2 de Marzo

Sábado II de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 2 marzo 2024

a) Miq 7, 14-15.18-20

         Con el texto de hoy termina el libro de Miqueas. Y en él, el profeta suplica a Dios que no abandone a su pueblo, sino que realice en él las promesas, de manera que Israel (ahora triste y abatido) pueda rehacer su vida. La 2ª parte de la lectura es como una composición sálmica del profeta, en que éste exulta de gozo pensando en el futuro perdón de Dios, como garantía de las promesas que se van obrando entre los altibajos de la historia.

         El profeta habla para alentar al pueblo, y lo estimula para mantener firme su fe en Dios. Y lo hace recurriendo a los tiempos primitivos, que volverán a florecer cuando el rebaño (el pueblo) paste solitario, confiando solo y sin miedo a los ataques del enemigo, en las fronteras entre el Carmelo, Basán y Galaad. Más aún: el pueblo volverá a ver los prodigios de Dios, como los que sucedieron en la época del Exodo (vv.14-15).

         El profeta Miqueas cree que la potencia de las naciones enemigas no puede destruir la obra de Dios, que es Israel. Y que al contemplar los prodigios realizados por Dios en Israel, el resto de naciones se avergonzarán de sí mismas, y de la confianza que habían puesto en su propio poder (v.16). Sin embargo, la esperanza de liberación no se limita a Israel, pues también otras naciones volverán a Yahveh, el Dios de Israel, y lo temerán (v.17).

         El fundamento de la esperanza está en la fe en la misericordia de Dios, el cual, por puro don suyo, borra la iniquidad y perdona el pecado. Pues es él, y sólo él, quien convierte a los hombres de modo definitivo, quien sana sus heridas, quien lanza sus pecados al abismo del mar (vv.18-19). Y no podría ser de otra manera, dado el juramento de fidelidad y benevolencia que Dios había hecho en tiempos pasados, a los padres del pueblo (v.20).

         Todo sería absurdo en esta vida si el mundo estuviera exclusivamente en manos de los hombres, y la Palabra de Dios resultaría de una incoherencia inexplicable. El creyente, por encima de todo, cree en la coherencia de Dios, y vive de ella.

Miguel Gallart

*  *  *

         Escuchamos hoy la humilde Oración de Miqueas, llena de confianza en Dios y con unos rasgos expresivos que describen a Dios como:

-el pastor que irá recogiendo a las ovejas de Israel, que andan perdidas por la maleza;
-el salvador que volverá a repetir lo que hizo en su día, liberando a su pueblo de la esclavitud de Egipto;
-el redentor de nuestros pecados, que "arrojará a lo hondo del mar nuestros delitos";
-el Dios del perdón y no del castigo, que "se complace en la misericordia" y que "volverá a compadecerse", como "juró a nuestros padres en tiempos remotos".

         Se trata, por tanto, de una auténtica amnistía, la que hoy se nos anuncia. El Salmo 102 de hoy, un hermoso canto a la misericordia de Dios, insiste en ello: "El Señor es compasivo y misericordioso, y no nos trata como merecen nuestros pecados". Se trata de un salmo que hoy podríamos rezar por nuestra cuenta, despacio y diciéndolo en 1ª persona, a ese Dios que nos invita a la conversión. Es una entrañable meditación cuaresmal y una buena preparación para nuestra confesión pascual.

         En cuaresma nos acordamos más de la bondad de Dios. E igual que Miqueas invita al pueblo a convertirse a Dios (porque es misericordioso, y los acogerá amablemente) también nosotros debemos volvernos hacia Dios, llenos de confianza en que él "arrojará nuestros pecados a lo hondo del mar".

José Aldazábal

b) Lc 15, 1-3.11-32

         La Parábola del Hijo Pródigo es de las que mejor conocemos y de las que más nos interpela, sobre todo en la cuaresma. Y hasta sus personajes nos resultan familiares. Analicémoslos.

         El padre aparece como persona liberal, que da márgenes de confianza a sus hijos y que perdona lo que haga falta. Se trata de un padre que, en esta parábola, sale 2 veces de su casa: la 1ª para acoger al hijo que vuelve (a la unión familiar) y la 2ª para tratar de convencer al hermano mayor (de que también entre en la comunión familiar).

         El hijo pequeño, bastante golfo, es el protagonista de una historia de ida y vuelta, que aprende las duras lecciones de la vida, y por los pelos sabe reaccionar. Pero es capaz de volver a la casa paterna.

         El hermano mayor es el que Jesús enfoca más expresamente, retratando en él a tantos que diariamente, y a través del trabajo, van enfriando el calor familiar, lo único importante para el padre (y no el trabajo, ni el mundo, ni nada más).

