18 de Marzo

Lunes V de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 18 marzo 2024

a) Dan 13, 41-62

         Susana resulta apropiada en grado sumo para reflejar la naturaleza de la Iglesia y correr el velo de su misterio. Susana, su hermosura, su inocencia y, sobre todo, en el jardín. Es la imagen de la Iglesia (San Ambrosio, De Viduis, IV, 21), desposada, esposa feliz, honrada por su esposo, paseándose gozosa por el parque de su marido: es Susana en el paraíso. La iconografía cristiana antigua concedía grande importancia a este detalle; a menudo no son representados los tentadores, pero lo que nunca falta son los árboles del jardín.

         Así, pues, Susana, en su jardín, era el tema principal que los artistas se proponían, era imagen del alma cristiana recibida en el paraíso, y los mismos Santos Padres veían la imagen de la Iglesia en esta Susana en su jardín (Hipólito de Roma, Comentario a Daniel, I, 14). Según escribe con gran profundidad San Ambrosio: "La Iglesia comenzó a vivir en el jardín al punto que Jesús hubo padecido en el huerto" (Comentario al Salmo 118, 176).

         Todo esto es la mística realidad que los antiguos cristianos adivinaban en la figura de Susana. Susana en el jardín de su esposo, la Iglesia en el huerto de Cristo. El jardín no se ve muy frecuentado; está cerrado a los malos. Susana se pasea sola por él. La Iglesia se pasea sola también por él en pleno mediodía de la redención, a la luz clarísima del Amado, bajo la mirada de Cristo, luz esplendorosa y sol verdadero.

         En el jardín fluye el agua del manantial abierto por la cruz. Dos doncellas (la fe y la caridad) preparan el baño tal como lo desea la Iglesia: el de la salud, el "aceite de la alegría" celeste, la vida divina que se derramó en el jardín al romperse el frasco con la muerte de Jesús.

         La historia de Susana nos lo acaba de poner en evidencia. La Iglesia, la llena de Cristo, es bella, floreciente, eternamente joven; los perseguidores, los impíos, al alejarse de Cristo han venido a dar en la enfermedad del pecado, se encuentran próximos a la muerte y envejecidos. Buscan éstos ávidamente apoderarse de la vida de la Iglesia, de la siempre joven y divina, para poder así reanimar su vejez decrépita.

         Mas ella, con majestuosa grandeza, con sonrisa de superioridad, sabe escapar a sus malvados intentos. Y cuando nota que ellos usan la fuerza, clama a Dios y corre a esconderse en sus brazos de Padre. En su impotente rabia, los malvados prueban de aniquilar a la que no pueden hacer servir para sus fines, pretenden acumular sobre su cabeza sus acusaciones con falsos testimonios. Pero nada consiguen. En último término son víctimas de sus propios engaños y Dios acaba por triunfar en su Iglesia.

Emiliana Lohr

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         Comenzamos la semana con un tema que duele, la tragedia de la situación de la mujer en una sociedad de hombres, donde la palabra femenina no importa. Resulta suficiente el testimonio de un par de viejos corrompidos para condenar definitivamente a quien no ha hecho otra cosa que ser fiel a sí misma, negándose a acoger en su vida un secreto degradante con el que, tal vez, hubiera podido conservar la existencia pero habría muerto por dentro.

         Susana afronta el reto y prefiere apostar por la verdad, y a gritos implora a su Dios: "Dios eterno, que ves lo escondido, tú sabes que han dado falso testimonio contra mí y ahora tengo que morir siendo inocente de lo que su maldad ha inventado". Pues, en efecto, los buenos que la rodean prefieren dar crédito a las voces que la han acusado. Ante lo cual, Dios viene en ayuda de sus amados, y sale al paso de sus enemigos con sus propias armas.

         En aquella sociedad machista sólo una voz masculina podía hacerles entrar en razón. Daniel, un muchacho que aún no ha vivido el tiempo suficiente para asimilar otras enseñanzas que las de la transparencia de su propio corazón, puede prestar su voz a Dios para detener aquella locura: "¿Os habéis vuelto locos?".

