Semana Santa 2024

Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús

Toledo, 25 marzo 2024
José Ramón Díaz, doctor en Teología

         Nuestra Semana Santa abre sus puertas entre hosannas y aclamaciones que festejan "al que viene en el nombre del Señor". Así fue recibido Jesús, que se presentó en la ciudad santa "montado en un borriquillo" y rodeado por sus discípulos: como el que venía "en nombre del Señor" para cumplir su plan, para llevar a cabo su designio de amor. Por eso es festejado y aclamado; por eso, extienden a su paso mantos y enarbolan ramos de olivo. Es el enviado del Señor, es el Mesías.

         Aquel recibimiento no hacía prever lo que habría de suceder más tarde. El aclamado del domingo de Ramos se convertirá en el paciente de la Pasión: un paciente activo y voluntario, es verdad, pero paciente sufriente, varón de dolores.

         Ambas cosas las pone de manifiesto el relato evangélico de la Pasión: su voluntariedad para acudir al lugar del suplicio cuando más se estrecha el cerco en torno a él; su voluntariedad para afrontar el juicio a que es sometido con una dignidad soberana y para beber hasta la última gota el cáliz del sufrimiento que le ha tocado en suerte, consumando así su misión; y su pasión, que tiene sus preliminares, su momento cimero y sus postrimerías.

a) Traición

         Una Pasión que se deja notar ya cuando Jesús se ve obligado a saborear la amargura de la traición de uno de los suyos, y que tiene continuación en la agonía y soledad de Getsemaní y en el abandono de sus seguidores más fieles; a esto se sumarán los dolores provocados por la corona de espinas, los golpes de la soldadesca, la flagelación, el peso del madero de la cruz en ese agónico peregrinaje hacia el Calvario, los clavos incrustados en su carne, la pérdida progresiva de sangre en las arterias, la carencia de oxígeno en los pulmones, la muerte lenta e incontenible.

         Jesús era realmente ese paciente que "había ofrecido su espalda a los que le golpeaban, y su mejilla a los que mesaban su barba" (tal como predijera el profeta Isaías) y que se abrazaba ahora a la cruz en actitud de obediencia a la voluntad del que permitía todo esto, a la voluntad del Padre. Porque era el mismo Dios quien permitía (no podemos decir que quisiera con voluntad de beneplácito) la traición de Judas, la ceguera de los miembros del Sanedrín (sus jueces), la cobardía de Pilato (el gobernador romano), la insensible crueldad de los soldados, la indiferencia del resto del mundo, la piedad impotente e infructuosa de algunos de sus acompañantes y seguidores.

         Nada hubieran podido contra Jesús éstos si Dios no lo hubiese permitido o si él mismo hubiese decidido otra cosa, por ejemplo, no acudir a Jerusalén por las fiestas de Pascua, haciéndose notar, en actitud humilde, pero desafiante. Por eso, tras estos acontecimientos, forjados por la voluntad extraviada de tanta gente, ve Jesús la voluntad de su Padre, o también, que su misión (la encomendada por el Padre) exigía esta consumación.

         Se trataba de actuar el amor más grande: el amor del que "da la vida". De este modo, su muerte se convertía en una ofrenda de amor, del amor "más grande": el de quien da la vida por sus amigos y por sus enemigos. Y así, su muerte pasará a ser "fuente de salvación para muchos", para todos aquellos que acaben acogiendo esta ofrenda de amor y se vean transformados por ella. Esta era la voluntad del Padre (lo que el Padre le pedía al Hijo): que "amara hasta el extremo" de dar la vida. Por eso, Jesús vio en su pasión y muerte, soportadas por amor, la voluntad del Padre, que permitía el pecado de sus injustos agresores (y homicidas) y se complacía en la paciencia y docilidad de su siervo, Jesús.

         San Pablo ve en este acto de obediencia la culminación de una historia de renuncias o auto-despojamiento. Es la historia del que "era de condición divina" y sin hacer alarde de su categoría tomó la condición humana. Luego el aclamado como "el que viene en nombre del Señor" es el mismo Hijo de Dios (alguien de condición divina), pero al que vemos despojado, no sólo de su indumentaria o de su rango o dignidad, o de algunas posesiones, sino de su impasibilidad (para poder sufrir), de su inmortalidad (para poder morir), de su eternidad (para poder entrar en el tiempo); más aún, despojado de su misma dignidad humana, para poder sufrir la muerte de un condenado y ser contado entre malhechores.

