9 de Marzo

Sábado III de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 9 marzo 2024

a) Os 6, 1-6

         Esta vez es el profeta Oseas el que nos invita a convertirnos a los caminos de Dios. Su experiencia personal (su mujer le fue infiel) le sirve para describir la infidelidad del pueblo de Israel para con Dios, el esposo siempre fiel. Y pone en labios de los israelitas unas palabras muy hermosas de conversión: "Ea, volvamos al Señor, que él nos curará, nos resucitará, y viviremos delante de él".

         Pero esta conversión no tiene que ser superficial, por interés o para evitar el castigo. No tiene que ser pasajera, "como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora". Cuántas veces se habían convertido así los israelitas, escarmentados por lo que les pasaba. Pero luego volvían a las andadas.

         El profeta quiere que esta vez vaya en serio, y que la conversión no consista ya en ritos exteriores, sino en actitudes interiores: "Misericordia quiero y no sacrificios, y conocimiento de Dios más que holocaustos". Entonces sí que Dios les ayudará, y "su amanecer será como la aurora, y su ayuda surgirá como la luz".

         La llamada del profeta ha sonado hoy también para nosotros, y no para el pueblo de Israel: "Ea, volvamos al Señor". Nos ha invitado a conocer mejor a Dios, y a organizar nuestra vida más según las actitudes interiores (la misericordia hacia los demás) que según los actos exteriores. Entonces sí que la cuaresma será una aurora de luz y una primavera de vida nueva.

         Dejémonos ganar por el salmo responsorial de hoy, que ha puesto en nuestros labios palabras de arrepentimiento y compromiso: "Misericordia, Dios mío, por tu bondad; lava del todo mi delito, limpia mi pecado, y reconstruye las murallas de Jerusalén". ¿Deseamos y pedimos a Dios que en verdad restaure nuestras murallas, nuestra vida, según su voluntad? ¿O tenemos miedo a una conversión profunda?

José Aldazábal

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         El profeta Oseas es un acompañante ideal para la gente de nuestra generación, y su invitación no puede ser más actual: esforcémonos por conocer al Señor. La razón es muy simple, y se basa en la misma voluntad del Señor: "Misericordia quiero y no sacrificios, y conocimiento de Dios más que holocaustos". Pero ¿qué significa conocer a Dios? ¿Atraparlo como se atrapa una mariposa para diseccionarla? ¿Poner a Dios al mismo nivel que un planeta, una fórmula matemática o una especie vegetal?

         Sólo se puede conocer a Dios de una manera: amándolo. Y cualquier otra perspectiva de conocimiento está condenada al fracaso. Según el lenguaje de la Biblia, conocer significa amar, y sólo desde el amor se pueden entender las expresiones poéticas de Oseas: "Su amanecer es como la aurora, y su sentencia surge como la luz. Bajará sobre nosotros como lluvia temprana, y como lluvia tardía empapará la tierra".

         ¿Con qué otras imágenes describiríamos nosotros al Dios conocido? ¿Por qué no intentamos un pequeño ejercicio de oración enamorada? ¿Qué oración brota en estos momentos de nuestro corazón para decírsela al Señor? Si no se nos ocurre nada, siempre podremos repetir muchas veces, como el publicano del templo, o como el peregrino ruso: "Señor, ten misericordia de mí".

Gonzalo Fernández

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         Dios quiere misericordia y no sacrificios de animales, su conocimiento y no holocaustos. El profeta invita a la penitencia y a una vuelta sincera a Dios, pero el pueblo es inconstante. ¡Cuántas liturgias en las que los que asisten a ellas nada experimentan, de las que salen sin haber encontrado a Dios, sin haberle conocido un poco más! ¡Qué negligentes somos a veces los sacerdotes y los laicos a la hora de participar en los santos misterios! O como dice San Agustín:

"No ofrezcas un sacrificio que no vaya acompañado de la misericordia, porque no se te perdonarán los pecados. Quizás me respondas que tú no tienes pecados. Pero eso no es así, y aunque te muevas con cuidado, y mientras vivas corporalmente en este mundo, te encontrarás en medio de tribulaciones y estrecheces, y habrás de pasar por innumerables tentaciones. No podrás vivir sin pecado. Si nada debes, sé duro en exigir, pero si eres deudor congratúlate con Dios, y ponte en manos de un deudor en quien tú puedas hacer lo que él hará en ti" (Homilías, CCCLXXXVI, 1).

