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Artículo I de Pascua: Resurrección

Toledo, 22 abril 2019
José Ramón Díaz Sánchez-Cid

           Celebrar que Cristo resucitó, después de hacerle acompañado en su camino hacia el Calvario, es celebrar su triunfo, en primer lugar sobre la muerte, en la que ha estado como un muerto entre los muertos, y después sobre los que le han condenado a la misma dictando un sentencia injusta y constituyéndose en jueces del que será nombrado por el mismo Dios Juez de vivos y muertos. Pero celebrar su triunfo sobre la muerte es celebrar al mismo tiempo su victoria sobre el pecado, plasmado en posturas y decisiones humanas, que es el que le ha llevado a la muerte. De este modo, triunfando sobre la muerte y el pecado (su causa) nos abre las puertas de la vida, de esa vida sin sombra de muerte y sin espacio para el pecado. Al resucitar, vence a la muerte; al morir entregándose a amigos y enemigos en un acto de amor extremo, vence al pecado con todo su poder.

           Realmente, como confesamos en voz alta, hoy es el día en que actuó el Señor: el día hecho por el Señor con su actuación, el Domingo por excelencia. Dios, en cuanto creador del tiempo y del espacio ha hecho el día como sucesión de la noche; pero este día concreto lo ha hecho con una actuación especial: sacando a su Hijo de la noche de la muerte; por eso este día recibe el nombre de Domingo.

           Él es quien lo ha hecho; nosotros nos limitamos a ser testigos de esta actuación y a alegrarnos con ella por las repercusiones que tiene en nuestra vida. Frente a aquellos que piensan en un Dios ocioso, ajeno al mundo y a su historia, o en la creación como algo acaecido en un pasado remoto y sin incidencia en la actual expansión del universo, nosotros proclamamos la actuación de un Dios providente, comprometido con la historia de los hombres, un Dios que sigue actuando en el tiempo y transformando la realidad mundana, un Dios tan comprometido con el hombre que ha decidido hacer del tiempo su dimensión y de la muerte su consumación temporal, sin otro objetivo que sembrar en el tiempo un germen de eternidad y en la muerte una levadura de vida.

           Sólo en este contexto podemos hablar del día en que actuó el Señor. Y porque la actuación del Señor es victoria sobre la muerte en la humanidad de Jesús, no podemos por menos que exultar de alegría y cantar aleluyas. El día que celebramos lo merece, porque no es sólo su día, sino también el nuestro, en la medida en que nosotros participamos –como nos hace saber san Pablo- de su muerte y resurrección. Ésta sigue siendo hoy nuestra gran noticia para el mundo que la desconoce o que, conociéndola, no la recibe como noticia digna de crédito: que el Señor ha resucitado a Jesús de entre los muertos; que hay Dios; que ese Dios está con Jesús; que es fiel a sus promesas; que tiene poder sobre la muerte; que quiere devolvernos la vida como se la ha devuelto a Jesús, y una vida mejor.

           Por el oído la realidad se nos da en forma de noticia. Y la noticia de la Resurrección de Jesús nos ha llegado de testigos fiables: verdaderos testigos de lo que Jesús hizo en Judea y Jerusalén y de lo que hicieron con él, colgándolo de un madero y enterrándolo en un sepulcro nuevo excavado en la roca. Esos mismos testigos lo fueron también de lo que Dios les hizo ver: el lugar en el que habían sepultado el cadáver de Jesús vacío del mismo, pero no del vendaje y el sudario con el que lo habían cubierto, y al mismo Jesús aparecido tras su muerte y sepultura. La vaciedad del sepulcro no era prueba suficiente para afirmar que Cristo había resucitado, porque podía ser el resultado de otras causas. De hecho, María Magdalena atribuye la desaparición del cadáver de Jesús a un robo o traslado del mismo, pues piensa que alguien se ha llevado del sepulcro a su Señor; y así se lo hace saber a Pedro y a Juan. La reacción de la Magdalena ante su inesperado hallazgo nos muestra claramente la nula predisposición que había entre los seguidores de Jesús a esperar un cambio de cosas. Al parecer, sólo aspiraban a vivir de recuerdos o de reliquias; y alguno ni siquiera a eso. Su única pretensión era olvidarse cuanto antes de este pasado reciente (lo acaecido en Jerusalén durante esos últimos días), que les resultaba muy doloroso y decepcionante.

           Únicamente de Juan se dice que vio y creyó. Vio las vendas y el sudario, enrollado en un sitio aparte, sin cadáver, y creyó lo que el mismo Jesús había anunciado con antelación: que al tercer día resucitaría de entre los muertos. Pero parece que es el único apóstol que tiene memoria y fe. Juan viene a ser un caso extraordinario. Lo ordinario en aquellos primeros testigos de los hechos fue ver un signo tras otro y no creer. Necesitaron ver mucho más que Juan para creer que el Crucificado había vuelto a la vida. Necesitaron no solamente ver, sino también comer y beber con él; más aún, necesitaron tocar, palpar su carne. Realmente Dios les hizo ver lo que no estaban dispuestos a aceptar fácilmente. Y se entiende. La experiencia de la muerte es tan avasalladora, se nos presenta tan definitiva, que no es fácil concebir una salida de la misma y un estado de cosas posterior a ella. Aquellos seguidores de Jesús habían vivido acontecimientos demasiado duros y descorazonadores como para pensar en un cambio de perspectiva tan radicalmente distinto. ¿Hay mayor contraste que éste de pasar de la muerte a la vida? No, no les fue fácil creer en la vida del engullido por la muerte.

           Pero Dios se lo hizo ver. Y esto fue lo que el Señor les encargó predicar: que Dios lo había nombrado juez de vivos y muertos; y para ser juez tenía que estar vivo. Nombraba juez universal precisamente al que acababa de ser juzgado y hallado digno de condena por los representantes de la Ley. Pero el Legislador está por encima de la Ley. Y el Legislador supremo había sentenciado a favor del condenado convirtiéndole en juez de sus mismos acusadores al resucitarlo de entre los muertos.

           Y si Cristo ha resucitado, también nosotros podemos resucitar con él. Más aún, san Pablo se atreve a decir que ya hemos resucitado con él. ¿Cuándo? Cuando fuimos bautizados, porque el bautismo es sepultura y resurrección con Cristo: es sepultado nuestro hombre viejo y emerge el nuevo, el hecho a imagen y semejanza del Hombre nuevo, que no es otro que el Señor resucitado. Del bautismo ya surgió ese hombre nuevo que habrá de ser un día glorificado si se mantiene en esa novedad y persiste en ese camino de fe dejándose modelar por el Espíritu conforme al prototipo que tiene en Jesucristo.

           Alegrémonos, hermanos, porque Cristo ha resucitado, y nosotros podemos gozar desde ahora de sus saludables consecuencias. Si nos alegramos de verdad con esta noticia que ya es realidad en nuestras vidas, no será necesario que nos esforcemos ni por comunicar esta noticia a otros, ni por extender nuestra alegría. La alegría, cuando existe, se contagia por sí misma, pues no hay nada más contagioso que lo deseable. También la tristeza es contagiosa, aunque no es deseable; pero por no serlo, tiene menos poder de contagio. Dejemos, pues, que la alegría de la resurrección se afiance en nuestros corazones.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID, Colaborador de Mercabá

 Act: 22/04/19     @tiempo de pascua         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A