5 de Marzo

Martes III de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 5 marzo 2024

a) Dan 3, 25.34-43

         Hemos escuchado hoy la hermosa oración penitencial que el libro de Daniel pone en labios de Azarías, uno de los 3 jóvenes condenados en Babilonia al horno de fuego por no querer adorar a los ídolos falsos, y mantenerse fiel a su fe. Se trata de una oración parecida a otras que ya hemos leído en otras ocasiones, como la Oración de Daniel y la Oración de Ester.

         En efecto, Azarías es un joven que supo mantenerse creyente en medio de un mundo ateo, reconociendo el pecado de su pueblo: "Estamos humillados a causa de nuestros pecados". Por ello, expresa ante Dios su arrepentimiento: "Acepta nuestro corazón arrepentido, como un holocausto de carneros y toros". Y propone el propósito de cambio: "Ahora te seguimos de todo corazón, buscando tu rostro".

         Sobre todo, expresa Azarías su confianza en la bondad de Dios: "No nos desampares, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Trátanos según tu clemencia y tu abundante misericordia". Y para ello, no duda en buscar la intercesión (lit. "recomendación") de unas personas que sí habían gozado de la amistad de Dios: los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob.

         Hagamos nuestra hoy la Oración de Azarías, y digamos con el salmo responsorial de hoy: "Recuerda tu misericordia, Señor; enséñame tus caminos y haz que camine con lealtad". Pues el Señor "es bueno y recto, y enseña el camino a los pecadores". Y así como los 3 jóvenes (Ananías, Azarías y Misael) del horno de Babilonia buscaban el apoyo de sus antepasados, busquemos nosotros la ayuda de los nuestros: "Santa María, ángeles y santos, y vosotros hermanos, interceded por mí ante Dios nuestro Señor".

José Aldazábal

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         Ofrece hoy la 1ª lectura un extracto de una confesión de los pecados del pueblo, compuesta por el joven Azarías. El hecho es que dicha Oración suplica a Dios que cumpla su promesa de hacer de Israel "un pueblo numeroso" (vv.36-37). Y para que sea eficaz la petición, recuerda que es necesaria la celebración de un sacrificio litúrgico, por medio de un sacerdote. Pero ya no hay en Israel "sacerdote, ni jefe, ni sacrificio, sino días de persecución" (v.38), recuerda el suplicante.

         ¿Quiere decir esto que cualquier oración es vana? Al contrario, el autor de la Oración descubre el alcance de sacrificio de la penitencia y de la contrición, pues "la oración del perseguido vale por todos los sacrificios de ovejas y corderos" (v.39). La doctrina del sacrificio espiritual alcanza, por tanto, a la persecución. El Siervo paciente es ya una víctima de sacrificio, y los mártires de Antíoco también lo son. Cristo transforma definitivamente la persecución que sufre en sacrificio.

         Dios ha educado progresivamente a su pueblo a que pase de los sacrificios de sangre del comienzo a los sacrificios de oblación espiritual inaugurados por Cristo. Se pueden discernir varias etapas en esta evolución.

         La etapa cuantitativa en la que los judíos ofrecen un holocausto de tipo pagano, el diezmo y las primicias de sus bienes (Lv 2; Dt 26,1-11). Se trata de un sacrificio de ritos, ya que su riqueza y la abundancia de sus bienes se manifiestan incluso en sus sacrificios, asegurándoles una importancia (y, por tanto, un valor religioso) mayor (2Cr 7, 1-7).

         No obstante, este tipo de sacrificio se desarrolla sin comprometer verdaderamente a los que participan en él; el campesino judío lleva la víctima y el sacerdote la sacrifica según los ritos. Sólo se compromete la víctima, pero ella lo ignora. Aún estamos lejos del sacrificio ideal en que el sacerdote y la víctima coinciden en una sola persona.

         La reacción de los profetas contra este tipo de sacrificio, que deja de lado la actitud espiritual y moral, será violenta, pero estéril, a menudo (Am 5,21-27; Jr 7,1-15; Is 1,11-17; Os 6,5-6). Será necesario esperar el exilio para que tomen forma las primeras realizaciones de un sacrificio espiritual.

         En efecto, en el sacrificio de expiación, tipo de sacrificio que aparece sobre todo en esta época (Nm 29, 7-11), el aspecto cuantitativo desaparece para dar paso a una expresión más marcada de los sentimientos de humildad y pobreza. El esfuerzo más claro para esta espiritualización se notará, sobre todo, en los salmos (Sal 39; 40, 7-10; 50,51) Poco a poco, así se llega a tener conciencia de que el sentimiento personal constituye la esencia del sacrificio. El sacrificio del Siervo paciente será el tipo de sacrificio del futuro (Is 53, 1-10).

