12 de Octubre
Domingo XXVIII Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 12 octubre 2025
Meditación
El evangelista Lucas nos presenta hoy a Jesús camino de Jerusalén, donde completará su misión y su obra redentora. Mientras tanto, va dando muestras de lo que es capaz. En este caso, Jesús se hace el encontradizo de 10 leprosos que le asaltan pidiendo misericordia para su lastimosa situación.
Los leprosos se paran a lo lejos porque tienen prohibido acercarse a los sanos, y su lepra era vista como una verdadera maldición. No obstante, no sienten ningún rubor al gritar: Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros.
Ni siquiera se atreven a pedirle la curación, aunque Jesús entiende que eso es lo que quieren, y por eso les concede la salud. Pero lo hace de la manera más discreta y menos notoria, limitándose a enviarles a los sacerdotes (que eran los que tenían que acreditar a los que estaban realmente limpios, y podían reintegrarse de nuevo en sus tareas ordinarias).
Durante el trayecto, aquellos leprosos advierten que están limpios, sin apenas percatarse que la nueva situación les ha venido de aquel de quien habían reclamado compasión. Jesús se había apiadado de ellos, y por eso estaban limpios (aparte de que también ellos habían obedecido su mandato: Id a presentaros a los sacerdotes).
También Naamán, el sirio, obtiene la curación cuando cumple las condiciones del profeta de Israel (bañarse siete veces en el Jordán). Son condiciones sencillas, pero que exigen la confianza en el que las impone. Naamán, una vez curado de la lepra, reconoce a su benefactor, el Dios de Eliseo, como único Dios merecedor de sus sacrificios y ofrendas.
La curación de los leprosos había sido una experiencia gratificante para todos ellos, y eso llevó a uno de ellos (un samaritano) a una explícita profesión de fe en el Dios de Israel. Con la curación vino la acción de gracias, y con la acción de gracias el reconocimiento de la soberanía de Dios.
Según el evangelio, ninguno de los otros 9 leprosos llegan a este reconocimiento ni a la acción de gracias, sino tan sólo el samaritano (de quien menos cabía esperarlo). En efecto, al verse éste curado, se vuelve alabando a Dios y agradeciendo su curación a Jesús.
Al parecer, la acción misericordiosa de Dios sólo ha logrado su efecto en uno de los 10 leprosos, porque sólo de él ha arrancado la alabanza, la acción de gracias y el reconocimiento de su soberanía. Y eso es algo que Jesús echa en falta: ¿Dónde están los otros nueve? ¿No han sido también ellos curados? ¿Por qué no vuelven para agradecer el beneficio y dar gloria a Dios? ¿Tan pronto se han olvidado de su benefactor?
Así de pronto nos olvidamos nosotros de los beneficios de Dios, porque hasta que no carecemos de algo (salud, comida, bienestar...) no caemos en la cuenta de que, si lo tenemos, es porque lo hemos recibido, y lo mismo que lo tenemos lo podemos perder en cualquier momento.
Si Dios reclama el reconocimiento no es con el fin de cobrarse el beneficio otorgado. De hecho, Jesús no exige nada al leproso que vuelve agradecido, sino que se limita a despedirle y a recordarle que es su fe la que le ha salvado. Ni siquiera le recuerda que es él quien le ha curado, sino su fe, como dándole todo el mérito a esa fe que tiene.
Porque esto es así, y las personas somos tan olvidadizas (y en consecuencia, desagradecidos), San Pablo insiste a su discípulo Timoteo: Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Haz memoria de Jesucristo y de los muchos beneficios recibidos por su medio.
Haz memoria para que no te olvides de lo que has recibido y de tu benefactor. Sólo así te mantendrás agradecido y atento a sus indicaciones y promesas. Porque Dios siempre quiere darte lo máximo, y tanto cuanto seas capaz de recibir sin perder el rumbo de la felicidad y de la vida verdadera. Sólo el agradecido continuará siendo agraciado, hasta alcanzar la máxima gracia permitida.
Tu fe te ha salvado, oye el leproso que vuelve para dar gracias a Jesús. Y no sólo porque ha obtenido la salud corporal (como los demás), sino porque esa fe le ha abierto a una salud muy superior, a esa salud que llamamos salvación y vida eterna sin posible deterioro.
Cada vez que celebramos la eucaristía hacemos memoria de Jesucristo, haciendo presentes sus dones. De este modo combatimos nuestra tendencia a olvidar y a olvidarnos de lo mucho que hemos recibido y seguimos recibiendo de Dios. Sólo esta conciencia nos mantendrá agradecidos, porque la ingratitud acaba aislándonos y cortando nuestros vínculos más vitales con Dios y con los demás.
La ingratitud acaba sepultándonos en nuestro propio egoísmo. Demos, pues, gracias al Señor, y a todos aquellos por cuyo medio nos llegan sus dones.
Act:
12/10/25
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ordinario
E D I T O R I
A L
M
E
R C A B A
M U R C I A