14 de Marzo

Jueves IV de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 14 marzo 2024

a) Ex 32, 7-14

         Al bajar de la Montaña del Sinaí, y tras hablar con Dios, Moisés encontró al pueblo en adoración perpetua ante una estatua de metal (un becerro). Se trata de la cruda realidad de todas las épocas y de todos los hombres: las cosas de la tierra. Por eso, nos dice el pasaje de hoy que alguien "encendió su ira contra ellos, y planificó exterminarlos". Pero no fue Moisés quien dijo eso, sino el propio Dios.

         En efecto, la ira de Dios tiene sus propias imágenes, y nos da de qué hablar. Pero sin olvidar que se trata de una manera de hablar, prestando a Dios sentimientos humanos para visibilizar, de alguna manera, las actitudes de Dios (en este caso, su rechazo total a cualquier pacto con el mal). Dios ha dignificado al hombre, lo ha defendido de los peligros, y ahora tiene que prevenirlo contra sí mismo, y ese becerro de chatarra que se ha construido y ante el que se inclina.

         Entonces, nos dice el pasaje, "Moisés tuvo que esforzarse en aplacar al Señor". Admirable actitud de Moisés, que no se desentiende de sus trastornados hermanos sino que ruega por ellos, incluso por "ese pueblo idólatra".

         Entonces, el Señor cambió de opinión y "no amenazó más a su pueblo", en otra demostración de atribuir a Dios sentimientos humanos. No obstante, ése es el poder de la oración, capaz de hacer que Dios "deje de" y "cambie de". Es la Plegaria de Moisés, que ha sido capaz de producir dicho resultado. ¿Cómo puedes tú, Señor, conceder tanta importancia a nuestras pobres plegarias humanas?

Noel Quesson

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         En la 1ª lectura de hoy Moisés intercede ante Dios (que quiere castigar a su pueblo, por haber sido infiel a la Alianza) y obtiene el perdón de Dios. En efecto, Dios es misericordioso y fiel, y perdona la infidelidad de su pueblo ante la intercesión de Moisés. Pues "en su gran misericordia, manifiesta Dios la forma máxima de su omnipotencia", explica Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica, II, II, 30, 4). Casiano, por su parte, explica que la misericordia de Dios perdona y mueve a conversión:

"En ocasiones, Dios no desdeña visitarnos con su gracia, a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro corazón. Tampoco tiene a menos hacer nacer en nosotros abundancia de pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga con clemencia. Más aún, su gracia se difunde en nuestros corazones para que ese toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que nos paraliza" (Colaciones, 4).

         San Gregorio Magno ensalza también esta misericordia de Dios, al exclamar: "¡Qué grande es la misericordia de nuestro Creador! No somos ni siquiera siervos dignos, pero él nos llama amigos. ¡Qué grande es la dignidad del hombre que es amigo de Dios!" (Homilías sobre los Evangelios, XXVII). Pues "la suprema misericordia no nos abandona, ni siquiera cuando la abandonamos" (Homilías sobre los Evangelios, XXXVI).

         El pueblo hebreo pecó adorando a un becerro. La historia de Israel es la historia de su infidelidad a la Alianza. Pero Moisés intercede y Dios, rico en misericordia, vuelve a perdonar. El Señor es fiel para siempre. Como proclama el Salmo 105 de hoy:

"En Horeb se hicieron un becerro, adoraron un ídolo de fundición; cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba. Se olvidaron de Dios, su salvador, que había hecho prodigios en Egipto, maravillas en el país de Cam, portentos en el Mar Rojo. Dios hablaba de aniquilarlos; pero Moisés, su elegido, se puso en la brecha frente a él, para apartar su cólera del exterminio. Acuérdate de nosotros por amor a tu pueblo".