Maertens-Frisque

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         La plegaria de hoy de Daniel se apoya por entero en la misericordia de Dios: "Por amor de tu nombre, Señor, no nos abandones para siempre, no repudies tu alianza, no nos retires tu misericordia". La época de Daniel es un período de prueba y máxima humillación. Los judíos han sido deportados a Babilonia. Son perseguidos y no existe ninguna estructura ni institución, "ni jefe, ni profeta, ni príncipe, ni holocausto, ni sacrificio de ofrenda, ni incienso, ni siquiera un lugar para rezar". Y en dicha situación de desolación, Daniel eleva a Dios su plegaria.

         La historia del pueblo de Dios está jalonada de hechos parecidos. No es una historia de poder, y en ella los medios humanos habían fallado a menudo, los fracasos se habían hecho habituales, y los judíos se abatían de forma dura y desconcertante. En dicha situación, la impresión de los judíos era turbadora, sobre todo al sentirse "abandonados de Dios", cuando era en él en quien habían puesto su confianza: "Somos los más pequeños de todas las naciones, Señor".

         Hoy también nosotros estamos humillados en el mundo entero, a causa de nuestros pecados. Pero ¡animo!, porque eso nos hace considerar nuestra pequeñez. Atrévete, pues, a hacer balance de tus mezquindades, de tus infortunios, de tus pecados.

         Y habiendo evocado tu situación de debilidad, repite ahora la misma oración de Daniel: "Dígnate, Señor, aceptarnos, con el corazón contrito y humillado". Te dirijo, Señor, esta oración, en singular y en plural: dígnate recibirme, dígnate recibirnos. Sé que no soy el único en soportar infortunios, sé que muchos sufren cosas más pesadas que yo. Te ruego por ellos, te ruego con ellos: dígnate recibirnos.

         Eres tú, Señor, el que nos sugiere esa oración. Es tu propia Palabra la que repito yo cuando pronuncio esas palabras, según el profeta Daniel. Tú eres el que me inspira esos sentimientos. Para los que confían en ti, no hay confusión. Ahora nosotros te seguimos con todo nuestro corazón, te tememos y buscamos tu rostro.

Noel Quesson

b) Mt 18, 21-35

         Una vez más el evangelio da un paso adelante, y si la 1ª lectura nos invitaba a pedir perdón a Dios, ahora Jesús nos presenta otra consigna: saber perdonar nosotros a los demás. Por otro lado, la pregunta de Pedro (sobre el nº de perdones a dar) es razonable, pues para nuestras medidas es a veces bastante perdonar hasta 7 veces al mismo hermano. Para Pedro, no era difícil perdonar una vez, pero 7 veces era el colmo. Y la respuesta que recibe de Jesús no es la que se esperaba: perdonar 70 veces 7 (o sea, siempre).

         La parábola de Jesús, como todas las suyas, expresa muy claramente el mensaje que quiere transmitir: una persona a la que le ha sido perdonada una cantidad enorme y luego, a su vez, no es capaz de perdonar una mucho más pequeña. Pero tenemos que recordar también la segunda parte del programa: saber perdonar nosotros a los que nos hayan podido ofender. "Perdónanos, como nosotros perdonamos", nos abrevemos a decir cada día en el Padrenuestro. Pero para pedir perdón, debemos mostrar nuestra voluntad de imitar la actitud del Dios perdonador.

         La cuaresma es tiempo de perdón, y reconciliación en todas las direcciones, con Dios y con el prójimo. No echemos mano de excusas para no perdonar (tales como la justicia, la pedagogía...). Pues Dios nos ha perdonado sin tantas distinciones. El que tenga el corazón más sano que dé el 1º paso y perdone, sin poner luego cara de haber perdonado (que a veces ofende más) ni pasar factura. Alejemos de nosotros todo rencor, perdonemos con amor, sintámonos nosotros mismos perdonados por Dios.

José Aldazábal

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         Se acercó Pedro a Jesús y le preguntó: "Si mi hermano peca contra mí, ¿cuántas veces he de perdonarle? ¿Hasta siete veces?". Pedro ha tenido disgustos con alguien, o ha discutido acaloradamente con alguien, o alguien le ha hecho alguna pizia. Pero de lo que se trata aquí no es de la gravedad de la falta, ni de la causa de la falta, sino de la dificultad que se siente para perdonar. Y Pedro, en ese campo, se debe haber sentido afectado en lo más vivo.

