Actuación de Dios

Equipo de Teología
Mercabá, 2 agosto 2021

           Demos un paso más en nuestro conocimiento del misterio de Dios, analizando ahora la forma de actuar de Dios. Pues todo efecto transeúnte (ad extra) de la divinidad procede de Dios en cuanto uno, así como la unidad sustancial en Dios pide que su actividad ad extra sea una, ya que en lo divino todo es uno, donde no hay oposición relativa, y esta oposición relativa no tiene lugar en la actividad divina hacia afuera. Con lo que podemos concluir que en Dios existe, para empezar, una simple conformidad de acciones distintas o mera concordia de voluntades[1].

a) Apropiaciones divinas

           A cada una de las personas divinas se le atribuyen ciertas operaciones. Es lo que se ha dado en llamar apropiación, o aplicación de un atributo esencial a una persona divina particular, por afinidad con su propiedad personal. Fue Alain de Lille, en su Quoniam Homines de 1160, el primero en denominar appropiationes a la tríada potentia-sapientia-bonitas (poder, sabiduría, bondad) de Dios, y en establecer los dos modos como pueden apropiarse estos nombres a las tres personas divinas: por semejanza y por contraste. Tomás de Aquino hará suya esta concepción en su comentario a las Sentencias, prefiriendo la semejanza al contraste como fundamento de la apropiación[2].

           Si lo propio es lo exclusivo de una persona, explica el Aquinate, lo apropiado sería lo esencial y común a las tres personas divinas. Pero atribuido en particular a cada una de ellas, y en razón de su semejanza con lo propio de esa persona. La finalidad de semejante apropiación es ofrecer un mejor conocimiento de la persona concreta en su distinción. Y la semejanza del atributo esencial con la propiedad personal es así el principal fundamento de la apropiación, aunque sin desdeñar el papel que también pueda jugar en este asunto el contraste. Dice a este respecto Santo Tomás:

Los atributos esenciales pueden hacernos conocer a las personas divinas de dos maneras: por vía de semejanza (como lo que pertenece a la inteligencia es apropiado al Hijo, que procede por modo de concepto y como Verbo) y por vía de contraste (como el poder se apropia al Padre para que, siendo los padres débiles a causa de la ancianidad, no se imagine en Dios algo parecido).

           El ejemplo usado por el Aquinate, del contraste de la potencia con la debilidad del padre anciano, no deja de ser curioso, pero ya san Pablo había contrastado la necedad y debilidad de Cristo crucificado con la sabiduría y el poder de Dios (1Cor 1,23-24).

           A propósito de las apropiaciones, hay que decir que son a la vez un hecho y un problema teológico. En primer lugar, un hecho que vemos aparecer en el lenguaje de la Escritura y de la Tradición. Cuando el NT aplica el nombre de Dios junto a sus atributos (eternidad, omnipotencia, creación...) al Padre, o el nombre de Cristo junto a sus atributos (sabiduría, redención...) al Hijo, o el nombre de Espíritu y sus atributos (santificación, inhabitación...) al Espíritu Santo, está empleando este procedimiento. En realidad, Dios, Señor y Espíritu (santos, eternos, omnipotentes, santificadores, inhabitantes...) son los tres[3]. Pero:

-al Padre se le atribuye la apropiación de la divinidad, por ser principio sin principio y fuente y origen de la divinidad, y aquel en el que se manifiesta de modo peculiar la condición de ens a se,
-al Hijo se le atribuye la manifestación de la divinidad (en la creación y redención, por ejemplo), por proceder del Padre como Imagen (mediadora ante la humanidad),
-al Espíritu Santo se le atribuye la santificación (y sus efectos formales de inhabitación), por proceder del Padre y del Hijo como Don (amoroso hacia los creyentes)
.