         Ya sabéis lo que sigue, y al final la verdad se hace más fuerte que la ley, y se vuelve contra aquellos que han pretendido encasillarla tras los barrotes de lo establecido. Aquel día "se salvó una vida inocente".

         Felizmente, el salmo responsorial de hoy nos da la clave, para cuando llegue el momento difícil: "El Señor es mi pastor, nada me falta". Con esta certeza, abracemos la verdad con todas sus consecuencias.

         La conclusión para nosotros, ciudadanos del s. XXI, es sencilla y clara: la fidelidad a Dios es lo que importa. Y esa fidelidad no consiste en el cumplimiento de unas normas fijas e inamovibles (que nos proporcionen la seguridad de estar incluidos en la "lista de los buenos"), sino que asume el riesgo de escuchar limpiamente la voz de Dios, y abrazarla aun cuando ésta implique afrontar comentarios y desprecios (por parte de quienes, como en el caso de los que condenan a Susana, se han erigido en guardianes celosos de la ley).

Olga Molina

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         La lectura de hoy nos presenta el conocido episodio de Susana, liberada por un joven Daniel que acaba desenmascarando la trama de los verdaderos culpables. Nos situamos, en efecto, en el AT, el Testamento de la Justicia y en el que el pecado (al menos ciertos pecados) había de ser expiado por la muerte del pecador.

         Dios permite las pruebas del justo, hasta tal extremo que a veces parece que se ha olvidado de él. Es necesario esperar en Dios contra toda esperanza, como Abraham. El auxilio divino llega siempre en el momento preciso, como en el caso de Susana y en tantos otros. Con el Salmo 22 de hoy proclamamos:

"El Señor es mi pastor, y nada me puede faltar. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temeré, porque tú, Dios mío, vas conmigo. Tu bondad y tu misericordia, Señor, me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin términos".

         El NT es el Testamento de la Gracia, y en él no se mata al pecador sino que se le salva por la penitencia. Se le da fuerza para resistir a las pasiones y al pecado y para elevarse hasta la vida de las virtudes y de la santidad. San Jerónimo, en ese sentido, anima al pecador: "No dudéis del perdón, pues, por grande que sean vuestras culpas, la magnitud de la misericordia divina perdonará, sin duda, al enormidad de vuestros muchos pecados" (Comentario a Joel, III, 5).

         A lo que el beato Isaac de Stella añade: "La Iglesia nada puede perdonar sin Cristo y Cristo nada quiere perdonar sin la Iglesia. La Iglesia solamente puede perdonar al que se arrepiente, es decir, a aquél a quien Cristo ha tocado ya con su gracia. Y Cristo no quiere perdonar ninguna clase de pecado a quien desprecia a la Iglesia" (Homilías, XI).

Manuel Garrido

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         La 1ª lectura de hoy nos presenta a una mujer inocente (Susana) que es acosada por 2 ancianos viciosos, que quieren abusar de ella y que, ante la negativa de la joven, deciden denunciarla. Tras lo cual, Dios suscita al joven Daniel (lit. el Señor es mi juez) para impedir que se lleve a cabo la injusta sentencia. Y aquel día, concluye el pasaje, "se salvó una vida inocente".

         En el pasaje de Daniel hemos escuchado como Dios permite la prueba del justo, hasta el extremo que a veces parece que se haya olvidado de él. Pero el bien siempre triunfa, antes o después. Susana representa el alma del pueblo de Dios, fiel a su esposo y a pesar del adulterio que se le propone bajo el árbol de la idolatría. Los viejos insidiosos son los que se han comprometido con el paganismo.

         También presenta el pasaje el Juicio contra Susana, de aquellos viejos adúlteros que acusan falsamente a la joven de adulterio (y eso que ellos habían querido abusar de ella, y adulterar con ella). Un juicio en el que, al parecer, el único que tiene recto su juicio es Dios, que juzga según el corazón y no según las apariencias, a través de su joven profeta Daniel.

