22 de Febrero

Jueves I de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 22 febrero 2024

a) Est 4, 17-19

         Preparada por el ayuno, la judía y reina Ester se entrega en el pasaje de hoy, con sus sirvientas, a una plegaria insistente. Se trata de una plegaria de total apertura a Dios, en la que su conciencia (sobre la explotación real persa a los judíos, sus hermanos) y facultades (su belleza y posición de prestigio, como reina de Persia) son puestas en manos de Dios, y se dejan iluminar por él.

         En efecto, la inminencia del gran peligro, así como el reconocimiento de su propia flaqueza, despiertan en la reina una ferviente súplica a Dios, y un intenso deseo de quedar inundada por su presencia, su ayuda y su perdón.

         La plegaria de Ester se halla totalmente impregnada de la confianza en Dios. Y en sus momentos de desgracia, y de peligro para su pueblo de sangre, pide a Dios que se muestre salvador, y defienda a los judíos frente ante los opresores (su propio marido y rey de Persia, Jerjes I). Ya que él ha escogido a Israel por heredad, y ahora (en pleno destierro en Persia, tras la deportación del 589 a.C) no lo puede dejar sucumbir.

         La plegaria de Ester es vivida desde el fondo de su corazón, y se muestra dispuesta a la acción más comprometida y eficaz, que pueda ayudar a Dios a llevar a cabo sus planes. Pero ella sabe que dicha plegaria le ha de transformar a ella en 1º lugar, mediante una consagración y dedicación sagrada. Y para ello ve necesario sobrepasar las inercias y rutinas de su mente, salir del círculo obsesivo de sus propios proyectos, y sintonizar armónicamente con el tono de Dios. Por otro lado, la plegaria de Ester es penitencial, y su forma de expresarse está despojada de todo elemento superficial (v.2).

         La forma literaria más bella de esta plegaria se conserva en su versión antigua, mucho más que la modificación griega de los LXX. En ella, Ester tiene necesidad de expresar a Dios todo lo que ella sabe que él sabe, y por eso empieza exponiendo su situación: sola ante el único, y dispuesta a dar su vida (vv.3-4).

         Recuerda así Ester las gestas de Dios en favor del pueblo, y también reconoce el justo castigo de Dios. Pero la total exterminación del pueblo elegido sería un triunfo de los falsos ídolos, y por eso pide a Dios que no cierre la boca de quienes lo alaban (vv.5-11): "Pon en mis labios un discurso acertado" (vv.12-13).

         Finalmente, apela Ester a la omnisciencia divina, que conoce su inocencia (vv.14-19) y que la dotará de valentía y profundidad para superar cualquier temor, a la hora de reclamar al rey de Persia una condonación de la deuda judía. La actividad de la plegaria, vivida intensamente, engendra en Ester confianza y valor.

Basili Girbau

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         Es admirable la oración que la 1ª lectura de hoy pone en boca de la reina Ester, dentro de un libro (el Libro de Ester) escrito con una intención religiosa muy concreta: animar a los judíos a tener confianza en Dios, porque él siempre está dispuesto a ayudarlos y librarlos del mal.

         Ester es una muchacha judía que ha logrado pertenecer al grupo de esposas del rey de Persia (Jerjes I), y que ahora está temblando porque su pueblo (y ella misma, por tanto) corre peligro de desaparecer físicamente, víctima de las intrigas de los ministros del rey. Por ello, la reina (Ester) toma la atrevida decisión de presentarse ante el rey sin haber sido llamada, fiándose no de sus fuerzas sino de la voluntad de Dios.

         En su oración de invocación a Dios, antes de cometer tal actuación, reconoce Ester ante todo la grandeza de Dios, y su cercanía para con el pueblo elegido. Reconoce también que "hemos pecado contra ti" y hemos "dado culto a otros dioses". Y le pide que, una vez más, que les siga protegiendo. Se trata de una oración humilde y confiada, que resultó eficaz porque el rey persa accedió a su petición, el pueblo judío se salvó de la esclavización, y el ministro enemigo (no sin cierta dosis de astucia, por parte de Ester y los suyos) pagó su ambición con la vida.

