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Homilías II sobre San José

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XI

            Hemos escuchado en la carta de san Pablo una expresión perfecta, tres palabras que sintetizan todo el Evangelio que el Padre nos ha comunicado a través de su Hijo Jesús. Hemos leído en san Pablo: "todo es gracia".

            Me parece que estas palabras podrían también definir la vida de aquel carpintero de Nazaret que hoy recordamos y celebramos. De él apenas sabemos nada, ya que incluso lo que el evangelio de san Mateo nos cuenta con ciertos detalles, debe comprenderse sobre todo como un intento de la primera comunidad cristiana por transmitir el misterio de la irrupción de Dios en la historia humana.

            De hecho, lo que nos dicen -más históricamente- los evangelios es simplemente que un hombre llamado José, de profesión carpintero, aunque fuera descendiente del rey David, con domicilio en un pequeño pueblo de Galilea, casado con una mujer tan sencilla como él, por nombre María, era considerado como el padre de aquel joven judío llamado Jesús que se presentaba con la extraña pretensión de ser el Mesías de Dios.

            El elogio para José -no consta en el libro sagrado, pero evidentemente se deduce de él- es su eficaz contribución al camino del niño, adolescente, joven Jesús. Porque todos sabemos que -normalmente- el hijo mama y aprende lo que la familia vive. Las lecturas de hoy nos han hablado a menudo de paternidad.

            Paternidad es algo más importante que un hecho físico. Es contagiar día tras día, en la convivencia cotidiana, lo que se valora, lo que se vive. En la narración del evangelio de Lucas se nos dice que el apenas adolescente Jesús, en su viaje al Templo de Jerusalén, cuando es primero perdido y después hallado por sus padres, responde: "¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?", en realidad ahí hallamos un magnífico elogio del padre José. Porque ¿qué mejor mérito puede hallarse que el padre -con minúscula- fuera capaz no de monopolizar a su hijo, sino de conducirle al descubrimiento del Padre -con mayúscula?.

            Esta fue la gracia de José. Por eso en su vida -para nosotros apenas conocida-todo fue gracia. Porque como Abraham, supo ser fiel en su respuesta de fe y de esperanza a lo que de él esperaba Dios. De ahí que el buen carpintero nazareno pueda ser ejemplo y patrono para todos aquellos que tienen una vocación de fecundidad.

            Buen ejemplo para cualquier padre (toda paternidad es un camino de fe y de esperanza en el cual todo es gracia aunque tan a menudo uno no comprenda demasiado el porqué de esta reacción de los hijos, o el valor del esfuerzo de cada día). Buen ejemplo también para quienes en la comunidad cristiana tienen un ministerio de ser sacramento de la paternidad de Dios: esta es la gracia del sacerdote, y también él debe vivir su camino más en la fe que en la claridad, más en la esperanza que en la seguridad, pero también él debe confiar que -más allá de problemas, interrogantes y dificultades- todo es gracia.

            Antes de concluir estas palabras, quisiera mencionar un hecho curioso. La devoción a san José tardó mucho en surgir en la Iglesia. Prácticamente los cristianos pasaron diez siglos sin apenas acordarse de él, y su culto no fue común en la Iglesia hasta el siglo XVI. Pero este largo tiempo de olvido, fue compensado luego con una devoción muy especial que se refleja -por ejemplo- en la gran utilización de su nombre (¿no hay entre nosotros muchos que celebran hoy su santo? ¡qué todos lo celebren muy felizmente!).

            Sin embargo hay otra cosa que quisiera mencionar. El hecho significativo que cristianos de 1ª categoría hayan valorado mucho la figura de san José. Por ejemplo, nuestra santa Teresa, Por ejemplo nuestro papa Juan XXIII. Permitidme terminar con unas palabras que Santa Teresa de Jesús escribió sobre San José.

            Decía: "No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos paréceles dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad, a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas; y que quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra, así en el cielo hace cuanto le pide".

