26 de Febrero

Lunes II de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 26 febrero 2024

a) Dan 9, 4-10

         La lectura de hoy de Daniel es un fragmento de la Oración de Daniel, que nos muestra el aspecto dramático que, a menudo, incluyen las relaciones hombre-Dios. El Señor permanece fiel a la Alianza y está siempre dispuesto a otorgar su amor. Pero el hombre, muchas veces, prefiere vivir por su propia cuenta.

         Es famosa en Daniel su Profecía de las 70 Semanas, frecuentemente interpretada pero no siempre con su debida objetividad. No vamos ahora a proceder a su crítica, pero trataremos de esclarecerlo. Pues el problema que nos plantea Daniel es el de siempre: todos queremos ver, con claridad, que Dios siempre acude a solucionar nuestros problemas. Pero el proceder de Dios es otro, y a menudo no vemos la historia con la diafanidad que quisiéramos, sino desde una perspectiva lejana.

         El autor se mantiene aquí en un equilibrio difícil: habla de las semanas de Jeremías (Jr 25, 11), pero a la vez trata de predicar a sus coetáneos, refiriéndose a los sucesos de su tiempo.

         Huelga señalar que es inútil recurrir a una equivalencia exacta por lo que toca a las 70 semanas, mayormente cuando el nº 7 y sus múltiplos tienen siempre en la Biblia un valor simbólico. Por ello es mejor que nos conformemos con una aproximación. El texto alude explícitamente a los hechos que ocurrían en Jerusalén en tiempos de Antíoco IV de Siria y de Onías, el sacerdote asesinado por orden del rey. Y repite lo que ha dicho más de una vez: la realidad actual no puede perdurar, Dios hará justicia y los fieles triunfarán.

         En efecto, Antíoco IV había desencadenado una persecución tal que el pueblo judío corría el riesgo de perder la confianza. Y Daniel, al igual que Abraham, posee aquella fe intrépida que impele a esperar contra toda esperanza, confíando en Dios incluso en los avatares que parecen ser totalmente adversos. "Todo lo malo pasará", apunta Daniel, y "la fe de los fieles perdurará para siempre".

Josep Mas

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         La Oración de Daniel que leemos en la 1ª lectura de hoy puede ser un perfecto guión para componer una oración mundial sobre los momentos en los que vivimos. Una oración que, por otra parte, pertenece al género de las súplicas penitenciales, seguramente existente mucho antes de ser escrito el libro de Daniel.

         La Oración está dividida en 3 partes. La 1ª presenta el pecado del pueblo (desobediencia a la ley y a los profetas) y la inocencia de Dios. La 2ª contempla el castigo, como consecuencia lógica del pecado. Y la 3ª es una súplica de perdón basada en los hechos salvadores de Dios en el pasado: la liberación de Egipto, la elección del pueblo y de Jerusalén, y el honor de Dios. ¿No os parece que hoy podríamos componer una oración semejante?

         La única condición es que dicha oración mundial actual no brote de una actitud castigadora, sino de una verdadera solidaridad con nuestro mundo enfermo. Y así, podríamos decir hoy día, con Daniel: "Señor, nosotros hemos pecado. No hemos sabido acoger tu amor. Nos hemos creído autosuficientes, maduros, y capaces de gestionar el mundo según nuestros criterios. No hemos escuchado a los mejores hombres y mujeres de la humanidad, sino que nos hemos dejado seducir por la propaganda, por las invitaciones a lo más fácil, por el señuelo de la violencia".

         Sin poner nombre a nuestros desvaríos, ¿cómo podríamos entender el mensaje liberador de Daniel, que nos habla de un Dios compasivo? ¿No correríamos el riesgo de no dar importancia a la compasión divina, y de confundirla con un sentimiento superficial?