         La oración de Ester fue escuchada, lo que nos hace pensar que, aunque a veces no se nos conceda exactamente lo que pedimos (ni tal como nosotros lo pedimos), nuestra oración tiene otra clase de eficacia. Como decía san Agustín, "si tu oración no es escuchada, es porque no pides como debes, o porque pides lo que no debes". O como sucede a todo padre, éste no concede siempre a su hijo todo lo que pide, porque puede que eso no le convenga. Aunque no lo dudemos: siempre nos escucha Dios, y siempre y nos concede lo mejor.

         Así, nuestra oración no debe ser la 1ª palabra sino la 2ª, en respuesta a la oferta de Dios, que es la 1ª palabra y que se adelanta a buscar nuestro bien, más que nosotros mismos. Cuando nosotros pedimos algo a Dios, estamos diciéndole algo que él ya sabía, estamos pronunciando lo que él aprecia más que nosotros con su corazón de Padre. Pero nuestra oración es en ese mismo momento eficaz, porque nos hemos puesto en sintonía con Dios y nos hemos identificado con su voluntad, y su deseo de salvación para todos. De alguna manera, además, nos comprometemos a trabajar en lo mismo que pedimos.

José Aldazábal

b) Mt 7, 7-12

         En el evangelio de hoy, Jesús nos invita a la oración: "Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá" (Mt 7, 7). Estas palabras de Jesús son sumamente preciosas, porque expresan la relación entre Dios y el hombre y responden a un problema fundamental de toda la historia de las religiones y de nuestra vida personal.

         Pero ¿es justo y bueno pedir algo a Dios? ¿O es quizás la alabanza, la adoración y la acción de gracias una oración desinteresada, y la única respuesta adecuada a la trascendencia y a la majestad de Dios? ¿No nos apoyamos acaso en una idea primitiva de Dios y del hombre cuando nos dirigimos a Dios, Señor del Universo, para pedirle mercedes?

         Jesús ignora este temor. No enseña una religión elitista, exquisitamente desinteresada; es diferente la idea de Dios que nos transmite Jesús: su Dios se halla muy cerca del hombre; es un Dios bueno y poderoso. La religión de Jesús es muy humana, muy sencilla; es la religión de los humildes: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos" (Mt 11, 15).

         Los pequeñuelos, aquellos que tienen necesidad del auxilio de Dios y así lo reconocen, comprenden la verdad mucho mejor que los discretos, que, al rechazar la oración de petición y admitir únicamente la alabanza desinteresada de Dios, se fundan de hecho en una autosuficiencia que no corresponde a la condición indigente del hombre, tal como ésta se expresa en las palabras de Ester: "Ven en mi ayuda".

         En el contexto de nuestra concepción moderna del mundo, estos problemas que plantean los "sabios y discretos" parecen muy bien fundados. El curso de la naturaleza se rige por las leyes naturales creadas por Dios.

         Dios no se deja llevar del capricho, y si tales leyes existen, ¿cómo podemos esperar que Dios responda a las necesidades cotidianas de nuestro vivir? Pero, por otra parte, si Dios no actúa, si Dios no tiene poder sobre las circunstancias concretas de nuestra existencia, ¿cómo puede llamarse Dios? Y si Dios es amor, ¿no encontrará el amor posibilidad de responder a la esperanza del amante?

         Si Dios es amor y no fuera capaz de ayudarnos en nuestra vida concreta, entonces no sería el amor el poder supremo del mundo; el amor no estaría en armonía con la verdad. Pero si no es el amor la más elevada potencia, ¿quién es o quién tiene el poder supremo? Y si el amor y la verdad se oponen entre sí, ¿qué debemos hacer: seguir al amor contra la verdad o seguir a la verdad contra el amor? Estos problemas existen ciertamente, y acompañan la historia del pensamiento humano.

         Pero vuelvo a repetir, con Jesús: "Pedid y se os dará". Porque se trata de las palabras más sencillas posibles, con las que Jesús responde a las cuestiones más profundas del pensamiento humano, viniendo a decirnos que:

         1º Dios es poder, supremo poder; y este poder absoluto, que tiene al universo en sus manos, es también bondad. Poder y bondad, que en este mundo se hallan tantas veces separados, son idénticos en la raíz última del ser. Si preguntamos ¿De dónde viene el ser?, podemos responder sin vacilar: viene de un inmenso Poder, o también (pensando en la estructura matemática del ser) de una Razón poderosa y creadora.

