19 de Febrero

Lunes I de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 19 febrero 2024

a) Lev 1, 1-2.11-18

         En la 1ª lectura de hoy leemos cómo Dios dio al pueblo elegido un código de santidad y justicia: "Seréis santos porque yo, vuestro Dios, soy santo". Muchas prescripciones del AT siguen siendo válidas para nosotros, como las de esta lectura. Por ello, hemos de cumplirlas con mayor razón que los antiguos, desde la perfección y ayuda sobrenatural del NT.

         En el AT el concepto de santidad es totalmente trascendente, único y distante, y no se puede llegar jamás a la santidad de Dios, pues él es el absolutamente Otro, separado y único. No obstante, nosotros sí podemos acercarnos algo más a él, e incluso tratar con él, ya que Cristo nos enseñó el camino y la forma de hacerlo: el amor. Pero un amor que no parte de nosotros, sino de él: "El amor de Dios ha sido derramado en vuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5).

         Este amor se manifiesta en nuestras relaciones con los demás, como se indica la lectura de hoy del Levítico. Y eso sí es un signo de la santidad, procedente del mismo Dios, según relató el profeta Oseas: "No ejecutaré el ardor de mi cólera, porque yo soy Dios y no hombre; en medio de ti, Yo el Santo" (Os 11, 9). La tendencia a la santidad ha de ser, pues, nuestra tarea principal.

         Como dice a este respecto San Agustín: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Confesiones, I, 1). O como explica Casiano:

         "Este debe ser nuestro principal objetivo y el designio constante de nuestro corazón; que nuestra alma esté continuamente unida a Dios y a las cosas divinas. Todo lo que se aparte de esto, por grande que pueda parecernos, ha de tener en nosotros un lugar secundario, por  el último de todos. Incluso hemos de considerarlo como un daño positivo" (Colaciones, I).

         El Señor quiere que no sólo estemos atentos a su ley, sino que hagamos de ella nuestro alimento cotidiano, nuestra delicia. Y por ese camino alcanzaremos la santidad. Para esto, resulta utilísimo meditar el Salmo 18, que hoy presenta la liturgia:

"Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Que te agraden las palabras de mi boca, y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, roca mía, redentor mío".

Manuel Garrido

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         En el libro del Levítico, Moisés presenta hoy al pueblo de Israel un código de santidad, para que pueda estar a la altura de Dios, que es el todo Santo.

         En efecto, en el AT hay mandamientos que se refieren a Dios (no jurar en falso...), pero también los hay que insisten en la caridad y la justicia con los demás. La enumeración es larga, y afecta a aspectos de la vida que todavía siguen teniendo vigencia hoy: no robar, no engañar, no oprimir, no cometer injusticias en los juicios comprando a los jueces, no odiar, no guardar rencor. Sobre todo, hay 2 detalles concretos muy significativos: no maldecir al sordo (que no puede oír) ni poner tropiezos ante el ciego (que no puede ver).

         La consigna final es bien positiva: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo", ya que "Yo soy el Señor". Dios quiere que seamos santos como él, y que le honremos con las obras (y no sólo con los cantos o las palabras). El salmo de hoy nos hace profundizar en esta clave: "Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón".

José Aldazábal

b) Mt 25, 31-46

         Esta página casi final del evangelio de Mateo es sorprendente. Jesús mismo pone en labios de los protagonistas de su parábola, tanto buenos como malos, unas palabras de extrañeza: "¿Cuándo te vimos enfermo y fuimos a verte? ¿cuándo te vimos con hambre y no te asistimos?". Resulta que Cristo estaba durante todo el tiempo en la persona de nuestros hermanos: el mismo Jesús que en el día final será el pastor que divide a las ovejas de las cabras y el juez que evalúa nuestra actuación.

