16 de Noviembre

Domingo XXXIII Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 16 noviembre 2025

Meditación

         Nos encontramos al final de un año litúrgico, y la Iglesia nos invita a reflexionar sobre el final de las cosas. Porque todo tiene su día y a todos les llegará el día, ardiente como un horno (como dice el profeta) para los que son paja (malvados y perversos), y como sol que lleva la salud en las alas para los que honran el nombre del Señor. Por tanto, un día de efecto ambivalente, según afecte a unos o a otros.

         También Jesús alude a ese día en el que todo será destruido, hasta lo que parece más firme e indestructible y hasta la estructura de ese templo (el de Jerusalén) que provoca la admiración de cuantos lo contemplan por la calidad de la piedra y la belleza de su edificación.

         Pensemos en esas obras faraónicas de ingeniería que nos dejan boquiabiertos y que parecen desafiar al tiempo, o en los movimientos sísmicos y los huracanes. Pues bien, ni siquiera esas obras se salvarán de la destrucción, a pesar de su apariencia de moles indestructibles. ¿Y por qué? Porque nada de lo que hace el hombre es eterno.

         Pero volvamos al templo, del que según Jesús no quedará piedra sobre piedra. Según el calendario juliano, ese día llegó 40 años después de haberlo anunciado Jesús. En concreto, el año 70 d.C, cuando los ejércitos del emperador Tito entraron a saco en Jerusalén y redujeron su templo a ruinas. Aquello fue el final para muchos.

         Las palabras de Jesús, volviendo a su profecía sobre el templo, encontraron resonancia inmediata en todos los que las escucharon. Y tanto que, retrotrayéndose a los tiempos de expectación, le preguntan: Maestro, ¿cuándo va a ser eso? ¿Y cuál será la señal de que todo eso está para suceder? Esperaban con inquietud, por tanto, ese día, al igual que muchos esperan ansiosos los presagios de las grandes catástrofes.

         Jesús no les contesta la pregunta, y prefiere prevenirles frente al engaño de esos falsos profetas que vendrán usurpando su nombre y presentándose como Cristos que traen consigo el fin de los tiempos. Y por eso les dice: No vayáis tras ellos. Es decir, no les hagáis caso, porque el final no vendrá en seguida.

         Esto es lo que creían también algunos contemporáneos de San Pablo, un grupo de cristianos que, previendo la inminencia del fin de los tiempos, habían abandonado sus deberes laborales. De ahí la reprensión del apóstol, recordándoles que el que no trabaje, que no coma.

         No podemos convertir los anuncios escatológicos, siempre inciertos, en una excusa para el abandono y la haraganería. Porque el día llegará (¡quién lo duda!), pero nunca sabremos cuándo, y antes que eso sucederán muchas cosas, como todas las que suceden a lo largo de la historia.

         Porque ¿qué época no ha tenido guerras y revoluciones, o grandes terremotos, o epidemias y hambre, o espantos y signos en el cielo? ¿O es que creemos que nuestra época está a salvo de tales sucesos, porque ya no vivimos en la Edad Media?

         La Edad Media quedó atrás, pero no estos fenómenos que acompañan al ser humano, incluso al más evolucionado y técnico. Tampoco podemos dar por terminada la época de las persecuciones, a pesar del Edicto de Milán del 313 o de la Carta Magna de la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, o de la ley de libertad de conciencia. Los cristianos seguimos teniendo hoy mártires en Pakistán, Nigeria y la India, y los seguiremos teniendo por todas partes.

         Ni unos sucesos ni otros pueden hacernos perder la esperanza, porque como dice el Señor, ni un cabello de vuestra cabeza perecerá (sin el consentimiento del Padre). Nada sucede sin que Dios lo permita, aunque sus designios nos resulten misteriosos o indescifrables. Con vuestra perseverancia, añade Jesús, salvaréis vuestras vidas.

         De lo que se trata, en suma, es de salvar nuestras vidas, pero no a través de una salvación transitoria sino con una salvación definitiva. Y para ello hay que perseverar en la fe, en la caridad, en la oración y en el buen obrar, hasta el final de cada uno y hasta el final de los tiempos. Lo más probable es que no coincidan ambos finales. Por tanto, no hay motivos para inquietarse con ese día final, que seguramente no sea el nuestro.

         A nuestro propio final sí que estamos obligados a prestar atención, perseverando en la fe. Para ello es muy necesaria la Iglesia, sin la cual nuestra fe se vería desprotegida y correría el riesgo de perderse. E Iglesia somos todos los que pertenecemos a ella, y la sentimos como nuestra, hasta el punto de sentir como propios sus defectos y éxitos.

 Act: 16/11/25     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A