Semana XXXII Ordinaria
Ser y Devenir en Dios
Equipo
de Teología
Mercabá, 11 noviembre 2024
La visión de Dios propia del teísmo filosófico no se adecua al testimonio bíblico, ni al pensamiento de hoy. En ella, Dios aparece como un ser distante del mundo e indiferente a sus sufrimientos
, provocando la indiferencia del mundo ante Dios. Por lado contrario, un Dios en proceso o en devenir (hegeliano) sería un Dios imperfecto y necesitado del mundo para realizarse a sí mismo, y acabaría siendo parte de un sistema omnicomprensivo (espíritu absoluto) en el que se diluye su trascendencia.Así, pues, sólo el Dios trino del cristianismo puede dar respuesta al dilema del ser (no de forma abstracta) y devenir en Dios (no de forma materialista). Es la posición que defiende Jüngel y von Balthasar[1].
a) Ser y devenir en Jungel
Para Jüngel[2], hablar de la muerte de Dios (Dios crucificado) no conduce necesariamente (como quiere el ateísmo de Feuerbach y Nietsche) a sustituir a Dios por el hombre o el superhombre, sino más bien a “tomar en serio el hecho de la hominidad de Dios”. Y ello porque Dios se ha identificado con el hombre Jesús, y Dios, en cuanto hombre, “ha entrado en la temporalidad de la historia mundana”, transformándola.
En efecto, si Dios ha venido al mundo, se ha de suponer, según Jüngel, que Dios “es distinto del mundo” (y por tanto, trascendente a él) y que Dios “ha devenido” en el mundo (inmanentemente). En efecto, al venir a Jesús (al mundo), Dios “se puso en camino hacia lo extraño a sí mismo”, en un devenir en el que, no obstante, permaneció siendo él mismo. Es decir, Dios (Padre) vino a Dios (Hijo) como Dios (Espíritu Santo). Veámoslo.
1º Dios viene de Dios. Dios fue el origen de sí mismo, y sólo en la medida en que fue origen de sí mismo fue ser; más aún, soberano del ser. Por eso es Padre eterno que se mostró como tal en la creación (porque comunica a otros su propio ser) y en el envío del Hijo (Gal 4,4; Rm 8,3). En cuanto Padre eterno, Dios es “su propio origen”, existiendo en la eternidad con el Hijo.
2º Dios viene a Dios. Dios vino al hombre en la persona de Jesucristo. Pero al venir al hombre, vino al mismo tiempo a sí mismo, ya que vino “no como algo distinto”, sino como “lo mismo que él siempre es”, como Dios. Y al entrar en la muerte de Jesús, entró en la nada sin perecer en ella, porque aún en la nada (lo más extraño a él) Dios vino a sí mismo. Luego Dios (Padre) vino a Dios (Hijo) y al hombre (Jesús) como Dios. Dios es, por tanto, meta para sí mismo. Y en cuanto meta (engendramiento del Hijo), es distinto de sí como origen (Padre que engendra).
3º Dios viene como Dios. En la muerte de Jesús Dios se encontró con la cuestión de la caducidad. Pero, aun estando en lo extraño a sí mismo, Dios no se hizo extraño a sí mismo ni se enajenó, y el ser eterno de Dios permaneció en el llegar a estar dentro de lo caduco. Pero este permanecer en cuanto origen (Padre) y en cuanto meta (Hijo) es un tercer modo de ser (Espíritu Santo). Luego entre el origen y la meta hay un fieri que no es extraño al ser de Dios, que le pertenece como propio y que le es propio. Y puesto que Dios viene de sí mismo (Padre) a sí mismo (Hijo), el venir en que consiste Dios es, por tanto, Dios mismo (Espíritu Santo).
Pero el carácter único y definitivo de la hominidad de Dios se expresa con todo rigor en la confesión “Dios es Amor”, no una simple frase afortunada sino la clave de comprensión de la historia dramática del Dios hecho hombre. Narrar el ser de Dios es “narrar el amor de Dios, incluso del Dios que juzga y se encoleriza”. En estos dos sentidos, podríamos decir que:
1º Dios es amor. Pero el amor no sucede “sin amantes”, así como es imposible que alguien ame “sin la presencia del amor”. Dios ama “a partir de sí”, ya que es amor por sí mismo. Luego Dios se ama a sí mismo en la distinción de amante (y a su vez amado), amado (y a su vez amante) y vínculo amoroso (en cuanto acontecimiento del amor).