         Así, apoyándonos en las palabras de Jesús, podemos añadir: este poder absoluto, esta razón suprema es, al mismo tiempo, bondad pura y fuente de toda nuestra confianza. Sin esta fe en Dios creador del cielo y de la tierra, la cristología quedaría irremediablemente truncada; un redentor despojado de poder, un redentor distinto del Creador, no sería capaz de redimirnos verdaderamente. Y por esta razón, alabamos la inmensa gloria de Dios. Petición y alabanza son inseparables; la oración es el reconocimiento concreto del poder inmenso de Dios y de su gloria.

         2º Dios puede escuchar y hablar; en una palabra: Dios es persona. En el interior de la tradición cristiana, es ésta una afirmación muy clara; pero una determinada corriente de la historia de las religiones se opone a esta idea y se deja sentir como una tentación cada vez más fuerte para el mundo occidental. Me refiero a las religiones que provienen de la tradición hinduista y budista y al fenómeno de la gnosis, que separa creación y redención.

         Hoy asistimos a un renacimiento de la gnosis, que representa seguramente el reto más sombrío que se le plantea a la espiritualidad y a la pastoral de la Iglesia. Porque la gnosis permite conservar los términos y gestos venerables de la religión, el perfume de la religión, prescindiendo por completo de la fe.

Joseph Ratzinger

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          En cualquier lugar del mundo, y muy dentro del corazón, las gentes oran. En cualquier lugar del mundo, y muy dentro del corazón, las gentes piden. Hay diversos modos de oración que coexisten en los cristianos y que pueden ser practicados de forma explícita en función de la vocación concreta de cada persona: la adoración, la contemplación, la acción de gracias y también la petición. A veces confundimos orar con pedir a Dios, pero qué duda cabe que pedir es una manera excelente de oración.

         La mayoría de las oraciones que hace la mayoría de la gente son oraciones de petición. Muchas de las personas que se arremolinaban en torno a Jesús pedían: "Señor, que vea; Señor, que oiga; Señor, que mi criado enfermo se cure". Son oraciones que solicitaban una gracia particular y presuponen una fe. No una fe general en Dios sino una fe consciente de que Dios bueno y providente puede venir a mi encuentro en una situación difícil.

         Así uno puede pedir una gracia para sí mismo, para un enfermo, para encontrar trabajo, por la paz de la familia, por la curación de los enfermos... Es una oración para ayudarme ahora, en este momento. Porque Dios es Padre de todos y cuida personalmente de sus hijos y en todo momento, en este también, puede concederme lo que le pido.

         Es, pues, legítimo pedirle a Dios un huevo o un pescado, como dice el evangelio; es decir, presentarle nuestros concretos deseos y aspiraciones. Siempre sabemos que nos responderá, si no con lo que le hemos pedido, sí con Espíritu Santo, que es el mayor don que de él podemos recibir.

Patricio García

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         Originalmente, y en el contexto de Lc 11, 9-13, la enseñanza que hoy escuchamos estaba destinada a parafrasear la cuarta petición del Padrenuestro: "El pan nuestro de cada día dánosle hoy" (Mt 6, 11). Este tema del pan se repite, en efecto, en el v. 9 de nuestro pasaje, y se encuentra igualmente en la Parábola del amigo Inoportuno (Lc 11, 5-8), que Mateo no ha reproducido.

         Si estos versículos insisten sobre la perseverancia en la oración, no lo hace, por tanto, para presentar una técnica de la oración incesante, sino simplemente para afirmar la benevolencia de Dios y la certeza de que siempre hay lugar en él para la ternura. No debe, pues, perderse de vista que estos versículos describen más bien la bondad del donante que la persistencia del demandante.