         Así, la parábola de Jesús nos pone ante una alternativa: ¿en cuál de las 3 figuras nos vemos reflejados?

         ¿Actuamos como el padre? Él respeta la decisión de su hijo, aunque seguramente no la entiende ni acepta. Y cuando le ve volver le hace fácil la entrada en casa. ¿Sabemos acoger al que vuelve? ¿Le damos un margen de confianza, le facilitamos la rehabilitación? ¿O le recordaremos siempre lo que ha hecho, pasándole factura de su fallo? El padre esgrimió, no la justicia o la necesidad de un castigo pedagógico, sino la misericordia. ¿Qué actitud adoptamos nosotros en nuestra relación con los demás?

         ¿Actuamos como el hijo pródigo? Tal vez en algún periodo de nuestra vida también nos hemos lanzado a la aventura, no tan extrema como la del joven de la parábola, pero sí aventura al fin y al cabo, desviados del camino que Dios nos pedía que siguiéramos.

         ¿O bien actuamos como el hermano mayor? Él no acepta que al pequeño se le perdone tan fácilmente. Tal vez tiene razón en querer dar una lección al aventurero. Pero Jesús contrapone su postura con la del padre, mucho más comprensivo. Jesús mismo actuó con los pecadores como lo hace el padre de la parábola, no como el hermano mayor. Éste es figura de una actitud farisaica. ¿Somos intransigentes, intolerantes? ¿Sabemos perdonar o nos dejamos llevar por la envidia y el rencor? ¿Miramos por encima del hombro a los pecadores, sintiéndonos nosotros justos?

         Cuando oímos hablar o hablamos del hijo pródigo, ¿nos acordamos sólo de los demás (de los pecadores), o nos incluimos a nosotros mismos en esa historia del bien y del mal, que también existen en nuestra vida?

         ¿Nos hemos puesto ya, en esta cuaresma, en actitud de conversión, de reconocimiento humilde de nuestras faltas y de confianza en la bondad de Dios, dispuestos a volver a él y serle más fieles desde ahora? ¿Sabemos pedir perdón? ¿Preparamos ya el sacramento de la reconciliación, que parece descrito detalladamente en esta parábola en sus etapas de arrepentimiento, confesión, perdón y fiesta?

         La cuaresma debería ser tiempo de abrazos y de reconciliaciones. No sólo porque nos sentimos perdonados por Dios, sino también porque nosotros mismos decidimos conceder la amnistía a alguna persona de la que estamos alejados.

José Aldazábal

*  *  *

         Hoy vemos la misericordia, la nota distintiva de Dios Padre, en el momento en que contemplamos una humanidad huérfana, porque desmemoriada no sabe que es hija de Dios. Cronin habla de un hijo que marchó de casa, malgastó dinero, salud, mancilló el honor de la familia y cayó en la cárcel. Nos recuerda aquel cuadro de Rembrandt en el que el hijo que regresa desvalido y hambriento, y es abrazado por un anciano con 2 manos diferentes: una de padre que le abraza fuerte; la otra de madre, afectuosa y dulce, le acaricia. Dios es padre y madre.

         "Padre, he pecado" (Lc 15, 21), queremos decir también nosotros, y sentir el abrazo de Dios en el Sacramento de la Penitencia, y participar en la fiesta de la eucaristía al estilo de "comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida" (Lc 15, 23-24).

         Así, ya que Dios nos espera ¡cada día! como aquel padre de la parábola (que esperaba a su hijo pródigo), recorramos nosotros el camino hacia el encuentro con el Padre, donde todo se aclara. Pues "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (Concilio Vaticano II).

         El protagonista es siempre el Padre. Que el desierto de la cuaresma nos lleve a interiorizar esta llamada a participar en la misericordia divina, ya que la vida es un ir regresando al Padre.

Llucia Pou

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         Este evangelio nos relata la parábola del padre que tenía 2 hijos: uno infiel a su amor y el otro aparentemente muy fiel. El hijo infiel decide marcharse y pide que se le entregue su herencia. Después de malgastarla y de pasar por muchas dificultades, quiso volver a casa de su padre. Este decidió recibirlo con alegría y trató de organizarle una fiesta. El hijo fiel, el que había permanecido en casa fiel a la obediencia, no pudo entender esa actitud de perdón y decidió automarginarse, amargado contra sí mismo, rabioso contra su hermano y resentido contra su mismo padre.

         La lección de la parábola era clara: Jesús quería aludir a la acogida que, en nombre del Padre celestial, él estaba dando a los pecadores, prostitutas y recolectores de impuestos. Jesús estaba ofreciendo perdón y dando acogida a los que no cumplían la ley. Con esto la oficialidad judía creía que se les quitaba el derecho de precedencia a ellos y a todos los cumplidores de la ley, que sí se molestaban por guardar todas las prescripciones legales.