2º Dios es amor desinteresado. Dios es amor intradivino, a nivel de autorreferibilidad y autodesprendimiento. Pero Dios también tuvo un devenir exterior (al hombre y mundo). Luego su amor inmanente (ad intra) devino en amor económico (ad extra). Lo que no tuvo lugar sino de forma radical, pues el hombre y mundo eran “lo absolutamente otro” frente a sí. Y esa referibilidad de Dios se reveló en la forma que le era más propia: la donación. Pero fue una donación de su propio Hijo, de su propio ser. Y en ese sentido hay que hablar de la hominidad de Dios[3].
En el envío y donación de su propio Hijo (Jn 4,10), Dios se revela como “el que ama”. Pero Dios ama en sí mismo (ad intra) y en su devenir (ad extra), mientras que todo amor necesita un amante y un amado. Luego Dios es “al mismo tiempo el amante y el amado”. Lo cual se explica porque Dios “se ama a sí mismo” (Padre), y al amarse “se distingue de sí” (Hijo). Según este misterio cabe afirmar que “el ser de Dios está en su devenir”.
Este es el auténtico vestigium trinitatis, que quedó patente en la crucifixión de Jesús, al descubrirse un Dios que se identificaba con un hombre que sufría, lo cual implicó “una autodistinción en Dios”[4]. Según Jüngel, tal distinción no fue contraria al ser de Dios, sino un acto libre que le autodefinió a sí mismo: el que ama libremente.
Tenemos así que el Padre se identificó con Jesús en la cruz, mientras que éste afirmó en la cruz “Padre, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34), entrando así ambos en contradicción. Se trata de la contraposición entre Dios (Padre) y Dios (Hijo), según Jüngel. Lo cual no significaba desunión, pues había algo que los unía mutuamente: el Espíritu[5]. De ahí que, en la consumación de la cruz, exclamara Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu” (Lc 23,46).
En opinión de Jüngel, “lo distintivo del lenguaje cristiano sobre Dios es su capacidad para hablar de él con categorías históricas”. Evidentemente, Dios no es una parte del mundo; pero, según la revelación, se identifica con la vida y la muerte de Jesús de Nazaret. Dios, que “en su ser” es trascendente y superior a todas las cosas, vino al mundo en Jesucristo. Y si entre Dios y su revelación hay identidad, debe afirmarse que el ser de Dios es “su devenir”: un eterno venir que llega a ser evento en la encarnación del Hijo, no estática sino dinámicamente.
Dios es el Ens a Se (el Ser por sí mismo), decía Jüngel. Lo que no quita, según el teólogo alemán, que Dios sea devenir: “venida de Dios (Padre) a Dios (Hijo) como Dios (Espíritu Santo)”. Es decir, movimiento del Padre al Hijo en el Espíritu Santo. Un movimiento eterno que constituye el fundamento:
-espacial, de la venida de Dios al
mundo,
-temporal, del
ser de Dios en la historia del hombre.
b) Ser y devenir en Von Balthasar
Para Von Balthasar, la kénosis (= vaciamiento) del Verbo fue un hecho que “afectó a Dios”, en cuanto Hijo eterno. Se trató de un “distanciamiento o enajenación” del Hijo, que “asumió la condición de esclavo y alcanzó su grado máximo en el abandono de la cruz”. Un abandono de la cruz que se convirtió en:
-la
expresión histórica suprema
del amor oblativo de Dios,
-la más alta revelación de la diástasis
(= separación) del Padre y
del Hijo, en el interior de la esencia eterna del Espíritu Santo.
Para demostrar ello, y combatir cualquier postulado filosófico sin renunciar nunca a la teología bíblica[6], Balthasar parte del postulado de la libertad del absoluto, algo que la filosofía admite (en sentido restringido)[7] y que responde a las paradojas del hombre pensante[8].
Pongamos 3 ejemplos paradójicos:
-si Dios
fuese todo, el mundo no
podría producir nada que se le añadiera a Dios;
-si Dios fuese infinito,
lo finito no podría entrar en oposición con Dios;
-si Dios fuese unidad antonomásica, no podría ser designado como lo
otro (ni como lo totalmente otro)
frente a lo finito, sino más bien como lo no
otro
(Nicolás de
Cusa).
Luego nosotros, en cuanto seres mundanos y finitos, tendríamos que designarnos a nosotros mismos como los otros respecto de Dios, sin que por otro lado pudiéramos concluir que para Dios somos los otros (ya que él nos reconoce y afirma en sí, aparte de fuera de sí). Lo que llevaría a una paradoja.