         Estos versículos ponen, pues, de manifiesto el optimismo del concepto cristiano de la oración: esta es escuchada a poco que el peticionario sea perseverante, pero, sobre todo, porque Dios es bueno. Un elemento importante le falta, sin embargo, a esta doctrina: la eficacia de la oración deriva, ante todo, de la mediación de Cristo. En este sentido, la enseñanza de Jn 16, 23-26, que puede considerarse inspirada por nuestros versículos, va mucho más lejos y sitúa precisamente en el corazón de la oración cristiana la intercesión única del Señor.

Maertens-Frisque

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         No olvidemos que la perícopa del evangelio de hoy pertenece al Sermón de las Bienaventuranzas. Y el contexto del más famoso sermón de Jesús es el de la misericordia y el perdón. Jesús bien sabe que sin esto no es posible una humanidad nueva y una sociedad alternativa.

         Cuando Jesús habla que el Padre está dispuesto a concedernos todo lo que le pidamos, está hablando dentro de este contexto de la misericordia. Él sabe lo difícil que es para el ser humano perdonar. La carga de egoísmo que arrastramos, cuando no nos lo impide, al menos nos lo dificulta. Lo importante en nuestro caso es que, a semejanza de otras enfermedades, reconozcamos que hemos perdido la capacidad de perdón y de la misericordia. Este será el primer paso para encontrar remedio.

         El 2º paso es el que propone aquí Jesús: pedirle al Padre que nos dé esta capacidad, tan indispensable para poder ser miembros verdaderos de su Reino. Jesús nos asegura que si le pedimos al Padre un corazón nuevo, nos lo dará. Lo que queda claro en el contexto de esta oración es que si pedimos de manera egoísta y buscamos que Dios nos conceda bienes o nos saque de apuros, sin estar comprometidos con la práctica de la justicia, nos pareceremos a cualquier pedigüeño sin fe.

         No temamos pedirle al Padre nos dé el don de la misericordia, o la capacidad de perdonar y amar a quien en algún momento sea nuestro enemigo. Pedirle esto a Dios Padre es pedirle la capacidad de hacer posible la justicia que su Hijo vino a anunciarnos. Lo que demostramos a diario con tantas formas de violencia que tenemos, es la incapacidad de perdón a la que hemos llegado.

         Nos parece imposible llegar a amar, sin esperar compensación, o entregar la vida sin pedir nada a cambio, o perdonar a quien creemos que no merece perdón. Pues bien, frente a estas imposibilidades tenemos a un Padre que se define por la misericordia y que la da al hijo que se la pida.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         Las palabras de Jesús que hoy recoge el evangelio nos invitan a la esperanza, en concreto a esperar la donación de lo pedido, el hallazgo de lo buscado, la apertura de la puerta que se llama, la cosecha de lo sembrado... En concreto, son unas palabras que nos dicen: Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre.

         Estas pautas podrían valer para toda acción de petición, de búsqueda o de llamada. Y para aquellas cosas que deben hacerse con la confianza de obtener el resultado deseado. ¿Y por qué? Porque hasta en el ámbito de la experiencia humana, uno que pide acaba recibiendo, aunque sea tras muchos intentos. Y lo mismo sucede con la búsqueda, o con las llamadas de Dios.

         Por otra parte, cabe también pensar que alguien se haya pasado la vida buscando algo, y no lo haya encontrado. Pues bien, aun así, ese tal seguro que ha encontrado otras cosas. Quizás las no buscadas, pero a lo mejor otras igualmente deseadas.

         Jesús presenta como destinatario de nuestras peticiones, búsquedas y llamadas, al mismo Dios. Es a él a quien nos dirigimos con nuestra petición, esperando obtener respuesta. La petición esconde una búsqueda y supone una llamada a la puerta de aquel a quien nos acercamos con la súplica.

         No hemos salido, pues, del ámbito de la oración. Y un padre (o una madre) es el principal destinatario de las peticiones de sus hijos, sobre todo si estos son pequeños (y necesitados) y el padre está capacitado para responder a sus necesidades.

         Pues bien, Dios, que es nuestro Padre del cielo, vela por nosotros, sus hijos, que somos (y aun siendo) habitantes de la tierra. Jesús recurre a una comparación muy socorrida. Si Dios es Padre (nuestro), habrá de comportarse con sus hijos al menos como lo hace de ordinario un padre digno de tal nombre:

"Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le va a dar una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden?".

