Dios en la Modernidad

Equipo de Teología
Mercabá, 25 octubre 2021

           Igual que en el Medioevo, también en la Edad Moderna han podido detectarse nuevas aportaciones teológicas que han analizado el misterio de Dios, así como algunas doctrinas heréticas provenientes del creciente fracaso individual en la fe tradicional, así como intentos de revitalización de viejas fórmulas utilizadas. Veamos el misterio de Dios a lo largo de estos 5 siglos de la humanidad, en sus varias direcciones.

a) Dios en el Pietismo

           Fue el propio de los reformadores protestantes Lutero, Calvino, Zwinglio y Melanchthon, que aunque fueron respetuosos de la fe tradicional, criticaron su fría y abstracta formulación, o simplemente la relegaron a un segundo plano, desde una vertiente supuestamente pietista y espiritual.

           Lutero, a pesar de su revolución teológica, se mantuvo reservado y precavido frente al dogma cristiano antiguo. En este punto se sentía atado por la tradición de los primeros concilios, tanto que, para él, el Símbolo Atanasiano constituía la confesión de la verdadera fe, y ello a pesar de su extremo formulismo.

           Con todo, su concepto de fe como experiencia subjetiva y fiducial no tardaría en entrar en conflicto con la verdad objetiva y teorética del dogma definido. Por eso, nada tiene de extraño que muy pronto surgiesen en él observaciones críticas al dogma trinitario, observaciones que iban dirigidas, más que al contenido, a la expresión del mismo. Ello pone de manifiesto su deseo de lograr una exposición salvífico-teológica más viva del misterio. Pero ni él ni los demás reformadores lo consiguieron.

           Calvino fue todavía más crítico que Lutero respecto de la formulación tradicional del dogma, sobre todo por lo infructuoso que podía resultar su conceptualismo, tanto en el caso del Símbolo Constantinopolitano como en el Símbolo Atanasiano.

           En consecuencia, el francés negó el carácter apostólico a tales símbolos de fe, y se limitó a admitir el Símbolo Apostólico, así como los enunciados bíblicos sobre esta verdad. Ello no le impidió proceder contra el sabelianismo de Servet, y defender una concepción trinitaria muy próxima a la mentalidad griega antioquena, al señalar al Padre como la fuente y el origen de la divinidad[1].

           El pietismo alemán (causa originante de la Reforma) acentuó todavía más la visión anti-escolástica que fueron desarrollando los reformadores protestantes:

-reduciendo la fe a la mera experiencia espiritual,
-prescindiendo de cualquier formulación doctrinal
.

b) Dios en el Idealismo

           Estuvo representado por Fichte, Schelling y Hegel, aunque su autor más representativo resultó ser Hegel, al sacar las consecuencias del planteamiento de Fichte y Schelling, e interpretar la realidad de Dios en forma de despliegue trinitario: el espíritu absoluto:

-que se autodespliega y diferencia,
-que permanece idéntico a sí mismo
en la diferencia.

           Hegel desarrolla su pensamiento en su Fenomenología del Espíritu, a la que califica de ciencia de la aparición del espíritu en sus diferentes formas. Se trata de una historia trialéctica (afirmación, negación, negación de la negación) o historia del sujeto absoluto que se hace objeto (= se enajena) para volver a ser sujeto en un estadio superior o plenificado.

           Se trata de un proceso que asume en sí todas las contradicciones existentes (fe-ilustración, racionalismo-romanticismo, señor-esclavo, idea-sentimiento, libertad-necesidad, externo-interno, sujeto-objeto, finito-infinito, más acá-más allá) y tiende hacia la conciliación universal.

           En este marco global, la religión no es para Hegel sino la autorrevelación del espíritu infinito (= Dios) en el espíritu finito (= conciencia humana). Cuando la conciencia humana reconoce al espíritu absoluto, éste toma conciencia de sí en ella. Dios (espíritu infinito) sale de sí y se enajena en el espacio finito (su opuesto) del mundo y el hombre. Y en el ser humano toma conciencia de sí. Y cuando su estado de enajenación (contradicción) es más profundo (en la muerte de Cristo), inicia su camino de retorno hasta completar su infinitud y divinidad, en la reconciliación perfecta de todas las cosas en sí mismo.