La teología o reflexión sobre la revelación de Jesucristo debe, por tanto, conducir al pensamiento filosófico “más allá de sí mismo”, profundizando en:
-la oposición
entre libertad infinita y finita,
en el abismo entre
la
libertad finita
(hundida en el
pecado) y el rescate salvador (de
la libertad infinita de Dios);
-la dimensión filosófica del
otro en cuanto no
otro, de cara al misterio del
otro
(Dios Padre) en el no
otro (Dios
Hijo) de las oposiciones
trinitarias.
Estas 2 dimensiones no se resuelven definitivamente “sino en la cruz de Cristo”, en la que, a causa del ateísmo (= olvido de Dios) del hombre, Dios (Hijo) mismo “es abandonado” por Dios (Padre). Lo cual significa un auténtico drama de Dios (teodrama[9]), que provoca sutilmente que:
-nada
antidivino
pueda penetrar en
Dios,
-la libertad
humana no pueda prescindir de Dios.
Desde la finitud podría pensarse (filosofía) que la infinitud bastaría a Dios para colmar su suprema satisfacción y felicidad. Pero de lo comunicado por Dios en Jesucristo se desvela que “la felicidad de la libertad absoluta pasa por un amor que se dona”, del que surge una nueva identidad[10], no confinada en sí mismo y hermética[11]. Y ello incluye el gozo de la donación recíproca, de “reencontrarse siempre de nuevo en el otro”, de “ser colmado constantemente” por él y del mutuo reconocimiento y adoración[12].
Ello quiere decir que la naturaleza divina no es poseída en común por sus tres hipóstasis “como un tesoro intocable”, sino que está determinada completamente “por los modos (Padre, Hijo y Espíritu Santo) del ser divino”[13].
Para Von Balthasar, cada una de las personas divinas es tan soberanamente libre como la otra, aunque en ello esté determinada por el ordo processionis y la unidad trinitaria[14]. Por eso, dentro de la misma divinidad “cabe la sorpresa”, fruto de la libertad trinitaria. En efecto, las personas divinas se compenetran de tal modo que:
-cada una se abre a la otra en absoluta
libertad,
-ninguna es dominada por el conocimiento de la otra,
-todas apoyan su subsistencia en un “dejar
ser”
a la otra.
Ahora bien, si el dejar ser pertenece “a la esencia de la libertad infinita”, mientras la libertad finita “no es capaz de realizarse plenamente”, la esencia de Dios “se siente alienada en el ámbito de la libertad infinita”. Y no podrá realizarse sino “al compás de la libertad absoluta de la autoentrega”. Así, el dejar ser es “la ley propia de Dios”.
Y en la medida en que la libertad se manifiesta como libertad, se hace patente su carácter de misterio, “totalmente incomprensible cuanto más abierto resulta”[15]. Esto es un misterio, pero el creyente puede vivir familiarizado con ese misterio, mientras sigue investigando hoy día sobre la comunicación trinitaria de Dios.
El teólogo suizo, como otros autores ya mencionados, se inclina por el lenguaje del amor. Así, si Dios es el “movimiento del amor eterno” entre Padre, Hijo y Espíritu Santo:
-el Padre
será la fuente infinita que el Hijo dispondrá, sin poder agotar nunca,
-el Hijo no cesará de recurrir a las nuevas dimensiones del ser del Padre, cuya plenitud es
inagotable,
-el Espíritu Santo se desbordará
en una creatividad sin fin.
Dios es el semper maior, el siempre nuevo. Por eso se deja enriquecer y sorprender por la riqueza de su libertad, y el Padre se deja donar por el sí del Hijo, y sorprender por la fecundidad del Espíritu[16].
Cabría decirle al suizo Balthasar, sin embargo, que empleara un lenguaje menos paradójico, entendiendo por amor no “el vaciamiento o la pérdida de sí en el otro”, sino una “comuicación de sí al otro”. Pues tal comunicación, en cuestión de bienes espirituales (alegría, conocimiento, amor...), no implicaría disminución o pérdida de lo comunicado, sino aumento o multiplicación. Lo que se da no quedaría perdido, sino que se multiplicaría[17].
Act: 11/11/24 @tiempo ordinario E D I T O R I A L M E R C A B A M U R C I A
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[1] Un dilema en que “el Dios de los filósofos, por su carácter absoluto, termina por petrificarse en un concepto. Así como su inmutabilidad, que hay que mantener a toda costa, no se deja conciliar con una eterna plenitud de vida interior. Mientras que la osadía cristiana da rápidamente el paso hacia el misterio trinitario” (cf. VON BALTHASAR, H. U; Teodramática, vol. II: Las personas del drama: el hombre en Dios, Madrid 1992, p. 271).