         Nos encontramos en la esfera de las relaciones humanas, en las que entran en juego las faltas entre personas, en la que nacen y se mantienen los conflictos y las indiferencias, en la que las heridas son más vivas porque se las cree definitivas: "Si mi hermano peca contra mí...". Para comprender vitalmente la pregunta de Pedro, y la respuesta de Jesús, es preciso que apliquemos el caso de Pedro a mi propia vida: ¿Quién me ha hecho sufrir? Mis relaciones humanas, ¿con quién me resultan muy difíciles? ¿A quién debo perdonar?

         Dícele Jesús: "No digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete". La cifra 7, que había propuesto Pedro, era simbólica. Para un judío de entonces, era una cifra sagrada, que simboliza la perfección. Pero Jesús hace estallar esa perfección, y la lleva a otro nivel: 70 veces 7. Ciertamente, esto va más allá de lo razonable. 

         ¿Y si el hermano no da señales de enmienda, o recae siempre en el mismo pecado contra mí? Sí, parece que Jesús va por ahí: incluso si no se mejorara la relación, es necesario que en nuestro interior cese toda enemistad, toda dureza, todo resentimiento. Es una exigencia evangélica, una exigencia cuaresmal.

         Estas 2 cifras (el nº 7 y sus múltiplos) eran para el Génesis (Gn 4, 23) la expresión de la escalada de la violencia: los hijos de Caín se vengan 77 veces. Y significaba que el mal se multiplicaba en progresión geométrica, atrayendo la violencia más violencia: "He matado a un hombre por mi herida. Y si Caín fue vengado 7 veces, Lamek lo será 77 veces." La desmedida del perdón pedido por Dios corresponde a esta proliferación del odio: hay que invertir el proceso. "No os dejéis vencer por el mal, antes bien, venced el mal con el bien (Rm 12, 21).

Noel Quesson

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         Hoy el evangelio de Mateo nos invita a una reflexión sobre el misterio del perdón, proponiendo un paralelismo entre el estilo de Dios y el nuestro a la hora de perdonar. El hombre se atreve a medir y a llevar la cuenta de su magnanimidad perdonadora: "Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?" (Mt 18, 21).

         A Pedro le parece que 7 veces ya es mucho o que es, quizá, el máximo que podemos soportar. Bien mirado, Pedro resulta todavía espléndido, si lo comparamos con el hombre de la parábola que, cuando encontró a un compañero suyo que le debía 100 denarios, "le agarró y, ahogándole, le decía: Paga lo que debes" (Mt 18, 28), negándose a escuchar su súplica y la promesa de pago.

         Echadas las cuentas, el hombre, o se niega a perdonar, o mide estrictamente a la baja su perdón. Verdaderamente, nadie diría que venimos de recibir de parte de Dios un perdón infinitamente reiterado y sin límites. La parábola dice que, "movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda" (Mt 18, 27). Y eso que la deuda era muy grande.

         Pero la parábola que comentamos pone el acento en el estilo de Dios a la hora de otorgar el perdón. Después de llamar al orden a su deudor moroso y de haberle hecho ver la gravedad de la situación, se dejó enternecer repentinamente por su petición compungida y humilde: "Postrado le decía: Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré" (Mt 18, 26-27).

         Este episodio pone en pantalla aquello que cada uno de nosotros conoce por propia experiencia y con profundo agradecimiento: que Dios perdona sin límites al arrepentido y convertido. El final negativo y triste de la parábola, con todo, hace honor a la justicia y pone de manifiesto la veracidad de aquella otra sentencia de Jesús: "Con la medida con que midáis se os medirá" (Lc 6, 38).

Enric Prat

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         El texto evangélico de hoy nos invita a dirigir nuestra mirada a Dios en orden a asumir nuevas actitudes en la relación con los hermanos que nos ofenden. En la realidad a la que la parábola apunta, se trata de Dios ante quien toda persona debe considerarse como deudora, ya que no ha dado la respuesta adecuada, y de la relación que existe entre deudores y acreedores, ofensores y ofendidos, en la relación horizontal entre los seres humanos.