           La Tradición se encargó, además, de elaborar toda suerte de tríadas: Eternidad, Belleza y Gozo, Unidad, Igualdad y Concordia, Potencia, Sabiduría y Bondad... No obstante, semejantes atribuciones no pueden ser propias y exclusivas de una persona. Pues si lo fueran, dividiríamos la divinidad e incurriríamos en un triteísmo. También las otras personas poseen tal atributo y ejercen tal acción. No obstante, conviene notar que algunas apropiaciones aparentes son en realidad atribuciones propias. Por ejemplo, todo lo vivido por el Hijo en su humanidad (nacimiento, muerte, resurrección...) es propio y exclusivo de él. Es verdad que la potencia y acción creadoras convienen a las tres personas en común, pero dado que esta acción (crear) se ejerce según un cierto orden (trinitario), se puede con toda propiedad decir que todo fue hecho por el Hijo, no porque el Hijo sea un mero instrumento (en manos del Padre) de la creación, sino porque el Hijo es principio principiado”, y todo lo que tiene (su misma virtud creadora) le viene del Padre.

           Es aquí donde la regla de que Dios opera ad extra como uno debe ser complementada con el principio de que la procesión de las personas divinas es la causa y la razón de la procesión de las creaturas. Lo mismo cabe decir de las operaciones que expresan la iniciativa absoluta en la economía salvífica. Tales operaciones (elegir, predestinar, llamar...) pueden ser aplicadas al Padre en sentido propio, porque nacen de su iniciativa; mientras que las otras personas actúan como enviadas del Padre. Fuera de estos casos, ninguna atribución es totalmente exclusiva. Pues también el Hijo es llamado Dios (Jn 1,18; 20,28) que crea y es eterno, y también el Espíritu Santo es llamado Señor, y también el Padre santifica. Y a los tres se les atribuye la distribución de las funciones en la Iglesia (1Cor 12,28, Ef 4,11; Hch 20,28).

           Una parte de las apropiaciones divinas tiene su explicación en la misma historia de la salvación. Que la mayoría de los atributos divinos se reserven al Padre en el NT se entiende por la manera progresiva en que nos fue revelada la divinidad del Hijo, a partir de su humanidad. O que la sabiduría le sea atribuida al Hijo se debe seguramente a la función reveladora y educadora de Cristo en la economía salvífica. O que la santificación se atribuya al Espíritu Santo se explica por el hecho de que en el AT la santificación y demás dones escatológicos se atribuyen al Espíritu de Yahvé.

           Se puede decir (afirma Ferrara) que las apropiaciones poseen, respecto de las personas, una función análoga a la que vimos en las metáforas para evocar ciertos aspectos de la naturaleza divina; es decir, surgen en los límites de los conceptos. Y si la metáfora sirvió de complemento en el conocimiento de la naturaleza divina, ¿por qué no habría de servirnos para el conocimiento de sus apropiaciones?[4].

b) Misiones divinas

           La consideración de las misiones de las personas divinas cierra el estudio del Dios inmanente (ad intra) y abre al estudio de los misterios de la encarnación, redención, santificación... Todos ellos levados a cabo tanto en la historia de la salvación humana como en la comunicación interior de la vida trinitaria. Así mismo, el estudio de las misiones retorna al punto de partida del misterio de Dios (como se verá en la misión filial de Jesús, que mostrará que él no es un enviado más, ni la simple venida de Dios al mundo, sino una persona divina distinta del Padre).

           En toda misión divina, el Padre es el enviante y nunca el enviado, lo que confirma su posición de principio sin principio en el seno de Dios trino. En cuanto al Hijo, hay textos que presentan su misión como la de un profeta o enviado humano (Hch 3,20.26), y hay textos en los que se habla de su envío al mundo por parte del Padre (Jn 3,17; 10,36; 17,18). Es la misión visible del Hijo: su encarnación. En cuanto al Espíritu Santo, hay textos que hablan de su misión invisible en el corazón de los fieles (Gal 4,6; 1Pe 1,12; Jn 14,26; 15,26), y hay textos que hablan de su misión visible en Pentecostés (Hch 10,44). Y si el Hijo es enviado sólo por el Padre (Jn 14,25-27), el Espíritu Santo lo es por el Padre y el Hijo, o por el Padre a través del Hijo (Hch 2,33; Jn 15,26). Finalmente, el Padre, aunque no es enviado (por nadie), viene con el Hijo y con el Espíritu Santo (Jn 14,23), y así las tres personas comienzan a estar en la criatura racional de un modo nuevo.