         Recojamos, ante todo, el ejemplo de Susana, y su valentía a la hora resistir al mal, esta vez de carácter sexual. Como tantas veces sucede en el mundo actual, las tentaciones idolátricas de hoy día nos invitan al pecado, y la fidelidad a los caminos del bien resulta costosa. Pero ese es el único modo de seguir siendo discípulos de Jesús, y salir incólumes de este mundo.

José Aldazábal

b) Jn 8, 1-11

         En el evangelio de hoy Jesús no sólo defiende al que es justo, sino va más allá: es el instrumento de la misericordia de Dios incluso para los pecadores. Esta vez la mujer a la que acusaban era culpable, y culpable de adulterio. Pero Jesús (lo ha dicho repetidas veces) ha venido precisamente a perdonar, a salvar a los enfermos más que a los sanos.

         La escena que algunos biblistas afirman (que es más afín al estilo de Lucas que al de Juan) está vivamente narrada: los acusadores, la gente curiosa, la mujer avergonzada, y Cristo que escribe en el suelo y resuelve con elegancia la situación. No sabemos lo que escribió, pero sí lo que les dijo a los acusadores y el diálogo que tuvo con la mujer, delicado y respetuoso. Y su sentencia, de perdón y de ánimo.

         Todo el episodio está encuadrado en el creciente antagonismo de los judíos contra Jesús: le traen a la mujer "para comprometerle y poder acusarlo". Si la condena, pierde popularidad. Si la absuelve, va contra la ley.

         La figura central es Jesús, y el juicio de Dios sobre nuestro pecado. Si en la 1ª lectura era el joven Daniel quien desenmascara a los falsos acusadores, en el evangelio es Jesús el que va camino de la muerte para asumir sobre sí mismo el juicio y la condena que la humanidad merecía.

         El nuevo Daniel se deja juzgar y condenar él, en un juicio totalmente injusto, para salvar a la humanidad. Por eso puede perdonar ya anticipadamente a la mujer pecadora. ¿Sabemos tener para con los que han fallado la misma delicadeza de trato de Jesús para con la mujer pecadora, o estamos retratados más bien en los intransigentes judíos que arrojaron a la mujer a los pies de Jesús para condenarla?

José Aldazábal

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         De mañana, Jesús está sentado en el patio del Templo de Jerusalén, rodeado de mucha gente allí reunida. Jesús habla y enseña, pero un poco más allá se forma un tumulto. Unos hombres traen arrastrando a una mujer, y la muchedumbre se aparta y se forma un círculo: "¡Ha engañado a su marido! ¡Merece la muerte, según la ley de Moisés!". Y hasta se pueden escuchar los comentarios de la multitud: "¡Desenmascarada, sorprendida en flagrante adulterio!".

         Jesús, indignándose con todo aquello, "se puso a escribir con el dedo en la tierra". Ésta es la actitud de Jesús ante nuestros pecados. Con delicadeza, no levanta la mirada hacia la pecadora (porque conoce su vergüenza) y prefiere bajar los ojos al suelo. Tú, Señor, eres el único que no la juzgas. Tú te compadeces de ella, y en breve tomarás posición contra toda la opinión pública... y contra la ley oficial. Ciertamente, es necesaria la ley, a nivel de reglas generales para la vida social. Pero tú, Señor, miras el corazón.

         Como los judíos insistían en preguntar a Jesús (queriendo que Jesús la condenara), entonces Jesús se incorporó y les dijo: "El que esté sin pecado, que arroje la primera piedra". Les remite a su propia conciencia, y a que miraran dentro de ellos.

         Cuando me siento tentado de juzgar duramente, es también conveniente que busque en mí, para ver si yo mismo estoy "sin pecado". ¿Hay quizás en mí pecados equivalentes o peores, o por lo menos raíces de esas mismas tendencias que condeno en los demás? Mis propias debilidades deberían hacerme indulgente para con las debilidades de los demás.