Manuel Garrido

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         El diálogo entre Dios y Moisés es entrañable, pero tiene lugar mientras el pueblo hebreo se ha fabricado un becerro de oro y se ha puesto a adorarlo como si fuera un dios (pecado que describe muy bien el salmo de hoy). Entonces, Yahveh le comenta a Moisés lo que está sucediendo, y le dice que "se ha pervertido tu pueblo", que dicho pueblo es "un pueblo de dura cerviz" y que le dé permiso para una cosa: "Deja que mi ira se encienda contra ellos".

         Moisés se alerta ante lo ocurrido y, cuando lo comprueba por sus propios ojos, trata de dar la vuelta a la situación: "¿Por qué se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto?". Así, pues, Moisés devuelve la pelota a Dios: no es mi pueblo (de Moisés) sino el tuyo (de Dios).

         El 1º argumento de Moisés es, sin duda, audaz, pero necesita de algún otro argumento, si quiere aplacar a Yahveh. Por eso, le recuerda su amistad con los grandes patriarcas, y en nombre suyo (de ellos) le pide que perdone a su descendencia. Pues de lo contrario, continúa Moisés, "se reirán los egipcios si ahora este pueblo muere en el desierto".

         Sin duda, Moisés ha trazado una trampa a Dios, y por eso Dios le contesta con la misma moneda, y una nueva trampa: "De ti haré un gran pueblo, pero a este pueblo lo destruiré". Moisés no cae en la tentación, y pasa directamente a defender al pueblo (que está dando cabezazos a un becerro). Hoy no aparece en el pasaje bíblico, pero más adelante le dirá Moisés a Dios que "si no salvas al pueblo, me borres también a mí del libro de la vida". Y el autor bíblico concluye: "Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo".

         La 1ª lectura nos interpela en una dirección interesante. ¿Se puede decir que nosotros tomamos ante Dios la actitud de Moisés en defensa del pueblo, de esta sociedad o de esta Iglesia concreta, de nuestra comunidad, de nuestra familia o de nuestros jóvenes? ¿Intercedemos con gusto en nuestra oración por nuestra generación, por pecadora que nos parezca? Recordemos la postura de Moisés: mientras rezaba a Dios con los brazos en alto, su pueblo llevaba las de ganar en sus batallas.

         En la oración colecta de la misa de hoy presentamos a Dios las carencias y los problemas de nuestro mundo. Lo deberíamos hacer con convicción y con amor. Amamos a Dios y su causa, y por eso nos duele la situación de increencia del mundo de hoy. Pero a la vez amamos a nuestros hermanos de todo el mundo y nos preocupamos de su bien. Como Moisés, que sufría por los fallos de su pueblo, pero a la vez lo defendía y se entregaba por su bien.

José Aldazábal

b) Jn 5, 31-47

         Nos encontramos hoy con el comentario de Jesús después del milagro de la Piscina de Betesda y de la reacción de sus enemigos, en el que Jesús reprocha a sus contemporáneos no haber escuchado realmente a Moisés. Les echa en cara que no quieren ver lo evidente. Porque hay testimonios muy válidos a su favor: el Bautista, que le presentó como el que había de venir las obras que hace el mismo Jesús y que no pueden tener otra explicación sino que es el enviado de Dios; y también las Escrituras, y en concreto Moisés, que había anunciado la venida de un profeta de Dios.

         Pero ya se ve que los judíos no están dispuestos a aceptar este testimonio, ni que Jesús diga "Yo he venido en nombre de mi Padre", ni que a ellos les diga "os conozco, y sé que el amor de Dios no está en vosotros". Es apremiante, por tanto, el ejemplo de Jesús, en su camino a la Pascua. A pesar de la oposición de las personas que acabarán llevándole a la muerte, él será el nuevo Moisés, que se sacrifica hasta el final por la humanidad.

         Ciertamente nosotros somos de los que sí han acogido a Jesús y han sabido interpretar justamente sus obras. Por eso creemos en él y le seguimos en nuestra vida, a pesar de nuestras debilidades. Además en el camino de esta cuaresma reavivamos esta fe y queremos profundizar en su seguimiento, imitándole en su entrega total por el pueblo.