         Y porque se rebajó hasta ese punto, "Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre", esto es, el nombre de Señor: un nombre "ante el que se doblan todas las rodillas". La genuflexión es el reconocimiento de su señorío. Se trata, por tanto, de reconocer en el Crucificado al que es "de condición divina" en su estado kenótico, es decir, humano, sufriente, mortal, y exaltado sobre todo. A esto nos invita san Pablo, porque sólo así obtendremos la salvación, o lo que es lo mismo, nos dejaremos vivificar por el amor que salva: amor paciente en la humillación y humilde en la exaltación.

b) Pasión

         El relato de la Pasión ocupa un lugar central en la celebración del Viernes Santo. Es la relación de los acontecimientos, de lo que sobrevino a aquel que fue llevado a la cruz. El momento culminante de esta Pasión es la crucifixión. En ella alcanza su cenit el drama histórico aquí representado, que es el drama de Jesús, pero también de la humanidad, puesto que Jesús nos representa (en cuanto hombre) y nos sustituye, y nosotros intervenimos en él con nuestro pecado.

         Una simple frase resume este protagonismo: "Jesús murió por nosotros", esto es, por causa nuestra, en lugar nuestro y en nuestro favor. Sólo reconociendo en el Crucificado a nuestro Salvador, podemos adorar la cruz, hacer de este instrumento de tortura de malhechores y esclavos objeto de adoración. Este cambio sólo se explica por la presencia del Salvador (el Crucificado) en él. Se ha producido una suerte de santificación (y transformación) de un objeto no simplemente neutro, sino ignominioso, infamante; porque eso exactamente sucede con la cruz.

         No se trata, por tanto, de la pasión de un hombre cualquiera. De haber sido así, no habría tenido la trascendencia que tuvo, no habría quedado plasmada siquiera en este relato que se lee todos los años en nuestras iglesias y se escenifica en nuestras plazas y teatros. ¡Cuántos crucificados había habido antes y siguió habiendo después que no pasaron a la historia como pasó éste!

         El paciente y actor de esta Pasión, el reo sometido a juicio (un juicio con nocturnidad y alevosía), condena y tortura, "el varón de dolores, el llevado como un cordero al matadero"... es nada menos que el Hijo de Dios hecho hombre, tan hecho hombre que se le confundió con un simple hombre (aunque no necesariamente con un hombre cualquiera). De haberse sabido delante de Dios, aquellos jueces y soldados no se hubiesen atrevido a hacer lo que hicieron con él: juicio indigno y humillante, burlas, golpes, bofetadas, desprecios e indiferencias.

         Pero ellos, en las pretensiones de Jesús, no vieron más que arrogancia blasfema y manifiesta impostura, y en su extrema familiaridad con Dios (reflejada en su filial Abba), falta de respeto. Sus prejuicios y su obstinación les impidieron ver la verdad que se les manifestaba, les impidieron ver en él al enviado de Dios.

         Él era realmente el Hijo de Dios en carne humana. Esto y sólo esto confiere relieve a su Pasión, haciendo de ella algo absolutamente singular. Porque la singularidad de esta Pasión no está en los sufrimientos padecidos por el paciente de la misma.

         Y fueron muchos y muy dolorosos los sufrimientos corporales provocados por los azotes que flagelaron su cuerpo, por la corona de espinas incrustada en sus sienes y en su cabeza o por los golpes que multiplicaban el punzamiento de las espinas o el desgarro de las heridas, por los clavos abriéndose paso en la carne, por la sed ardiente producida por la abundante pérdida de sangre o la asfixia de un cuerpo colgado que no podía ya enderezarse para tomar aire en los pulmones, por la fiebre y el delirio provocado por la misma.

         Tampoco está la singularidad de esta Pasión en los múltiples sufrimientos psíquicos soportados por Jesús, sufrimientos como el causado por la traición de un amigo y discípulo como Judas, o por el abandono de los demás, incapaces de salir en su defensa, o por el dolor de ver a una madre destrozada, o por la experiencia del rechazo de ese pueblo que antes le aclamaba, hasta el punto de querer convertirle en su rey, y ahora prefiere el indulto de un asesino como Barrabás, o por el desprecio y la indiferencia llegados de todas partes, por esa poderosa sensación de fracaso que en esos momentos parecía imponérsele sin remisión.