           El espíritu es, pues, un Dios en devenir, un Dios dialéctico que asume todas las contradicciones del mundo y de la sociedad en un proceso necesario. Su marcha es incontenible y, en medio de las contradicciones de la historia, camina hacia su consumación o realización plena (teleología)[2].

           Se trata de un proceso totalizante del espíritu que, según Hegel, tiene 3 momentos:

-el 1º, caracterizado por la filosofía del arte (o estética);
-el
, caracterizado por la filosofía de la religión, que alcanza su cenit en el cristianismo y su concepción trinitaria de Dios:

-Dios Padre como la Idea eterna y absoluta (el en sí-para sí),
-Dios
Hijo como la “Idea eterna enajenada o extrañada en el mundo (creación y redención),
-Dios
Espíritu como la “Idea extrañada en proceso de reconciliación (superación del extrañamiento);

-el 3º, caracterizado por la filosofía de la filosofía, o conciencia del espíritu absoluto en el hombre. Tal es la ontoteología o historiodicea hegeliana.

           Hegel intentó superar las diferencias y contraposiciones de la realidad (objetivo-subjetivo, finito-infinito, Dios-mundo) en una síntesis superior. Para él, el espíritu es la identidad primera sin propiedades, límites ni formas, sino como principio fundante. La identidad se convierte en contraposición o enfrentamiento entre lo finito y lo infinito, lo positivo y lo negativo.

           En este campo de oposiciones se revela el espíritu que, desde la contraposición más aguda, inicia un movimiento de retorno hacia la superación de la negatividad y la identificación consigo mismo. Por tanto, Dios contiene en sí todas las contradicciones, para reconciliarlas dentro de sí. A él pertenecen la revelación, la oposición y la reconciliación:

-la revelación, pues sólo revelándose supera Dios el momento primero de lo abstracto e indefinido. Una revelación (y realización), por otro lado, “en lo distinto de sí, en el despliegue mismo de las cosas (enajenación);
-la oposición, entre Padre e Hijo, infinito y finito, vida trascendente y muerte concreta en el Calvario... con espacio para la negatividad, la contradicción y la muerte. De esta forma, lo divino alcanza las fronteras de lo absolutamente contrapuesto a su principio: los niveles de la finitud y de la nada;
-la reconciliación, pues allí donde la dualidad es máxima y la oposición más insuperable (en la muerte de Jesús), se inicia el camino de retorno: Dios asume la finitud para superarla en el momento de su
identificación definitiva.

           Hegel intentó una relectura del misterio trinitario en el nuevo horizonte hermenéutico del primado de la subjetividad. Para ello, parte del concepto (propio del idealismo) de Dios como espíritu o sujeto absoluto, espíritu que vive en un proceso dialéctico de autodiferenciación y autoidentificación que explica el origen interno de las diferencias en Dios. Dios se hace objeto (distinguiéndose) de sí en el Hijo; pero amándose en él (el Hijo) a sí mismo, supera la distinción y se identifica consigo mismo.

           Sólo así Dios es espíritu, es decir, proceso vital, dinamismo, historia, que sólo al final (dimensión escatológica) alcanzará su plena realización, en la total autoposesión que resulta de la distinción de sí y del retorno a sí. De este modo, puede establecer una perfecta correspondencia entre el curriculum vitae Dei y la historia del mundo, entre la historia eterna de Dios y la economía de la salvación, entre la historia del Absoluto y la vida de Cristo. Así, la cruz y la resurrección son la transparencia de esa dialéctica infinita de alteridad y comunión que se da en el seno de Dios.