         Puede haber una conversión que no sea auténtica, pero por lo menos es conversión, y ya se irá perfeccionando. Lo que es imprescindible es que se cambie el corazón, y eso supone dar un 1º paso, sea el que sea. A veces tenemos el peligro de quedarnos en meras fórmulas y ritualismos externos, a través de los cuales creemos que va a venir la conversión. El Miserere del rey David, que rezamos el Miércoles de Ceniza, nos enseña el camino hacia la auténtica penitencia.

Manuel Garrido

b) Lc 18, 9-14

         La Parábola del fariseo y del Publicano expresa magistralmente la postura de las 2 personas, y en ella Jesús no compara a un pecador con un justo, sino a un humilde con un satisfecho de sí mismo.

         El fariseo es buena persona, cumple como el 1º, no roba ni mata, ayuna cuando toca hacerlo y paga lo que hay que pagar. Pero no ama a los demás. Está lleno de su propia bondad. Jesús dice que éste no sale del templo perdonado. Mientras que el publicano, que es pecador, se presenta humildemente como tal ante el Señor, y sí es atendido.

         "El que se enaltece a sí mismo, será humillado, y el que se humilla será enaltecido", nos recuerda Lucas, que añade que Jesús "dijo esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás".

         ¿En cuál de los 2 personajes de la parábola de Jesús nos sentimos retratados? ¿En el que está orgulloso de sí mismo? ¿O en el pecador que invoca humildemente el perdón de Dios? El fariseo, en el fondo, no deja actuar a Dios en su vida. Ya actúa él. ¿Somos de esos que "teniéndose por justos se sienten seguros de sí mismos y desprecian a los demás"? Si fuéramos conscientes de que Dios nos perdona a nosotros, tendríamos una actitud distinta para con los demás y no seriamos tan autosuficientes.

         Podemos caer en la tentación de ofrecer a Dios meros actos externos cuaresmales: el ayuno, la oración, la limosna. Y no darnos cuenta de que lo principal que se nos pide es algo interior: la misericordia y el amor a los demás. ¿Cuántas veces nos lo ha recordado la palabra de Dios estos días?

José Aldazábal

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         Dos hombres subieron al templo a orar. Sin duda, es en la oración donde, al fin, el corazón queda al desnudo. Al orar, el fariseo se hace el centro, y Dios sólo está para reconocer su rectitud.

         Por su parte, el publicano se da cuenta de su indignidad y mira a Dios, que puede salvarle. ¿Quién de nosotros, al comulgar, piensa en serio "Señor, no soy digno"?. Esto no quiere decir que haya que esperar a ser digno, pues nunca seremos dignos. Pero Dios quiere darse a nuestra indignidad. Es preciso que nuestras manos tendidas hacia él sean unas manos vacías.

         Y ahí está el peligro del fariseísmo. Al fariseo le han enseñado a evitar el pecado, a multiplicar los sacrificios y las buenas obras, a practicar la regla, la Santa Regla. Y lo hace tan bien que incluso se enorgullece de ello; está en regla con Dios, y Dios tan sólo tiene que hacerle justicia. Dios no necesita ser ya ternura y perdón. Basta con que sea justo. Desde ese momento, el fariseo puede representar entre los hombres el papel ingrato, pero necesario, de "desfacedor de entuertos", de juez moral, de guardián de las leyes. Por otra parte, ¡cuidado que le cuesta ser íntegro! Por eso puede juzgar.

