Jerusalén alterada,
deformada, malinterpretada, manipulada. Algunos de sus propios hermanos en la fe
lo tachaban de blasfemo, de impostor, de pérfido y de impuro.
En
la mentalidad de la legalidad farisaica, que sobreabundaba entre los nuevos
creyentes oriundos del judaísmo que habitaban en Judea, se interpretaba que
quien compartía ciertas acciones prohibidas con un pagano, se contaminaba de
paganismo; y que quien se relacionaba con un incircunciso más allá de lo
estrictamente transigido por las normas que se habían inventado los rabinos de
turno, atentaba contra la justicia legal. Los judíos se hallaban inmersos en un
mar inextinguible de reglas ridículas, insolentes, estúpidas, surgidas más de
un espíritu meticuloso, calculador y avaro de bienes temporales, que de uno
comprometido con la santidad de vida. Y esas reglas habían salpicado en muchos
casos al evangelio de la sencillez, pretendiendo agregarse al mismo, siendo así
que éste delataba, denunciaba y acusaba con contundencia el origen de las
mismas: "Habéis
anulado la Palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó
de vosotros Isaías cuando denunció: Este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan
doctrinas que sólo son preceptos de hombres".
No
tuvo más alternativa Pedro que regresar a Jerusalén atropelladamente.
Allí tendría que justificar su gestión arriesgada, pues los esbirros de la
circuncisión le reprochaban con acritud (en su fanatismo más ritual que
moral) que se hubiera hospedado en la mansión de un incircunciso y que también
los gentiles se hubieran adherido a la Buena Noticia.
Ya
en Jerusalén, le recriminaron a Pedro la causa concreta de su delito:
—Has
entrado en casa de incircuncisos, y has comido con ellos.
Mas
la paciencia del apóstol taladraba las rocas más duras y escabrosas. Él tenía
cada día las espaldas más anchas. Se crecía con equilibrio en la adversidad,
en el infortunio. Y si era para defender un asunto del divino Resucitado, la
solidez de su entereza sobrepasaba la del acero de alta resistencia: jamás
tiraba la toalla, ni jamás claudicaba ante las dificultades, ahogos o
contrariedades.
Antes
de proceder a su defensa, se revistió del manto evangélico, es decir: de
humildad y de mansedumbre, adornadas con amor. Luchó con tenacidad exasperante
contra el orgullo herido, que pretendía acelerarle el pulso y precipitar el
ritmo cardiaco. Se hizo un niño, desprendiéndose de sus razones, de su
autoridad, del valor de su cargo. No apeló siquiera al poderoso aval que le había
firmado particularmente el Todopoderoso un día, allá en la otra Cesarea, la de
Filipo: "Lo
que tú ates en la tierra, quedará atado en el cielo; y lo que tú desates en
la tierra, quedará desatado en el cielo".
Se
despojó de su rango y adoptó la condición ínfima de la comunidad. Entonces,
y sólo entonces, se puso a explicarles punto por punto, con todo lujo de
detalles y respetuosamente, el proceso que había seguido en su visita a
Cornelio, desde la visión profética inicial hasta su viaje a Cesarea del Mar,
así como el discurso pronunciado ante sus familiares.
Emocionado
en extremo, enardecido y radiante de satisfacción, les contó:
—Había
empezado yo a hablar cuando cayó sobre ellos el Espíritu Santo, como al
principio había caído sobre nosotros. Me acordé entonces de aquellas palabras
que manifestó el Señor: "Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis
bautizados con el Espíritu Santo". Por tanto, si Dios les ha concedido el
mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién
era yo para poner obstáculos a Dios?
Los certeros y conciliadores argumentos de Pedro, y su aguda perspicacia, relajaron el ambiente encrespado y tranquilizaron definitivamente a los enojados, los cuales dieron por zanjadas sus zozobras y glorificaron a Dios, asintiendo con los demás los asistentes, al unísono:
—Así
pues, también a los gentiles les ha dado Dios la conversión que lleva a la vida.