         Pero si la actitud de los dos deudores es la misma, la de los acreedores es totalmente diversa. Aquel a quien se debía una suma millonaria asume la actitud de perdón total y quien era acreedor de la pequeña cantidad arroja a su deudor a la cárcel.

         Este es el punto central de la enseñanza de la parábola. La misericordia aparece como la característica fundamental del actuar divino y puede ser experimentada en la vida de cada persona humana. Pero esta experiencia de perdón recibida, para ser conservada exige que se convierta en actitud permanentemente reguladora de las relaciones fraternas. Sólo cuando somos capaces de compartir el perdón de Dios, perdonando a los hermanos, permanecemos en comunión con Dios. Negarse a perdonar significa haber roto la ligazón a la fuente del perdón, al Padre del cielo.

Confederación Internacional Claretiana

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         La cuantificación y el esquema lógico que Pedro quiere hacer del perdón es refutado inmediatamente por Jesús, quien le hace caer en cuenta de que el perdón revela la calidad humana de quien lo concede, calidad que se logra en la medida en que se asemeje al obrar del Padre celestial. Por lo tanto no son contables las veces en las cuales se deba conceder el perdón. De la misma manera que el Padre no se cansa de otorgarnos su perdón, así debería actuar cada uno de nosotros con su hermano.

         El método que para enseñar usa aquí Jesús es el mismo de sus grandes enseñanzas: el de la parábola. Su experiencia de sentirse amado y reconciliado con el Padre y de sentir la necesidad de trasladar este perdón o reconciliación a la sociedad humana, lo lleva a crear esta parábola en la que queda claro la ilogicidad de quien no quiere perdonar.

         Pero ¿cómo es posible que no sepamos perdonar a quien nos ofende, cuando el Padre celestial nos perdona a diario mil veces más? ¿No son nuestras mutuas ofensas humanas algo pequeñito en comparación de nuestras ofensas para con Dios? Quien no sea capaz de perdonar a su hermano, sencillamente, no merece el perdón de Dios.

         A la gente de su tiempo y de nuestro tiempo Jesús no se cansa de reiterar que el advenimiento del Reino será de manera distinta a lo visto hasta entonces en el proceder humano. El reino de Dios, por ser un acto de gracia o de amor gratuito, parte de la reconciliación. Como lo hace Dios, hay que acoger a todos los seres humanos, sin importar cuán pecadores sean.

         El Reino acontece allí donde acontezca el amor gratuito, el perdón. Por eso su acontecer es sencillamente la presencia tangible de la misericordia. Mientras el mundo no rompa con el perdón el espiral de la venganza, no hará habitable la tierra. La llenará de odio y de violencia. Es una obligación perdonar y ser compasivos para con los hermanos, en agradecimiento a Dios, que lo fue con nosotros.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El perdón es nuclear en el mensaje de Jesús, y la reconciliación no se concibe sin el perdón. Jesús se había referido al perdón en las parábolas de la misericordia, y lo había concedido a ciertas personas aquejadas de enfermedades o necesitadas de una palabra liberadora que les permitiese experimentar la salvación. Fue el caso de la mujer sorprendida en adulterio, y sometida al angustioso trance de ser apedreada.

         Los apóstoles sabían que había que perdonar la ofensa del hermano, pero ¿hasta cuándo?, ¿hasta dónde? ¿Acaso el perdón exigido era ilimitado?

         Así se expresa hoy el apóstol Pedro, a propósito de este perdón: Si mi hermano me ofende (le pregunta a Jesús), ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Pedro considera que el perdón otorgado al ofensor tiene que tener un límite, pues de lo contrario podría favorecerse el incremento de las ofensas o el padecimiento del ofendido. Y entiende que 7 veces es un número razonable en la concesión del perdón al hermano reincidente.

         Pero la respuesta de Jesús no se atiene a esos límites racionales en los que Pedro quiere encerrar el perdón solicitado por el ofensor: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. "Setenta veces siete" no es un numerus clausus, aunque más abultado, sino un circunloquio para significar siempre. Uno tiene que estar dispuesto a perdonar a su hermano siempre, pues el amor (dirá San Pablo) disculpa sin límites.

         Y para explicar el concepto, Jesús les propone una parábola: Se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados.

         Uno le debía 10.000 talentos (una verdadera fortuna), y como no disponía de este dinero para saldar la deuda con su acreedor (pues Jesús plantea el tema en términos de deuda, no de ofensa), el rey manda que lo vendan a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones. La medida resulta drástica, pero al parecer aplicable en una sociedad donde los acreedores poderosos podían exigir tales compensaciones.

