Concepto de Dios

Equipo de Teología
Mercabá, 24 mayo 2021

           Toda palabra es fruto de una experiencia. También lo es la palabra Dios. Pero de ella no tenemos la misma experiencia que de la realidad significada en otras palabras como libro, árbol u hombre. Lo cierto es que el término Dios existe y se nos impone con un determinado contenido. Hasta el mismo ateo, que pretende negar la existencia de lo significado en ella, contribuye con su actitud a la vigencia del término en el lenguaje de la sociedad. Si su pretensión es que tal vocablo desaparezca del lenguaje humano, deberá abstenerse de declararse ateo guardando absoluto silencio al respecto. Pero ¿cómo podrá hacerlo si otros, de cuyo campo lingüístico él no puede separarse, hablan de Dios? La mera existencia de esta palabra en las lenguas de los hombres es ya motivo de reflexión.

           Dios es, en todas las lenguas, un nombre concreto o de naturaleza, que designa al sujeto o sujetos (en caso de politeísmo o trinitarismo) que poseen y en cuanto poseen determinada esencia o naturaleza: la divina. Pero la palabra Dios suena hoy como un nombre propio y, a diferencia de otras palabras como padre, señor, celeste... no dice nada de lo significado en ella. Se presenta como una palabra sin rostro que, en su forma actual, parece hablarnos del Inefable, el Innominado, el que no aparece en el mundo articulado como un componente suyo. Así, la palabra Dios, que ha pasado a ser un vocablo sin rostro, es decir, que de suyo no apela a ninguna experiencia particular y determinada, está en condiciones de hablarnos de Dios, por cuanto es la última palabra antes del silencio en el que, por desaparición de todo lo particular denominable, tenemos que habérnoslas con el todo fundamentador, nos dice Rahner.

           La palabra Dios existe. Pero ¿seguirá existiendo en el futuro? Caben dos alternativas: o que desaparezca sin dejar huella, o que permanezca siempre como una pregunta. Si la palabra Dios desapareciera del lenguaje humano sin dejar rastro o sin ser suplantada por otra equivalente, el hombre dejaría de estar situado ante el todo de la realidad, se olvidaría totalmente de sí mismo, inmerso en lo particular, quedaría atascado en el mundo y en sí mismo, se cerraría al proceso misterioso de su propio trascenderse; en suma, dejaría de ser hombre. Porque el hombre es el ser vivo que se sitúa ante sí y reduce a pregunta el todo de su mundo y existencia, aunque enmudezca desconcertado ante semejante pregunta. Luego propiamente el hombre sólo existe como hombre cuando dice Dios, al menos como pregunta. La muerte absoluta de la palabra Dios, una muerte que borrara incluso el pasado de la misma, sería la señal no percibida ya por nadie de que el hombre mismo ha muerto. Pero, mientras siga planteándose la pregunta por la muerte de la palabra Dios, seguirá estando vivo el vocablo, y con él su significado inefable.

           Si la palabra Dios permaneciese, habría que preguntarse por la experiencia que encierra, puesto que todo lenguaje es fruto de una experiencia. La palabra Dios hace referencia al todo de la realidad, ya que pregunta en primer lugar por la realidad como un todo en su fundamento originario y la realidad se nos hace presente a través del lenguaje, que es parte de la misma. Luego Dios no es un vocablo cualquiera, sino aquel en el que el lenguaje se aprehende a sí mismo en su fundamento. La palabra Dios pertenece a nuestro lenguaje y, por ello, a nuestro mundo; es una realidad ineludible para nosotros; forma parte de nuestra historia y contribuye con nosotros a hacer la historia; nace con el hombre y no puede morir sino con la muerte del hombre. Está siempre expuesta a la protesta de Wittgenstein, que mandó guardar silencio sobre aquello de lo que no se puede hablar (Dios), pero que infringió esta máxima al expresarla. La palabra misma, bien entendida, consiente con esta máxima, pues ella misma es la última palabra anterior al mudo y adorador silencio ante el misterio inefable; pero, evidentemente, la palabra que debe pronunciarse al final de todo hablar, si en lugar del silencio en adoración no ha de seguir aquella muerte en la que el hombre pasaría a ser un animal hábil o un pecador eternamente perdido[1].