Joaquín Gomis

XII

            Ocurre que del evangelio de este día se sacan consideraciones morales que, con ser muy edificantes y aferradas a determinados detalles de la anécdota, reducen considerablemente su sentido. El texto de Lucas no intenta hacer reflexionar de manera prioritaria en la manera de comportarse Jesús con sus padres y con Dios, en la jerarquía de su obediencia a María y José por un lado, y a su Padre por otro... ni en la libertad en que , con relación a sus padres, le sitúa su disponibilidad ante Dios, etc. El texto de Lucas es una meditación acerca del misterio de Jesucristo, del misterio de su relación con Dios. Cualquier otra consideración no puede introducirse más que como prolongación de la dicha.

            Para penetrar este texto tan misterioso como sugestivo, es preciso seguirlo paso a paso, dejarse llevar por el movimiento que lo anima. Al caminar así, tras las pisadas del autor, lo primero que descubre el lector es un determinado grupo de gente: "los padres" de Jesús; "tu padre y yo", precisará María. Más allá, se descubre también a los "parientes y conocidos", bastante numerosos para que un adolescente pudiera pasar inadvertido: Se buscará a Jesús en este clan.

            Este clan tiene un comportamiento establecido: todos los años van a Jerusalén por la Pascua y vuelven al final de la semana. Es "la costumbre", se nos dice; una obligación tácitamente impuesta, reconocida y practicada por todos. Pues bien, he aquí que Jesús, que partió con el clan para seguir la costumbre, no vuelve. Rompe con la ley del clan; no observa la costumbre. Lejos de imaginar que Jesús ha efectuado semejante acto de separación, sus padres no se sorprenden de no verle con ellos. Y cuando se ponen a buscarlo, su investigación empieza con toda naturalidad en el interior del clan: ciertamente Jesús respeta la costumbre familiar. Pero esta búsqueda resulta vana.

            Es el primer acto de un drama cuyos componentes son claros. Jesús ha vivido hasta entonces en un grupo unido por lazos estrechos: familia, relaciones de trato, costumbre. Pero en el momento en el que, cumplidos los doce años, se le propone integrarse en la vida de ese grupo adoptando -libremente, por otro lado- sus costumbres, ligándose con los lazos que crean su unidad, Jesús se aleja.

            El gesto es grave; la unidad del grupo se rompe, y únicamente por Jesús. Sorpresa en los testigos inmediatos, una sorpresa que irá hasta la angustia: "angustiados" (v. 48). Segundo acto: ausente del clan de los "parientes y conocidos", Jesús está en otro sitio. Hay tres expresiones que definen ese "otro" sitio: los maestros, el Templo, la búsqueda de tres días. Jesús no se desinteresa del clan original por el simple desprecio a la "costumbre", a la Ley. Al contrario, manifiesta un interés muy grande por esa Ley; le encuentran "sentado en medio de los maestros".

            Las candorosas imágenes que muestran a Jesús rodeado de graves personajes, llenos de un desacostumbrado respeto hacia su joven interlocutor, corresponden a la generosa frase de Lucas. Sin duda que este precoz estudiante no deja de escuchar: así hacían los Sabios. Pero hace preguntas a los maestros y hasta indica algunas respuestas, hasta el punto de que los testigos que le oyen preguntar y responder se extasían ante su inteligencia. Se palpa que tiene un conocimiento profundo de las cosas, y de las cosas concernientes a la Ley: porque la enseñanza de estos maestros venerables con los que tan hábilmente habla Jesús versa sobre la Ley. Al romper con la " costumbre" del clan, Jesús no ha procedido a la ligera. El conoce la ley, sabe lo que vale, pero actúa libremente respecto a ella.

            Jesús se encuentra en el Templo. Los dos libros de Lucas (el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles) afirman la importancia de este lugar santo. Es la "casa de oración" (Lc 19,46), donde el pueblo se pone efectivamente en oración (1,10); los Apóstoles, según parece, permanecen en él constantemente después de la Ascensión (24,53) y los cristianos se reúnen allí periódicamente (Hech 2,46). Sólo que para este autor cristiano, tan respetuoso con las instituciones judías, el Templo no tiene ya en absoluto la misma significación que antaño. Antes, los Israelitas se dirigían al Templo para "buscar" a Dios.