         Realmente se cumplían las palabras evangélicas: "Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron". ¿No era esto doloroso? Sí, y mucho. Pero otros hombres también pasaron por pruebas similares.

         Lo extraordinario y singular de esta Pasión no está en aquello en lo que consiste, sino en el sujeto que la padece. Tras él se esconde el por qué y el para qué de esta Pasión.

         Se trata de la pasión de alguien que ha tenido que "humillarse" (= hacerse tierra) hasta nosotros (= seres terrestres) para padecer. Sin carne humana, sin ser humano, no son posibles ni los sufrimientos corporales, ni los psíquicos. Para padecer los sufrimientos del hombre, sujeto al pecado y a la muerte, es preciso ser hombre.

         Sólo en cuanto hombre, el Hijo de Dios podía propiamente com-padecer con nosotros, "ser probado en todo como nosotros", enseñarnos con su propio ejemplo cómo afrontar el sufrimiento, enseñarnos a morir y a aprender en semejante situación de muerte la obediencia; porque ¿qué otra cosa es la obediencia que esto: aprender a morir? Puesto que nuestro Creador nos exige la muerte, obedecer ya no puede consistir sino en aprender a morir, aunque esto requiera el tiempo de toda una vida.

         Del mismo Hijo (de Jesús) se nos dice que "aprendió sufriendo a obedecer", y eso que era el Hijo, es decir, a aceptar la voluntad del Padre: "No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú". Y eso aun teniendo tan claro que no había venido a este mundo para otra cosa que para hacer la voluntad del Padre. A pesar de eso, tuvo que aprender, también él, sufriendo a obedecer, es decir, tuvo que aprender a morir. Y así es como el Hijo obediente se convierte en "autor de salvación eterna" para todos los que aprenden obediencia en el sufrimiento.

         Luego el sufrimiento por el que pasa y pasará todo ser humano, mientras viva en este mundo (y ello a pesar de los muchos avances de la ciencia), se convierte así en el instrumento más universal de salvación. Sufrir ya no es algo inútil y absurdo. Tiene una razón de ser que ha puesto al descubierto Jesucristo con su Pasión, y es la de ser escuela de obediencia y medio de salvación.

         Con nuestros sufrimientos "completamos lo que falta a la Pasión de Cristo". Pues en el sufrimiento aprendemos a ser obedientes a la voluntad de Dios, a madurar como personas y como cristianos, a amar desde el despojamiento de nosotros mismos, a acoger misteriosos dones de procedencia divina; aprendemos a dejar esta vida y a esperar la nueva vida que Dios quiere darnos: aprendemos a confiar en Dios y en su promesa de vida.

c) Salvación

         Desde que Cristo asumió nuestros sufrimientos, el sufrimiento humano ha pasado a ser el mejor modo de trabajar con Cristo por la redención del mundo, incluida la nuestra propia. Es el inmenso campo de trabajo que se ofrece a enfermos, minusválidos, impedidos o ancianos. Aquí se halla el trabajo más útil para la humanidad: el más productivo, pues no produce coches, alimentos o medicinas, pero produce salvación, y no hay nada más productivo, porque no hay bien más preciado que éste que da vida eterna.

         Hoy nos acercamos a la cruz para adorarla. La adoramos porque en ella reconocemos al Salvador, "la salvación que en ella estuvo clavada". Mirémosla no con compasión, ni con orgullo simplemente (como si se tratara de un trofeo de guerra o de caza), sino con gratitud.

         No es tiempo de compadecernos de él, sino más bien de que él se compadezca de nosotros; es más bien tiempo de agradecer el gran amor de que hemos sido objeto por parte de Dios, y de prolongar su mirada compasiva hacia todas esas personas que están en situación de sufrimiento, ya sea culpable o inculpablemente; en cualquier caso, llevando su cruz.