         Jesús quedó solo con la mujer. Se incorporó y le dijo: "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?". Dijo ella: "Nadie, Señor". Y Jesús le dijo: "Ni yo te condeno tampoco". Se trata de un diálogo en que todo es belleza y delicadeza, que merece la pena repetir. Volvamos allí, e imaginemos los gestos de Jesús, cuando sus ojos se vuelven hacia ella, cuando se quedan solos, cuando le dice "nadie te ha condenado", cuando le devuelve la honra que le han quitado...

         Al final del pasaje, son los acusadores los que han tenido que reconocer públicamente su culpabilidad, "escabulléndose uno a uno, empezando por los más viejos". Ante la presencia de Jesús, los acusadores se han dado a la fuga. "Tampoco yo te condeno". Jesús libera por fuera y por dentro a aquella pobre mujer. Pues podía haberle dicho: "Yo no te condeno" (aludiendo a que ellos sí), pero le dice "yo tampoco". Tú eres, Señor, el que carga sobre sí los pecados del mundo.

Noel Quesson

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         El episodio de la mujer adúltera es un episodio en el cual Jesucristo se encuentra no tanto con la realidad del pecado, cuanto con la visión que el hombre tiene del propio pecado. Por una parte están los acusadores, los hombres que dicen: "Esta mujer es adúltera y por lo tanto debe ser condenada a muerte por lapidación". Por otra parte está la mujer que, evidentemente, también está en pecado.

         Este relato del evangelio nos habla de un Jesús que nos llama, que nos invita a atrevernos a sumergirnos en la realidad de nuestra conversión: "El que esté sin pecado, que tire la primera piedra".

         No dice Jesús que la mujer ha hecho bien, y lo que simplemente les pregunta es si se han dado cuenta de cuál es la justicia, la santidad que hay en cada una de sus almas. Es decir, primero dense cuenta de esto, y luego pónganse a pensar si pueden tirarle piedras a alguien que está en pecado. "Antes de ver la paja del ojo ajeno, quita la viga que hay en el tuyo".

         La conversión supone la valentía de profundizar dentro de la propia alma. La conversión supone la valentía de entrar al propio corazón, como Jesús entra dentro del alma de estos hombres para que se den cuenta que todos tienen pecado, que ninguno de ellos puede llegar a tirar ni siquiera una piedra.

         Muchas veces, lo que nos acaba pasando cuando rozamos el misterio de la conversión de nuestra alma, cuando tocamos el misterio de que tenemos que transformar comportamientos, afectos, actitudes, criterios, pensamientos, juicios, es que nos da miedo y nos echamos para atrás y preferimos no tenerlo delante de los ojos.

         ¿Quién se atrevería a bajar hasta lo más profundo del propio corazón si no es acompañado de Dios nuestro Señor? ¿Quién se atrevería a tocar lo tremendo de las propias infidelidades, de los propios egoísmos, de todo lo que uno es en su vida, si no es acompañado por Dios? La pregunta más importante sería: ¿Ya has sido capaz de bajar, acompañado de Dios nuestro Señor, a lo profundo de tu corazón? ¿Ya has sido capaz de tocar el fondo de tu vida para verdaderamente poder convertirte?

Cipriano Sánchez

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         Hoy vemos a Jesús "escribir con el dedo en la tierra" (v.6), como si estuviera a la vez ocupado y divertido en algo más importante que el escuchar a quienes acusan a la mujer que le presentan porque "ha sido sorprendida en flagrante adulterio" (v.3).

         Llama la atención la serenidad, e incluso el buen humor, que vemos en Jesucristo, aún en los momentos que para otros son de gran tensión. Una enseñanza práctica para cada uno, en estos días nuestros que llevan velocidad de vértigo y ponen los nervios de punta en un buen número de ocasiones.

         La sigilosa y graciosa huída de los acusadores, nos recuerda que quien juzga es sólo Dios y que todos nosotros somos pecadores. En nuestra vida diaria, con ocasión del trabajo, en las relaciones familiares o de amistad, hacemos juicios de valor. Más de alguna vez, nuestros juicios son erróneos y quitan la buena fama de los demás. Se trata de una verdadera falta de justicia que nos obliga a reparar, tarea no siempre fácil.