Gonzalo Fernández

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         Empezamos la 2ª semana de Cuaresma con una oración penitencial muy hermosa, puesta en labios de Daniel. Daniel reconoce la culpa del pueblo elegido, tanto del Sur (Judá) como del Norte (Israel), tanto del pueblo como de sus dirigentes. Y percibe la causa de su pecado: no han hecho caso a los profetas que Dios les enviaba: "Hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas, hemos pecado contra ti".

         Y eso que, por parte de Dios, todo ha sido fidelidad, como emocionadamente Daniel confiesa: "Dios grande, que guardas la alianza y el amor a los que te aman, a ti la piedad y el perdón".

         Nos viene bien reconocer que somos pecadores, haciendo nuestra la Oración de Daniel. Personalmente y como comunidad. Reconocer nuestra debilidad es el mejor punto de partida para la conversión pascual, para nuestra vuelta a los caminos de Dios.

         El que se cree santo, no se convierte. El que se tiene por rico, no pide. El que lo sabe todo, no pregunta. ¿Nos reconocemos pecadores? ¿Somos capaces de pedir perdón desde lo profundo de nuestro ser? ¿Preparamos ya con sinceridad nuestra confesión pascual?

         Cada uno sabrá cuál es su situación de pecado, cuáles sus fallos desde la Pascua del año pasado. Ahí es donde la palabra de Dios nos quiere enfrentar: con nuestra propia historia, invitándonos a volvernos a Dios y mejorar nuestra vida. Aunque sea en detalles pequeños, y que no se noten. Pero seguros de que Dios, misericordioso, nos acogerá como un padre. Hagamos nuestra la súplica del Salmo: "Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados, sino líbranos y perdona nuestros pecados".

José Aldazábal

b) Lc 6, 36-38

         Si la dirección de la 1ª lectura era en relación con Dios (reconocernos pecadores y pedirle perdón a él) el pasaje del evangelio de hoy nos hace sacar las consecuencias de todo ello: saber perdonar a los demás.

         El programa de Jesús es concreto y progresivo: "sed compasivos, no juzguéis, perdonad, dad". Y el modelo sigue siendo, como ayer, el mismo: "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo". Se trata de una actitud de perdón que Jesús pone como condición para que también nosotros seamos perdonados, pues "la medida que uséis, la usarán con vosotros". Es lo que nos enseñó a pedir en el Padrenuestro: "Perdónanos, como nosotros perdonamos".

         Pero también debemos aceptar el otro paso, el que nos propone Jesús: ser compasivos y perdonar a los demás como Dios es compasivo y nos perdona a nosotros. Ya el sábado pasado se nos proponía "ser perfectos como el Padre celestial es perfecto", porque ama y perdona a todos. Hoy se nos repite la consigna.

         ¿De veras tenemos un corazón compasivo? ¡Cuántas ocasiones tenemos, al cabo del día, para mostrarnos tolerantes, para saber olvidar, para no juzgar ni condenar, para no guardar rencor; para ser generosos, como Dios lo ha sido con nosotros! Esto es más difícil que hacer un poco de ayuno o abstinencia.

         Ahí tenemos un buen examen de conciencia para ponernos en línea con los caminos de Dios y con el estilo de Jesús. Es un examen que duele. Tendríamos que salir de esta cuaresma con mejor corazón, con mayor capacidad de perdón y tolerancia.

         Antes de ir a comulgar con Cristo, cada día decimos el Padrenuestro. Hoy será bueno que digamos de verdad lo de "perdónanos como nosotros perdonamos". Pero con todas las consecuencias, porque a veces somos duros de corazón y despiadados en nuestros juicios y en nuestras palabras con el prójimo, y luego muy humildes en nuestra súplica a Dios.

José Aldazábal

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         Jesús abre su sabiduría para hacer entender a sus discípulos los requisitos centrales del proyecto del Reino. Les explica que todos los pecados de la humanidad tienen el mismo origen: la codicia, en la que se manifiesta el egoísmo. Este es el principal obstáculo para la conversión que debe buscar todo buen cristiano.