            Esta actitud religiosa esencial, necesaria siempre, ahora ya no se efectúa sino a través de un intermediario cuya identidad precisa con exactitud la continuación del relato. Una búsqueda de tres/días no constituye un rasgo banal. Es bastante frecuente que lo que ocurre al término de tres días o en el tercer día (no hace falta atenerse a una matemática demasiado precisa) sea un acontecimiento divino; así lo es para el profeta Oseas (6,2) o para el evangelista Juan (11,7), etc. ¿No es, pues, algo divino lo que va a manifestarse?.

            Con mayor razón podemos pensar esto cuanto que el proceso de María y de José se describe con los verbos "buscar" y "encontrar". Ahora bien, la peregrinación de los judíos que se dirigían al santuario para orar se describía así: Los fieles "buscaban" y "encontraban" a Dios.

            Durante tres días -primer detalle sugestivo- María y José "buscan" -segundo término importante- a alguien a quien encuentran, y -es un tercer detalle que hay que subrayar- le encuentran en el Templo, última precisión esencial. ¿Cómo podría este encuentro ser algo diferente del encuentro con Dios? Sin embargo es el encuentro con Jesús. ¿Qué puede querer decir esto?.

            El tercer acto lo constituye un diálogo reducido a lo esencial, lo cual le da más patetismo. Por un lado, la reclamación de los padres: "¿Por qué?... estábamos angustiados... tu padre y yo". Advirtamos ese "por qué" que pide cuentas; el "estábamos angustiados" que hace inútil cualquier intento de justificación; y el "tu padre y yo": María apela con ello al clan, a la familia, de la cual precisamente se ha apartado Jesús por otras preocupaciones.

            De la otra parte, está la respuesta de Jesús, de un paralelismo perfecto con la reprimenda de extrañeza que se le ha dirigido. "¿Por qué?...¿No sabíais...? Mi Padre". Al porqué de María responde el de Jesús. Es la negativa al responder; es incluso rechazar la pregunta. Al argumento de la angustia, Jesús opone el de un conocimiento elemental y necesario: "¿No sabíais?". Finalmente a la frase última de María: "tu padre y yo", Jesús responde indicando su motivación última: "mi Padre".

            Desde luego, no cabría imaginar un intercambio más contradictorio. El malentendido entre María y Jesús es total; y este malentendido se basa en la oposición: "tu padre... mi Padre". ¿Quién es, pues, en realidad el Padre de Jesús? Y en último término, ¿quién es este conocedor de la Ley que rompe con la Ley, este adolescente de doce años que "se sienta" en el Templo, este hombre que dice que Dios es su Padre? ¿Quién es Jesús?.

            El cuarto y último acto formado por los últimos versículos del relato, no proporciona la respuesta. La respuesta no se dará más que al final de un drama más largo, en el que Jesús será también el héroe principal enfrentado esta vez a adversarios menos dispuestos que María a escuchar: ese drama será la vida pública, después la Pasión y, por fin, la Resurrección. Entonces Jesús habrá dicho, o mejor, Dios mismo habrá dicho por Jesús quién es él.

            Pero el lector aún no se encuentra en ese punto; y nuestro relato termina con tres reflexiones de gran valor. El misterio de Jesús no está revelado; María no entiende y no puede entender. Sabía a quién buscaba, pero no sabe a quién ha encontrado. Hay, sin embargo, muchas cosas sugerentes: el sitio del descubrimiento, la mención rápida de la Escritura, la palabra de Jesús... Pero estas sugerencias no serán perfectamente claras más que a la luz de aquella mañana de Pascua, de la Pascua cristiana, de la que la festividad judía, mencionada en el primer versículo, no es más que el diseño.

            María no entiende, pero "conserva todos estos recuerdos en su corazón", sin dejar de examinarlos para encontrar su sentido, para estar dispuesta a acoger este sentido cuando sea facilitado. Jesús, finalmente, el que ha roto con el clan, el que en la casa de Dios se ha sentido en su propia casa regresa a Nazaret; se reinserta en la familia terrestre. No ha sonado aún la hora de la revelación definitiva. Tendrá que celebrar muchas Pascuas antes de llegar a la última Pascua.