         Sólo la mirada del que muere perdonando y suplicando el perdón para sus verdugos puede sanar nuestras heridas, curar nuestros odios y desactivar nuestros resentimientos y deseos de venganza. Que cuando nos acerquemos a la cruz digamos: Gracias, Señor, por el don inmerecido de tu vida.

d) La noche de la Resurrección

         Nuestra celebración pascual es una firme profesión de fe en la vida: la vida que surge de la nada en los albores de la creación y la vida que resurge de la muerte en el momento de la resurrección, una vida que nos remite al que es su origen y fuente, al Dios creador y al Dios recreador. Porque la vida que nos es dado vivir no es autosuficiente, ni el fruto casual de unas conexiones moleculares y lumínicas o fotovoltaicas. La vida no es un hecho azaroso en un universo igualmente azaroso.

         En el principio de todo está la Razón creadora y planificadora, no el absurdo ni la casualidad. En el principio de todo no está la luz, sino el Creador de la luz. En el principio de la vida no está el agua, sino el Creador de las aguas. Sólo así, en cuanto creadas, la luz y el agua pueden producir vida. Y, puesto que en el principio está el Dios de la vida, puede haber vida donde todavía no había nada o donde ya sólo queda muerte. Todo depende de la voluntad y el poder de este Dios que ha decidido crear seres capaces de conocerle y de amarle, seres capaces de reconocerle y de dejarse amar por él.

         En esta noche luminosa en que se nos hace tan claro que dependemos enteramente de esta Razón creadora y recreadora que nos da a compartir su vida no sólo en este mundo, sino en el más allá de la muerte, todo nos invita a la alegría y al gozo.

         Es noche, pero noche de amaneceres, de condenas rotas, de losas descorridas, de ascensiones victoriosas, noche preñada de luz y de vida: una vida tan pujante que no hay barrotes ni sepulcro que la puedan contener o retener. Sabemos de dónde viene su potencia: de la palabra de Dios que dice: "Hágase". Y se hizo la luz, y se hizo la vida encerrada en la muerte. Es la palabra poderosa que brota de la voluntad de esta Razón primigenia que da existencia y sentido a todo cuanto existe.

         Una luz realmente dichosa para todos aquellos que se dejan iluminar por esta luz. Gocémonos con la tierra "inundada de tanta claridad". Es la claridad de la Pascua, la claridad aportada por aquel que es realmente "luz del mundo", y como luz se ha hecho presente en nuestro mundo para iluminarnos y darnos vida.

         Él es nuestro Salvador: el que ha venido de parte de ese Dios para enseñarnos el camino que conduce a la vida, a esa vida que nos está reservada y que la muerte no nos permite alcanzar sino pasando por la resurrección. La luz no sólo ilumina para ver por dónde ir; también proporciona vida, aunque no sin otros elementos en los que actuar como la tierra y el agua.

         Tanto la luz como el agua están muy presentes en nuestra celebración. Ambos simbolizan la vida que germina en nuestra tierra, es decir, en nuestra carne: carne iluminada, carne bautizada, carne llamada a la resurrección y a la gloria. Porque "¿de qué nos serviría haber nacido" para vivir una vida tan precaria como la que se nos concede vivir en este mundo? ¿No quedarían frustrados muchos de nuestros anhelos y proyectos? Nos resistimos a morir porque Dios ha puesto en nosotros un anhelo de vida eterna, un deseo incontenible de vida que parece tener reflejo incluso en nuestros genes ansiosos de inmortalizarse.

         La resurrección de Jesús, mortal como nosotros, más aún, muerto y sepultado, permite creer en nuestra resurrección. Alguien de nuestro linaje ha recuperado la vida después de muerto, o mejor, ha alcanzado, tras la muerte, una vida desde la que le es posible dar muestras de que está vivo, puesto que puede compartir algunas operaciones con los todavía vivientes en este mundo.

         Es la vida de un resucitado y no simplemente de un revivido o reanimado. La vida de un reanimado sigue siendo mortal, la del resucitado, no, pues ha vencido a la muerte "para siempre". Sólo esta vida merece ser objeto de nuestra aspiración. Sólo el logro de esta vida supone un verdadero triunfo. Los triunfos de la medicina venciendo ciertas enfermedades, retrasando unos años más la muerte, haciendo de ella un trance menos doloroso, son triunfos parciales, pero en último término insuficientes. No sacian nuestra sed de inmortalidad.