         Para la caridad que debemos tener hacia el prójimo Jesús da este motivo: él mismo se identifica con las personas que encontramos en nuestro camino. Hacemos o dejamos de hacer con él lo que hacemos o dejamos de hacer con los que nos rodean. Es una de las páginas más incómodas de todo el evangelio. Una página que se entiende demasiado. Y nosotros ya no podremos poner cara de extrañados o aducir que no lo sabíamos: ya nos lo ha avisado él.

         Desde los primeros compases del camino cuaresmal, se nos pone delante el compromiso del amor fraterno como la mejor preparación para participar de la Pascua de Cristo. Es un programa exigente. Tenemos que amar a nuestro prójimo: a nuestros familiares, a los que trabajan con nosotros, a los miembros de nuestra comunidad religiosa o parroquial, sobre todo a los más pobres y necesitados.

         Si la la 1ª lectura de hoy nos ponía una medida fuerte (amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos), el evangelio nos lo motiva de un modo todavía más serio: "Cada vez que lo hicisteis con ellos, conmigo lo hicisteis; cada vez que no lo hicisteis con uno de ellos, tampoco lo hicisteis conmigo". Tenemos que ir viendo a Jesús mismo en la persona del prójimo.

         Si la 1ª lectura urgía a no cometer injusticias o a no hacer mal al prójimo, el evangelio va más allá: no se trata de no dañar, sino de hacer el bien. Ahora serán los pecados de omisión los que cuenten. El examen no será sobre si hemos robado, sino sobre si hemos visitado y atendido al enfermo. Se trata de un nivel de exigencia bastante mayor. Se nos decía: no odies. Ahora se nos dice: ayuda al que pasa hambre. Alguien ha dicho que tener un enfermo en casa es como tener el sagrario: pero entonces debe haber muchos "sagrarios abandonados".

         Será la manera de preparar la Pascua de este año: "Anhelar año tras año la solemnidad de la Pascua, dedicados con mayor entrega a la alabanza divina y al amor fraterno" (prefacio I de Cuaresma). Será también la manera de prepararnos a sacar buena nota en ese examen final. Como bien expresó San Juan de la Cruz, "al atardecer de la vida seremos juzgados sobre el amor": si hemos dado de comer, si hemos visitado al que estaba solo... Al final resultará que eso era lo único importante.

José Aldazábal

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         "Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo". Hoy nos recuerda el evangelio el Juicio Final, haciéndonos presente que dar de comer, beber, vestir... resultan obras de amor para un cristiano, cuando al hacerlas se sabe ver en ellas al mismo Cristo.

         A este respecto, dice San Juan de la Cruz: "Aprende a amar a Dios como Dios quiere ser amado, y deja tu propia condición". Pues no hacer una cosa que hay que hacer (en servicio de los otros y de los nuestros) supone dejar a Cristo sin estos detalles de amor, debido a nuestros pecados de omisión. También el Concilio II Vaticano, en su Gaudium et Spes, explica las exigencias de la caridad cristiana, que da sentido a la llamada asistencia social:

"En nuestra época urge especialmente la obligación de hacernos prójimo de cualquier hombre que sea, y de servirlo con afecto, ya se trate de un anciano abandonado por todos, o de un niño nacido de ilegítima unión que se ve expuesto a pagar sin razón el pecado que él no ha cometido, o del hambriento que apela a nuestra conciencia. Y no olvidar nunca la memoria las palabras del Señor: Cuanto hicísteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis".

         Recordemos que Cristo vive en los cristianos, y que también nos dijo "Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Y que respecto al Juicio Final, el Concilio IV de Letrán declaró como verdad de fe que "Jesucristo ha de venir para juzgar a vivos y muertos, y para dar a cada uno según sus obras, tanto a los reprobados como a los elegidos. Los que hayan hecho obras malas irán con el diablo al castigo eterno, y los que hayan hecho obras buenas irán con Cristo a la gloria eterna".