            ¿Qué nexo hay que entrever entre estas frases evangélicas y aquéllas que introducían su proclamación? No es fácil decirlo. El nexo parece más evidente con la 2ª lectura. Según la anécdota de Jesús en el Templo, parece que Jesús hizo allí una elección:

            Jesús ha sustituido la obediencia a la Ley -"según la costumbre"- por un orden nuevo: la relación con el Padre -"Yo debo estar en la casa de mi Padre". El contenido de este evangelio está muy cerca del que expresa el texto paulino, a la búsqueda de cuál fue el punto central de la aventura espiritual de Abraham. Ese punto crucial no fue la Ley, contra la que Pablo, el vigoroso polemista, no tiene palabras suficientemente severas: "la Ley desencadena la cólera... donde no hay ley no hay transgresión".

            El punto crucial fue la fe. La fe, que tiene, en primer lugar y por encima de la Ley dada a sólo Israel, la ventaja de ser una posibilidad ofrecida a todos... La fe que consiste esencialmente en la certeza de que Dios es más fuerte que la muerte, en que El puede mantener sus promesas dando la vida a pesar de la muerte, más allá incluso de los límites de la muerte. Tal es la relación con Dios; una relación hecha de confianza absoluta, cuya necesidad ha proclamado Jesús al preferir "la casa de su Padre" a la fidelidad rigurosa a la Ley.

Louis Monloubou

XIII

            La edad de doce años era en Israel algo equivalente a la mayoría de edad entre nosotros: a los doce o trece años se casaban las mujeres, y los varones entraban a formar parte de la comunidad social y religiosa de Israel y, desde entonces, estaban obligados a cumplir la mayoría de las leyes religiosas y civiles.

            Una de esas obligaciones consistía en peregrinar a Jerusalén una o varias veces al año. Al cumplir los doce años, pues, Jesús acompaña por primera vez a sus padres a Jerusalén a celebrar la fiesta de la Pascua. Y es en esta ocasión cuando, llegada la hora de volver, Jesús se queda en Jerusalén. Como el viaje se hacía en grupo, José y María pensaron que Jesús iba "entre los parientes y conocidos" de la misma caravana, y sólo se dieron cuenta de su ausencia "después de una jornada de camino". Tres días tardaron en encontrarlo: estaba en el templo, sentado en medio de los doctores de la Ley, desconcertando a todos con sus preguntas y respuestas.

            Jesús no se perdió por casualidad. No se quedó en Jerusalén por un despiste propio del niño de pueblo que va por primera vez a la capital. Por lo menos el evangelio de Lucas no lo presenta así.

            Jesús no pidió permiso a sus padres para quedarse entre los maestros de la Ley. Ni siquiera les dijo que lo iba a hacer. Jesús se quedó en Jerusalén porque quiso; lo hizo a propósito. Jesús quería a sus padres y los respetaba. Pero se sentía libre e independiente de ellos. Su modo de actuar constituye una afirmación de su independencia y de su libertad. Con esta visita a Jerusalén, Jesús iba a ser integrado, como era costumbre, en la sociedad, en la Ley y en el sistema religioso judíos. Y es precisamente ése el momento que Jesús escoge para ejercer y reivindicar su autonomía: el modo de relacionarse con Dios era un asunto exclusivamente suyo.

            José y María, que eran fieles al Señor, no entienden el comportamiento de Jesús, a pesar de que ese comportamiento tenía, como razón última, la fidelidad de Jesús a su Padre Dios. Jesús vuelve con sus padres a Nazaret y sigue sometido a su autoridad. Pero ese sometimiento es solo provisional. Cuando llegue el momento, ya plenamente adulto, Jesús vivirá y actuará de acuerdo con la autonomía y la libertad que él, en este episodio, reclama como propias.

            Los padres, se dice, tienen el derecho de elegir el modelo de educación que prefieren para sus hijos. Y es verdad: ni la Iglesia ni el Estado pueden arrebatarles ese derecho y decidir en lugar de ellos. Pero ¿en qué consiste ese derecho? ¿En obligar al niño a pensar y a comportarse de una manera determinada? ¿En obligar al niño a aceptar ciertas ideas porque ésas son mis ideas y él es mi hijo? ¿En sentirse ofendido, traicionado, cuando el hijo escoge un camino distinto del que los padres habían escogido para él?