         "No busquéis entre los muertos al que vive", les dijeron aquellos hombres de vestidos refulgentes a las mujeres que acudieron al sepulcro atraídas por el cadáver de Jesús. "No está aquí; ha resucitado". Está vivo, aunque en otra dimensión. La muerte no ha sido capaz de retener su carne en el reino de lo inorgánico y de lo corruptible, porque su carne es la carne del Verbo y está transida por el Espíritu de Dios; y no hay nada que pueda oponer resistencia al Espíritu de Dios, ni siquiera la nada del principio, cuando no había siquiera luz fuera de Dios, mucho menos la noche transitoria de la muerte.

         Confiemos en la palabra de Dios, confiemos en su poder, confiemos en la razón que Dios ha puesto en las cosas. Todo depende de esta voluntad creadora y salvífica. Y alegrémonos de no estar solos y desvalidos en el mundo; alegrémonos de tener Dios, y un Dios que nos ha hecho para él y para compartir vida con él. Dejemos que la luz recibida en nuestro bautismo (y que hace de nosotros iluminados) siga generando vida en nosotros: la vida esplendorosa de la Resurrección.

e) El día del Resucitado

         Celebrar la resurrección del Señor, después de hacerle acompañado en su camino hacia el Calvario, es celebrar su triunfo, en 1º lugar sobre la muerte, en la que ha estado como un muerto entre los muertos, y después sobre los que le han condenado a la misma dictando un sentencia injusta y constituyéndose en jueces del que será nombrado por el mismo Dios "Juez de vivos y muertos".

         Pero celebrar su triunfo sobre la muerte es celebrar al mismo tiempo su victoria sobre el pecado, plasmado en posturas y decisiones humanas, que es el que le ha llevado a la muerte. De este modo, triunfando sobre la muerte y el pecado (su causa) nos abre "las puertas de la vida", de esa vida sin sombra de muerte y sin espacio para el pecado. Al resucitar, vence a la muerte; al morir entregándose a amigos y enemigos en un acto de amor extremo, vence al pecado con todo su poder.

         Realmente, como confesamos en voz alta, "hoy es el día en que actuó el Señor": el día hecho por el Señor con su actuación, el domingo por excelencia. Dios, en cuanto creador del tiempo y del espacio ha hecho el día como sucesión de la noche; pero este día concreto lo ha hecho con una actuación especial: sacando a su Hijo de la noche de la muerte; por eso este día recibe el nombre de domingo.

         Él es quien lo ha hecho; nosotros nos limitamos a ser testigos de esta actuación y a alegrarnos con ella por las repercusiones que tiene en nuestra vida. Frente a aquellos que piensan en un Dios ocioso, ajeno al mundo y a su historia, o en la creación como algo acaecido en un pasado remoto y sin incidencia en la actual expansión del universo, nosotros proclamamos la actuación de un Dios providente, comprometido con la historia de los hombres.

         Se trata de un Dios que sigue actuando en el tiempo y transformando la realidad mundana, un Dios tan comprometido con el hombre que ha decidido hacer del tiempo su dimensión y de la muerte su consumación temporal, sin otro objetivo que sembrar en el tiempo un germen de eternidad y en la muerte una levadura de vida.

         Sólo en este contexto podemos hablar del "día en que actuó el Señor". Y porque la actuación del Señor es "victoria sobre la muerte" en la humanidad de Jesús, no podemos por menos que exultar de alegría y cantar aleluyas. El día que celebramos lo merece, porque no es sólo su día, sino también el nuestro, en la medida en que nosotros participamos (como nos hace saber San Pablo) de su muerte y resurrección.

         Ésta sigue siendo hoy nuestra gran noticia para el mundo que la desconoce o que, conociéndola, no la recibe como noticia digna de crédito: que el Señor "ha resucitado a Jesús de entre los muertos"; que hay Dios; que ese Dios está con Jesús; que es fiel a sus promesas; que tiene poder sobre la muerte; que quiere devolvernos la vida como se la ha devuelto a Jesús, y una vida mejor.