Joaquim Monrós

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         El pasaje del evangelio de hoy está narrado en forma de parábola. Y mediante un lenguaje pastoril (propio de aquel tiempo) nos describe el criterio que Jesús vino a establecer, en nombre de Dios su Padre, como guía para nuestra vida y juicio para nuestra conciencia. Una vez más, Jesús establece el amor y la preocupación por el hermano necesitado, como norma suprema de conducta. Los requisitos para acceder a la vida eterna pasan necesariamente por la participación en el proyecto de humanización que Dios nos propone.

         Y ese proyecto, o ese camino de humanización, consiste (como mostró Jesús en su palabra y en sus hechos) en la entrega de la propia vida en favor de los hermanos, especialmente de los que más lo necesitan y de los que son víctimas del desamor.

         La parábola, en toda su solemnidad y pretensión de universalidad (el Juicio de las Naciones) trata de expresar un principio también solemne y universal: el camino de la salvación pasa obligadamente por el hermano necesitado. O lo que es lo mismo: "El pobre es el único sacramento necesario y universal de salvación". No hay ningún otro mayor sacramento, ni universal ni necesario, para la salvación.

         El evangelista transmite así, a la gente de su tiempo, una narración viva, para que comprenda qué hechos va a tener en cuenta Dios con todo aquel que desee participar en la construcción del Reino. Lo que realmente plantea la parábola no es tanto la vida del más allá, cuanto el camino que en el más acá debemos seguir para llevar a plenitud y salvar nuestra vida. Ese camino es precisamente el hermano, el hermano que pasa hambre, que tiene sed, que anda desnudo, o está preso, que ha caído enfermo...

         La letanía que ofrece la parábola de hoy, lógicamente, ha de ser alargada a la situación de cada momento histórico: ¿cuáles son hoy las formas modernas de pasar hambre, tener sed, estar desnudo? ¿Cuáles son hoy las enfermedades modernas y las prisiones nuevas que dejan al ser humano más postrado? Pues todas esas hay que entenderlas incluidas en la parábola de Mateo. Sólo entrando en comunión con el empobrecido, atendiéndolo cada vez que sea necesario y evitando toda injusticia, se tiene acceso a la salvación, que empieza a construirse en esta vida.

         La vida cristiana requerirá entonces un serio compromiso que nos lleve a elaborar y a ejecutar proyectos que estén en concordancia con la comunión que pide Jesús para con el oprimido. La calidad humana de la gente que vaya a ejecutar tales programas será premiada de acuerdo al compromiso que establezcan con el hermano.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El evangelista pone hoy en boca de Jesús una representación del juicio universal, cuando sean reunidas todas las naciones ante el Hijo del hombre, oficiando éste como juez glorioso desde su trono de gloria.

         Todo juicio implica un proceso de discernimiento y separación. ¿Y de qué? Entre la verdad y la mentira, entre el trigo y la cizaña, entre la luz y las tinieblas, entre lo lleno y lo vacío, entre lo que tiene peso y lo que no lo tiene, entre lo bueno y lo malo. ¿Y por qué? Porque ambos términos de la balanza no pueden convivir en el mismo plano de igualdad.

         El momento del juicio es, pues, el momento de la separación, para darle a cada cosa su lugar. Por eso, refiere el evangelio de hoy, él separará a unos de otros, como un pastor separa a las ovejas de las cabras. A unos les pondrá a su derecha y a otros a su izquierda. Pero ¿cuál es el criterio seguido en esta operación de separar? ¿Y por qué a unos les corresponde ocupar la derecha y a otros la izquierda?

         Jesús lo aclara con esta explicación: Entonces dirá el rey (y juez) a los de su derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Los juzgados dignos de ocupar su derecha se convierten en ese instante en herederos de un reino preparado para ellos desde la creación del mundo. ¿Por qué este premio?

         Porque el juicio ha desvelado lo que han hecho a lo largo de su vida por él, haciéndoles merecedores de esta recompensa. ¿Y por qué? Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fue forastero, y me hospedasteis; estuve desnudo, y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme.