         Debido a esto, todo ser humano que quiera ser acogido por el Padre, debe trabajar por llegar a tener su misma compasión y misericordia para con los otros. Esta misericordia y compasión no sólo debe ser externa. Es indispensable que toque y permee la mente en el momento de hacer cualquier juicio sobre los demás.

         La gente del tiempo de Jesús, a pesar de tener una institución tradicionalmente reconocida como el templo, nunca escuchó de parte de sus sacerdotes palabras que buscaran una sociedad alternativa, estructuralmente diferente de la heredada. Había quedado muy distante la experiencia del éxodo y de la liberación de Egipto. De ahí su extrañeza al oír cómo Jesús ofrecía, con palabras humanas corrientes, un concepto del querer de Dios muy diferente del de la oficialidad.

         Frente a esos planteamientos había sólo 2 alternativas: aceptarlos como voluntad del Padre, o rechazarlos y condenar a Jesús.

         La manera como la Iglesia debía entender el mensaje de Jesús era desde la preocupación que él mostraba por la situación que vivía el empobrecido. A éste sólo se le podía redimir si en las personas nacía la compasión por el más necesitado. Compasión es compartir el sufrimiento de los otros y así experimentar qué es lo que ellos realmente necesitan para que su calidad de vida mejore.

         Queda como conclusión que, al comprometernos todos a ser compasivos con los demás, universalicemos los valores que ayudarán al mundo a ser cada vez más humano. Por algo Jesús nos recuerda que con la medida con que midamos a los demás, con esa misma se nos medirá a nosotros.

Josep Rius

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         El evangelio de Lucas de hoy proclama un mensaje más denso que breve, y eso que es muy breve. Lo podemos reducir a 2 puntos: un encuadramiento de misericordia, y un contenido de justicia.

         En 1º lugar, un encuadramiento de misericordia. En efecto, la consigna de Jesús sobresale como una norma y resplandece como un ambiente. Norma absoluta: si nuestro Padre del cielo es misericordioso, nosotros, como hijos suyos, también lo hemos de ser. Y el Padre, ¡es tan misericordioso! En ese sentido, el versículo anterior reafirma: "Seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y con los malos" (Lc 6, 35).

         En 2º lugar, un contenido de justicia. En efecto, nos encontramos ante una especie de Ley del Talión en las antípodas de la rechazada por Jesús ("ojo por ojo, diente por diente"). Aquí, y en 4 momentos sucesivos, Jesús nos alecciona con 2 negaciones ("no juzguéis y no seréis juzgados", "no condenéis y no seréis condenados") y 2 afirmaciones ("perdonad y seréis perdonados", "dad y se os dará").

         Apliquémoslo concisamente a nuestra vida de cada día, deteniéndonos especialmente en la cuarta consigna, como hace Jesús. Hagamos un valiente y claro examen de conciencia: si en materia mundana (familiar, cultural, económica o política) el Señor juzgara y condenara nuestro mundo (al modo en que el mundo juzga y condena), ¿quién podría sostenerse ante el tribunal?. Si el Señor nos perdonara como lo hacen ordinariamente los hombres, ¿cuántas personas e instituciones alcanzarían la reconciliación?

         Por eso, una 4ª consigna merece una reflexión particular, pues en ella la buena Ley del Talión (de nuestro mundo) viene a ser, de alguna manera, superada. En efecto, si damos, ¿nos darán en la misma proporción? Por supuesto que no, pero si seguimos damos, recibiremos (Lc 6, 38). Y es que a la luz de esta bendita desproporción, Jesús nos exhorta: estamos llamados a dar previamente. Preguntémonos, pues, esto: cuándo doy, ¿doy bien, doy mirando lo mejor, doy con plenitud?

Antoni Oriol

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         Jesús quiere cambiar de raíz el esquema en el que se encuentra sustentado el orden del mundo. Por eso el texto bíblico de hoy comienza con una invitación profunda y trascendental que cambia todo en la historia: "Sed generosos como vuestro Padre es generoso". Jesús no quiere simplemente darle la vuelta al orden vigente en el judaísmo ni en el mundo, por que él sabe que de esa forma no cambiaría la historia, ni mejoraría la realidad humana.

