4 de Octubre
Sábado XXVI Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 4 octubre 2025
Meditación
Nos cuenta hoy el evangelista el regreso del grupo de los Setenta y Dos enviado a la misión por Jesús, expresando cada uno de ellos su propia experiencia. Por lo visto, hasta los demonios se les sometían al pronunciar el nombre de Jesús, y en general
aquella experiencia había sido del agrado de todos. Por lo menos, todos volvieron contentos, ya que decían: Hasta los demonios se nos sometían en tu nombre.Disponer de un poder tan grande sobre los demonios les llenaba de regocijo. Pero Jesús les dice que ha
y algo más importante por lo que estar alegres y contentos, y es no porque se les sometan los espíritus (algo gratificante, por supuesto), sino porque sus nombres están inscritos en el cielo (como colaboradores de Cristo).Haber sido inscritos con nuestros propios nombres en el cielo es tener la garantía
de ser declarados aliados de Cristo por el mismo Dios, así como tener asegurado el destino glorioso en el Reino de los Cielos. Esta es la esperanza de cuantos asumen por él una tarea misionera. Si compartimos con él sudores y sufrimientos en este mundo, podemos tener la seguridad de que compartiremos también con él su gloria y bienaventuranza. Éste sí será realmente nuestro salario y recompensa.Los 72 discípulos de Jesús habían tenido una experiencia de dominio, sometiendo a las fuerzas del mal. Y esto les había llenado de satisfacción, quizás más por el poder (erótica del poder) que por el efecto benéfico logrado en todos aquellos en los que el maleficio cedía terreno.
Jesús parece confirmar esta apreciación de sus discípulos, y por eso les dice: Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Así como les vuelve a recordar: Os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno.
Por tanto, su experiencia no había sido un espejismo, sino que realmente disponían de potestad para pisotear el ejército del enemigo. Pero su contento no debían ponerlo ahí, sino en otra cosa, como les recuerda Jesús: No estéis alegres porque se os someten los espíritus, sino porque vuestros nombres están inscritos en el cielo.
En esta inscripción deben (y debemos) poner los discípulos su alegría. Es verdad que todavía no están en el cielo y no pueden disfrutar de esa estancia, pero sí pueden alegrarse porque disponen al menos de una inscripción en el reino de la bienaventuranza.
Nuestro principal motivo de alegría no debe estar ni en nuestro poder (aunque sea un poder recibido de Dios), ni en nuestra actividad (aunque ésta sea una actividad tan noble y benéfica como la de extirpar el mal), sino en que nuestros nombres están grabados en el corazón de Dios, y en que moramos en ese corazón como sus predilectos (o al menos como sus dilectos). Ahí debe radicar nuestra alegría: en la conciencia de que Dios nos ama, y por eso nos reserva un lugar junto a sí en el cielo.
La alegría en la que vivía Jesús le venía del Espíritu Santo, y por eso él, lleno de esta alegría, exclama: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla.
Este sí es un motivo de alegría suscitado por el Espíritu Santo: gozarse con las acciones de Dios, que esconde a los sabios y entendidos y que revela a la gente sencilla. Este proceder divino, que dificulta el conocimiento a los engreídos en su sabiduría, y lo facilita a los sencillos, es un inmenso motivo de alegría para el que está lleno del Espíritu de Dios.
Cristo constata así que su mensaje ha sido mejor acogido por los sencillos que por los que creen saber. Y es que los escribas (entendidos en las Sagradas Escrituras) y fariseos son quienes más resistencia han plantado a su mensaje. Esta actitud de complacencia en su propio saber les ha privado del conocimiento que Dios quería revelarles por medio de su Hijo. Y los sencillos, desde la conciencia de su propia ignorancia, lo han aceptado con extrema facilidad.
El resultado es que Dios se ha revelado a éstos, ocultándose a los otros. Pero no porque haya decidido caprichosamente discriminar a los primeros, negándoles la participación en este conocimiento, sino porque su actitud les ha cerrado al don divino.
Jesús, que sintoniza enteramente con este modo de proceder, se alegra y da gracias al Padre porque ha colmado a los sencillos de sus dones, precisamente porque son sencillos. Esto es, porque se dejan donar. Porque en este ámbito siempre será verdad que nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.
El Hijo es el único medio para conocer al Padre, y pretender seguir otra vía de conocimiento o acceso al Padre es una pretensión inútil. Nadie conoce al Padre si el Hijo no se lo da a conocer, porque el único que conoce de verdad al Padre es el Hijo. Saltarse esta mediación es condenarse al desconocimiento de Dios.
Por eso es tan necesario ser sencillo, tener un corazón dócil y aceptar humildemente la verdad que nos llega por la revelación del Hijo, porque éste no es un conocimiento que se pueda conquistar con nuestro esfuerzo. Si lo hacemos así seremos dichosos, porque alcanzaremos a ver lo que todo hombre ansía ver, lo que muchos profetas y reyes desearon ver y no vieron, lo que nosotros mismos deseamos ver ahora y no podemos (porque todavía vivimos en el tiempo de la fe).
Lo que sí podemos es alegrarnos con esta revelación que nos presenta a Dios como Padre y nos hace sentirnos hijos amados de Dios. Este amor paternal se convierte en la garantía de nuestra futura bienaventuranza, porque nos sitúa ya en el cielo como inscritos. Aún no podemos gozar de esta estancia, pero sí al menos esperar el momento del gozo amparados en nuestra inscripción. Ésta se presenta como una garantía de posesión.