         Pero ¿por qué un fariseo y un publicano? Reflexiono sobre el tipo de palabras, su evolución y su ironía. Un fariseo es el miembro de una secta religiosa rigurosa, un practicante fiel, íntegro, afiliado a una especie de escuela de oración de estricta observancia. Y, mira por dónde, a partir del evangelio, la palabra designa al hipócrita. ¿Habrá alguna relación?

         En cuanto al publicano, se trata de un ladrón público, vendido al enemigo y enriquecido con el fraude, así como expoliador de los desamparados. Y hemos hecho ¡un modelo de él! Jesús, por supuesto, lo perdona. Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Qué gigantesca inversión de la realidad es ésa que hace del evangelio algo tan sorprendente e inesperado? Zaqueo, Magdalena, el buen ladrón, los publicanos...

         Dos hombres entraron en la iglesia a orar. Uno era íntegro, el otro divorciado, o alcohólico, o ex-presidiario, ¡cualquiera sabe! Y este último se mantenía a distancia de la gente, sin hacer elogios de su falta, sufriendo por el hecho de que los hombres le señalaran con el dedo. ¿Sabía este hombre que Dios ha venido a su encuentro para expresarle su ternura? Pues el privilegio de los publicanos es que sólo ellos saben hasta qué punto puede Dios ser misericordia. Hermanos fariseos, ¿le comprenderemos algún día?

Frederic Raurell

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         Esta parábola muestra cómo 2 hombres, con distintas formas de actuar, acuden a la oración. El 1º es un fariseo, que ora desde su orgullo legalista y da gracias por todo lo que cree que Dios ha hecho en él, ufanándose por guardar determinados preceptos. El 2º es un publicano, que acude de manera humilde, mostrándose sólo como un pecador, pidiendo a Dios que le dé su perdón. Entre estos 2 hombres Jesús establece que el 2º está más cerca del Reino, ya que presenta mayor necesidad de Dios.

         Los fariseos, celosos guardianes de la ley de aquel entonces, no podían entender a profundidad lo que significaba la gracia de Dios. Su autosuficiencia se lo impedía. Acudían a Dios no como gente que necesitaba ser amada y perdonada, sino como personas que iban por el premio que merecen sus obras. Prácticamente pretendían obligar a Dios a que los amase.

         El Dios de Jesús, que es el Dios del perdón y del amor gratuito, no tiene nada que hacer frente a ellos y frente a todo el que se le acerque en plan de exigencia y de reconocimiento de méritos. El legalismo, acopio de méritos por el cumplimiento de normas, convierte la fe en una obligatoriedad de amor. Y así, la esencia de Dios (su amor gratuito) desaparece.

         En la comunidad debe quedar entendido que en la medida que se acuda a Dios para reclamarle su amor porque somos muy buenos, respetuosos y practicantes de las leyes humanas, el amor desaparece. A través del publicano llegamos a conocer lo que es la gracia: el llegar a ser amado y perdonado sin mérito alguno. El sentir la necesidad del amor de Dios, al no sentirnos justos, abrirá nuestro interior hacia el Padre, hacia la realidad de su gracia. Y ésta consiste, lo mismo que ayer, en algo muy simple: en que Dios nos ama a todos, a pesar de no tener méritos para ello.

Josep Rius

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         Hoy, inmersos en la cultura de la imagen, el evangelio que se nos propone tiene una profunda carga de contenido. Pero vayamos por partes.

         En el pasaje que contemplamos vemos que en la persona hay un nudo con 3 cuerdas, de tal manera que es imposible deshacerlo si uno no tiene presentes las 3 cuerdas mencionadas. La 1ª nos relaciona con Dios, la 2ª con los demás y la 3ª con nosotros mismos. Fijémonos en ello: aquéllos a quien se dirige Jesús "se tenían por justos y despreciaban a los demás" (Lc 18, 9). Y de esta manera, rezaban mal. ¡Las 3 cuerdas están siempre relacionadas!

