Dios en la Vida cristiana

Equipo de Teología
Mercabá, 1 noviembre 2021

           El término misterio hace referencia a aquello que se presenta y oculta a la vez, como algo que está oculto a un cognoscente a nivel filosófico. Ahora bien, lo oculto no es lo mismo lo ignorado. Y eso es lo que hace recordar el Concilio II Vaticano, al focalizar todos sus esfuerzos en la dimensión histórico-salvífica del misterio de Dios, afirmando su condición de fundamento para toda la vida cristiana[1].

           El misterio de Dios comparte esa condición paradójica de todo foco de luz, que reparte luz a su alrededor pero que deja en oscuridad a todo aquel ojo humano que trata de observarlo. De un foco de luz que impide su contemplación directa al ojo humano, pero cuya la luz derramada puede dar claridad para el conocimiento del foco, a nivel indirecto. Dios, como misterio, es lo más oscuro que puede darse al conocimiento humano directo. Pero su misterio derrama luz a su alrededor, dando claridad para que el camino intelectivo indirecto pueda comprenderlo.

           El misterio sobrenatural es aquel para el que toda creatura está naturalmente incapacitada. De ahí que sea necesaria su revelación (iluminación), y que ésta exija la libre transformación de esa creatura (clarificación), a nivel intelectivo. Como dice la Escritura, Dios permanece siempre misterio para sus criaturas (1Tim 6,16; Mt 11,27). Pero si Dios no fuese conocido de algún modo, y detectado, no tendría carácter de misterio.

           Así, tanto el conocimiento de Dios, como el de su vida intrapersonal que él nos ofrece, parten siempre de él, y como todo lo que parte de él, son sobrenaturales y gratuitas. Sin la revelación positiva, la humanidad no hubiese podido llegar, con suficiente distinción y certeza, a conocer al Dios trino (contra el racionalismo), aunque sean muy útiles sus vestigios reales en la creación y el ser mismo del hombre (contra el pietismo).

           Si todo en Dios es misterioso y sobrenatural, el misterio de su trinidad de personas lo es todavía más, pues constituye la última y definitiva palabra de Dios, lo más gratuito y lo que exige mayor elevación (en la creatura) para ser conocido y participado.

           La autorrevelación de Dios en palabras y obras humanas nos legitima para recurrir a imágenes cosmológicas, biológicas y psicológicas, en nuestro intento de explicar (= ilustrar) el misterio trinitario. Pero los misterios divinos, aún después de revelados, permanecen en cierto modo misterios para la inteligencia humana mientras dura esta vida[2]. Luego no son demostrables, y de ahí que León XIII condenara, en ese sentido, el semirracionalismo, así como las proposiciones de Rosmini[3].

           Para Tomás de Aquino, los ensayos que intentan probar a Dios trino (Agustín, Ricardo) gozan del rango de hipótesis congruentes, pero no de demostraciones racionales o necesarias, y ello porque no se pueden descartar otras hipótesis plausibles, ni prescindir del supuesto dato de fe[4]. A juicio del Aquinate, se puede probar demostrativamente la existencia de Dios, incluso su unidad y otras verdades por el estilo, pero no se puede probar su Trinidad, sobre la cual sólo cabe dar razones congruentes.

           Hay, sobre todo, 3 puntos que son impenetrables para nuestro entendimiento, y por ello para la vida cristiana:

-la unidad absoluta de Dios, en la distinción de las personas;
-la igualdad absoluta de las personas divinas, en la dependencia del Hijo respecto del Padre, y del Espíritu Santo respecto del Padre y del Hijo;
-la eternidad de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, en el devenir de la generación y de la espiración.

           ¿Seremos, entonces, capaces de concebir la absoluta simplicidad de la naturaleza divina, en la pluralidad y diversidad de sus atributos? ¿Y su inmutabilidad y eternidad absolutas, en la variedad de sus actividades y manifestaciones históricas?

           Si Dios es un misterio (de amor), también lo es el hombre. Y la correspondencia (analogía) entre ambos nos permite apreciar que el misterio trinitario no dice nada contradictorio ni desatinado en sí, ni implica la absurda afirmación de que uno es igual a tres. Ya hemos dicho (en capítulos precedentes) que lo uno se predica de la esencia, y lo tres de las relaciones. Por eso se puede decir que 1=3 sin contradicción, porque no se igualan magnitudes absolutas, sino una magnitud absoluta y tres relativas.

           Varios son los modos que hacen posible una comprensión más profunda del misterio de Dios:

-las analogías tomadas de la esfera natural,
-el nexus mysteriorum o hierarchia veritatum, que muestra la armonía entre el Dios económico y el Dios inmanente, y su condición de infraestructura de las demás verdades,
-la relación existente entre el medio de la fe (Dios trino) y el objetivo final del hombre (la comunión con Dios uno).

           Luego el misterio de Dios se puede entender (como misterio) si se acredita como una interpretación correcta del misterio de la realidad, del orden de la creación y de la redención.

           Analogías antiguas del Dios trino son la analogía del fuego (Justino, Taciano), la luz y su reflejo (Taciano, Atenágoras, Atanasio), la raíz y su fruto, el manantial y su río, el sol y su rayo... (Tertuliano), y sobre todo la Analogía del Alma humana con sus ternarios mens-notitia-amare o memoria-intelligentia-voluntas (Agustín). El valor de estas analogías (siempre imperfectas) está en servir de ilustración, en el intento por hablar del misterio en lenguaje vulgar. En realidad, el auténtico vestigium trinitatis (Barth) no es el hombre, sino el Dios-hombre, Jesucristo.

a) Dios en la oración cristiana

           Von Balthasar ha sido uno de los escritores espirituales de este siglo que más ha subrayado este punto[5], demostrando que nuestra capacidad de contemplación se funda en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y es que para que la oración sea posible, apunta el teólogo suizo, deben darse dos condiciones: que Dios se abra al hombre, y que el hombre se abra a Dios. Luego el problema decisivo está en saber si Dios ha hablado, o ha permanecido en silencio[6].