         La imagen ilustra bien el tema, pues ¿a qué padre le hemos visto nosotros dar a su hijo una piedra en lugar del trozo de pan que le pide?

         Es verdad que hay comportamientos paternos indignos de su condición, que pueden hacer mucho daño a sus hijos. Pero lo normal no es que el padre busque expresamente perjudicar a su hijo, a no ser que se hayan roto del todo los vínculos naturales que les unen. Hasta los malos padres (padres irresponsables, malévolos, viciosos) saben dar cosas buenas (al menos en la intención) a sus hijos.

         Si esto es así, ¿qué podemos pensar y esperar del Padre del cielo, el Padre perfecto, el que es pura bondad, el que nos entregó a su Unigénito por nuestra salvación? ¿Nos va a dar una piedra si le pedimos pan o una serpiente si le pedimos pescado?

         Imposible, porque él es Padre, nuestro Padre, y es bueno, sin el más mínimo flujo de maldad. ¿Cómo entender entonces que no nos dé el pan, o la salud, o la belleza, o el bienestar, o la libertad, o la gracia que le hemos pedido, si se la hemos pedido y seguimos sin disfrutarla?

         Normalmente nosotros, cuando pedimos algo a Dios, no le pedimos el pan o la salud que ya tenemos, sino lo que no tenemos (porque lo hemos perdido o porque no lo tuvimos nunca) y echamos en falta.

         El hombre, en su indigencia congénita, siempre echa en falta algo: salud, fuerza, vigor, juventud, agilidad, inteligencia o vida. En este mundo cambiante y temporal nunca se puede tener la satisfacción completa. Eso significa que siempre estaremos en condición mendicante.

         En último término, desearíamos que Dios nos librara de todos los males, o de todo lo que percibimos como mal porque nos priva de un bien, sea este material o de otro tipo. Desearíamos que Dios transformara en este mismo instante nuestra tierra en cielo o nuestra vida temporal en vida eterna. Pero esto sería precipitar las cosas, interrumpir el ritmo de crecimiento o de maduración que han de tener las vidas según el plan creador y salvífico de Dios.

         Tenemos que ver las cosas no sólo desde nuestra perspectiva temporal e inmediata, sacando la consecuencia de que Dios no nos puede o no nos quiere conceder lo que le pedimos (porque no nos quita la miseria que arrastramos), sino desde la perspectiva de Dios.

         Desde esa perspectiva, Dios es un Padre que mira desde la eternidad y atrae hacia la eternidad, que mira nuestro bien definitivo para cuya consecución suelen hacer falta los males temporales del mismo modo que para acceder a la vida eterna hace falta pasar por la muerte. ¿Por qué estos trances o tránsitos tan amargos?

         La respuesta última e incuestionable sólo la tiene Dios y no nos ha sido plenamente revelada. Pero algo podemos adivinar, porque los hombres somos progresivos, y estamos sujetos al tiempo y al espacio, y tenemos un cuerpo sometido a las leyes del crecimiento y del envejecimiento.

         Existe el pecado y el mal como consecuencia del pecado, ignoramos lo que más nos conviene en orden al fin último, desconocemos qué es lo mejor para nosotros en un determinado momento de nuestra vida (si perder el avión, o haber llegado a tiempo de tomarlo)... Y en estas condiciones, puede que hasta lo percibido como una piedra, sea un pan sumamente nutritivo o saludable.

         Es verdad que Dios no siempre responde a nuestros deseos, pero esto no significa que no se comporte como Padre (que no sea bueno) con nosotros o que no nos quiera, o que no nos dé lo que realmente necesitamos. Diréis que aquí hay muchas conjeturas y tanteos de ciego. Y en efecto, estamos tocando de lleno los dominios del misterio.

         Pero Jesús nos asegura que Dios es nuestro Padre del cielo, en el que no cabe asomo de maldad ni de impotencia, y que nuestras peticiones dirigidas a él serán acogidas en su entrañable misericordia. Con esto nos basta. Démosle fe.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 22/02/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A