         Al contemplar a Jesús en medio de esa jauría de acusadores, entendemos muy bien lo que señaló Santo Tomás de Aquino: "La justicia y la misericordia están tan unidas que la una sostiene a la otra. La justicia sin misericordia es crueldad; y la misericordia sin justicia es ruina, destrucción".

         Hemos de llenarnos de alegría al saber, con certeza, que Dios nos perdona todo, absolutamente todo, en el sacramento de la confesión. En estos días de cuaresma tenemos la oportunidad magnífica de acudir a quien es rico en misericordia en el sacramento de la reconciliación. Y, además, para el día de hoy, un propósito concreto: al ver a los demás, diré en el interior de mi corazón las mismas palabras de Jesús: "Tampoco yo te condeno" (v.11).

Pablo Arce

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         La sabiduría y la bondad divinas se manifiestan en Jesucristo. A él le traen a una adúltera, digna de la lapidación según las normas de la ley de Moisés. Pero Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva. Acercándonos ya a la celebración de la Pascua, la Escritura nos propone esta escena de misericordia y de perdón divinos, frente a la intransigencia hipócrita de nuestros juicios.

         Tal vez los inquisidores de la historia olvidaron leer, o no oyeron nunca este pasaje. En lo profundo de nuestro corazón acecha un inquisidor, dispuesto a condenar al otro, a pedir sobre él el castigo divino, olvidándose del perdón de Jesús, y de los propios pecados, quizá mucho mas graves.

         En esta semana, que la liturgia llama de dolores por ser una sentida y profunda reflexión sobre la entrega de Jesús al dolor (como medio para alcanzar el perdón y la vida), estamos llamados a convertirnos de nuestros pecados, a perdonar a quien nos ha ofendido y a pedir perdón humildemente por nuestras propias fallos, para merecer participar en la victoria de Cristo sobre el mal y la muerte. Vayamos preparando la Semana Santa, ya inminente.

Confederación Internacional Claretiana

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         De cara a las promesas que se hacen en esta cuaresma, preparación para la fiesta de la Pascua, los depositarios son verdaderamente inquietantes, sobre todo para lo más refinado y clásico de nuestro medio. Las primeras son ellas, las mujeres (con todo lo que ello implica de novedoso, aún hoy, sin decirnos mentiras), infieles y adúlteras, marginadas y puestas al paredón por nuestro purismo y recato.

         Se las pretende juzgar con la norma, con la ley de Moisés, que da un castigo ajustado al tamaño de la falta: el apedreamiento. Pero Jesús se sale por otro lado, y ofrece otra propuesta, otra alternativa. A la muerte que se va a provocar, contrapone Jesús la vida; a la ley mosaica que le citan, escribe Jesús otra en el suelo; a la altura de donde venía la ley a aplicar, Jesús contrapone el suelo, ante el que se inclina para escribir su propia ley.

         A Juan, que es un escritor muy preocupado por la semiótica (los símbolos), no se le ppasó este dato: los que acusaban eran los maestros de la ley. Jesús, el auténtico Maestro, es el que no acusa.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El evangelista sigue presentándonos hoy a Jesús en polémica con los fariseos, tratando de hacerles ver que el testimonio que él da de sí mismo es veraz. Ellos desconfían, sin embargo, de la veracidad de ese testimonio, sobre todo porque Jesús había dicho con solemnidad algo que difícilmente ellos podían asumir: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.

         En efecto, ¿quién podría decir de sí mismo algo tan intrépido? Porque es evidente que los fariseos vieron en esta expresión extrema arrogancia. ¿Y qué hombre sensato podía pretender ser la luz del mundo?

         Pues bien, Jesús lo proclama sin desdecirse ni un ápice de esta declaración. Los fariseos intervienen para decirle que mientras su testimonio sea sólo suyo, es decir, que no tenga el respaldo de otros, carecerá de validez. Y Jesús reconoce en cierto modo la fuerza del argumento: Aunque yo doy testimonio de mí mismo (como le echan en cara los fariseos), mi testimonio es válido, porque sé de dónde he venido y adónde voy, algo que vosotros ignoráis.

