21 de Mayo

Martes VII Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 21 mayo 2024

c) Meditación

         Llegados a Cafarnaum, nos dice hoy el evangelista, Jesús preguntó a sus discípulos de qué iban discutiendo por el camino. Ellos le contestaron que hablaban sobre quién era el más importante, un tema de conversación que sigue tan latente en nuestros razonamientos de hoy en día, al valorar las cosas (y las personas) por su rango o estimación social.

         Generalmente, este baremo social se establece en relación con el puesto que se ocupa (poder, dirección...), con el saber que se le presume (ciencia) o por el sueldo que se le asigna (capacidad adquisitiva). Y puesto que la importancia se liga al poder, no es extraño que el poder se convierta en una aspiración humana, algo por lo que se lucha y por lo que se muere (dentro de la "mística del poder").

         En el caso evangélico, lo que se esconde es una ambición que no se sacia con facilidad, y que no repara en daños ni ante la libertad de los demás. Es una ambición que tiene por vocación lo desmedido y lo desenfrenado, y que puede desarrollarse en cualquier ámbito de la convivencia humana, ya sea éste civil o eclesiástico.

         Ante este panorama trazado por la ambición, Jesús reúne a los Doce, se sienta con ellos y les adoctrina: Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. La vida, nos dicen los darwinianos, se presenta como el empeño de los más fuertes por prevalecer sobre los más débiles, de acuerdo a la supuesta ley de selección natural. Quizás en nuestra naturaleza creyente también haya una ley que nos impulsa a competir con los demás, para prevalecer o para ser los primeros.

         San Pablo nos habla de otra ley que gobierna nuestros miembros: la ley del pecado. Y el libro del Génesis alude a la existencia de un deseo muy poderoso que está en los comienzos de la humanidad y marcó el rumbo de la historia: el deseo de ser como dioses (o como Dios). Es como si no pudiéramos evitar querer ser los primeros, como si este afán estuviese tan ligado a nuestra naturaleza que nos fuera imposible prescindir de él.

         Pues bien, nos dice Jesús que, el que quiera ser primero (en esa voluntad tan extendida que parece universal, pues todos aspiramos a ser primeros, si nos vemos con capacidad para ello), que sea el último de todos y el servidor de todos.

         Este es el paradójico camino que Jesús muestra para alcanzar la primacía, al menos a los ojos de Dios. Pues para Dios tienen primacía los que se han hecho últimos por voluntad propia, y han decidido ponerse al servicio de los demás. Y es que para tomar esta decisión también se requiere tener primacía, sobre todo sobre sí mismo para renunciar a las ambiciones y no salirse del camino del servicio.

         El que sirve ha de tener capacidad, por tanto, para servir, siendo capaz de renunciar a la tentación (de servirse de los demás, para los propios fines). Pensemos, si no, en una madre de familia, a la que se le suele dar poca importancia mientras está cumpliendo su labor, pero cuando falta las cosas dejan de funcionar, y entonces empezamos a valorar su actividad como se merece.

         Para ilustrar aún más su enseñanza, Jesús acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí. Y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado. Entre los últimos en la estimación social, se encontraban sin duda los niños, pues nadie (salvo sus padres) podía calificar a un niño de importante.

         Un niño es educado para que algún día tenga relevancia social, pero en su condición actual carece de tal relevancia. Por eso, no debe extrañar la elección de Jesús para ilustrar su enseñanza. El niño simboliza no sólo la pequeñez y el desvalimiento, sino un estado en que la carencia de relevancia, o de peso social, es su hábitat natural. En este sentido, es realmente último.

         Acoger a un niño es dar importancia, como hacen los padres con sus hijos, a lo pequeño, a lo necesitado del cuidado de los mayores. Más aún, acoger a un niño es acoger al mismo Jesús, puesto que él se identifica con el niño, con el hambriento, con el enfermo o con el encarcelado.

         Y es que Jesús hace de los indigentes (los últimos) de este mundo el sacramento de su presencia. Así lo ha querido el que, siendo de condición divina, se hizo como un hombre cualquiera. Por eso, el que le acoge a él está acogiendo al mismo Dios, al Padre que lo envió.

         La ecuación se resuelve en fórmula, y en ella el que acoge a un niño acoge al mismo Dios, puesto que acoge a Jesús (su enviado), que se hace presente en él. Al acoger lo menos importante, según la apreciación social, estaremos dando acogida a lo más importante ontológica y objetivamente: al Dios que está por encima de todo.

         Lo que sucede es que Dios, que está presente tanto en lo más pequeño (el átomo y sus partículas subatómicas) como en lo más grande (el universo de las galaxias y sus cúmulos), lo que más estima es el realismo. Y el mayor realismo, en el caso del ser humano, es el de conservar la humildad.

         No hay mejor medicina para una cura de humildad que contemplarse a sí mismo, en medio de esta tierra que habita a escala cósmica, para advertir que no es más que un punto imperceptible en el espacio galáctico. No obstante, Dios nos ve y nos engrandece a una altura desproporcionada, muy por encima de nuestras capacidades.

         Lo que nos hace importantes y dignos de aprecio es, por consiguiente, la mirada de ese Dios que nos ama. No hay mirada comparable a la mirada de Dios, a la hora de apreciar los valores que se encuentran en nosotros y nos hacen realmente grandes.

 Act: 21/05/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A