            La educación de los hijos no puede ser una "domesticación de los hijos". Los padres tienen el derecho -nadie se lo va a negar-, por encima de cualquier institución, de elegir la educación de sus hijos. Pero, a la hora de hacer la elección, tienen la obligación de procurar que esa educación que ellos eligen haga posible que el niño se convierta en un hombre libre, capaz de decidir por sí mismo la dirección de su vida.

            Los padres no tienen derecho a escoger para sus hijos una educación que los haga esclavos de una ideología, de unas creencias. Tienen el derecho y la obligación de facilitar a sus hijos el camino de la libertad. Porque la libertad pertenece al ser humano desde el momento mismo de su nacimiento. En su nombre, y mientras no pueda ejercerla por sí mismo, la ejercen sus padres, pero sólo a él le pertenece.

Rafael García

XIV

            Cuando lo quiso Dios, surgió en la tierra un hombre llamado José, de la estirpe de David, esposo de la Virgen María, padre legal de Jesús. Cuando lo quiere la Iglesia hace memoria solemne de San José rompiendo el ritmo penitencial de una semana que anuncia la Pasión del Señor. Todavía recordará al Santo el día primero de mayo.

            De San José podemos decir -según el evangelio- que se asemeja extremadamente a la Virgen María. Esta dijo sí a Dios e hizo posible la Encarnación, prestando al Hijo de Dios su corazón y su seno para que éste pusiera su tienda entre nosotros. San José dijo también dijo sí a Dios y le dio al Hijo de Dios una estirpe, una patria, una familia, una casa, un lenguaje, una autoridad, para que Dios habitara entre los hombres como un hombre más. En una palabra, José contribuyó a que continuara la Encarnación.

            La verdadera misión de José, como la de María, fue presentar la obra de la salvación, Jesús, al mundo. Cuando se apercibe de su misión, José responde generosamente. Tiene el carisma de visiones angélicas; es decir, está atento a la llamada de Dios y está presto a cumplir su voluntad. Por eso no abandona a María cuando advierte que va a tener un hijo, y por eso también toma al Niño con su madre y huye a Egipto para burlar las iras de Herodes. No destaca su presencia en el evangelio, pero su figura ilumina la historia de Jesús.

            No sé lo que significará para tu vida la figura de José. Lo que sí es cierto es que si fuéramos como él, llenaríamos de luz nuestro camino y el camino de los demás.

Patricio García

XV

            El matrimonio judío se celebraba en dos etapas: el contrato y la cohabitación. Entre uno y otra transcurría un intervalo, que podía durar un año. El contrato podía hacerse desde que la joven tenía doce años; el intervalo daba tiempo a la maduración física de la esposa. María está ya unida a José por contrato, pero aún no cohabitan. La fidelidad que debe la desposada a su marido es la propia de personas casadas, de modo que la infidelidad se consideraba adulterio.

            El «Espíritu Santo» (en gr. sin artículo en todo el pasaje) es la fuerza vital de Dios (espíritu = viento, aliento), que hace concebir a María. El Padre de Jesús es, por tanto, Dios mismo. Su concepción y nacimiento no son casuales, tienen lugar por voluntad y obra de Dios. Así expresa el evangelista la elección de Jesús para su misión mesiánica y la novedad absoluta que supone en la historia (nueva creación).

            Su esposo, José, que era hombre justo y no quería infamarla, decidió repudiarla en secreto. José es el hombre justo o recto. Por el uso positivo que hace Mateo del término (cf. 13,17; 23,29; en ambos casos «justos» asociados a «profetas») se ve que es prototipo del israelita fiel a los mandamientos de Dios, que da fe a los anuncios proféticos y espera su cumplimiento; puede considerarse figura del resto de Israel.