         El evangelio de Juan resume, al final, su propósito: "Estas señales han sido escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20, 31). Se trata de aceptar a Cristo, para tener parte con él en la vida.

José Aldazábal

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         "Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es válido". Pero "hay alguien que da testimonio de mí, y ese testimonio sí es válido". El testimonio que una persona da a su favor puede ser interesado. Normalmente lo es. Por eso no es válido en un proceso. Por eso, ahora, Jesús va a aducir 3 testimonios en favor suyo. No va a apoyarse en el suyo propio, pues sabe que tiene a su favor otros testigos irrecusables, que demostrarán la legitimidad de su postura.

         En 1º lugar, "Juan ha dado testimonio de mí". Aduce Jesús, en 1º lugar, al testimonio del Bautista. Todo lo que Juan negaba ser, lo afirmaba de Jesús: la luz, el Mesías, el profeta, el más fuerte, el preexistente, de quien no era digno de desatar la correa de su sandalia.

         En realidad, Jesús no necesitaba el testimonio del Bautista, pues su testimonio iba destinado a otros, para que creyeran en Jesús. Él no era la luz, sino una lámpara, y esa era la diferencia entre Jesús y Juan (la que existe entre la luz como tal, y una lámpara). Sin embargo, los judíos preferían lo secundario (la lámpara) a lo primario (la luz), así como el testigo (Juan) en lugar de lo testimoniado por él (que era Jesús).

         En 2º lugar, "las obras que yo hago, esas dan testimonio de mí". Testimonio mayor que el de Juan lo constituyen las obras mismas de Jesús. En estas obras, con su carácter significativo de signos, se fija particularmente el evangelio de Juan. Los signos fueron hechos "para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20, 30-31).

         Todo el que reconozca que Dios es Padre, tiene que reconocer que las obras de Jesús, que como las del Padre, comunican vida al hombre, son de Dios (Jn 5, 17-21). Jesús está apelando implícitamente a un rasgo claramente expresado en el AT, que descubre la solicitud de Dios por su pueblo, especialmente por los débiles.

         Y en 3º lugar "el mismo Padre de testimonio de mí". Jesús les reprocha que nunca han escuchado el mensaje de amor que Dios les proponía. Por eso en Caná faltaba el vino. Dios había querido dar vino de amor a su pueblo, pero había sido sofocado por la institución judía, encarnada en la ley, a la cual daban valor absoluto.

         Se enfrentan aquí 2 concepciones de Dios: el Dios de Jesús (el Padre que ama al hombre y se manifiesta, dándole vida y libertad) y el Dios de los dirigentes (el Dios soberano, que impone y mantiene un orden jurídico, prescindiendo del bien concreto del hombre).

         Por eso Jesús no para de afirmar que ellos no conocen en absoluto al Padre, que el Dios que ellos propagan no es el verdadero, y que el mismo mensaje de la Alianza hizo al hebreo un pueblo libre, liberado de la esclavitud. Pero los dirigentes actuales, dice Jesús, han olvidado (o no han llegado a conocer, o no han querido conocer) esa imagen dada por el mismo Dios, y se han fabricado la suya propia.

         Por eso, les dice Jesús: "Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, y no queréis venir a mí para tener vida". Tampoco hacen caso de las Escrituras porque su modo de leerlas es equivocado. Piensan que van a encontrar en ellas lo que no contiene: la vida definitiva. Han dado un valor absoluto a la Escritura y la han convertido en un todo completo y cerrado, en lugar de ver en ellas, una promesa y una esperanza.

         El verdadero papel de la Escritura, por tanto, era el mismo de Juan Bautista: dar testimonio preparatorio a la llegada del Mesías. Pero ellos no hacen caso de ese testimonio porque su clave de lectura es falsa (manera falsa de leer el AT).

