29 de Febrero

Jueves II de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 29 febrero 2024

a) Jer 17, 5-10

         Las palabras de Jeremías que leemos hoy contienen 2 oráculos de estilo sapiencial. El 1º es un eco del salmo 1 (que hoy la liturgia presenta como salmo responsorial), y el 2º expresa la capacidad del hombre para engañarse y engañar.

         A mí me parece que estas palabras son como semáforos que nos van guiando por las intrincadas rutas de la vida. Pues hay oráculos rojos que nos dicen: "Alto, por aquí no vas a ningún sitio". Y hay oráculos verdes que nos dicen: "Adelante, camina sin miedo". En una sociedad tan poblada de mensajes contradictorios necesitamos la ayuda de estos semáforos sapienciales.

         Se trata, pues, de poner en solfa nuestro corazón, la cosa más traicionera y difícil de curar (pero la cosa más importante, pues del corazón brotará nuestro amor a Dios y el amor al prójimo). ¿En quién hemos puesto nuestro corazón? ¿Quién habita en él? Pues de la abundancia del corazón habla la boca.

         Nuestra propia experiencia del pecado ha inclinado muchas veces nuestro corazón más al mal que al bien. Y hemos abierto heridas que difícilmente pueden curarse, más dominados por nuestra concupiscencia que por la bondad (cuyo camino se nos hace demasiado arduo y difícil, y nos pide renunciar, incluso, a nosotros mismos).

         Por eso le hemos de pedir al Señor que sea él quien haga su obra de salvación en nosotros, pues sólo él puede realizar una nueva creación en nuestra vida. Él enviará a nuestros corazones su Espíritu, y entonces nos infundirá un corazón nuevo y un espíritu nuevo, y nuestra confianza estará colocada sólo en Dios (y no en cualquier otra persona, ni en ninguna otra cosa). Que Dios nos conceda esa gracia especialmente en este tiempo cuaresmal, en el que nos preparamos para celebrar la Pascua.

Gonzalo Fernández

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         Vivir poniendo la confianza y la seguridad de nuestra vida en el cuidado de Dios, nos convierte en un árbol plantado junto al agua (Jer) o al borde de una acequia (Sal 1), que echa raíces en época de estío y verdea en tiempos de sequía (Jer), y que da fruto en su sazón sin que se marchiten sus hojas (Sal 1) ni le aprese la inquietud.

         ¿Verdad que entran ganas de ser un árbol así? Porque en tiempos de luz y agua, en plenitud de fuerza y belleza, y cuando todo nos va bien en la vida, ¿qué dificultad hay para dar fruto? Ninguna.

         Lo impresionante de esta comparación es que ser árbol verde y dar fruto perenne no es un premio que se consigue a cambio de confiar en Dios, sino que es la misma confianza en él la que hace que nuestra vida reverdezca y no se deje llevar por la sequías inevitables, más o menos intensas. Y al revés, poner nuestra confianza en las propias fuerzas hace que nosotros seamos como un cardo en la estepa (Jer).

         Pero Jeremías va más allá de plantear un Dios que premia o castiga automáticamente, pues la Escritura también participa de una revelación progresiva y múltiple, y no hay una única manera de entender la forma que tiene Dios de actuar en la historia, y no son pocos los textos del AT en que se presenta a Dios como alguien que da a cada uno lo que se merece con su vida.

         Aun así, ya desde el principio de la Escritura, todas las tradiciones nos presentan a un Dios que, como comentábamos ya en las lecturas del lunes, no nos trata según nuestro pecado.

         Nuestra propia historia, leída como historia de salvación (oración personal, lectura pausada de la Palabra, encuentro con la comunidad eclesial, liturgia diaria...) es otro de los medios que el Espíritu de Dios tiene para recordarnos que cada uno podemos decidir de qué manera vivir. Y cuando no queremos escuchar, ni aunque resucitara un muerto se nos abriría el oído. De hecho, ni aunque el mismo Dios haya muerto y resucitado por mí, hay momentos en que me entero. Y así, voy marchando por la vida.