           Para Hegel, la autoconciencia humana no surge (como para Fichte) de la contraposición yo-no yo, sino de la contraposición yo-. Volcada sobre el mundo de las cosas para dominarlas, poseerlas o destruirlas, la conciencia no está en condiciones de conocerse. Sólo cuando las supera y se encuentra con otra autoconciencia, capaz de responderle, surge la autoconciencia. Luego lo humano, o brota en reciprocidad (dualidad), o no existe en absoluto”, pues yo me conozco en la medida en que reconozco a otro y otro me reconoce.

           Este reconocimiento recíproco sólo es posible en el campo del enfrentamiento yo-, porque si uno de los dos contrarios aniquila al otro, acaba destruyéndose a sí mismo: al no tener quien le reconozca, no puede reconocerse como autoconciencia. La autoconciencia brota, pues, en la duplicidad: yo soy yo mismo en la medida en que me distingo del otro.

           Esta contraposición nos permite superar el esquema sujeto-objeto por el esquema sujeto-sujeto (espacio interpersonal). Dios no es un misterio de oposición sujeto-objeto, sino de relación o encuentro entre personas (Padre-Hijo) que, siendo autoconscientes, se están dando en mutua referencia. A la luz de esta dialéctica podemos afirmar que Dios sólo puede ser autoconsciente (dueño de sí mismo) si es encuentro o reciprocidad de autoconciencias (Padre-Hijo-Espíritu Santo)[3].

           El concepto idealista de persona como “reencuentro de sí en el otro permite al Idealismo conciliar unidad y trinidad en Dios. Pues lo propio de la persona es el amor, o renuncia a sí mismo para darse totalmente al otro y existir en esta autodonación. Luego cuanto más se afirme la realidad personal (= autodonante) de cada uno de los Tres (Padre, Hijo y Espíritu Santo), mayor será su unidad. Alteridad y comunión se reclaman y compenetran mutuamente. La doctrina del Dios trino parece alcanzar aquí su cima más alta.

           En su vertiente romántica, sobresale el Idealismo romántico alemán de Schleiermacher, para quien el dogma de la Trinidad no significa otra cosa que la aceptación de la divinización del hombre. Es decir, que Jesús estaba colmado del sentido de dependencia divina (filiación), y que el Espíritu de Dios se halla presente en la Iglesia. Nos vemos, pues, ante una especie de monarquianismo o simple trinidad económica.

           El Idealismo alemán dejó su marca en algunos teólogos católicos como Rosmini, que concibe el misterio de Dios como la realización de las tres formas más elevadas del Ser: idealidad, realidad y moralidad. O como Günther, que concibe el misterio de Dios como la autorrealización del principio absoluto en su triple personalidad. No obstante, ambos fueron condenados[4].

c) Dios en el Existencialismo

           Radicaliza su escepticismo ante la metafísica y lo sobrenatural, en pro de la investigación histórica del fenómeno Jesucristo como modelo de humanidad, y bajo sus títulos de:

-hombre auténtico, según Bultmann,
-
hijo adoptivo de Dios, según Ritschl y Harnack, por su eminente sentido de filiación o dependencia,
-hombre para los demás, según
Bonhöffer, en su línea agnóstica o secularista, de los teólogos de la muerte de Dios.

           Bultmann se inscribe en la corriente existencialista de Heidegger. Según él, sólo es posible hablar de Dios con lenguaje humano (natural o existencial), el único lenguaje comprensible al hombre. Pues el llamado lenguaje sobrenatural (el de los milagros y resto de actuaciones de Dios en la Biblia) no pasaría de mero lenguaje mitológico, comprensible únicamente para el hombre de hoy si se le despoja del ropaje mítico. Lo que requiere un proceso de desmitificación, para el que nuestro autor se sirve del lenguaje (filosofía) existencialista.