         ¿Cómo fundamentar bien estas relaciones? ¿Cuál es el secreto para deshacer el nudo? Nos lo dice la conclusión de esa incisiva parábola: la humildad. Así mismo lo expresó Santa Teresa de Avila: "La humildad es la verdad". Es cierto: la humildad nos permite reconocer la verdad sobre nosotros mismos. Ni hincharnos de vanagloria, ni menospreciarnos. La humildad nos hace reconocer como tales los dones recibidos, y nos permite presentar ante Dios el trabajo de la jornada. La humildad reconoce también los dones del otro. Es más, se alegra de ellos.

         Finalmente, la humildad es también la base de la relación con Dios. Pensemos que, en la parábola de Jesús, el fariseo lleva una vida irreprochable, practica los oficios religiosos e incluso ejerce la limosna. Pero no es humilde y esto carcome todos sus actos.

         Tenemos cerca la Semana Santa, y pronto contemplaremos a Cristo en la cruz. Pues bien, como decía Juan Pablo II, "el Señor crucificado es un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre". Allí veremos cómo, ante la súplica de Dimas ("Jesús, acuérdate de mí"; Lc 23, 42), el Señor responderá con una canonización fulminante y sin precedentes: "Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43). Este personaje había sido un asesino de por vida, y fue canonizado por Jesucristo antes de morir. ¿Qué pasa aquí?

           Se trata del misterio de Dios, inabarcable para nosotros pero que nos enseña una cosa: la santidad no la fabricamos nosotros, sino que la otorga Dios a quien él quiere, si hay en él un corazón humilde y converso.

David Compte

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         "Ay de los seguros y satisfechos", había dicho Jesús en cierta ocasión. Y es que, en efecto, nuestras formas religiosas siempre tienden a ritualizar nuestra manera de relacionarnos con Dios, y el peligro que tenemos es el de quedarnos en el rito, pensando que porque ya lo cumplimos tenemos a Dios de nuestro lado. Qué equivocados estamos.

         Y estamos equivocados porque el mensaje y el actuar de Jesús van por otro lado. La predilección de Dios, según Jesús son los marginados de la ley o por la ley. Esta enseñanza de Jesús provocó constantemente una repulsa y una actitud de animadversión hacia él y hacia el Dios que era capaz de esto: preferir a los sinvergüenzas y granujas, publicanos y pecadores, en vez de los cumplidores y piadosos, fariseos y maestros.

         No hay nada que aleje más al hombre de Dios que la seguridad de tenerlo comprado con ritos y ensalmos, con rosarios y rituales, con guetos de buenos y asociaciones de pidadosos, que pretenden alejarse de los malos, cuando lo en realidad hacen es alejarse de Dios. Porque en la enseñanza de Jesús se justifica el que pide perdón; y quien pide perdón es el pecador y Dios perdona al necesitado.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         Como en otras ocasiones, Lucas señala hoy el motivo de la parábola de Jesús: Por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás. Esta revelación nos permite orientar en la buena dirección (la del autor) la interpretación de la misma, y permite conocer de antemano el motivo que la inspira. 

         Jesús alude a dos hombres que suben al templo a orar. Su finalidad, por tanto, es hacer oración. Y ambos la hacen, pero cada uno a su manera. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.

         No tenemos por qué desconfiar de la sinceridad de dicha oración, y por tanto admitimos que se trataba de una oración interior (la que sólo Dios escucha) en la que no tenía que aparentar nada ante nadie. Pero su postura corporal (erguido) sí que pudiera delatar su actitud farisaica, la seguridad en sí mismo y en sus propias acciones. Porque eso es lo que pone de manifiesto su oración, una aparente acción de gracias que no hace otra cosa que pasar revista a sus propios méritos.

         En su oración, el fariseo da gracias a Dios porque no es ni ladrón, ni injusto, ni adúltero, ni como otros muchos de sus contemporáneos. Tampoco es como ese publicano al que puede ver en la parte trasera del templo sin atreverse a levantar los ojos al cielo. Además, cumple religiosamente todos los preceptos de la ley: la observancia del ayuno (dos veces por semana) y el pago del diezmo. Este hombre se siente realmente justo, y ¿qué más le puede pedir Dios?