            Su amor o fidelidad a Dios (cf. 22,37) lo manifiesta queriendo cumplir la Ley, que lo obligaba a repudiar a María, a la que consideraba culpable de adulterio; el amor al prójimo como a sí mismo (cf. 22,39) le impedía, sin embargo, infamarla. De ahí su decisión de repudiarla en secreto y no exponerla a la vergüenza pública. Interviene «el ángel del Señor» (cf. 28,2), y José, que en­carna al resto de Israel, es dócil a su aviso; comprende que la expectación ha llegado a su término: se va a cumplir lo anunciado por los profetas.

            Se percibe al mismo tiempo el significado que el evangelista atribuye a la figura de María quien más tarde aparecerá asociada a Jesús, en ausencia de José (2, 11). Ella representa a la comunidad cristiana, en cuyo seno nace la nueva creación por la obra continua del Espíritu. La duda de José refleja, por tanto, el conflicto interno de los israelitas fieles ante la nueva realidad, la comunidad cristiana. Por la ruptura con la tradición que percibe en esta comunidad (= nacimiento virginal, sin padre o modelo humano/judío), José/Israel debe repudiarla para ser fiel a esa tradición; por otra parte, no tiene motivo alguno real para difamarla pues su conducta intachable es patente.

            El ángel del Señor, que representa a Dios mismo, resuelve el conflicto invitando al Israel fiel a aceptar la nueva comunidad, porque lo 'que nace en ella es obra de Dios. Ese Israel comprende entonces la novedad del mesianismo de Jesús y acepta la ruptura con el pasado. Pero, apenas tomó esta resolución, se le apareció en sueños el ángel del Señor, que le dijo: José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte contigo a María, tu mujer, porque la criatura que lleva en su seno viene del Espíritu Santo.

            La apelación «hijo de David» aplicada a José, indica, en relación con 1,1, que el derecho a la realeza le viene a Jesús por la línea de José (cf. 12,23; 20,30) El hecho de que el ángel se aparezca a José siempre en sueños (2,13.19) muestra que el evangelista no quiere subrayar la realidad del ángel del Señor.

            "Dará a luz un hijo, y le pondrás de nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados". El ángel disipa las dudas de José, le anuncia el nacimiento y le encarga, como a padre legal, de imponer el nombre al niño. El nombre Jesús, «Dios salva» es el mismo de Josué, el que introdujo al pueblo en la tierra prometida. Se imponía en la ceremonia de la circuncisión, que incorporaba al niño al pueblo de alianza.

            El significado del nombre se explica por la misión del niño: éste va a salvar a «su pueblo», el que pertenecía a Dios (Dt 27,9; 32,9; Ex 15,16; 19,5; Sal 135,4): se anticipa el contenido de la profecía citada a continuación. El va a ocupar el puesto de Dios en el pueblo. No va a salvar del yugo de los enemigos o del poder extranjero, sino de «los pecados», es decir, de un pasado de injusticia. «Salvar» significa hacer pasar de un estado de mal y de peligro a otro de bien y de seguridad: el mal y el peligro del pueblo están sobre todo en «sus pecados», en la injusticia de la sociedad, a la que todos contribuyen.

            Esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán de nombre Emanuel (Is 7,14). El evangelista comenta el hecho y lo considera cumplimiento de una profecía (1,22: "Todo esto sucedió etc."). Mientras, por un lado, el nacimiento de Jesús es un nuevo punto de partida en la historia, por otro es el punto de llegada de un largo y atormentado proceso.

            Con el término Emmanuel, «Dios con nosotros» o, mejor, «entre nosotros» da la clave de interpretación de la persona y obra de Jesús. No es éste un mero enviado divino en paralelo con los del AT. Representa una novedad radical. El que nace sin padre humano, sin modelo humano al que ajustarse, es el que puede ser y de hecho va a ser la presencia de Dios en la tierra, y por eso será el salvador. Respeto de José por el designio de Dios cumplido en María.

Juan Mateos

XVI

            San José es un santo popular, porque el pueblo cristiano le ha visto en los evangelios como un hombre humilde,  trabajador, fiel, "justo", íntimamente unido a Jesús y a María. Por eso se le tiene como abogado de la buena muerte, modelo del mundo del trabajo, maestro de vida interior y  patrono de la Iglesia universal. 