Rosa Ruiz

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         El profeta Jeremías nos ofrece hoy una meditación sapiencial muy parecida a la que oíamos en labios de Moisés el Jueves de Ceniza. ¿Quiénes son benditos y darán fruto? ¿Quiénes son malditos y quedarán estériles?

         Es maldito quien pone su confianza en la carne (lo humano, las propias fuerzas), y la comparación es expresiva: su vida será estéril, como un cardo raquítico en tierra seca. Y es bendito quien confía en Dios, pues ése sí dará fruto (como un árbol que crece junto al agua).

         La opción sucede en lo más profundo del corazón (un corazón que según Jeremías "es falso y está enfermo"). Los actos exteriores concretos son consecuencia de lo que hayamos decidido interiormente: si nos fiamos de nuestras fuerzas, o si nos fiamos de Dios.

         Esto lo dice Jeremías para el pueblo de Israel, siempre tentado de olvidar a Dios y poner su confianza en alianzas humanas, militares, económicas y políticas. Pero es un mensaje para todos nosotros, sobre todo en este tiempo en que el camino de la Pascua nos invita a reorientar nuestras vidas.

         La opción que nos proponía el profeta sigue siendo actual. Es también la que hemos rezado en el salmo de hoy, prolongación coherente de la 1ª lectura: "Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor. Será como árbol que da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas. Pero no serán así los impíos, no, pues serán paja que arrebata el viento".

         La cuaresma nos propone una gracia, un don de Dios. Pero nos anuncia también un juicio, pues al final ¿quién es el que ha acertado y tiene razón en sus opciones de vida? Tendríamos que aprender las lecciones que nos va dando la vida. Cuando hemos seguido el buen camino, somos mucho más felices y nuestra vida es fecunda. Cuando hemos desviado nuestra atención, y nos hemos dejado seducir por otros apoyos que no eran la voluntad de Dios, siempre hemos tenido que arrepentirnos. Y luego nos extrañamos de la falta de frutos en nuestra vida.

José Aldazábal

b) Lc 16, 19-25.27-31

         La Parábola del rico Epulón ("el que banquetea") y del pobre Lázaro ("el cubierto de pulgas") nos sitúa, esta vez en labios de Jesús, ante la misma encrucijada: ¿en qué ponemos nuestra confianza en esta vida?

         El rico la puso en sus riquezas y falló, pues en el momento de la verdad no le sirvieron de nada. El pobre no tuvo esas ventajas en vida, pero por lo visto confió en Dios y por eso se salvó. El rico del que habla Jesús no se dice que fuera injusto, ni que robara. Sencillamente, estaba demasiado lleno de sus riquezas, e ignoraba la existencia de Lázaro. Era insolidario, y no se daba cuenta de que en la vida hay otros valores más importantes que los que él apreciaba.

         También la parábola de Jesús nos interpela. No seremos seguramente de los que se enfrascan tan viciosamente en banquetes y bienes de este mundo como el Epulón. Pero todos tenemos ocasiones en que casi instintivamente buscamos el placer, el bienestar, los apoyos humanos. La escala de valores de Jesús es mucho más exigente que la que se suele aplicar en este mundo. A los que el mundo llama dichosos, no son precisamente a los que Jesús alaba. Y viceversa. Tenemos que hacer la opción.

         No es que Jesús condene las riquezas. Pero no son la finalidad de la vida. Además, están hechas para compartirlas. No podemos poner nuestra confianza en estos valores que el mundo ensalza. No son "los últimos". Más bien a veces nos cierran el corazón y no nos dejan ver la necesidad de los demás. Y cuando nos damos cuenta ya es tarde.

         ¿Estamos apegados a las cosas? ¿Tenemos tal instinto de posesión que nos cierra las entrañas y nos impide compartirlas con los demás? No se trata sólo de riquezas económicas. Tenemos otros dones, tal vez en abundancia, que otros no tienen, de orden espiritual o cultural. ¿Somos capaces de comunicarlos a otros? Hay muchos Lázaros a nuestra puerta. A lo mejor no necesitan dinero, pero sí atención y cariño.

         La cuaresma nos invita a que la caridad para con los demás sea concreta. Que sea caridad solidaria. Para que podamos oír al final la palabra alentadora de Jesús: "Tuve hambre y me diste de comer. Pues cuando lo hiciste con uno de ellos, lo hiciste conmigo".