         "Os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros". Les asegura Jesús, nada menos, que les falta el "amor de Dios": amor a Dios y amor de Dios. Y que carecen de aquella apertura fundamental a Dios que es imprescindible en el amor; por eso les falta también la capacidad de acercarse a Jesús y reconocerlo como enviado de Dios. Y si no se admite al enviado de Dios ¿qué ocurre?

         Ocurre lo que está ocurriendo en nuestro tiempo: que existe el gran peligro de aceptar sin crítica alguna a muchos otros que llegan en su propio nombre y ponen siempre por delante sus grandes exigencias personales, a pesar de lo cual se les sigue con gran fidelidad.

Frederic Raurell

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         La situación se concibe figuradamente como un litigio en que Jesús, frente a un adversario, tiene que probar la validez de su causa (v.31). Jesús ha declarado que su actitud en favor del hombre es la única norma de conducta establecida por Dios, el único criterio para distinguir entre bien y mal. El adversario implícito es, pues, la ley, que, según la opinión de todos, tenía a su favor el testimonio de Dios.

         Toca a Jesús, pues, aducir testimonios que corroboren su pretensión. Como lo que se discute es quién goza de autoridad divina (Jesús o la ley) sólo Dios mismo puede dirimir la cuestión; por eso Jesús no acepta testimonios humanos, ni siquiera el de Juan (vv.32-34).

         El argumento único y decisivo de su misión divina es su propia actividad; Jesús no emplea dialéctica, aduce obras (Jn 5, 17). Dios da testimonio en favor de Jesús a través de las obras que éste realiza. Quien conciba a Dios como dador de vida (Padre) tiene que concluir que las obras de Jesús, que efectúan el bien concreto del hombre comunicándole vida, son de Dios (Is 1,17; 58,6; 61,1; Jr 21,11; 22,15; Ex 34,2-4; Sal 72,4.12-14).

         Jesús ataca a los dirigentes, pretendidos depositarios de la auténtica tradición, que se han endurecido desde antiguo ("nunca"): han desobedecido a Dios, no han conservado su alianza y han dejado perder el mensaje de justicia y amor que ésta pretendía comunicar y que había sido renovado por los profetas.

         Se encuentra aquí 2 concepciones de Dios opuestas: el Padre, que ama al hombre y lo muestra dándole vida y libertad; el Dios de los dirigentes, el Sobe­rano que impone un orden jurídico prescindiendo del bien concreto del hombre (vv.37-38).

         El papel de la antigua Escritura, de la cual es parte la ley que ellos han absolutizado, es ser promesa y anuncio de la realidad que se verifica en Jesús. Considerarlas como fuente de vida en sí mismas, suprimiendo su relación esencial al futuro, impide comprender su verdadero sentido (vv.39-40).

         Pero hay también una 2ª invectiva: los dirigentes buscan su riqueza y prestigio (gloria humana), y esto los hace explotadores; no buscan el amor (gloria que viene de Dios). Los que se dicen representantes de Dios carecen de la única credencial que les permitirá afirmarlo (vv.41-42). Aceptarían a uno que fuese como ellos (v.43). Quienes no conocen el amor al hombre no pueden dar la adhesión a Jesús (v.44). Moisés, realizador del éxodo, adquiere su pleno significado como figura que anunciaba la actividad liberadora de Jesús (vv.45-47).

Juan Mateos

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         Uno de los problemas que enfrenta el evangelio de Juan es el de la autoridad de Jesús. Jesús mismo la fundamenta en su unión con el Padre, unión que lo lleva a obrar en conformidad con su voluntad divina. La autoridad de Jesús no está sólo en sus palabras, está en sus obras. Si éstas se leen a la luz de la Palabra de Dios, son divinas. Y si la Palabra de Dios se interpreta desde sus obras, éstas hablan de las mismas y les dan razón.

         Jesús da un giro a la hermenéutica que hace el grupo judío: Los judíos no pueden seguir teniendo como único referente las solas Escrituras. Estas sirven si iluminan la realidad y si se dejan cuestionar por la misma. Reorientando la interpretación de las Escrituras, podría el judaísmo comprender realmente las palabras y hechos de Jesús.

