25 de Octubre
Sábado XXIX Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 25 octubre 2025
Meditación
En cierta ocasión, refiere hoy el evangelista Lucas, se presentaron a Jesús unos judíos para contarle lo que le había pasado a unos galileos que, estando ofreciendo sacrificios, fueron asesinados por Pilato. ¿Para qué le presentan este caso? Tal vez para ponerlo a prueba o simplemente solicitando su juicio. En todo caso, Jesús les contesta:
"¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque acabaron así? Os digo que no, y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y añade, abundando en el tema: Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera".
Jesús parece desmarcarse de la mentalidad de sus contemporáneos judíos, que solían pensar que el final de una persona era consecuencia directa de su estado moral.
El pecado (pensaban ellos) acarrea el mal como castigo, en forma de desgracia voluntariamente provocada (como el asesinato a manos de un gobernador, temeroso de una revuelta) o en forma de desgracia casual (como el desplome de una torre, que aplasta a los que se hallan en sus inmediaciones). Y del mismo modo que la lepra era una maldición para los leprosos (pensaban ellos), así también la muerte de aquellos galileos o estos accidentados.
En el caso de los galileos, el mal (privación de la vida) es causado por el hombre. Y en el caso de los aplastados por la torre, el mismo mal (privación de la vida) se presenta como una desgracia sin causa aparente (aparte de las negligencias humanas, como la de quienes no repararon el deterioro de ese edificio). En cualquier caso, aquellos judíos veían una correlación directa entre el pecado cometido y el mal padecido.
La mentalidad religiosa difícilmente puede liberarse de esta correlación entre el mal moral (pecado) y el mal físico (desgracia), porque imagina que todo pecado ha de tener su correctivo, y todo correctivo viene por un pecado cometido.
Con su respuesta, Jesús desconecta esta correlación entre pecado y mal sufrido, así como el calificativo de "pecadores por encima de los demás". De hecho, tanto injustos como inocentes sufren a manos de poderosos sin escrúpulos, y mueren a consecuencia de accidentes (culpables o inculpables) y desgracias fortuitas.
Esos galileos no eran más pecadores que los demás porque acabaran así, ni tampoco los aplastados por la torre de Siloé. ¿Y por qué acabaron así? Jesús no responde a esta pregunta, luego no existe una causa concreta y sí diversas causas. En todo caso, porque Dios lo permitió, como permite la muerte de tantos otros seres mortales.
Acabaron así porque el hombre es mortal y frágil, y de alguna forma tiene que morir. Y acabaron así porque existe la maldad (egoísmos, guerras, agresiones...) en el mundo, y la maldad también es causa de muerte para los humanos. Pero Jesús añade algo más: Si no os convertís, todos pereceréis lo mismo.
Lo que sí es aprovechable de todo eso es la propia noticia de tales hechos, si ésta se toma como ocasión propicia para convertirse (que es lo que, a juicio de Jesucristo, realmente importa). Es decir, para dar el fruto que de nosotros se espera (como hace el que nos plantó, en la Parábola de la Higuera).
Según esta parábola, un labrador fue a buscar fruto en su higuera y no lo encontró. Y lo sigue buscando durante tres años, mientras la higuera seguía sin dar fruto. Tomada la decisión de cortarla (porque estaba ocupando terreno en balde), el propietario interviene y le dice que espere un año más, a ver si a base de cavarla y abonarla logra que dé algún fruto. Y que si al cabo de un año sigue estéril, que la corte.
Dicha parábola es una alegoría de la vida humana, que ha sido plantada en el mundo para que dé frutos. Permanecer estéril es ocupar un terreno en balde, y si pasan los años y no damos fruto, lo normal es que el que nos plantó decida cortarnos.
En el caso del hombre, el que se beneficia de los frutos no es propiamente el dueño de la tierra (que no tiene necesidad de ellos), sino otros hombres y el mismo hombre que fructifica y que ha sido creado para eso. No realizar este designio es quedarse baldío, y nada hay más triste que la esterilidad, en el sentido más radical del término (esterilidad de frutos, no de hijos).
Jesús hace coincidir, por tanto, la conversión con la fructificación. Dicho de otro modo, convertirse es dejarse labrar, abonar, regar y dorar por el sol, porque sólo así podremos dar el fruto que se espera de nosotros.
Arrancar la vida del suelo vital es algo que depende de la decisión del dueño de la vida. Pero no hemos de sacar falsas consecuencias, pues no todo el que sufre una muerte prematura ha muerto por resistirse a dar fruto, ni todo el que muere tras larga vida ha muerto tan tarde por no dejar de dar fruto. Es decir, que la longevidad de nuestra vida forma parte de los ocultos designios de Dios.
Lo que sí hemos de saber es que estamos en este mundo para dar fruto, y que ese fruto es algo que va a ser buscado y reclamado por el Dueño de esa plantación.
Tales frutos deberán llevar la marca de lo humano y de lo cristiano, al menos para los bautizados y llamados a fructificar en frutos de santidad (caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad), pues tales son los frutos del Espíritu Santo que llevamos en nosotros.
Act:
25/10/25
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ordinario
E D I T O R I
A L
M
E
R C A B A
M U R C I A
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