José Aldazábal

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         El relato nos presenta un episodio donde se puede ver claramente una división de clase, típica en el tiempo de Jesús. Aunque el relato no es histórico, es fácil ver que esta parábola tiene sus raíces en la vida misma del pueblo. El 1º personaje del relato es un rico que disfruta de bienes excesivos (comida y vestidos), y el 2º es un pobre sumido en la peor de las miserias.

         El texto, con lenguaje escatológico, nos presenta el enfrentamiento final de estos dos individuos por separado y en su propia realidad, delante de Dios. No pretende decirnos el evangelista cómo será el juicio final ya que él como todos los cristianos desconoce el destino final de la historia. Pero sí pretende enseñar a la comunidad a la que se dirige el evangelio de Lucas cómo tenemos los cristianos que ir dando muestras de una transformación personal.

         Jesús vuelve a insistir: es necesario ir construyendo el Reino poniendo aquí y allá sus señales: la eternidad comienza ya, aquí y ahora, en esta realidad. Porque el Reino empieza a acontecer cuando se rompe la barrera del legalismo que castra y no produce vida y se logra vivir la misericordia.

         Este relato evangélico pretende formar la conciencia de la primitiva comunidad para una superación de las divisiones de la sociedad, donde el sistema económico favorezca a unos a costa de otros. La realidad cristiana, debe ser el testimonio en medio del mundo de que sí es posible un mundo donde todos vivamos como hermanos con la misma dignidad y donde todos compartamos los mismos bienes de la creación. No tenemos que esperar el juicio escatológico de Dios para empezar a cimentar nuestra sociedad con principios de igualdad y justicia.

         En varias ocasiones el papa ha insistido en que esta parábola ha de ser aplicada hoy día a las relaciones internacionales entre los países pobres y los países ricos.

Josep Rius

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         El evangelio de hoy nos presenta una parábola que nos descubre las realidades del hombre después de la muerte. Jesús nos habla del premio o del castigo que tendremos según cómo nos hayamos comportado. El contraste entre el rico y el pobre es muy fuerte. El lujo y la indiferencia del rico, frente a la situación patética de Lázaro, con los perros que le lamen las úlceras (Lc 16, 19-21). Todo tiene un gran realismo que hace que entremos en escena.

         Podemos pensar dónde estaría yo si fuera 1 de los 2 protagonistas de la parábola. Nuestra sociedad, constantemente, nos recuerda que hemos de vivir bien, con confort y bienestar, gozando y sin preocupaciones. Vivir para uno mismo, sin ocuparse de los demás, o preocupándonos justo lo necesario para que la conciencia quede tranquila, pero no por un sentido de justicia, amor o solidaridad.

         Hoy se nos presenta la necesidad de escuchar a Dios en esta vida, de convertirnos en ella y aprovechar el tiempo que él nos concede. Dios pide cuentas. En esta vida nos jugamos la vida. Jesús deja clara la existencia del infierno y describe algunas de sus características: la pena que sufren los sentidos ("que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama"; Lc 16,24) y su eternidad ("entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo"; Lc 16,26).

         San Gregorio Magno nos dice que "todas estas cosas se dicen para que nadie pueda excusarse a causa de su ignorancia". Hay que despojarse del hombre viejo y ser libre para poder amar al prójimo. Hay que responder al sufrimiento de los pobres, de los enfermos, o de los abandonados. Sería bueno que recordáramos esta parábola con frecuencia para que nos haga más responsables de nuestra vida. A todos nos llega el momento de la muerte. Y hay que estar siempre preparados, porque un día seremos juzgados.

Xavier Sobrevia

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         El rico anónimo (en este relato) o Epulón (en otras tradiciones) es la personificación de los que no se dejan interpelar por el otro, de los que cierran sus entrañas al dolor del otro. Y el pobre Lázaro, con nombre propio, es la persona por la cual Dios ha hecho una opción, y ante la cual nos tendremos que confrontar todos.