         Jesús nos descubre la trampa de una lectura bíblica descontextualizada, ajena a la realidad del momento y ajena a la situación concreta del sujeto y hace un cuestionamiento básico. Además, con sólo el estudio descarnado de las Escrituras nadie llegará a comprender la persona de Jesús. Es el caso que hoy nos explica Jesús, que recuerda que no sólo un testimonio es necesario (la Palabra), sino todos los posibles (las obras, el Bautista, tanto el NT como el AT...).

         Hoy se hace una referencia grande y profunda a Moisés en el evangelio. Figura excepcional para el pueblo judío: fundador, liberador, líder, guía, legislador. Este personaje tiene una influencia y autoridad extraordinaria. Así como Moisés está al inicio de la experiencia de la ley del pueblo, Moisés está al lado de la nueva experiencia de libertad que propone Jesús, con su palabra, de parte del Padre.

         Hay un nuevo pueblo que nace, hay una nueva ley que proponer, hay una nueva experiencia. Jesús, como buen israelita, conoce la importancia de Moisés, sabe de su autoridad, y entronca, une, la propuesta que tiene de parte de Dios, a la que ya el pueblo conoce. De cara a este legislador del pueblo Jesús evalúa a las autoridades y representantes sociales; será Moisés quien los juzgue.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El evangelista nos presenta hoy el debate que mantenían los judíos a propósito de los signos de credibilidad que acompañaban a Jesús. La predicación de Jesús era ya en sí misma un testimonio a favor de Jesús y de su misión en el mundo como enviado del Padre. Pero este testimonio podía encontrar la aceptación, la indiferencia o incluso el rechazo (con tintes de confrontación).

         Los relatos evangélicos ponen de relieve la existencia de todas estas posturas en relación con el mensaje y persona de Jesús. No obstante, la actitud de Jesús frente a la incredulidad (como revela el pasaje evangélico de hoy) nunca fue la de desprecio, sino la del diálogo con aquellos que se resistían a dar crédito a su testimonio.

         Refiriéndose a este testimonio, Jesús razona con sus adversarios: Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es válido. Hay otro que da testimonio de mí y sé que es válido el testimonio que da de mí.

         En el ámbito social en el que Jesús se desenvolvía, un testimonio adquiría validez jurídica sólo si era refrendado por el testimonio de otros testigos. Esto explica que Jesús, en su argumentación, intente mostrar la existencia de otros testigos que vienen a avalar su propio testimonio. Hay otro, dice Jesús, que da testimonio de mí.

         Pero ese otro no deja de ser un testigo invisible, su Padre Dios. Por eso recurre al testimonio de Juan el Bautista, el que lo había señalado como Mesías. Por eso recurre al testimonio de las Escrituras, que aquellos judíos leían con tanta veneración, pensando encontrar en ellas vida eterna.

         Por eso recurre también al testimonio de Moisés, autor parcial de esas Escrituras, que había escrito de él. E incluso al testimonio de sus obras, que eran las obras que el Padre le había concedido realizar. Pues si el Padre era invisible, las obras salidas de sus manos no lo eran; y esas obras, por su carácter sobrenatural, daban testimonio de él como enviado del Padre.

         Hablando del testimonio de Juan el Bautista, un testigo verídico, un testigo de la verdad, dirá Jesús: No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz. Juan era un hombre estimado por muchos judíos, alguien al que muchos vieron como una lámpara de cuya luz se podía gozar.

         Jesús recurre al testimonio que Juan dio de él, cuando los judíos enviaron emisarios para obtener información del Bautista acerca del maestro de Nazaret, para facilitar la fe de sus oyentes. Pero el testimonio de Juan no deja de ser el testimonio de un hombre. Hay otro testimonio, añade Jesús, que es mayor que el de Juan.