           La palabra Dios nos remite, por tanto, al problema del ser, y el problema del ser se presenta en última instancia como una disputa acerca de Dios. Por eso, toda filosofía, con su respuesta a la pregunta por el ser, toma de alguna manera posición respecto a Dios, fundamento radical del ente multiforme que constituye el mundo. La idea de Dios ha tenido diferentes expresiones a lo largo de la historia. Es una idea indeterminada en muchos panteístas que, negando a un Dios personal, admiten sin embargo algo absoluto y superior (trascendente) al mundo visible. Aparece clara, pero poco desarrollada, en los pueblos primitivos que reconocen la existencia de un legislador supremo, un juez del bien y del mal o un padre amoroso. Y adquiere cierto grado de depuración intelectual en la visión de aquellos filósofos que le atribuyen los rasgos metafísicos de la aseidad, la unidad, la infinitud, la simplicidad, la trascendencia y la personalidad (o suprapersonalidad).

           Nuestras representaciones y conceptos nunca podrán comprenderle adecuadamente y estarán siempre condicionadas por el carácter, la educación y el ambiente en el que surjan. De ahí las varias imágenes de Dios que ofrecen las distintas religiones. No obstante esta variedad, todas ellas atribuyen a Dios una cierta perfección sobrehumana, el origen primordial y el gobierno del hombre y del mundo, sea éste creado o increado; todas ellas incluyen en la noción de Dios una cierta transcendencia sobre el mundo de nuestra experiencia sensible. Tomás de Aquino decía que tanto el católico como el pagano conocen la naturaleza divina según alguna razón de causalidad, de excelencia o de remoción[2]; o también que cuando se habla de Dios todos quieren significar algo que está por encima de todo, es principio de todo y está separado de todo[3]. En el vocablo todos incluye el Aquinate no sólo a los creacionistas, que piensan en Dios como causa primera e inteligencia suprema, sino también a los aristotélicos, que conciben a Dios como motor primero, y a todos aquellos que entienden que sólo a Dios conviene la triple formalidad de excelencia (primero), causalidad (motor) y remoción (no movido por nadie) implicada en la conclusión aristotélica.

           Tal es el significado analógico de la palabra Dios. Afirmar con este significado que Dios existe no es todavía decir que Dios es único, creador o providente, como dice la Biblia; pero sí es crear el espacio que hace posible la identificación bíblica de Yahvé con Dios (Ex 20,2). Afirmar que Dios, ese Alguien (o algo) que es principio de todo y está por encima de todo y separado de todo, existe, equivale a indicar la posición que mantiene respecto de ese todo, que es el mundo de nuestra experiencia. Sólo así podrán tener sentido objetivo nuestras proposiciones acerca de Dios. Pero el juicio Dios existe no es inmediatamente evidente a la inteligencia humana, que tendrá que recurrir por ello a la mediación de la razón o al menos de la fe. De ser evidente la existencia de Dios, el ateísmo vendría a ser una negación de la evidencia y quedaría reducido a pura ceguera voluntaria. Ateos serían los que no quieren ver lo evidente. Pero Dios no forma parte de lo evidente, ni nuestro conocimiento del mismo es inmediato, esto es, sin mediación racional o revelada[4].

 Act: 24/05/21     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] cf. RAHNER, K; Curso fundamental sobre la Fe, Barcelona 1989, p. 73.

[2] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I,  q.13, a,10.

[3] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.13, a.8.

[4] cf. FERRARA, R; El misterio de Dios: correspondencia y Paradojas, Salamanca 2005, pp. 144-147.