         Aunque mentalmente el fariseo da gracias a Dios por las virtudes con que le ha adornado, en realidad le está presentando un catálogo de sus múltiples méritos. Y tanto es así que no puede dejar de compararse con los que no son como él, para despreciarlos como indignos de la presencia de Dios (como aquel publicano que comparte con él espacio en el templo).

         El fariseo no tiene nada que reprocharse, y no encuentra en sí mismo el más leve rasgo de injusticia. Dios no puede tener para él más que palabras de elogio y de gratitud. Es Dios en realidad el que tendría que darle gracias a él por ser como es, por tener a un siervo tan fiel y cumplidor. Su aparente acción de gracias se ha convertido casi al instante en un alegato en su favor promovido por la vanidad, ese sentirse seguro de sí mismo con el consiguiente desprecio de los demás.

         La oración se ha transformado en su mente en un acto de auto-enaltecimiento. Pero todo el que se enaltece será humillado, y esta ley es la que rige las entrañas del cristianismo. Por eso, el fariseo no pudo salir justificado del templo. El que se acerca a Dios con la actitud del justo, y que no espera otra cosa que la confirmación de su propia justicia (por parte del Juez supremo), no saldrá justificado de su presencia, pues ¿qué necesidad tiene de ser justificado el que ya es (o al menos se siente) justo?

         Pero nadie puede sentirse justo ni santo ante la suprema Justicia, y por eso aquel fariseo había perdido el sentido de la realidad. Su concepción legalista de la religión le había llevado probablemente a confeccionar una idea equivocada de sí mismo, una imagen de perfección que distaba mucho de la verdadera perfección.

         La imagen que el publicano tenía de sí mismo era, en cambio, la de un pecador. Se lo recordaban a diario los fariseos. La sociedad entera le señalaba como un pecador que merecía el desprecio de un pagano. Por eso, no extraña su actitud en el templo. Apenas se atreve a entrar, porque se siente realmente indigno de pisar ese espacio sagrado; se queda en la parte posterior del templo y sin osar levantar los ojos del suelo. Sólo acierta a golpearse el pecho, diciendo de manera casi compulsiva: Oh Dios, ten compasión de este pecador.

         No se trata de una pose, pues si lo fuera, o si la cabeza inclinada y los golpes de pecho no llevaran verdadero acompañamiento interior, perdería todo su significado el detalle de la parábola. En el publicano hay auténtica contrición. Se sabe realmente pecador y por eso pide compasión. Su oración es una súplica sincera, y como tal es escuchada, porque la oración es esencialmente escucha de una palabra que merece ser oída, la palabra de nuestro Dios.

         Y si a lo largo de nuestra vida hemos capitalizado algunos méritos, no hace falta que los relatemos al que ya los conoce, porque él mismo está detrás de ellos haciéndolos posible. Es su gracia la que promueve y corona nuestros méritos. Además, una auténtica acción de gracias contempla por encima de todo los dones que proceden de Dios (no las obras que emanan de nuestras facultades) y no va teñida en ningún caso de desprecio hacia los pecadores.

         Pues bien, si la oración del fariseo no fue acepta a Dios, la del publicano que imploraba compasión sí. Éste pudo bajar a su casa justificado (a los ojos de Dios), mientras que aquél no pudo. Y la razón la da no sólo el proemio de la parábola, sino también la conclusión: Porque todo el que se enaltece, será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

         Es Dios el que enaltece, elevándonos a la altura a la que nos destina. También es él el que justifica o hace justos. Los demás enaltecimientos o auto-enaltecimientos son vanos e inconsistentes. No hay egolatría o culto a la personalidad que resista el paso del tiempo. Al concepto de perfección cristiana pertenece el de humildad. No hay perfección cristiana sin humildad, y la humildad soporta la humillación. Por eso el que se humilla será enaltecido, por Aquel que enaltece a los humildes.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 09/03/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A