         Jesús se remite a su propia conciencia, a lo que él sabe de sí mismo, de su origen (de dónde) y de su fin (a dónde), como fundamento de su testimonio. Vosotros juzgáis por lo exterior (les dice también); por eso os quedáis en las apariencias y se os escapa la verdad de las cosas.

         Por eso, viene a decirles Jesús, no veis lo que hay en mí, ni creéis en el testimonio que pretende ponerlo de manifiesto. Mi juicio, en cambio, es legítimo, porque no estoy yo solo, sino que estoy con el que me ha enviado, el Padre. Ya somos dos, parece querer decir, yo y el Padre, y la presencia de dos testigos confiere legitimidad al testimonio según vuestra ley.

         Ante esta apuesta, los fariseos reaccionan pidiéndole una explicación: ¿Dónde está tu Padre?, como diciéndole "preséntanos a ese segundo testigo del que hablas". Y Jesús contesta acusándoles de desconocimiento: Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Es decir, no conocéis al Padre porque no me conocéis a mí, que soy su Hijo.

         Pero semejante desconocimiento es culpable, porque yo no lo he mantenido en secreto, sino que lo he dado a conocer. Y no me conocéis a mí, en mi verdad más profunda, porque no conocéis al verdadero Dios, aunque creáis conocerlo porque lo tenéis muy presente en vuestra tradición.

         El evangelista presenta esta polémica como una conversación mantenida por Jesús con los fariseos junto al arca de las ofrendas, cuando enseñaba en el templo. Pero la conversación no transcurrió por cauces pacíficos, puesto que despertó la indignación de los fariseos que, desde entonces, buscaban el modo de hacerlo callar. Sin embargo, ese día no le echaron mano porque todavía no había llegado su hora. Y el advenimiento de esa hora era decisión del Padre.

         El testimonio de Jesús, reforzado por las obras que el Padre le había concedido realizar, se prolongó en el testimonio de esa congregación de apóstoles (los Doce) que salieron al mundo para anunciar que Dios lo había resucitado de entre los muertos. Ese testimonio, sostenido y refrendado en el martirio, dio origen a una larga tradición de la que forma parte la Iglesia a la que nosotros pertenecemos; por tanto, una corriente de fe que ha llegado hasta nosotros.

         No nos vemos, pues, sólo ante el testimonio que ofrece Jesús de sí mismo, sino ante un testimonio reforzado por la vida martirial de la Iglesia desde sus orígenes, un testimonio que aglutina una multitud de testimonios particulares que hacen de ese inicio germinal un aluvión de proporciones inmensas.

         ¿Por qué nos cuesta tanto otorgar nuestra fe a un testimonio como éste, que habla de promesas divinas, cuando nos resulta tan sencillo hacer esos actos de fe (humana), tan frecuentes en la vida diaria, que consisten en creer a nuestros padres, esposa, marido, hijos, amigos, médico, farmacéutico, mecánico o vecino?

         Si en aquel terreno no tenemos garantías absolutas, en éste tampoco; y sin embargo, creemos: nos dejamos llevar, nos dejamos aconsejar, nos dejamos intervenir, confiamos en su palabra y en su competencia, confiamos en su amor y afecto sinceros, creemos. Es verdad que al otorgar esta fe nos apoyamos en indicios, signos, experiencias que hacen posible la confianza. Pero también la fe en Dios permite acudir a indicios, signos de credibilidad y experiencias que la confirman y fortalecen.

         Y si no, ¿qué es la resurrección de Jesús, testimoniada hasta el derramamiento de sangre por sus discípulos? ¿Y qué es esa fuerza que alentó a los mártires de todos los tiempos en su trance de muerte? ¿Y qué es el maravilloso mundo que se extiende ilimitadamente ante nuestros asombrados ojos? ¿Y qué son las experiencias que pueblan las vidas de tantas personas que han dado origen a la fe o a una vocación religiosa? No permitamos que el afán moderno por controlarlo o probarlo todo nos impida creer.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 18/03/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A