           Las misiones divinas dependen, pues, de las procesiones o procedencias divinas, pero añaden a éstas, que son eternas, un término temporal. Luego la misión o salida ad extra de Dios supone la procesión o salida ad intra, e implica la referencia del enviado:

-hacia el que lo envía (origen eterno),
-hacia el término al que se le envía (acceso temporal).

           El término misión (el mundo) implica también un nuevo modo de existencia (histórica), y un nuevo título al enviado (que, por ser Dios, es omnipresente[5]). Pero esto no implica desigualdad en Dios (por su origen) ni imperfección (por su término). Pues el Padre, por ejemplo, no envía en cuanto superior, sino en cuanto origen de la persona enviada, como cuando se dice que el árbol emite la flor que surge de él.

           Luego la intimación de la misión no puede ser entendida sino desde las mismas procesiones eternas. Esto quiere decir que la misión de una persona divina está constituida por la procesión eterna y se corresponde a ella, limitándose a agregarle un conveniente término ad extra (encarnación...) y un nuevo orden entre las personas (salvación...). En consecuencia, las misiones son la prolongación de las procesiones eternas en la temporalidad de la criatura racional[6]. Ello significa que, en Dios, la procesión es causa (constitutiva) de la misión, y que procesión y misión se corresponden: a cada misión corresponde la necesaria procesión de la persona enviada.

           En cuanto a este modo de estar de Dios en el mundo, hay que decir que cada misión divina no introduce ningún cambio en la persona divina, sino únicamente en la criatura racional[7]. El ejemplo más claro es la encarnación, que no supone ningún cambio en la naturaleza divina del Verbo, pero sí en la naturaleza humana redimida.

           En cuanto a las misiones visibles de Dios, éstas se ordenan siempre a la misión invisible, porque proceden de ésta, y no podrían darse sin ésta. Pero también la misión invisible puede darse sin la misión visible, pues aunque éste no sea el camino ordinario (de salvación para cada persona...), puede ser camino extraordinario (para aquellos para quienes no ha alcanzado).

           En cuanto a la misión invisible de Dios, o inhabitación de las personas divinas (en el alma del justo, por ejemplo), ésta reside en la capacidad de la persona divina para dejarse poseer (por la criatura racional, en este caso[8]). Es el caso del Padre, que no es enviado pero sí donado a la criatura. O del Hijo y del Espíritu Santo, que son enviados y donados. Este modo de estar de las personas divinas (en sus misiones invisibles) se fundamenta en la renovación operada por la gracia y dones divinos, que de ella dimanan[9]. A esta inhabitación se refiere Jesús cuando afirma: Vendremos a él y haremos morada en él (Jn 14,23).

           Las misiones divinas, por tanto, instalan al Hijo y al Espíritu Santo en el ser humano, y a éste en la koinonía divina trinitaria. Así, la criatura racional queda penetrada por la generación del Hijo y la virtud del Espíritu Santo, que se hacen presentes en ella. Pero cuidado. Porque esta presencia de inhabitación es cualitativamente distinta a la presencia causal (como la causa en sus efectos) o a la inmensidad de Dios en la creación. Dios está en la criatura racional como lo conocido en el cognoscente y como lo amado en el amante, de modo que no sólo está, sino que mora en él y hace morada en él, como en su templo. Y ello en virtud de la gracia divina, en cuya donación el hombre recibe al mismo Espíritu Santo, y éste habita en él[10].

