18 de Febrero

Domingo I de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 18 febrero 2024

         El miércoles pasado iniciábamos nuestro camino cuaresmal. Y lo hacíamos con un rito (el de la ceniza) que nos invitaba a tomar conciencia de los que somos (polvo) sin el soplo divino que nos vivifica, y con una palabra que nos invitaba a la conversión y a la práctica de la oración, la limosna y el ayuno, pero al modo cristiano, con la mentalidad de Cristo.

         Las prácticas cuaresmales deben ser prácticas de convertidos a esta nueva mentalidad y deben favorecer la conversión a la que estamos llamados y que no es otra cosa que la perfecta asimilación de Cristo.

         La conversión comienza con la fe o aceptación de la buena noticia aportada por Jesús. Pero no acaba ahí, porque esa fe es el inicio de una amistad y de un proceso de asemejamiento a Cristo que consiste en imitación y en docilidad u obediencia. Para eso es preciso que nos dejemos llevar al desierto, lugar de ayuno y oración, pero también lugar de tentación.

         La oración y el ayuno no eliminan la tentación de la vida del hombre. Podrán alejar algunas tentaciones, quizás las tentaciones del mundo que se nos ofrece para nuestro disfrute y dominio. Y hasta tal vez algunas tentaciones de la carne, porque "ojos que no ven, corazón que no siente". Pero no todas las tentaciones.

         Ni siquiera Jesús pudo (o quiso) evitar la tentación, y ello estando en oración y ayuno (en el desierto). Y no la evitó porque era hombre, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado, y porque la tentación es inherente a la vida humana.

         Pero si la oración y el ayuno no pueden evitar la tentación, sí pueden proporcionarnos la fuerza necesaria para vencerla. A ambos recurre Jesús para resistir al demonio, para no doblegar su voluntad a su sugerencia. Y aconseja recurrir a ellos para expulsar o alejar a ciertos demonios o para repeler sus ataques. Se trata de una oración que se alimenta de la palabra de Dios. De esta palabra, y no solo de pan, ha de vivir el creyente, y con esta palabra podrá resistir a la tentación.

         En el fondo de toda tentación late la ignorancia. De no ser así, la tentación no ejercería ningún poder sobre nosotros. El poder de su sugestión va ligado a nuestra capacidad para dejarnos sugestionar, o lo que es lo mismo, para dejarnos engañar por el placer que nos anuncia o el poder que nos promete.

         La posesión de bienes tangibles (como el dinero) o intangibles (como el conocimiento) tiene más bien carácter de medio para obtener placer o poder (y asociados a ellos, fama, prestigio...). Es la erótica del placer o del poder, que tanto atractivo tienen para nosotros y a la que ni siquiera frenan los temores que le son anejos.

         Ya proceda del mundo, de la carne o del demonio (en cualquier caso, de lo opuesto al querer de Dios) la tentación es tal porque el tentado comienza a desconfiar de Dios para poner su confianza en lo que el mundo, la carne o el demonio prometen. La tentación viene propiciada, por tanto, por la desconfianza en el poder o en la bondad de Dios, o en ambas cosas a la vez.

         La mejor manera de restablecer la confianza es tener la convicción de que lo que Dios quiere para nosotros, ya nos lo muestre en forma de mandato, de prohibición, de consejo o de ejemplo a seguir, es lo mejor para nosotros, de que su promesa de felicidad se cumplirá y de que el camino que él nos indica como camino de salvación es realmente el que conduce a la vida. Porque cuando comenzamos a desconfiar de sus mandamientos y promesas de bienaventuranza, la tentación va ganando terreno y haciéndose cada vez más fuerte.

         Pero la tentación es al mismo tiempo una prueba. En ella se prueba nuestra capacidad para resistir, para hacer frente, para vencer al mal que se insinúa por su medio. Y por ser prueba, la tentación hace de nuestra vida lugar de lucha, arena de combate contra la soberbia, la pereza, la lujuria, la gula, la avaricia, en suma, contra el propio egoísmo.

         Y como la tentación se mantiene (como un parásito) tan ligada a la vida del hombre, podemos hablar de su historia, desde Adán y Eva hasta nuestros días, una historia que se puede narrar y tal vez describir.

         Si hubiese que sintetizar en una palabra esta historia, habría que decir que es la historia del hombre que no deja de perseguir su autosuficiencia sin lograrlo nunca, pues no es autosuficiente, o la historia de la emancipación del hombre que aspira a prescindir de su Creador y Dios. Ésta es la tentación primigenia que le viene sugerida al hombre desde los albores de la humanidad: la de ser como Dios, la de alcanzar la autosuficiencia de Dios.

         La tentación de Adán es también la tentación de Feuerbach y otros precursores del ateísmo moderno, a saber, la tentación de quienes aspiran a ser dueños absolutos de su propia vida. Para vencer esta tentación que hoy nos asedia con especial virulencia hay que aprender a pedir con humildad e insistencia: No nos dejes caer en la tentación.

         Sobre todo en la tentación por excelencia que consiste en marginar a Dios de nuestras vidas, una pretensión realmente suicida, puesto que Dios es el fundamento de nuestras vidas. Sin él no podemos subsistir. No somos autosuficientes, y por eso necesitamos absolutamente de Dios y de su alianza, y del gran signo de este pacto que no es otro que Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos conduce al Padre.

 Act: 18/02/24    @tiempo de cuaresma        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A