            Lo que sí tendríamos que hacer es "orientar" su recuerdo hacia nuestra vida, para que no nos distraiga sino, al contrario, nos ayude en su preparación. San José puede considerarse modelo de los que quieren estar en unión con Cristo y aceptar en su vida los planes de Dios, aunque no los entiendan del todo. 

            Si hoy se celebra el día del seminario, no es nada difícil aproximar las actitudes de san José a las de la comunidad eclesial, custodia también ella de los misterios de Jesús, y en concreto a la vocación ministerial dentro de la Iglesia. Los sacerdotes están llamados a una paternidad universal, misteriosa, hecha de entrega y mediación salvadora, pero totalmente abierta a la acción del Espíritu, que es el que da vida y salva. Una paternidad como la de Pablo: "Yo os he engendrado por el evangelio en Cristo Jesús". 

            El evangelio de Mateo nos muestra a José como un hombre de fe, humilde, respetuoso del plan de Dios. Sus "dudas" se interpretan ahora, no tanto en el sentido de que sospechara de la fidelidad de María, sino que dudó de sí mismo: al intuir el misterio que en ella se está cumpliendo, por obra del Espíritu, José se considera indigno y quiere retirarse de la escena.

            El anuncio del ángel tendría este sentido: asegurarle que, a pesar de ser el Espíritu de Dios el protagonista del misterio, él, José, tiene una misión que cumplir en los planes de Dios: dar nombre a Jesús, en la línea genealógica de David, y actuar como padre del Mesías. La figura de José aparece así todavía más cercana: su humildad le hace dudar  y su fe le hace abrirse totalmente a Dios. 

            Ante todo, José es un hombre de fe: abierto y dócil a Dios, respetuoso de sus planes  de salvación, en los que se ve incluido sin pretenderlo; el hombre justo y bueno, como Abrahán, que cree contra toda esperanza, "servidor fiel y prudente que pusiste al frente de tu familia" (prefacio). Sería interesante releer, en torno a esta fiesta, la "Redemptoris  Custos" de Juan Pablo, en donde resalta sobre todo esta su fe en Dios. 

            Nos enseña a cumplir la misión que Dios nos encomienda a cada uno. Para él fue la de ser custodio de Jesús y María: "Le confiaste los primeros misterios de la salvación"  (oración). "Se entregó por entero a servir a tu Hijo" (ofrendas). Todos tenemos una misión a cumplir, en el conjunto de la humanidad y de la Iglesia. Todos somos corresponsables de la mejora de este mundo y de su evangelización, empezando por nuestras propias familias. Eso requiere constancia y generosidad. 

            Esta misión la cumplió José desde la sencillez de su vida diaria. Fue un joven y luego un hombre del pueblo, obrero, un israelita normal, que se vio de repente envuelto en los planes de Dios. Pero a veces Dios no nos pide cosas espectaculares. José, sin milagros ni discursos, sin ser nombrado apóstol ni persona importante en los nuevos tiempos, desde su vida diaria y sencilla, supo ser fiel a Dios, creyó en él y cumplió con fidelidad la misión que se le encomendaba. Para nosotros, la renovación pascual seguramente tampoco consistirá en actitudes solemnes, sino en la autenticidad de las cosas sencillas de nuestra vida, hechas con la elegancia espiritual de José. 

            En la vida de José hubo momentos de dolor y dificultad. Como en la de Abrahán, o en la del mismo Cristo, y, seguramente, también en la nuestra. Junto a días de paz y alegría, en la convivencia de Nazaret, José supo de emigración y persecuciones, de pobreza y  malentendidos. También a él le tuvo que decir el ángel, como a María, "no temas". Ser  creyentes conlleva muchas veces fatiga y esfuerzo. Es un itinerario de cuaresma que dura  bastante más de cuarenta días en nuestra historia. El ejemplo de José nos puede venir muy  bien a los que a veces experimentamos el cansancio o las tentaciones de este mundo. 

José Aldazábal

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EQUIPO DE LITURGIA DE MERCABÁ

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 Act: 01/03/21       @año de san josé            E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A