         Ante un futuro tan incierto, el empleado suplica compasión a su señor: Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo. Y el señor se deja mover por la súplica y le concede el perdón solicitado, dejándole marchar sin exigirle la devolución del dinero adeudado. Con la condonación de la deuda, ésta desaparece. Ya está libre de gravámenes. Ya no está en deuda con nadie.

         Pero la historia no acaba aquí, pues resulta que aquel empleado tenía un compañero que le debía una pequeña cantidad de dinero, apenas 100 denarios. Pues bien, se lo encuentra y le agarra hasta casi estrangularlo, exigiéndole la devolución de la deuda. Págame lo que me debes, le decía.

         El otro le rogaba que tuviera paciencia con él, ya que estaba dispuesto a pagarle lo debido. Pero el empleado (liberado poco tiempo antes de una enorme deuda) no tuvo paciencia ni compasión de aquel compañero que le debía una pequeña cantidad, y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.

         La noticia provoca consternación en los demás empleados que acuden a su señor a contarle lo sucedido. Y cuando éste se entera, manda llamar de nuevo al empleado de la deuda condonada y, tras otorgarle el calificativo de malvado, le dice con indignación: Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?

         La justicia conmutativa parece reclamar este comportamiento. Si han tenido compasión de ti, lo suyo es que tú tengas compasión del que te la pide. Si te han perdonado una deuda, tras haber solicitado un aplazamiento para pagarla, perdona tú también al que te solicita ese mismo margen para una deuda inferior.

         Esto es lo que se espera en justicia de aquel que ha recibido ese trato de favor. Pero, dado que aquel empleado no actuó según este criterio de equidad, fue finalmente entregado a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. El señor revocó, pues, el indulto, obligándole a pagar la deuda contraída.

         La conclusión viene dictada por el mismo desenlace de la parábola: Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano. Se trata de un Padre que nos ha perdonado y nos sigue perdonando ofensas, deudas, desprecios, ingratitudes, negligencias, traiciones, infidelidades; un Padre con el que hemos contraído una enorme deuda a consecuencia de nuestros pecados acumulados.

         Tal deuda fue saldada, pues, con un acto de amor infinito, que fue la entrega de su propio Hijo a la muerte por nosotros. Así se expresaba San Pablo, aludiendo a la muerte redentora de Cristo y a su sangre derramada, pues ¿qué puede esperar de nosotros ese Padre, que no ha perdonado a su propio Hijo, sino que lo ha entregado a la muerte por nosotros, sino que extendamos el perdón recibido a nuestros hermanos?

         Por eso, Jesús nos invita a hacer una petición en el Padrenuestro: Perdona nuestras ofensas (o deudas), como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Hay una correspondencia tal entre el perdón recibido (de Dios) y el perdón donado (a los hermanos), que no son separables, como si Dios supeditase aquél a éste.

         Pero el perdón exigido es, además, un perdón de corazón. Dios nos perdona de corazón y espera que nosotros también lo hagamos. Al parecer, no basta con querer perdonar (acto volitivo), sino que es preciso perdonar en acto y de corazón. Para ello hay que hacer desaparecer el rencor o el resentimiento que lo invade. Quizás no podamos restañar la herida provocada por la ofensa. En este caso, habrá que tener paciencia y dejar pasar el tiempo, que todo lo cicatriza.

         Pero el perdón, para que sea real, tiene que ser de corazón. De no ser así, estará siempre falto de algo. Y si carecemos de fuerzas para perdonar de este modo, habrá que acudir a la fuente de la gracia para adquirir el impulso necesario. Sólo así, perdonando de corazón, podrá tornar la paz a ese corazón herido o torturado por la ofensa o la agresión sufridas. 

         Y es que el perdón de Dios resulta improductivo si no logra transformar nuestro corazón. Es decir, si no le confiere la capacidad de perdonar al hermano. Por eso, el perdón de Dios no se hace realidad factual en nuestras vidas hasta que no provoca en nosotros ese saludable efecto de tener que perdonar a nuestros ofensores o deudores.

         La ofensa tiene siempre una connotación más hiriente que la deuda, a no ser que entendamos la ofensa como una deuda (afectiva) contraída con el ofendido. En cualquier caso, ambas deben ser perdonadas si el deudor u ofensor suplican el perdón porque no tienen con qué pagar o con qué reparar el daño. Dios puede esperar esto de nosotros, porque él nos ha perdonado primero.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 05/03/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A