         De esta manera, Jesús invita a cambiar el sistema imperante, e invita a sus discípulos a seguir este camino. Pero esta propuesta surge de la experiencia que Jesús tiene con Dios (su Padre, lleno de ternura y de amor), y de la que nosotros también tenemos que tener con Dios. Un Dios que acoge a todas las personas y que ama a todos, sobre todo a los empobrecidos y marginados de la sociedad.

         La invitación de Jesús de hoy rompe el esquema y el comportamiento tradicional judío. Jesús excluye de su programa mesiánico la actitud de venganza de los pobres para con los ricos. Jesús propone tener una actitud contraria, nueva, diferente: el amor a los enemigos. Jesús sabe que el amor verdadero, que el amor que humaniza, no puede ni debe depender del amor que yo recibo del otro.

         El amor sólo debe querer el bien del otro, la humanización del otro, la felicidad y realización del otro, independientemente de lo que él o ella hagan por mí. Así es el amor de Dios Padre con nosotros y esa es la difícil invitación que Jesús nos hace, para hacer de este mundo un espacio de vida verdadera y de humanidad plena. Qué tarea tan difícil, pero no imposible de vivir.

         Para poder actuar y vivir de acuerdo a la enseñanza de Jesús, se hace necesario un proceso de conversión profunda, donde cada hombre y cada mujer, por la fuerza del Espíritu, pueda renunciar libremente a los falsos valores que el mundo, con sus estructuras perversas, nos ha colocado como paradigma.

         En la medida que nos dejemos moldear por el programa de Jesús y logremos transformar nuestras conciencias acaparadoras por conciencias libres, universales y no dominadoras, entonces nos abriremos al amor, volviéndonos generosos como el Dios de la creación. De esta forma el ser humano construye la medida con la que será recompensado.

Confederación Internacional Claretiana

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         Retomamos el proceso del camino de los seguidores de Jesús que habíamos dejado el sábado pasado, esta vez de la mano del evangelista Lucas.

         En las relaciones que debemos tener con el mundo, nos dice hoy Jesús, hay un modelo para actuar, y eso debemos hacer: ser como Dios. Y ser como Dios significa "tener compasión, perdonar, dar". Esa es la medida, y eso implica a ir mucho más allá de la ley y de nosotros mismos. Debemos liberarnos, pues, de nuestras tendencias y manías (muchas veces inconscientes, sí), que condicionan y malogran las relaciones y la comunidad. Dios no es así y nosotros debemos ser como él.

         Hay un tufillo de amenaza en el texto: que ellos también obrarán con nosotros. Por ello, tener una medida "generosa, rebosante, colmada y remecida" es la mejor manera de prevenir el trato que ellos nos van a dar, y una buena vara para que nos midan: no hacerles mal, para que ellos no nos hagan el mal... No obstante, dicha amenaza no debe ser el criterio fundamental ni la motivación para la vida de un cristiano, sino algo accidental, a la hora de prever daños colaterales.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         Jesús propone hoy de nuevo a Dios Padre como referente de comportamiento para sus discípulos: Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad y seréis perdonados, dad y se os dará. Os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.

         Para un hijo de semejante Padre, Dios, no hay mejor forma de ser que la de su Padre. La filiación divina ya implica una participación en el ser de ese Padre del que somos hijos. Por tanto, ser como nuestro Padre no es sino conducirnos en la vida conforme a lo que ya somos en cuanto hijos de Dios. No es, pues, ni una pretensión desorbitada, ni una temeridad.

         Es simplemente traducir en actos lo que ya somos: hijos de Dios. Dios es amor, nos dice san Juan, y amor misericordioso. El ser compasivo es una nota constitutiva de este Dios que debe verse reflejada en la conducta de sus hijos. No ser compasivos sería como renegar de la propia condición o impedir el normal desarrollo del dinamismo vital que nos conforma. No obrar con compasión es desmentir lo que somos: hijos de un Dios compasivo y misericordioso.