           Desde esta clave de interpretación, Cristo deja de ser el Hijo de Dios (mito) para convertirse en el Hombre Auténtico (realidad) o modelo humano de existencia auténtica, dado que ha asumido su propio destino mortal en la oscuridad, en la incertidumbre y en la angustia. En su intento por separar mito y realidad, Bultmann acaba despojando de todo elemento sobrenatural al lenguaje religioso (bíblico) sobre Jesucristo. Y negar la divinidad de Cristo (Hijo de Dios) es destruir al Dios trinitario.

           Bonhöffer es uno de los principales exponentes de la llamada teología de la muerte de Dios[5]. Según él, el hombre moderno (= científico) ha descubierto que puede resolver sus problemas sin necesidad de Dios, de ese Dios Tapahuecos. En tal situación, y como consecuencia del desarrollo científico, la religiosidad va perdiendo terreno y se implanta el fenómeno de la secularización, con el consiguiente olvido (ausencia) de Dios.

           El hecho es que Dios ha muerto en la conciencia de la sociedad, y el cristiano, por tanto, habrá de vivir como si Dios no existiese, desprovisto de todo apoyo divino y en situación de abandono u olvido de Dios (como Jesús en la cruz), pero en la fe. Dejará el hombre así de ser religioso, aunque seguirá siendo creyente. En ese sentido, Cristo, abandonado por el Padre en el instante supremo del suplicio, viene a ser el paradigma del comportamiento humano oblativo, como ejemplo de hombre para los demás.

           Ante la alternativa de un Dios Tapahuecos o una sociedad sin Dios, optan los existencialistas por ésta última, sin querer renunciar a su cristianismo. Éste habrá de ser, por tanto, un cristianismo sin Dios, sin su dimensión vertical (o religiosa) y sólo centrado dimensión horizontal (o humana). Se ve reducido, pues, a un compromiso ético que surge de la imagen de Cristo como hombre para los demás y hombre sin Dios (o abandonado de Dios).

           Los teólogos de la muerte de Dios desearon mantener su compromiso ético cristiano. Pero ¿puede sostenerse éste sin su fundamento religioso? Pues una religión sin Dios (religión atea) parece lógicamente insostenible por contradictoria; y existencialmente insostenible, porque la vida sin Dios sólo puede llevar al olvido de Dios.

           Admitiendo parcialmente la crítica que se encierra en el concepto del Dios Tapahuecos, hay que decir que, mientras el hombre siga siendo hombre (necesitado e indigente), recurrirá a Aquél que puede solucionar sus carencias (enfermedad y muerte). Si, por una parte, la teología de la muerte de Dios contribuyó a hacernos tomar conciencia de la realidad de un mundo sin Dios, por otra ha acentuado el pesimismo, acelerando el camino de muchos hacia el ateísmo (negación y olvido de Dios).

d) Respuesta del Magisterio actual

           El Concilio I Vaticano-1869 había preparado un esquema[6] para un debate que jamás tuvo lugar, en el que se condenaban las formas heréticas modernas y se destacaba el carácter misterioso de Dios, acudiendo a las fórmulas consagradas por la tradición.

           El Concilio II Vaticano-1962 se limitó a mantener como fundamento de la verdad de fe el misterio de la Santísima e indivisa Trinidad, destacando la acción de las personas divinasen la historia de la salvación, cuyo centro es el misterio de Cristo, y cuyo camino hacia la plenitud residía en la fuerza del Espíritu dado a la Iglesia[7]. Se resalta así la imagen del Dios económico (ad extra) o dimensión histórico-salvífica de Dios.

           Fueron otras aportaciones importantes del Vaticano II el afirmar que:

-el Padre es aquel a quien pertenece la iniciativa en la obra de la salvación[8],
-
el Hijo es el enviado del Padre, su manifestación, plenitud de la revelación e imagen con la que hemos de configurarnos[9], así como el emisor del Espíritu Santo[10],
-el Espíritu Santo es principio de santificación, inspiración y unidad
[11], así como el animador del pueblo de Dios con sus carismas[12].

