17 de Octubre
Viernes XXVIII Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 17 octubre 2025
Meditación
Nos dice hoy el evangelista que una multitud (miles) de personas estaban agolpadas alrededor de Jesús, y que éste tomó la palabra y les advirtió sobre un peligro que debían evitar: Cuidado con la levadura de los fariseos, o sea, con su hipocresía.
El Señor quiere hacer ver a la gente la inutilidad de la ocultación y de la simulación, como estratagema del comportamiento hipócrita. ¿Y por qué? Porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, y nada hay escondido que no llegue a saberse.
Un crimen podrá encubrirse durante mucho tiempo, pero antes o después acabará siendo descubierto, ya sea en esta vida o en el día del juicio, cuando resplandezca la verdad. De igual manera, es cierto que podemos ocultar cosas (un vicio, un defecto, una mala acción, una conducta inmoral...) a la mirada de muchos, pero no a la mirada de Dios, para el que todo está patente.
No podemos negar que hay quienes se llevan su secreto a la tumba, y que uno podría destruir todas las pruebas que pudiesen delatarlo. Pero aun así, no podría escapar al juicio de Dios, porque no hay nada escondido que no llegue a saberse.
Jesús previene a sus discípulos de lo que les espera, y les habla con extrema claridad de su suerte (que será la misma que tuvo su maestro, pues con él comparten destino) y de su destino (que pasará por las mismas pruebas que su Maestro, pues no son más que su Maestro).
Pero no deben tenerles miedo, recalca Jesús refiriéndose a sus enemigos, porque al igual que éstos les llamarán Belzebú (como lo llamaron a él), de igual manera pondrán al descubierto, antes o después, sus propias vergüenzas, por mucho que quieran ocultarlas.
Hay una palabra en este pasaje evangélico, por tanto, que se repite como una melodía: No tengáis miedo. La palabra se dirige a personas atemorizadas por los peligros de la vida, por el rumbo de los acontecimientos, por las acechanzas o amenazas de otros hombres, y quiere llevar la confianza a esos corazones temerosos y angustiados.
La vida (con sus inseguridades y peligros) ofrece sin duda muchos motivos para tener miedo. Además, están los miedos patológicos (imaginarios) e irracionales que carecen de motivo racional. Son nuestros fantasmas.
La lista de nuestros miedos sería seguramente interminable. Tenemos miedo a lo desconocido (o a los desconocidos), a un asalto a nuestra casa, a la oscuridad, a la ruina económica, a un accidente que nos deje minusválidos, al abandono del esposo, al juicio de otros, a la muerte... Son nuestros miedos, y pocos pueden decir con sinceridad que no tienen miedo a estas cosas. Es más, parece imposible vivir con tranquilidad en medio de tantos peligros y acechanzas.
Pues bien, Jesús nos dice: No tengáis miedo a los hombres, pues es precisamente de los hombres de quienes podemos temer las mayores acechanzas: un robo, un asesinato, una calumnia, una agresión, una negligencia. No tengáis miedo, repite Jesús, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse.
Jesús parece referirse aquí al poder del hombre para ocultar o disfrazar la realidad, y viene a decir que de nada le servirá este empeño encubridor, porque todo acabará sabiéndose, y la verdad acabará saliendo a la luz y poniendo al descubierto la falsedad de la mentira.
Tal vez haya que sufrir por algún tiempo los efectos de la calumnia, la difamación o la mentira, pero al final prevalecerá la verdad. Sólo los enemigos de la verdad, y los que tienen cosas vergonzantes que ocultar, temen el desvelamiento de lo oculto. Es verdad que hay una zona de intimidad en nuestras vidas que no tiene por qué estar expuesta a las miradas de todos, pero lo deseable es que siempre y en todas las cosas resplandezca la verdad.
Jesús considera que lo que él dice en privado (o de noche) puede y debe ser dicho en pleno día, y que lo que él dice al oído puede ser pregonado desde la azotea. Y si quiere que se dé publicidad a sus palabras y acciones (salvo casos excepcionales) es porque tales palabras son verdaderas y no tiene nada que ocultar. Por eso no teme la maledicencia, porque la integridad no tiene nada que temer, y nada hay cubierto que no llegue a descubrirse.
Pero aun dice más: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer nada más. En este caso, ¿qué alma es esa que no está al alcance de las espadas ni de las hogueras? La que tuvieron los mártires, por ejemplo, cuando vieron arrebatada su vida pero no su fe en Dios, ni su integridad moral, ni su esperanza de vida eterna. Todo eso no se lo quitaron, porque era patrimonio de su alma.
Estas convicciones son las que les permiten vencer su miedo al dolor y a la pérdida de la propia vida. Habría que temer más bien, dice Jesús, al que tiene poder para mandar al fuego. ¿Y qué fuego es ése que puede destruir el alma?
Jesús parece aludir a la gehenna o fuego del infierno, que atormentaría al alma pero sin aniquilarla. En realidad, lo que destruye al alma (esto es, su rectitud, su honestidad, su esperanza, su paz, su salud...), es el pecado, y a esto sí hay que temer. Pero hasta el pecado está sujeto al fuego purificador de Dios, que puede disolver el pecado con la llama de su misericordia. Eso sí, siempre que el responsable del pecado de deje quemar por este fuego del amor divino.
No obstante, no hay que olvidar que la maldad es obstinada, y que el alma puede morir si se enquista en su propia obstinación, pues en este caso Dios no podría hacer más de lo que ya ha hecho.
Si hay que temer a lo que puede destruir el alma, y no al que puede destruir el cuerpo, es porque la vida del alma es más valiosa que la vida del cuerpo. O mejor, porque la vida del hombre, unión de alma y cuerpo, es más que la simple vida corporal.
En cualquier caso, no temamos porque no hay comparación entre nosotros y los gorriones. Y si ninguno de ellos cae al suelo sin que Dios lo permita (o disponga), mucho menos nosotros, que somos inconmensurablemente más valiosos a sus ojos. Confiemos, pues, en su providencia amorosa.