         Fuera de esto, Jesús quiere hacernos ver que habrá una proporcionalidad entre lo que hagamos nosotros en relación con los demás y lo que hagan con nosotros. La medida que usemos con los demás, la usarán con nosotros; más aún, a nosotros nos verterán una medida colmada, rebosante. Es importante tener esto en cuenta, porque si nuestras obras tienen medida, ello se debe a que serán juzgadas.

         Sólo un juicio puede determinar la medida de nuestras acciones o de nuestras omisiones, de nuestros juicios, de nuestras condenas, de nuestros perdones, de nuestras donaciones. No juzguéis; pero ¿se puede pasar por la vida sin hacer juicios? ¿No disponemos de inteligencia para enjuiciar las cosas que suceden a nuestro alrededor: acontecimientos, noticias, actuaciones, personas?

         Seguramente Jesús se refiera a juicios condenatorios (de hecho, a continuación dice no condenéis) sobre personas, no sobre hechos, conductas u omisiones. Los juicios laudatorios son menos dañinos que los condenatorios, aunque si son falsos también pueden dañar tanto al que los recibe como al que los emite. En cualquier caso, nuestros juicios pueden tener una componente de parcialidad o de mentira muy notable, y no siempre disponemos de todos los elementos necesarios para hacer un juicio correcto.

         A veces nos precipitamos en nuestros juicios. A veces éstos se asientan en un error de apreciación. Muchas veces pretendemos juzgar lo que nos es imposible, o lo que sólo sería posible para el que es capaz de penetrar en lo profundo de las conciencias e intenciones. Finalmente, nuestros juicios nunca podrán ser definitivos, porque el ser humano sobre el que hacemos recaer nuestro juicio siempre puede cambiar o dejar de ser lo que era.

         Por tanto, no juzguéis, y no seréis juzgados. Es decir, no os constituyáis en jueces de los demás, pues el que habrá de juzgarnos a todos, y en el día oportuno, no nos ha nombrado jueces de esos cuyo juicio se lo ha reservado él, el único capaz de juzgar con verdad y rectitud en un juicio universal y definitivo.

         Pero "no condenar" es una garantía de que tampoco nosotros seremos condenados, lo mismo que perdonar es una garantía de que obtendremos perdón. Y ello en razón de la proporcionalidad de la medida usada. Dad y se os dará: si damos bienes, se nos darán bienes; si males, males. La medida que usemos al tasar la conducta y las cualidades o los defectos de los demás será la que Dios emplee para apreciar nuestra propia valía, nuestros méritos o deméritos.

         Esta medida, incluso, rebasará la empleada por nosotros, pues será una medida colmada o remecida o rebosante. ¿Y qué otra cosa significa? Lo dice Jesús: Si no perdonáis a los demás sus culpas, tampoco vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros? Es siempre la misma estimación.

         Para Dios tiene tanto valor nuestro modo de tratar a los demás, que está dispuesto a aplicarnos la misma medida (o medicina) que empleemos con ellos. Y es que nuestra morada definitiva dependerá esencialmente de esta medida, pues los que hacen el Reino son sus habitantes, lo mismo que los que hacen la casa confortable son sus moradores.

         Sólo si la medida usada con los demás es producto del amor misericordioso podrá construirse ese Reino cimentado sobre esta base que hace posible la convivencia, la armonía y la paz, sin las cuales se tornará aspiración imposible, sueño irrealizable, plasmación fantasmagórica.

         Reparemos, pues, en la medida que usamos para evaluar, apreciar o valorar las conductas de los demás, sin olvidar que nadie nos ha constituido en jueces de las vidas ajenas, y ni siquiera de la propia. Decía San Pablo: Es verdad que mi conciencia no me remuerde; pero ni siquiera yo me juzgo. Mi juez es el Señor.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 26/02/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A