         La moraleja no es que "eso le pasa a los que no actúan como Dios", y de paso se aprovechan o son insensibles. No, porque no tiene nada que ver con el mensaje fundamental del texto. Pues de lo que trata la parábola es de abrir las entrañas y compartir con los pobres, que serán lo que tendrán un sitio junto a Dios. Esa es la enseñanza. De todas formas, recordemos con este motivo la canción del p. Zezinho: "Mejor harías cambiando por bondad y compasión, antes de que haya que hacerlo por la dura imposición".

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         Jesús dirige hoy la palabra a los fariseos, y lo hace en ese lenguaje parabólico al que tanto solía recurrir: Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas.

         La escena es fácilmente representable, y por ello no es necesario conocer ni la localidad en que esto sucede, ni el nombre del rico, porque en cualquier lugar del mundo puede repetirse lo descrito.

         Del hombre rico sólo se dice que vestía de lujo y que banqueteaba espléndidamente a diario. No se le describe como hombre malvado, y tampoco se dice de él que fuera el causante de la miseria del pobre mendigo, ni que lo hubiera maltratado, injuriado, despreciado o humillado. Es simplemente un rico que vive para el disfrute de sus riquezas, envuelto en la esplendidez que le ofrecen sus propios recursos.

         Pero el rico está de tal manera embargado por la suntuosidad y el boato de sus vestidos y banquetes, que no tiene ojos para ver la miseria que está tan próxima a él, ni sensibilidad para compadecerse de ese mendigo harapiento y llagado que se encuentra a su puerta. Porque Lázaro no es sólo un mendigo, sino un mendigo enfermo y hambriento.

         Tal suele ser la situación de esos mendigos que encontramos a diario a las puertas de nuestras casas, supermercados e iglesias. A la mendicidad suelen añadir la marginalidad, la enfermedad, el alcoholismo, la falta de higiene, la mala alimentación.

         Al relatar la situación del mendigo, Jesús acentúa los rasgos más dramáticos de la escena: Lázaro estaba cubierto de llagas, y ansiaba saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, aunque nadie se lo daba. Los comensales derrochan la comida hasta tirarla para que se la coman los perros, aunque nadie repara en la presencia de aquel mendigo (tan cercano y tan invisible) para llevarle un pequeño resto de la misma. Los perros se acercan a lamerle las llagas al mendigo, pareciendo mostrar más sensibilidad que los humanos.

         Pues bien, se acabó la vida (esta vida temporal) para ambos; primero para el mendigo, más propenso a la muerte que el rico; después, también para el rico, cuyas riquezas no le pueden preservar de la misma muerte que acecha al pobre. Al rico lo enterraron.

         De Lázaro no se dice que tuviera entierro. Pero sí se dice que los ángeles le llevaron al seno de Abraham, mientras que su descuidado vecino fue conducido al infierno. Y estando en semejante situación, en medio de los tormentos, implora clemencia: Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.

         La súplica del rico, ya muerto, pero consciente, delata que reconoce en el Lázaro elevado al seno de Abraham al mendigo echado en su portal, pero ignorado por todos, incluido él mismo. Luego lo conocía, lo había visto, aunque no le había prestado ninguna atención. Y este es su pecado: su insensibilidad para con la miseria ajena, su carencia de misericordia para con el prójimo necesitado, un pecado de omisión.

         La súplica del rico revela también el cambio producido con la muerte, pues el que antes banqueteaba espléndidamente ahora suplica una gota de agua al que antes mendigaba las migajas de su banquete.

         En su respuesta, Abraham refuerza esta inversión, cuando le dice al rico torturado por las llamas: Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males. Por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces.

         En su simplicidad, la vida del más allá se presenta como el reverso de lo experimentado en el más acá: el que aquí vivió en el deleite, allí padecerá; el que aquí vivió en la aflicción, allí recibirá consuelo. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados, había profetizado Jesús.

         Pero hay más: entre ambos estados post mortem, aquel en el que está Lázaro, abrazado por el consuelo divino, y aquel en el que se encuentra el rico, torturado por las llamas y afligido por los remordimientos, hay un abismo inmenso, un abismo infranqueable para los moradores de ambos lados, de tal manera que ya no es posible alterar las cosas, ni trasladarse de un lugar a otro, porque la frontera de la muerte y la superación del límite temporal han conferido a tales estados el carácter de definitivos. Es el abismo que separa la bondad de la maldad, la compasión de la insensibilidad, la verdad de la mentira.