[2] cf. JUNGEL, E; Dios como misterio del Mundo, Salamanca 1984.
[3] Una hominidad que “no un añadido paralelo junto al Dios eterno, sino el acontecimiento de la divinidad de Dios” (cf. JUNGEL, E; op.cit, p. 385).
[4] Una autodistinción en que “el ser de ese muerto (Jesús) determina de tal manera el ser propio de Dios, que hay que hablar de una distinción entre Dios y Dios” (cf. JUNGEL, E; op.cit, p. 463).
[5] Un Espíritu Santo que para JUNGEL, procede del Padre y del Hijo (filioque). Se trata del Espíritu de Amor, unión de origen y meta que hace que Dios vaya adelante. Como Espíritu de Amor, Dios se garantiza a sí mismo un futuro eterno, en el que es para sí mismo eternamente origen y meta. Como Espíritu de Amor, Dios es el que “siempre viene”: no sólo vinculum caritatis, sino también vehiculum aeternitatis (cf. JUNGEL, E; op.cit, pp. 492-493).
[6] Pues, para VON BALTHASAR, el horizonte que proyecta sobre Dios la revelación es más amplio que el aportado por la filosofía. Por ejemplo, la filosofía diría que Dios es esencialmente libre, mientras que la revelación bíblica diría que es:
-libre en su autoposesión y
autodisposición,
-libre para disponer de su ser en el sentido de una autodonación (Padre, Hijo y
Espíritu Santo).
[7] Entendiendo por libertad absoluta la “posibilidad soberana por parte de un ser absoluto de liberar, de su propia libertad, libertades finitas y auténticas”. De modo que, sin perjuicio del carácter infinito de la libertad de Dios, surge aquí una auténtica oposición de libertades (cf. VON BALTHASAR, H. U; Teodramática, vol. II: Las personas del drama: el hombre en Dios, Madrid 1992, p. 230).
[8] Paradojas del hombre pensante que son “paradojas inevitables, aterradoras y gratificantes, que el cristiano debe tener en cuenta si se dirige a Dios tratándole de tú”. Lo que le es recomendado por el AT y NT, apunta VON BALTHASAR, pero en el temor del Señor que le recuerda que “Dios es más grande de lo que el hombre puede calcular, y a la vez más lejano y más cercano”.
[9] Un teodrama o drama de Dios del que surgen a VON BALTHASAR las preguntas de quién y cómo:
-es ese Dios,
que sin
experimentar
cambio, libera desde sí libertades finitas,
-es el portador,
de una tal libertad finita,
-será el final mediador, que superará la desavenencia entre el todo de Dios y el algo
del hombre?
[10] Nueva identidad “entre el poseerse (tenerse) y el desprenderse (dejar de tenerse), entre riqueza y pobreza”, apunta el teólogo suizo.
[11] Una libertad en que “los actos por los que se intercambia el amor deben tener garantizados algo así como una infinita duración y un infinito espacio, para que pueda desarrollarse la vida de la communio, de la reciprocidad” (cf. VON BALTHASAR, H. U; op.cit, p. 236).
[12] Adoración “porque es Dios quien está ante Dios”, y plenificación “porque Dios puede esperar todo de Dios”. Y, puesto que en Dios toda hipóstasis posee la misma libertad y omnipotencia, puede hablarse también de “petición recíproca”.
[13] “Al proceder una de otra las hipóstasis divinas, y así permanecer completamente abiertas la una a la otra, aunque no puedan intercambiarse (eternamente), siempre se dan en esta divina interrelación o diálogo dos cosas: una perfecta transparencia mutua y, a la vez, una especie de misterio personal inviolable”, explica VON BALTHASAR.
[14] Una unidad trinitaria de Dios “de la que nadie podría predecir (apunta VON BALTHASAR), cómo el Hijo va a usar de la una y única libertad divina, para ingeniar pensamientos y actos de amor”.
[15] Como es el hecho incomprensible, por ejemplo, de que el Eterno, en su libertad, “se ponga en marcha hacia nosotros hasta los niveles de la encarnación, la cruz y la eucaristía” y nos abra el área de su libertad “para que podamos llegar así a la realización plena de nuestra libertad”.
[16] cf. O'DONNELL, J; Il Mistero della Trinità, Roma 1989, pp. 167-171.
[17] cf. VANDEVELDE, D; “L'inversion trinitaire chez von Balthasar”, en NRT, CXX (París 1998), pp. 370-383.