9 de Noviembre

Basílica San Juan de Letrán

Equipo de Liturgia
Mercabá, 9 noviembre 2025

Meditación

         Celebramos hoy la dedicación de la Basílica de Letrán, la madre de todas las basílicas y el templo más antiguo de Roma. Pero ¿por qué una fiesta consagrada a un edificio?

         La historia religiosa del pueblo de Israel no conocía propiamente templos en sus comienzos. Cualquier lugar de este mundo (la cima de una montaña, la cobertura de un árbol frondoso, el nacimiento de un río, la arena del desierto) podía ser un espacio propicio para una teofanía o manifestación de Dios.

         Será Moisés el que sentirá la necesidad de levantar una tienda, apartada del resto de las tiendas del campamento, que llamará tienda del encuentro, porque allí acudirá con regularidad para encontrarse con su Dios, el Dios de la Alianza, con el que conversa como con un amigo y del que recibe instrucciones y normas de conducta (el Decálogo).

         Dejado atrás el nomadismo y asentado en un territorio, el pueblo de Israel hará de esa tienda, que albergaba el arca de la alianza, un templo, que seguirá siendo lugar de encuentro con Dios: no morada de Dios, pues su única morada es el cielo, pero sí lugar donde se hace presente y, por tanto, lugar donde se le puede encontrar.

         En tiempos de Jesús, Jerusalén tenía un gran templo, un templo que era el orgullo de todo judío y que en torno a ciertas fiestas como la Pascua reunía a multitudes llegadas de todas partes para presentar sus ofrendas al Señor. El templo era sobre todo el lugar del culto; y el culto judío consistía esencialmente en el sacrificio. Era un culto sacrificial, como el de tantas otras religiones.

         Desterrados los sacrificios humanos (tan presentes en religiones ancestrales), los judíos empleaban como material oferente víctimas animales: bueyes, ovejas y palomas. La necesidad de hacerse con este material sacrificial explica que en torno al templo o en su mismo atrio surgiera un verdadero mercado, autorizado e incluso amparado por las autoridades religiosas, en el que se compraban y vendían las ofrendas y víctimas de los sacrificios.

         Y esto fue lo que Jesús se encontró al llegar a Jerusalén, con motivo de las fiestas de Pascua y al subir al templo como si se tratase de un peregrino más dispuesto a cumplir su deber de piedad. Lo primero que encuentra al llegar al templo es la secuencia completa de un mercado con su ajetreo, sus ruidos, sus mercancías, sus vendedores y sus compradores: vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y cambistas.

         La reacción de Jesús ante semejante espectáculo es realmente airada, porque le importa lo que allí está ocurriendo, porque habían convertido la casa de su Padre en un mercado. Y esto no puede tolerarlo, y por eso, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas.

         El evangelista justifica la reacción de Jesús acudiendo al celo de Dios que se hace presente en él como un ardor que le devora y que no puede contener: celo de Dios y de todo aquello que le concierne (su casa, su culto, su relación). Jesús no puede tolerar la contaminación, manipulación, deformación o profanación (mercantilización) de este culto y del lugar en el que se ofrece; no puede tolerar que conviertan en un mercado la casa del Padre.

         Pero esta reacción no podía tener buena acogida. Los judíos, que no entienden su modo de actuar, le piden explicaciones: ¿Qué signos nos muestras para obrar así?, como viniéndole a decir: ¿Con qué autoridad, o con permiso de quién, haces esto? ¿Quién te ha dado autorización para actuar en este modo y en este lugar? ¿Qué credenciales puedes aportar?

         La respuesta de Jesús tuvo que resultarles desconcertante, como indican los efectos que produjo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Ellos replicaron: Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?

         Pero Jesús no se refería al templo material que tenían ante sus ojos (precisa el redactor), sino que se refería al templo de su cuerpo, levantado al tercer día del sepulcro. Aludía, por tanto, a su mismo cuerpo, surgido de la resurrección para ser nuevo templo de Dios que viene a reemplazar al antiguo templo, todavía construido con manos humanas.

         El cuerpo de Cristo, siendo la ofrenda del sacrificio pascual, pasará a ser el lugar permanente de la presencia del Dios con nosotros. Donde reside este cuerpo, ya sea un templo, un tabernáculo o una persona, está Dios habitando.

         La presencia de este cuerpo confiere al lugar en que se encuentra categoría de templo o casa de Dios, lugar sagrado que reclama ciertas disposiciones internas y externas, como la acción de descalzarse que se le exige a Moisés en el monte o la de arrodillarse que se nos exige a nosotros ante el sagrario. Introducir cualquier tipo de comercio en este lugar sacrosanto de encuentro con Dios (de oración o de culto) es mancillarlo, desacralizarlo; es provocar la ira de Dios.

         Pero lo cierto es que no siempre somos capaces (incluso con las mejores intenciones) de evitar la tentación de introducir formas solapadas o manifiestas de mercado en nuestras iglesias, santuarios o lugares de peregrinación. Más aún, con frecuencia acabamos introduciendo este espíritu mercantil en el santuario más íntimo de nuestras relaciones con Dios, haciendo de ellas relaciones de compraventa y tratando las cosas sagradas como si fuesen mercancías susceptibles de transacción o mercadeo.

         Es lo que sucede cuando pretendemos (si lo pretendemos) comprar el cielo (o nuestra salvación) a base de añadir misas y oraciones en el capítulo de nuestro haber o con el dinero empleado a modo de ofrenda en tales misas y oraciones. Transformar las relaciones personales (que quieren ser relaciones de amor) en relaciones mercantiles (te doy esto a cambio de lo otro) es siempre una manera, quizás sutil, de deformar o profanar las cosas más sagradas. Y eso también cabe en la relación con Dios.

         Seamos, pues, delicados. Y no olvidemos que el Donante originario es siempre Dios. Nosotros no podemos dar nada que no hayamos recibido antes. En realidad, sólo podemos devolver. Situémonos en esta postura delante de Dios, para no incurrir en aberraciones.

 Act: 09/11/25     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A