         Pero resulta curioso que, en semejante situación de penalidad, el rico parezca recuperar o adquirir sensibilidades perdidas. Ha comprendido que su estado es irreversible, que el abismo separador no le permitirá salir de él; pero lo que no es irreversible es la situación de sus cinco hermanos que aún viven en el mundo. Por eso le pide a Abraham que mande a Lázaro a casa de su padre para que, con su testimonio, evite que vengan también ellos a este lugar de tormento.

         Parece como si de repente se hubieran despertado en el rico sentimientos de compasión (los que no tuvo para con el mendigo apostado a su puerta) hacia sus hermanos de sangre, a quienes quiere evitarles el doloroso destino que les está reservado si no cambian de vida.

         No era precisamente éste un sentimiento diabólico, sino muy humano. Y tanto que resulta extraño en un condenado. Pero esto es lo que Jesús refleja en su parábola. Este sentimiento, sin embargo, no parece que pueda cambiar la situación del condenado.

         La respuesta de Abraham a la propuesta del rico preocupado por su familia subraya los cauces ordinarios de los que Dios se sirve para comunicar su mensaje, esto es, sus advertencias, sus mandatos, sus promesas, sus planes, a los hombres: Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen.

         El rico cree que estas mediaciones no son suficientes para ciertas posturas humanas que necesitan de actuaciones más contundentes e irrefutables, como la aparición de un muerto. Y por eso dice: Si un muerto va a verlos, se arrepentirán. Abraham le replica con extrema paciencia: Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto.

         Es verdad que la aparición de un muerto, por su carácter extraordinario e inusual, crearía sensación en los testigos de la misma; pero muy pronto podría ser contrarrestada por la fuerza de los argumentos en contra: ¿Por qué no considerar que se ha tratado de una alucinación?

         Existen las creaciones imaginarias o fantasmagóricas, que pueden confundirse fácilmente con la realidad, pero que son irreales, pura fantasía. ¿Quién podría garantizarnos que no hemos sido engañados por este fenómeno? Bastaría, pues, emplear estos razonamientos para desactivar la presunta y aparente presencia de un muerto en medio de los vivos.

         También hay un abismo que separa a los vivos de los muertos de este mundo. La sentencia del patriarca sigue, pues, en pie: ahí tienen a los profetas que Dios envía para comunicar sus planes; si no les escuchan a ellos, tampoco escucharán a un muerto.

         Ahí tenemos al mismo Hijo de Dios encarnado que nos ha descubierto con su palabra los misterios del más allá. Él contactó transitoriamente con sus discípulos tras haber rebasado la frontera de la muerte y haber penetrado en el más allá. En cuanto resucitado y aparecido a sus discípulos es en cierto modo ese muerto enviado para advertir a los vivos de la existencia de un más allá de consuelo o de desconsuelo.

         Aun así, sigue sin ser creído por muchos: por todos esos que exigen para sí una aparición del Resucitado similar a la que tuvieron sus discípulos de la primera hora o por todos aquellos que no exigen nada porque no esperan nada, y que no admitirían en ningún caso la aparición de un muerto.

         En cualquier caso, la parábola de Jesús nos muestra qué hay más allá (de la muerte), y que ese más allá depende del estilo de vida sostenido en el más acá. Para ser más precisos, de la conducta tenida con nuestros hermanos, especialmente con esos indigentes sin techo ni hogar que encontramos con frecuencia apostados a las puertas de nuestras casas, y a quienes no les abrimos estas puertas por los muchos riesgos y complicaciones que ello seguramente implica.

         ¿Podemos evitar que esta parábola se convierta para nosotros en un certero e insoslayable examen de conciencia? Si no es así, ¿no habremos perdido o estaremos perdiendo quizá sensibilidad en nuestra conciencia? Ello sería probablemente un alarmante síntoma de que algo importante en nosotros está muriendo.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 29/02/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A