         Se trata del testimonio, ya mencionado, de las obras que el Padre le ha concedido realizar: obras milagrosas, extraordinarias, visibles, testificables; obras anunciadas proféticamente y fácilmente comprobables. Y por eso les dice: Id a decirle a Juan lo que estáis viendo y oyendo. Los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los leprosos quedan limpios, y a los pobres se les anuncia la buena noticia. Estas obras maravillosas daban testimonio del poder que Dios le había concedido para llevarlas a cabo.

         Siendo un testigo invisible, el Padre Dios da testimonio de Cristo, su enviado, en las obras que éste realiza en cuanto enviado de Dios. Es esta convicción la que le lleva a decir: Nunca habéis escuchado su voz (como Moisés), ni visto su semblante (el rostro de Dios permanece invisible a los ojos humanos), y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no le creéis. No creer al enviado de Dios es no prestar atención ni dar crédito a su palabra. No creer en Jesús equivale a no creer en Dios, dado que él es su Palabra encarnada.

         Los judíos con los que Jesús polemiza apreciaban y estudiaban las Escrituras, y buscaban en ellas vida más allá de esta vida, vida eterna. Pues bien, sobre ello les dice Jesús: Ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida! Las Escrituras son un testimonio permanente a favor de Jesús y de su mesianismo. Para advertirlo basta con leerlas con detenimiento y profundidad, aplicando la clave interpretativa que él mismo nos ofrece o proyectando la luz que nos viene de él.

         Este es el momento en que Jesús aprovecha para echarles en cara su dureza de corazón o su ceguera: Os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibisteis, y si otro viene en nombre propio, a ése sí lo recibiréis. Vosotros aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios.

         No es inusual que el prestigio o renombre adquirido por algunas personas confiera una gran autoridad a sus opiniones, aunque éstas no estén en absoluto fundadas. Pero la autoridad conquistada acaba imponiéndonos tales opiniones como verdades incuestionables. A veces hablan en nombre propio, no en nombre de una tradición científica, ni en nombre de una ciencia probada.

         Tales opiniones personales son multitudinariamente recibidas por la autoridad que les confiere el nombre de quien las expresa. Pero puede que no tengan poco que ver con aquella investigación con la que se han ganado ese renombre. Hay actos sociales que revisten de brillo (resp. gloria) la intervención de ciertas personas.

         Es la gloria humana que nos damos unos a otros; y entre tanta vanagloria, puede que se haya perdido la búsqueda de la gloria que viene de Dios. Cuando no se busca la gloria de Dios, es decir, dar gloria a Dios con nuestras obras, se acaba buscando la gloria de los hombres, esto es, recibir gloria (aprobación, aplausos, parabienes, premios...) de los hombres.

         Pero no soy yo (dice Jesús) el que os va a acusar ante el Padre (de nuevo la comparecencia del juicio de Dios), sino que hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis palabras?

         El mismo Moisés, cuya autoridad era indiscutible para aquellos judíos, será quien les acuse por no haber creído a aquel de quien él ha dado testimonio en sus escritos. Jesús se remite, por tanto, al mismo Moisés como testigo en su favor. Bastaría con dar fe a los escritos de Moisés para dar fe a sus palabras.

         Estos son los testigos invocados por Jesús: uno contemporáneo y precursor (Juan el Bautista, con sus palabras), otro antiguo (Moisés, con sus escritos sagrados), y el principal de todos (su Padre Dios, con las obras que le ha concedido realizar). Jesús quiere que nos fijemos en tales testimonios para reafirmar nuestra fe en él.

         Para nosotros estos testimonios se reducen a uno, al testimonio de Dios plasmado en las Sagradas Escrituras, que son también las que atestiguan el valor y la fuerza de esas obras que tanto impresionaron a sus contemporáneos. Sólo el asombro suscitado por estas obras mantendrá viva y fresca nuestra fe en Jesús como Hijo de Dios.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 14/03/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A