           El acto creador asegura el estar de Dios en la creación, pero la gracia divina transforma ese estar en verdadera presencia. La gracia divina inserta así al hombre en el ámbito divino y lo deifica, emparentado (adoptivamente) con las 3 personas divinas. Se trata de una transformación, a forma de prolongación de las procesiones divinas en el ser humano. Con lo que tendríamos que, según Ferrara[11]:

-a forma de causa, las misiones divinas serían autodonaciones divinas,
-a forma de cadena, la gracia divina sería el conducto santificante,
-a forma de efecto, las criaturas racionales acabarían deificadas.

c) Obra ad extra de Dios

           El ser de Dios, como hemos visto, es actividad y relación, y está permanentemente vivo. Un dinamismo inmanente que aflora especialmente en su obra ad extra (creación, redención...), o misión del Hijo y del Espíritu. Ambas dimensiones de la vida de Dios (inmanente y económica) guardan conexión, pero la segunda no puede ser exigencia necesaria de la primera. No obstante, para que la actividad transeúnte de Dios sea viva tiene que haber en él de forma necesaria una actividad vital inmanente y eterna, de la que aquélla vendrá a ser su libre exteriorización o temporalización, su efecto creado y temporal[12].

           La naturaleza de Dios, de ningún modo, puede obrar despersonalizada. De hecho, tanto a San Agustín como a cierta tradición posterior (con el famoso teologúmenon) se les acusó de querer considerar la acción ad extra de Dios de modo unitarista y despersonalizado. A este respecto hay que decir que las obras ad extra de Dios (incluida la creación) no son sólo obras de Dios trino, sino por Dios trino, esto es, realizadas por las 3 personas gestoras de la única divinidad. Debe concederse al obispo de Hipona que cuando 3 gestores de una naturaleza única entran en relación con otro ser, la gestión no puede ser sino común y unitaria. Pero es inconcebible que la divinidad común sea gestada por una sola de las personas. La gestan las tres, y no de modo indiferenciado ni mediante una 4ª metapersona (la esencia divina), sino perfectamente coordinadas, bajo las coordenadas del Padre.

           El modo de cooperar las 3 personas divinas en común es, pues, distinto (personalmente diferenciado) y esencialmente idéntico (en cada una de ellas): el Padre actuando como principio fontal, el Hijo al modo filial y el Espíritu Santo al modo unitivo. Un triple modo divino, dirá Rahner, que es tan necesario para su actividad ad extra como para su misma esencia ad intra[13]. Lo que no significa (como precisa Nicolas) que el hombre, con su sola razón, pueda ser capaz de captar este carácter trino que tiene toda obra divina, sino que necesitará la luz de la revelación, para poder ver algo más meras causas y efectos, sin más distinciones.

           Según Rahner, el axioma de que toda obra ad extra de Dios es única y común a las tres personas divinas sólo tiene validez absoluta cuando se trata de la suprema causa eficiente[14], pero no cuando nos referimos a la autocomunicación cuasi formal de Dios, que lleva consigo una relación propia de cada una de las personas divinas con la realidad creada correspondiente. Aquí hay una transformación del hombre, a quien se capacita para llegar a un conocimiento experimental (y amoroso) de de las personas divinas, en su singularidad y distinción.

           Galot nos ofrece este razonamiento: Si lo que consideramos propio de una persona (como la paternidad) es en realidad una propiedad común a los tres, ¿cómo entender, por ejemplo, nuestra filiación adoptiva? ¿Somos hijos del Padre, o somos hijos del Dios trino? Apoyado en un texto de San Agustín[15], Pedro Lombardo enuncia el principio de que somos hijos de la Trinidad[16]. Y Tomás de Aquino, siguiendo esta línea de reflexión, afirmará que la adopción conviene no sólo al Padre, sino a toda la Trinidad, porque si el hijo natural de Dios es engendrado, el hijo adoptivo es creado. Añade además el Aquinate que producir un efecto en las criaturas es obra común de toda la Trinidad, luego adoptar a los hombres como hijos de Dios conviene a toda la Trinidad.