         Jesús, que había experimentado la presencia de Dios Padre en sí mismo, sabía que su amor no discriminaba ni excluía a nadie. Los jefes judíos, en cambio, no incluían en el Reino a todos; los pecadores e impuros quedaban excluidos. Para Jesús el amor del Reino no tenía límites; puesto que nadie lo podía merecer; era gratuito. Dios Padre lo daba a quien él quería. Por lo mismo, necesariamente debía estar a merced del perdón y de la misericordia. Esto era lo que abría las puertas al Reino.

         Esta enseñanza de Jesús contrasta con nuestras actitudes. En muchas ocasiones nos volvemos obstáculo para que el perdón y el amor de Dios acaezca entre nosotros. Somos implacables en nuestros juicios, ponemos condiciones, nos consideramos la medida de lo demás, y lo que se aleja de esa medida creemos que no merece ser tenido en cuenta.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         La Parábola del Hijo Pródigo, o del Padre Pródigo, es demasiado extensa y rica en detalles como para comentarla de principio a fin. Me detendré en algunos aspectos que, en el momento presente, me parecen más significativos, sobre todo a la hora de responder a la crítica farisea de que Jesús acoge a los pecadores y come con ellos.

         No es la primera vez que los fariseos criticaban a Jesús, pues la habitual conducta de Jesús (curar enfermos, alimentar a las gentes, predicar el perdón...) era algo que a ellos les provocaba escándalo. Por eso murmuraban de él, casi sin atreverse a lanzarle una censura pública que significase un desafío en toda regla.

         Jesús responde hoy a todas esas murmuraciones, a través de una parábola que pone de manifiesto la bondad ilimitada de Dios Padre para con sus hijos, en una imagen entrañable y paternal que sólo Jesús podía ofrecer de Dios.

         El Padre de estos dos hijos permanece padre por siempre, sea cual sea el comportamiento de sus hijos. Porque uno de ellos, el pequeño, le pide la parte de la herencia que le corresponde, lo hace a destiempo y antes de convertirse en heredero por la muerte del testador. A pesar de todo, el padre condesciende y reparte los bienes entre sus hijos, en un gesto de extrema condescendencia y benignidad.

         La intención del hijo pequeño era manifiesta: marcharse de la casa paterna con su pequeña fortuna, quizás en busca de fortuna. ¿Quería sentirse libre? ¿Buscaba la libertad en la independencia o emancipación paterna? ¿Buscaba la felicidad en la sensación o experiencia de libertad?

         El padre no podía desconocer el error que cometía su hijo, pero aún así lo deja marchar. Y aunque conoce las muchas penalidades que va a tener que soportar fuera del hogar paterno, le deja libertad para decidir. La experiencia misma le enseñará los riesgos de una libertad mal orientada, y las penosas consecuencias esclavizantes de la misma.

         El hijo reúne todo lo suyo, o mejor, lo de su padre (pues de él lo ha recibido) y emigra a un país lejano, como si la lejanía de sus orígenes le fuera a reportar mayor libertad y mayor felicidad. Y allí derrochó sin tino toda su fortuna, viviendo en el más absoluto descontrol.

         Después de eso vendrá el hambre, la necesidad, la mendicidad, la guarda de los cerdos (él, judío, entre animales impuros) y las ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos. En fin, la miseria y la humillación. Más bajo no había podido caer. Pero estando en semejante situación de marginalidad y descrédito, empieza a recuperar su dignidad, y para ello le basta con dirigir su pensamiento a lo perdido, a lo dejado atrás, al hogar paterno.

         Este acto de memoria selectiva o de recapacitación le salva de la desesperación: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre! Ha escapado de su casa buscando nuevos aires, nuevas formas de vida, y ahora siente la necesidad imperiosa de volver a ella buscando el pan de los jornaleros. Porque no cree merecer otro tratamiento que el de un jornalero.

         Se siente realmente hijo indigno, y no espera ser recibido como hijo. En el fondo, desconoce la magnitud del corazón paterno, aunque el recuerdo de su padre le ha sugerido el retorno: Me pondré en camino, adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Su lugar de retorno está ahora donde está su Padre.

         Es a él al que tiene que expresarle su pesar y su pecado. Y porque no merece llamarse hijo suyo, espera ser tratado como uno de los jornaleros de la casa. La actitud del hijo es juiciosa (la reflexión le ha devuelto la sensatez), pero totalmente ignorante de los sentimientos que alberga el corazón de su padre, que cada mañana sale al camino con el deseo de ver retornar al hijo perdido.