           Nada más terminar el Concilio II Vaticano, Pablo VI creyó necesario intervenir por medio de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe[13], para advertir de algunos errores recientes que ponían en peligro el misterio del Hijo de Dios hecho hombre de la Santísima Trinidad[14]. Pues abandonar el misterio de la persona divina y eterna de Cristo, sería la clave de negación del misterio de Dios[15]. Menciona el papa también los errores de los que no admiten:

-la eternidad del Hijo y del Espíritu Santo, como personas divinas distintas,
-la preexistencia de Jesús, y el hecho de que la Trinidad de Dios sea eterna (no surgida en el tiempo),
-la posibilidad de dos naturalezas distintas en una sola persona, en la persona de Cristo,
-la idea de una naturaleza humana del Hijo de Dios.

           Sobre todo, preocupa al papa italiano la posición de aquellos que afirman que la humanidad de Jesús es en sí misma persona humana y, en consecuencia, que el misterio de Jesucristo consistiría en el hecho de que Dios, al revelarse, estaría de un modo sumo presente en la persona humana de Jesús[16].

           Juan Pablo II dedicó un ciclo de catequesis al tema de la Santísima Trinidad[17]. Tras haber recorrido las escrituras del NT, entresacando los textos más significativos referidos a cada una de las personas divinas y a sus mutuas relaciones, el papa alude al dogma específicamente trinitario, no sin antes confesar que nos hallamos ante un misterio inescrutable, en el que la fe en la Trinidad no destruye la verdad del Dios único (monoteísmo), sino que, por el contrario, pone de relieve su riqueza y vida íntimas.

           Para el papa polaco, el teólogo debe explicar el misterio a partir de la revelación, así como aquilatar y distinguir los conceptos de persona y naturaleza. Aplicando esta distinción a Dios, constatamos la unidad de naturaleza en la pluralidad de personas. Pero surge una dificultad: si cada una de las personas es el mismo Dios, ¿cómo pueden distinguirse realmente?

           El concepto relación, dice el polaco, puede ayudarnos a encontrar una respuesta. Pues las 3 personas divinas se distinguen entre sí únicamente por las mutuas relaciones (paternidad, filiación, nexo de amor). Luego las distinciones personales no dividen la misma y única naturaleza en Dios.

           Es decir, se trata de relaciones subsistentes que, en virtud de su impulso vital, salen la una de la otra en apertura y comunión totales, formando una recíproca compenetración: cada persona está enteramente en las otras, alegando par ello al Concilio de Florencia.

           El Catecismo de la Iglesia Católica-1992 comienza su exposición sistemática a partir de la figura de Dios Padre. Y lo hace así porque Dios Padre es la primera persona de la Santísima Trinidad[18]. A continuación, pasa a describir los atributos o propiedades del Padre: su unicidad[19], nominabilidad[20], vitalidad[21], presencialidad efectiva, fidelidad y santidad[22], misericordia[23], plenitud de ser[24], veracidad[25] y amor[26].

           Este Padre forma parte de una terna en cuyo nombre somos bautizados los cristianos[27]. Es el misterio de Dios trino, misterio de Dios en sí mismo[28] y misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel, antes de la encarnación del Hijo de Dios y del envío del Espíritu Santo[29].

           Este misterio nos ha sido revelado por el Hijo, en cuya boca la palabra Padre tiene un sentido nuevo[30]. El Catecismo los confiesa a ambos, Hijo y Padre, como consustanciales”, refiriéndose al Concilio de Nicea[31].

           En los números siguientes[32] se refiere al Espíritu Santo como procedente del Padre y del Hijo (filioque toledano), según la tradición latina. Aunque también considera legítima la tradición griega del Padre por el Hijo, como conforme a la fe[33].

