15 de Abril
Martes Santo
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 15 abril 2025
Meditación
La narración de Juan de hoy nos presenta a Jesús acompañado de sus discípulos en torno a una mesa. Durante la cena se desvela que uno de ellos traicionará a Jesús, y se prueba la adhesión de los demás. Es el momento en que Jesús, profundamente conmovido, dice: Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar.
Aquella confesión, que delataba la deslealtad de uno de los allí reunidos, provocó de inmediato la perplejidad de todos, que se miraban unos a otros sin saber a qué atenerse.
Simón Pedro hace entonces señas al compañero más próximo a Jesús, para que intente averiguar por quién lo decía. Pero Jesús le da una clara indicación: Es aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado. Y untando el pan se lo dio a Judas Iscariote. Detrás del pan
(precisa el evangelista) entró en él Satanás, adueñándose enteramente de su corazón y confirmándole en sus propósitos. Entonces Jesús le dijo: Lo que tienes que hacer, hazlo en seguida.Los demás seguían aturdidos y no entendieron a qué se refería, a excepción de aquel discípulo a quien se le había indicado expresamente quién era el traidor. Casi todos ellos pensaron que se trataba de algún encargo dado al administrador de la bolsa común, como hacer las compras necesarias para la fiesta o las limosnas destinadas a los pobres. Al parecer, no cayeron en la cuenta de que Judas era el señalado como traidor.
Judas, después de tomar el pan, salió inmediatamente. Es evidente que se sentía delatado, y que Jesús había puesto al descubierto los sentimientos de su corazón. Era de noche, no sólo porque se había apagado la luz del día, sino también porque se había entenebrecido el corazón de Judas, en otro tiempo iluminado y esperanzado por la palabra del Maestro.
Cuando salió el traidor, dijo Jesús: Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él. Jesús hace coincidir el ahora de la entrega desleal de Judas con el ahora de la entrega por amor del Padre, que se consuma en el sacrificio del Hijo. Un sacrificio que, por ser el momento en que resplandece en todo su esplendor el amor de la entrega hasta el extremo, es también el momento de la glorificación.
La muerte del Hijo del hombre es ya un momento de glorificación, no sólo porque por ella accederá a la gloria de la resurrección, sino porque en virtud de su potencia redentora le otorgará la glorificación de los redimidos. La glorificación es la obra de Dios, que enaltece al humillado hasta la muerte (y muerte de cruz) dándole el nombre sobre todo nombre y haciendo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo.
Después vendrá la declaración de lealtad de Pedro, hecha más de buenas intenciones que de reales disposiciones. Jesús le hace ver que ahora no puede acompañarle adonde él se encamina, pero que lo acompañará más tarde. Pedro, envalentonado, le replica: Señor, ¿por qué no puedo acompañarte ahora? Daré mi vida por ti.
Jesús le contesta: ¿Con qué darás tu vida por mí? Te aseguro que no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces. Pedro no había medido el alcance de sus palabras ni de sus fuerzas. Mostraba buena disposición, pero ignoraba las dimensiones de la entrega martirial o de su capacidad para el martirio. Precisamente por eso tendrá tiempo para negarle tres veces seguidas.
En efecto, las palabras proféticas de Jesús se cumplieron, y no sólo porque (conforme a lo predicho) Pedro le negó tres veces, sino también porque le acompañó más tarde, cuando dio testimonio del Resucitado hasta dar literalmente la vida por él con una muerte cruenta (como la de su Maestro) en Roma.
Este testimonio martirial, sin embargo, no fue ya el resultado de un acopio de fuerzas reunidas tras la humillación de las negaciones, sino el efecto de un revestimiento divino que ilumina el entendimiento y fortalece la voluntad otorgado por el fuego de Pentecostés o el Espíritu de Cristo resucitado.
Tanto en la traición de Judas, como en la deficiente adhesión de Pedro, se muestra en toda su desnudez la debilidad del hombre, que acaba siendo esclavo de sus miedos o de sus ambiciones. Judas aparece como un discípulo decepcionado, como alguien que ha visto frustradas las esperanzas que había puesto en su Maestro como futuro libertador de Israel.
Y la frustración le ha llevado a la deserción y a la traición, hasta convertirle en presa fácil en manos de sus enemigos para la ejecución de sus planes homicidas. No haber sido capaz de aceptar humildemente el mesianismo de Jesús, tal como éste lo iba realizando en la historia, le hizo apartarse progresivamente de aquel al que había seguido con entusiasmo como el Mesías esperado. La decepción derivó en Judas en alejamiento, y finalmente en traición.
En este proceso se deja ver la existencia de un corazón atormentado, y la frustración de una vida fracasada por un seguimiento ruinoso. Porque eso es lo que percibe Judas en el desenlace de esta vida que parece inevitablemente abocada al fracaso.
Torturado por la duda, porque con la ejecución de la traición no obtiene la paz deseada, Judas entra en una fase de desesperación que le lleva al extremo tenebroso del suicidio. A Judas le perdió su aislamiento, su encerramiento en sí mismo, y esa autosuficiencia que clausura cualquier horizonte de vida.
A Pedro, en cambio, le salvó la mirada de Jesús y sus lágrimas de arrepentimiento. La una le hizo tomar conciencia de su culpa, y las otras eran simples testigos de su congoja y dolor incontenibles. Esas lágrimas eran el humilde reconocimiento de su propia debilidad, hecha de miedos y temblores, y de su propia cobardía. Pero su derramamiento le purificó el corazón y le salvó de una posible desesperación, como la que acabó anegando el alma de Judas.
Que el Señor nos dé apertura de corazón y lágrimas de arrepentimiento para salir de esas situaciones de postración en las que nos dejan nuestras deslealtades, frutos de nuestros miedos o cobardías.
Act:
15/04/25
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