         Y un día lo vio, cuando todavía estaba lejos lo vio y se conmovió. La conmoción es un movimiento de las entrañas que se agitan antes de que intervenga el control de la razón, y por eso vemos al Padre echando a correr, abrazarlo y besarlo con fruición. Y el hijo, seguramente desconcertado con aquella reacción, intentando formular su arrepentimiento: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.

         El padre, embargado por la emoción, y sin prestar atención a sus palabras, se dirige de inmediato a los criados para que le preparen el mejor traje, el anillo, las sandalias, y organiza una fiesta en honor del recién llegado porque siente que ha recuperado a un hijo ya muerto, o al menos perdido.

         También percibe que hay que devolverle su dignidad de hijo (de ahí lo del traje, el anillo y las sandalias), porque él no se siente tal y hay que hacérselo sentir de nuevo. Tiene que volver a sentirse hijo porque realmente lo es, porque nunca ha dejado de serlo para su padre, en cuya memoria ha permanecido siempre como hijo, quizá muerto, quizá perdido, pero hijo.

         Es importante, pues, hacérselo saber, y para ello nada mejor que celebrar el reencuentro o hallazgo entre padre e hijo, con una fiesta a la que se invita a todos los de la casa, sin excluir a nadie.

         Pero hay quien se auto-excluye, porque no siente con el padre a pesar de haber vivido tantos años en su compañía. Se trata del hijo mayor, que al enterarse de la vuelta de su hermano (o mejor, del hijo de su padre, porque él ya no le considera hermano suyo), se niega a recibirlo.

         Más aún, el hijo mayor se indigna por el incomprensible modo en que su hermano ha sido recibido de nuevo en la casa que abandonó con desprecio. Y el padre tiene que salir a la puerta (porque él se niega a entrar) para convencerlo de que se una a la fiesta, porque la vuelta de su hermano es un acontecimiento digno de ser celebrado.

         Pero el hijo mayor le responde con quejas que revelan una amargura interior y un distanciamiento inimaginable, en el que había permanecido al lado de su padre por tanto tiempo. Sin embargo, la cercanía física no era cercanía afectiva. También él estaba muy lejos de compartir los sentimientos de su padre. Aquel hijo se considera un intachable cumplidor de la ley. Su hoja de servicios es inmaculada: muchos años y sin desobedecer nunca una orden de su padre.

         Pero jamás ha recibido de él un cabrito para tener un banquete con sus amigos. Por comparación con su hermano (que se ha comido los bienes paternos con malas mujeres) se siente maltratado, y no debidamente recompensado. Y éste es el momento para espetarle lo que tenía guardado: la herida que aquejaba su corazón.

         Pero el padre le revela la inmensidad de su amor, y lo hace con una ternura y una delicadeza inigualables: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.

         La queja del hijo mayor, por tanto, es producto de un error de apreciación. No ha caído en la cuenta de que todos los bienes de su padre son suyos por el hecho de ser de su padre. Porque el padre no tiene nada para sí; todo lo que tiene lo tiene para sus hijos.

         Si el hijo mayor no ha llegado a tomar conciencia de esto es por la enorme distancia que le separa del padre a pesar de vivir en la misma casa y haber pasado tantos años bajo su obediencia. Pero eso no ha sido suficiente para entrar en comunión con él.

         De hecho, ahora no comparte con su padre la desbordante alegría que éste siente por el regreso de su hijo pequeño. Y debería alegrarse, porque el que ha vuelto es su hermano, que no ha dejado de serlo (aunque le parezca lo contrario) porque no ha dejado de ser hijo de su padre, ese hermano que estaba perdido, pero que han encontrado los dos, uno como hijo y otro como hermano.

         ¡Cuántos esfuerzos hizo aquel padre para ganarse el favor de su hijo en bien de su hermano! ¡Cuántos esfuerzos para lograr que el hermano mayor acogiese al pequeño! ¡Cuántos esfuerzos por mantener unida a la familia! La clave estaba en hacer que ambos comulgaran con sus propios sentimientos paternos. Pero teniendo esto tan al alcance de la mano, nos traicionan muchas veces nuestras desmedidas y extraviadas ansias de libertad que sólo una dolorosa frustración nos permite reorientar.

         Una de las conclusiones que se desprende de esta historia es que lo importante radica por encima de todo en no perder nunca la memoria (y la conciencia) de que tenemos Padre y de que este Padre, por mucho que nos hayamos alejado de él, nos estará esperando siempre.

         Más aún, que este Padre saldrá incluso a la puerta, a esa puerta que nos negamos a rebasar para persuadirnos con argumentos amorosos de la bondad de compartir con él su alegría. Sólo este recuerdo de lo perdido nos pondrá a salvo de la desesperación y hará posible el retorno salvador.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 02/03/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A