           El Catecismo pasa después a considerar la formación del dogma trinitario, viéndose forzado a introducir la terminología filosófica de sustancia, persona, hipóstasis y relación[34]. Recurriendo a las definiciones conciliares, sintetiza el Catecismo que:

-Dios es un solo Dios pero en tres personas, cada una de ellas enteramente Dios[35],
-las personas divinas son
realmente distintas entre sí, y lo son por sus relaciones de origen: el Padre es quien engendra, y el Hijo quien es engendrado[36],
-las personas divinas son
relativas unas a otras, y su distinción reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras; la unidad de naturaleza o sustancia que hay entre ellas permite afirmar que el Padre está todo en el Hijo y todo en el Espíritu Santo, y el Hijo está todo en el Padre[37].

           Finalmente, alude el Catecismo de la Iglesia al tema de las operaciones divinas ad extra, y de las misiones trinitarias de Dios. Se dice que la economía divina es obra común de las tres personas, porque donde no hay más que una sola y misma naturaleza, no puede haber sino una sola y misma operación. Y añade que quien realiza tal obra común es cada una de las personas, según su propiedad personal. Pues son las misiones divinas las que ponen de manifiesto las propiedades de las personas divinas[38].

           La economía divina es, por tanto, obra a la vez común y personal, y por eso da a conocer la propiedad de las personas divinas y su naturaleza única. Se impone, pues, la conclusión de que la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas. Pero nunca separadamente consideradas[39], pues si las personas divinas se relativizan, no podrán ya ser consideradas como referencia las unas de las otras.

           La última parte del Catecismo se detiene en un atributo de especial atención: la omnipotencia divina, a la que el Catecismo califica de universal[40], amorosa[41] y misteriosa[42]. Un carácter misterioso que se hace patente sobre todo en el voluntario “anonadamiento del Hijo y en la resurrección del Hijo[43].

 Act: 25/10/21     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] cf. CALVINO, Institución de la Religión, I, 13, 25.

[2] En esta perspectiva, el mal (= contradicción) no es sino un episodio asumido por el bien total (optimismo).

[3] cf. PIKAZA, X; Dios como Espíritu y Persona, Salamanca 1989, pp. 299-309.

[4] cf. DS 2828 y 3225.

[5] cf. BONHOFFER; Resistencia y Sumisión, Munich 1955. Otros autores muy cercanos a este pensamiento son VAHANIAN, VAN BUREN y ALTIZER.

[6] cf. VATICANO I, Collectio Lacensis, VII, 553.

[7] cf. VATICANO II, Lumen Gentium, 4.

[8] cf. VATICANO II, Dei Verbum, 2-14.

[9] cf. VATICANO II, Gaudium et Spes, 22.

[10] cf. VATICANO II, Presbyterorum Ordinis, 2.

[11] cf. VATICANO II, Unitatis Redintegratio, 2-4.

[12] cf. VATICANO II, Lumen Gentium, 12.

[13] cf. PABLO VI, Declaración en torno a los misterios de la Encarnación y la Santísima Trinidad, Roma 1972, 21-II.

[14] cf. PABLO VI, op.cit, 1. [15] cf. Ibid, 4. [16] cf. Ibid, 3.

[17] cf. JUAN PABLO II, Catequesis de las Audiencias generales, Roma 1985, 9-X al 4-XII.

[18] cf. CIC, 198. [19] cf. CIC, 200-202. [20] cf. CIC, 203-204. [21] cf. CIC, 205. [22] cf. CIC, 206-209. [23] cf. CIC, 210. [24] cf. CIC, 212-213. [25] cf. CIC, 215-217. [26] cf. CIC, 218-221. [27] cf. CIC, 232-233. [28] cf. CIC, 234. [29] cf. CIC, 237. [30] cf. CIC, 240. [31] cf. CIC, 242. [32] cf. CIC, 243-248. [33] cf. CIC, 248. [34] cf. CIC, 251-252. [35] cf. CIC, 253. [36] cf. CIC, 254. [37] cf. CIC, 255. [38] cf. CIC, 258. [39] cf. CIC, 259. [40] cf. CIC, 269. [41] cf. CIC, 270-271. [42] cf. CIC, 272-274. [43] cf. CIC, 272.