Aquel
acontecimiento en Cesarea del Mar con Cornelio había entrañado, por tanto, una
señal trascendental en la futura expansión del camino proclamado por el
apóstol. Aquel acontecimiento marcaba un hito en la historia de los orígenes
de la cristiandad y en la de su propagación por el mundo. Aquel acontecimiento
había abierto insólitas ideas, nuevas perspectivas que madurarían más tarde,
aunque lentamente. Sobre todo cuando contrastara el pescador su obra apostólica
con la que emprendería años después el gran Pablo de Tarso,
genial apóstol de los gentiles.
De
momento, su campo de acción, exclusivamente limitado y reducido a la nación
israelita, iba a sufrir progresivamente, a causa de aquel acogedor y caritativo
centurión romano residente en Israel, de nombre Cornelio, un sorprendente e
impresionante florecimiento.
Pero
las acciones portentosas que se sucedían, cada vez con mayor asiduidad, en la
vida del galileo, no le complacían del todo, sino que le inquietaban sobremanera, le
soliviantaban y le causaban desazón.
Porque junto al consuelo del auxilio prestado a los hermanos presentía que,
conforme transcurrían los días, en su alma se abrían huecos difíciles de
llenar; la placidez de su conciencia se diluía con ciertos sinsabores que no
sabría explicar, con una cada vez mayor latente intranquilidad que se iba
acomodando en su interior y adueñándose de sus pensamientos, de sus
sensaciones, de las vibraciones de su aliento.
Casi
sin percatarse de ello, su vida se iba conformando cada vez más a la de su
Amigo, el verdadero Pan de Vida, que siendo un remanso infinito de concordia, de
reconciliación y de perdón, convulsionó el mundo y sus habitantes, lo
fraccionó en mil pedazos, y acabó siendo ajusticiado por la mismísima
injusticia y clavado a un seco madero. Él no necesitaba ser aleccionado sobre
el mérito de la cruz, sobre el significado genuino del dolor y del sufrimiento,
pues en todo ello estaba bien entrenado. Pero todavía afloraban lagunas en su
ánimo con más frecuencia de la deseable: carencias, olvidos, omisiones,
errores. A veces, no disponía de fuerzas bastantes para poner en la práctica
lo que la teoría y el sentido común le sugerían. La hondura de perfección
que prendería en su aliento sólo se vislumbraba en ciernes: aún le faltaba
mucho trecho por recorrer en la senda de su vida.
Por
eso, durante aquellas situaciones de vacío, de pequeñez, de flojera, más se
aferraba a unirse al Corazón de Cristo, más se abandonaba y se amparaba en él.
Cada uno vivía dentro del otro, absorbido por el otro, poseído por el otro; de
tal manera, que la grandeza de Dios suplía el vacío, la pequeñez y la flojera
del pescador. El Creador se dilataba en la criatura, y la criatura se gozaba de
la acción del Creador en ella. El uno procuraba desaparecer para que el Otro
compareciera en él con más brillo, y apareciera el mismo cielo en su vida. El
uno mantenía su fidelidad en ofrendar delicadezas de amor, y el Otro, no dejándose
vencer en generosidad, correspondía centuplicando la ofrenda. La pobreza de uno
se cubría con la riqueza del Otro; la flaqueza del uno, con la fortaleza del
Otro. La fragilidad se inundaba de solidez, la insignificancia se agrandaba sin
limitaciones, y la penuria se revestía de opulencia... todo gracias al Otro.
Por ello, el amor de Pedro crecía día a día con regularidad desproporcionada: en el trabajo y en el descanso, en la acción y en la contemplación, en las alabanzas y en las insidias, entre las multitudes y en la soledad. Ardía en deseos de amar y de sentirse amado. Se adentraba en el mar de su Maestro para gustar de su dulzura, para embriagarse de su paz, al contacto con su gracia. Compartía con él sus emociones y gozaba de su presencia. El amor lo superponía al dolor, uniéndole más estrechamente al Redentor, hasta hacerse una misma cosa con él. Con él compartía la consolación, la comunión y la cruz. Sus imperfecciones, tan perceptibles tiempo atrás, se consumían lentamente en las ascuas del amor.
MANUEL A. MARTÍNEZ, Colaborador de Mercabá
Act:
10/04/23
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