           Pero a esta idea se oponen otros autores y un servidor, afirmando que Cristo es Hijo del Padre, y no de la Trinidad. Por lo que también nosotros somos hijos del Padre, y no de la Trinidad. Eso sí, Cristo por naturaleza, y nosotros por adopción. Además, es al Padre al que corresponde engendrar, y es el Padre el que nos engendra como hijos, al hacernos partícipes de la vida divina de su propio Hijo. No puede negarse que todo lo que hace el Padre, lo hace también el Hijo. Pero lo que hace el Hijo lo hace como Hijo, y no como Padre. Además, si el que hace gritar a los hijos adoptivos Abbá, Padre es el Espíritu, éste no puede ser el Abbá al que aquellos se dirigen, sino otra persona distinta al Padre. Por lo que tampoco somos hijos del Espíritu, y no es a él al que debemos llamar Padre. Y tampoco somos hijos del Hijo, puesto que es precisamente, como hijos en el Hijo, como los cristianos podemos reproducir la invocación Abbá. Las operaciones ad extra de Dios son, pues, comunes a las tres personas, pero personalmente diferenciadas.

d) Obra ad intra de Dios

           Lo dicho de las obras ad extra de Dios supone que éstas son en sí mismas trinitarias, por vestigio, imagen y participación. Y esto lo habíamos visto en el caso del hombre, que no sólo tenía en sí la imagen de Dios (Gn 1,26), sino que era su misma imagen (Col 1,15; Jn 1,14).

           Pero el vestigium por excelencia de esta obra exterior de Dios es Jesús, la imagen perfecta del Dios invisible, cuya misión encarnatoria le es propia y peculiar. Ello no significa que las otras dos personas divinas no intervinieran en la encarnación, pero el que se encarna es sólo el Hijo. Luego, al menos en este caso, la doctrina de la Trinidad y la doctrina de la economía no se pueden distinguir adecuadamente del amor filial de Jesús, apunta Rahner, lo que lleva a decir que, en este caso, la economía (exterior) de Dios coincide con la inmanencia (interior) de Dios.

           Galtier, dispuesto a salvar el axioma de que toda actividad de Dios ad extra es solo una, y no siempre trina, opone a Rahner un argumento: Dado que en la encarnación sólo hay una unión hipostática (la del Logos), y toda relación propia de una persona divina con el mundo sólo puede ser hipostática, de la verdad de la encarnación no se puede deducir ningún principio general, que sea aplicable a otros posibles casos posibles de relación propia, y que no sea unión hipostática.

           Rahner remite a la refutación de Schauf[17] y responde a Galtier que el presupuesto de que cualquiera de las personas divinas hubiera podido encarnarse no ha sido probado, y vuelve a abogar por su tesis: la identidad entre la actividad inmanente y actividad económica de Dios, en la totalidad de actividades de cada persona divina.

           La tradición anterior a San Agustín no pensó nunca en semejante posibilidad (la apuntada por Rahner), y más bien presuponía lo contrario: el Padre, en cuanto Invisible, necesita de su Logos para revelarse (pues una revelación sin su Palabra sería como un hablar sin palabras). Además, aplicar la posibilidad apuntada por Rahner al caso de la encarnación, presupondría que:

-la hipóstasis en Dios es un término unívoco en relación con las 3 personas divinas, lo que es falso;
-cualquiera de las personas divinas hubiese podido establecer la misma relación hipostática con el mundo que la establecida por Jesucristo, lo que está sin probar.

           En opinión de Nicolas, Tomás de Aquino había defendido la tesis de que cualquier persona divina habría podido encarnarse en razón de su común poder. Pero la presenta siempre como mera posibilidad, y como algo que no le sería imposible a ninguno de los Tres, pues lo que puede una hipóstasis divina lo pueden también las otras[18]. En todo caso, el de Aquino prefiere hablar de conveniencia, y no tanto de capacidad. Y lo más conveniente era que fuese el Hijo, en cuanto Verbo o Palabra del Padre (y no otro), el que se encarnara, y obrase así la revelación y comunicación divina a los hombres.