         Dar de comer al hambriento y de beber al sediento, hospedar al forastero, vestir al desnudo, visitar al enfermo y al encarcelado, son todas obras de misericordia que solemos llamar corporales porque hacen referencia inmediata al cuerpo del socorrido con sus necesidades de alimento, vestido, cobijo y cuidados.

         Aquí lo que llama la atención es que sea el mismo juez el que se presenta como ese indigente que ha sido objeto de las atenciones de los que ahora merecen su alabanza, como identificándose con todos los hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos o encarcelados de este mundo.

         Esto es precisamente lo que se desvela en las palabras que siguen: Entonces los justos (aquí los misericordiosos reciben el nombre de justos) le contestarán: Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?

         Son conscientes de haber socorrido a hambrientos y sedientos, de haber hospedado a forasteros, de haber vestido a harapientos y visitado a enfermos. Pero no lo son de haberlo hecho con él, con ese en quien reconocen a su Señor. Por eso Jesús les desvelará el secreto de esta identificación sacramental: Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.

         Lo hecho, por tanto, con los indigentes de este mundo debe considerarse hecho a él, que asume como propio lo recibido por sus humildes hermanos. Aquí no se valoran ni las conciencias, ni las intenciones, sino sólo las acciones en su desnudez.

         Evidentemente se trata de obras de misericordia, y el que las hace debe ser consciente de estar proporcionando un bien (alimento, vestido, hospedaje, cuidados y afecto) a una persona necesitada, pero no necesita saber siquiera que en esa persona está Jesucristo o que el bien que le hacemos se lo hacemos al mismo Cristo para ser recompensada con la herencia prometida.

         Tampoco los que dejan de socorrer al necesitado y merecen por ello ser colocados a la izquierda del juez y recibir una sentencia condenatoria: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, necesitan saber que lo que no hicieron en favor de los indigentes con los que se encontraron, no lo hicieron con él.

         Pero saber esto, que Cristo está en el indigente identificándose con él a efectos de caridad o como destinatario de nuestra obra de misericordia, tiene que ser una motivación más para esa práctica de amor compasivo, un motivo añadido para vencer las últimas resistencias de ese egoísmo que nos impide desplegar nuestras energías en beneficio del prójimo sufriente.

         El juicio se hace recaer, pues, sobre la obra de misericordia aplicada a los necesitados de este mundo. Eso es precisamente lo que salva: la práctica de la misericordia para con nuestros semejantes (ya que Dios no puede ser objeto de nuestra misericordia). Y esto no debe extrañarnos, puesto que la salvación es una obra de misericordia.

         Pero no podremos salvarnos si esa misericordia que brota de lo alto no toca nuestro corazón haciéndonos misericordiosos para con los necesitados de misericordia. No puede convivir con el Dios misericordioso el que se mantiene inmisericorde con su prójimo; no pueden siquiera convivir en el mismo reino los que carecen de entrañas para apiadarse del hambriento, enfermo o encarcelado.

         En el reino del amor no cabe el desamor que revela la ausencia de misericordia. Por eso Dios quiere la misericordia y no los sacrificios carentes de ella. Por eso solicita el perdón de los que están siendo perdonados. Por eso nos invita a pedir: Perdónanos nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que non ofenden.

         Por eso nos advierte Jesús que hay una medida con la que seremos medidos, y esa medida será la que nosotros hayamos puesto en nuestra relación con los demás: si misericordia, misericordia; si inmisericordia, inmisericordia.

         De Dios, que es la fuente inagotable de la misericordia, no podemos esperar un trato inmisericorde. Pero, al parecer, ni siquiera la misericordia divina podrá evitar la separación provocada por el juicio entre los de la izquierda y los de la derecha, entre los que vayan al castigo eterno y los que disfruten de la vida eterna.

         Será la misma verdad de las cosas presente en los corazones, conformados por sus propios actos, la que dicte sentencia colocando a cada persona en su lugar. Pero ese juicio con carácter de definitividad sólo le corresponde al Juez universal.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 19/02/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A