         Por el oído la realidad se nos da en forma de noticia. Y la noticia de la Resurrección de Jesús nos ha llegado de testigos fiables: verdaderos testigos "de lo que Jesús hizo en Judea y Jerusalén" y de lo que hicieron con él, colgándolo de un madero y enterrándolo en un sepulcro nuevo excavado en la roca. Esos mismos testigos lo fueron también de lo que Dios les "hizo ver": el lugar en el que habían sepultado el cadáver de Jesús vacío del mismo, pero no del vendaje y el sudario con el que lo habían cubierto, y al mismo Jesús aparecido tras su muerte y sepultura.

         La vaciedad del sepulcro no era prueba suficiente para afirmar que Cristo había resucitado, porque podía ser el resultado de otras causas. De hecho, María Magdalena atribuye la desaparición del cadáver de Jesús a un robo o traslado del mismo, pues piensa que "alguien se ha llevado del sepulcro a su Señor"; y así se lo hace saber a Pedro y a Juan.

         La reacción de la Magdalena ante su inesperado hallazgo nos muestra claramente la nula predisposición que había entre los seguidores de Jesús a esperar un cambio de cosas. Al parecer, sólo aspiraban a vivir de recuerdos o de reliquias; y alguno ni siquiera a eso. Su única pretensión era olvidarse cuanto antes de este pasado reciente (lo acaecido en Jerusalén durante esos últimos días), que les resultaba muy doloroso y decepcionante.

         Únicamente de Juan se dice que "vio y creyó". Vio las vendas y el sudario, enrollado en un sitio aparte, sin cadáver, y creyó lo que el mismo Jesús había anunciado con antelación: que al tercer día resucitaría de entre los muertos. Pero parece que es el único apóstol que tiene memoria y fe. Juan viene a ser un caso extraordinario. Lo ordinario en aquellos primeros testigos de los hechos fue ver un signo tras otro y no creer. Necesitaron ver mucho más que Juan para creer que el Crucificado había vuelto a la vida. Necesitaron no solamente ver, sino también comer y beber con él; más aún, necesitaron tocar, palpar su carne.

         Realmente, Dios les hizo ver lo que no estaban dispuestos a aceptar fácilmente. Y se entiende. La experiencia de la muerte es tan avasalladora, se nos presenta tan definitiva, que no es fácil concebir una salida de la misma y un estado de cosas posterior a ella. Aquellos seguidores de Jesús habían vivido acontecimientos demasiado duros y descorazonadores como para pensar en un cambio de perspectiva tan radicalmente distinto. ¿Hay mayor contraste que éste de pasar de la muerte a la vida? No, no les fue fácil creer en la vida del engullido por la muerte.

         Pero Dios se lo hizo ver. Y esto fue lo que el Señor les encargó predicar: que "Dios lo había nombrado juez de vivos y muertos"; y para ser juez tenía que estar vivo. Nombraba juez universal precisamente al que acababa de ser juzgado y hallado digno de condena por los representantes de la ley. Pero el Legislador está por encima de la ley. Y el Legislador supremo había sentenciado a favor del condenado convirtiéndole en juez de sus mismos acusadores al resucitarlo de entre los muertos.

         Y si Cristo ha resucitado, también nosotros podemos resucitar con él. Más aún, San Pablo se atreve a decir que "ya hemos resucitado con él". ¿Cuándo? Cuando fuimos bautizados, porque el bautismo es sepultura y resurrección con Cristo: es sepultado nuestro hombre viejo y emerge el nuevo, el hecho a imagen y semejanza del Hombre nuevo, que no es otro que el Señor resucitado. Del bautismo ya surgió ese hombre nuevo que habrá de ser un día glorificado si se mantiene en esa novedad y persiste en ese camino de fe dejándose modelar por el Espíritu conforme al prototipo que tiene en Jesucristo.

         Alegrémonos, hermanos, porque Cristo ha resucitado, y nosotros podemos gozar desde ahora de sus saludables consecuencias. Si nos alegramos de verdad con esta noticia que ya es realidad en nuestras vidas, no será necesario que nos esforcemos ni por comunicar esta noticia a otros, ni por extender nuestra alegría. La alegría, cuando existe, se contagia por sí misma, pues no hay nada más contagioso que lo deseable. También la tristeza es contagiosa, aunque no es deseable; pero por no serlo, tiene menos poder de contagio. Dejemos, pues, que la alegría de la resurrección se afiance en nuestros corazones.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID, Colaborador de Mercabá

 Act: 25/03/24     @semana santa         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A