           En nuestro estudio, todo análisis sobre Dios debería partir de la realidad misma de Dios (Padre), que en la economía salvífica se nos comunica por mediación de una Palabra (Hijo) santificadora (Espíritu Santo), haciendo ver que esa diferenciación (Padre/Palabra/Espíritu) es algo propio suyo. La doctrina de las misiones divinas tendría que ser, por tanto, nuestro punto de partida, porque es lo que hemos visto y experimentado en la historia de la revelación: sabemos algo sobre Dios porque la Palabra del Padre ha entrado en nuestra historia a través de su Espíritu[19]. Por eso no basta presuponer con Rahner que la trinidad económica es la trinidad inmanente, y viceversa[20]. Sino que hay que analizar al Dios que que nos revela, distinguiendo racionalmente los conceptos.

           En primer lugar, el Dios que se nos comunica es el Dios que es.

           En segundo lugar, tal equiparación requiere sus matizaciones. Por supuesto, que sería un error despojar al Dios económico de su propia realidad histórica, entendiendo ésta como mero fenómeno temporal del Dios inmanente, y no tomando en serio lo que la 2ª persona divina (el Hijo) estableció de modo nueva en la historia. Por ello, sería preciso distinguir, para empezar, entre la generación (eterna) y la misión (temporal) del Hijo.

           También sería erróneo disolver al Dios inmanente en el Dios económico, como si aquél se constituyera en la historia y mediante la historia. Pues con ello destruiríamos el Dios trinitario de personas en la eternidad.

           Luego para que la equiparación entre Dios inmanente y Dios económico no provoque la disolución de ambos, es necesario distinguir. Pues hay algo que distingue al uno del otro: la existencia libre, gratuita e histórica del Dios inmanente en el Dios económico. Modificando el axioma fundamental de Rahner, cabría decir que el Dios inmanente está presente (por libre autocomunicación), de un modo nuevo, en el Dios económico. Se trata, pues, de salvar el carácter libre, gratuito y kenótico del Dios económico frente al Dios inmanente, preservando así el misterio de Dios en su autorrevelación[21]. Luego es verdad que el Dios económico es el Dios inmanente. Pero no lo es el viceversa de Rahner, a saber, que Dios inmanente sea sólo y sin más el Dios económico, como si en su manifestación se hubiera disuelto el misterio divino.

 Act: 02/08/21     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] cf. DS 803.

[2] cf. TOMAS DE AQUINO, Sentencias, I, d. 31, q. 2. a. 1, 1m.

[3] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 36, a. 1.

[4] En contra de lo que afirma REGNON, de que la apropiación no enseña nada nuevo sobre la persona divina y no sirve más que para recordar las nociones ya adquiridas.

[5] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 43, a.1c y 2c.

[6] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q. 43, a. 2c.

[7] cf. Ibid, I, q. 43, a. 2, 2m. [8] cf. Ibid, I, q. 38, a. 2c. [9] cf. Ibid, I, q. 43, a. 6c. [10] cf. Ibid, I, q 43, a. 3c.

[11] cf. FERRARA, R; El misterio de Dios: correspondencia y Paradojas, Salamanca 2005, pp. 618-624.

[12] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.43, a. 2,3.

[13] cf. DS 40.

[14] cf. AGUSTIN, Sobre la Trinidad, V, 1, 12.

[15] cf. PEDRO LOMBARDO, Sentencias, XXVI, 5.

[16] cf. RAHNER, K; El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación, en Mysterium Salutis, II-1 (Madrid 1969), p. 413.

[17] cf. SCHAUF, H; Die Einwohnung des Heiligen Geistes, Friburgo 1941.

[18] cf. NICOLAS, J. H; Sintesi dogmatica. Dalla Trinità alla Trinità, Roma 1983, pp. 336-338.

[19] cf. ZUBIRI, X; El problema teologal del hombre: el Cristianismo, Madrid 1999, p. 107.

[20] cf. RAHNER, K; Advertencias sobre el tratado dogmático De Trinitate, en Escritos de Teología, IV (Madrid 1961), p. 105.

[21] cf. KASPER, W; El Dios de Jesucristo, Salamanca 1986, pp. 303-314.