           El hombre es un ser dialógico, que ha sido creado por Dios como interlocutor. La fe es acogida de la palabra de Dios. Y esta acogida deviene explícita en el lenguaje de la oración. El Padre es el origen y la fuente última de este diálogo. Él es quien lo inicia (en el seno de la divinidad) expresándose a sí mismo perfectamente como Palabra.

           El yo del Padre encuentra respuesta perfecta en el del Hijo, y este diálogo no se cierra en sí mismo; se abre al Espíritu y, por su medio, a la humanidad, al mundo, a la historia. En el Hijo hemos sido elegidos todos (Ef 1,4-7) y Dios Padre se nos ha dado a conocer (Jn 1,18). El Hijo viene a ser la exegésato (exégesis) del Padre (porque nos lo interpreta), y sin su mediación no tendríamos acceso al Padre (Jn 14,9).

           Para un cristiano, la oración es esencialmente diálogo con el Padre a través de su Palabra, como decía Von Balthasar. No es, pues, una actividad o praxis, sino receptividad a la Palabra. Y la oración perfecta es el fiat de María: un abrir su seno (y su corazón) a la semilla de la Palabra de Dios. Sólo porque Dios ha hablado nos es posible la oración o escucha de su Palabra.

           Olvidar esto es arriesgarse a caer en un misticismo de carácter negativo, a forma de inmersión en Dios como en un abismo sin nombre, en el que se disuelven las fronteras del mundo y del propio yo. Una oración que olvide la Palabra de Dios, y su encarnación, no puede ser auténtica.

           Pero esta Palabra encarnada quedaría reducida a un simple evento histórico del pasado, si no fuese porque el Espíritu Santo nos la hace contemporánea y vital. Es el Cristo pneumático (Cristo + Espíritu), encarnado y glorificado, el que se dirige a nosotros hoy. Y sólo gracias a la acción del Espíritu en nosotros, nos es posible la respuesta a la Palabra: Orad en toda ocasión con el poder del Espíritu (Ef 6,18).

           Dios es, pues, la condición que hace posible la oración cristiana, puesto que su origen es el amor y elección del Padre, hechos expresión visible en su Palabra, que deviene viva para nosotros en virtud de su Espíritu.

b) Dios en la eucaristía cristiana

           En la eucaristía, el carácter trinitario de la oración resulta aún más evidente. Ello no debe extrañar, porque la eucaristía es la representación del misterio pascual. En ella se actualiza el triunfo de Cristo sobre la muerte, al tiempo que da gracias a Dios por el don inefable (2Cor 9,15) que nos hace en su Hijo Jesucristo, en virtud del Espíritu Santo, para alabanza de su gloria (Ef 1,11).

           La liturgia eucarística se dirige, pues, al Padre, a través del Hijo y en la fuerza del Espíritu.

           El Padre aparece como el principio a quo y el término ad quem de la acción eucarística; el Hijo encarnado, como sumo sacerdote, aquél por cuyo medio realizamos esta acción; y el Espíritu Santo, como el in quo, aquél en cuya presencia y fuerza se cumple hic et nunc la acción.

           Cristo está en el centro de la liturgia eucarística. Y ésta es ante todo un memorial y un sacrificio, el de Cristo que se ofrece a sí mismo al Padre como Sacerdote y Víctima, por la redención de los pecadores. Pero esta acción la cumple en el Espíritu Santo. Quien obra en la eucaristía no es el Cristo encarnado sin más, sino el Cristo pneumático, el que llega a nosotros por medio del Pneuma o Espíritu Santo[7]. Las dos misiones (de Cristo y del Espíritu) son complementarias y no deben, pues, separarse.

           El fruto de la eucaristía es la divinización del creyente y la unión del cuerpo místico de Cristo, efectos que sólo son posibles mediante la acción del Espíritu Santo. Luego la eucaristía, como culmen de la oración de la Iglesia y representación del misterio pascual, testimonia la acción complementaria del Hijo y del Espíritu Santo, en sus respectivas misiones y con origen en el Padre.

 Act: 01/11/21     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] cf. VATICANO II, Ad Gentes, 2-4; Lumen Gentium, 1-4.17.49.51.69; Sacrosanctum Concilium, 2.5.6; Unitatis Redintegratio, 1-2.7.20-21; Gaudium et Spes, 24.40.

[2] cf. DS 3016 y 3020.

[3] Un ROSMINI que decía erróneamente que una vez revelado el misterio de la Santísima Trinidad, su existencia puede demostrarse por argumentos puramente especulativos, ciertamente negativos e indirectos, pero tales que por ellos aquella misma verdad entra en las disciplinas filosóficas en una proposición, y se convierte en una proposición científica como las demás (cf. DS 3225).

[4] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 32, a.1 sed 2.

[5] cf. VON BALTHASAR, H. U; La Oración Contemplativa, Madrid 1985.

[6] cf. VON BALTHASAR, H. U; Christlich Meditieren, Friburgo 1984, p. 7.

[7] cf. CONGAR, Y; Credo nello Spirito Santo, vol. III, Brescia 1983, p. 269.