19 de Marzo

Martes V de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 19 marzo 2024

a) Núm 21, 4-9

         En el mundo de la Biblia, el desierto es el lugar de la tentación y de las pruebas. Y durante su marcha a través del desierto, el pueblo de Israel se desanimó y "habló contra Dios y contra Moisés", poniendo en duda los planes de Dios.

         Se trata del estado de duda en nuestra relación con Dios, que casualmente suele aparecer cuando nos sentimos aplastados por algún hecho particular, o agobiados por el peso de las preocupaciones. Un estado que surge incluso a los cristianos más generosos y a los apóstoles más ardientes, pero que con toda razón proviene del ateísmo y la incredulidad (tan antigua como nueva): con el desánimo a cuestas, ¡se acusa a Dios!

         Entonces, "el Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas". La serpiente ha sido siempre un símbolo del espanto, por tratarse de un animal sinuoso y deslizante, difícil de atrapar y que ataca por sorpresa, con una mordedura que suele ser venenosa para la sangre, aunque la herida provocada sea aparentemente inocente. En el caso del pueblo hebreo en el desierto, éstos no ignoraban que habían "hablado contra Dios", y empezaron a atribuir las serpientes a una potencia maléfica, casi mágica.

         Sabiéndose pecadores, los hebreos interpretaban como un castigo del cielo las desgracias naturales que les están sobreviniendo, y por eso le dicen a Moisés: "Hemos pecado contra el Señor y contra ti. Intercede ante el Señor para que aparte de nosotros las serpientes". Se trata de una toma de conciencia, que acaba en intercesión. Señor, ayúdanos a ser conscientes de nuestros pecados. Haz que veamos claro; pero que la evidencia de nuestra culpa no nos deje sucumbir en el desaliento.

         Moisés intercedió por el pueblo. Con frecuencia vemos a Moisés en oración. Moisés reza, pero no por sí mismo, sino por su pueblo. ¡Que tampoco yo deje de ampliar mi oración más allá de mis intereses particulares! El mundo espera intercesores, pararrayos. En el mundo, un poco en todas partes, hay almas que rezan y que salvan. ¿Soy una de ellas?

Noel Quesson

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         Son diversas las interpretaciones que los entendidos ofrecen sobre el episodio en el desierto de hoy: la plaga de picaduras de serpientes, y la curación que se conseguía mirando a la serpiente de bronce enarbolada por Moisés. Podría ser que esta serpiente recordara restos de idolatría en la región.

         Con frecuencia, este animal era divinizado en las diversas culturas, por ejemplo como símbolo de la fecundidad. Parece que se permitió exhibir una imagen de la serpiente incluso en el Templo de Jerusalén, por la antigüedad de la costumbre y la interpretación más religiosa que se le daba en relación a Dios: hasta que el rey Ezequías mandó destruirla (2Re 18, 4).

         El sentido más probable parece que era éste. En el desierto abundaban las serpientes, que constituían un peligro para el pueblo peregrino. Una plaga especialmente mortal fue interpretada como castigo de Dios por los pecados del pueblo, y así mirar a esa serpiente mandada levantar por Moisés se podía entender como un volver a Dios, reconocer el propio pecado e invocar su ayuda.

         El libro de la Sabiduría valora esta serpiente no en sí misma, sino como recordatorio de la bondad de Dios, cuando el pueblo la mira: "El que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos" (Sab 1, 6-7). No salva mágicamente, sino por la fe. Sería lo que el salmo de hoy nos invita a decir: "Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti, no me escondas tu rostro el día de la desgracia".

         No entendemos cómo podían ser curados de sus males los israelitas que miraban a la serpiente. Pero sí creemos firmemente que, si miramos con fe al Cristo de la cruz, al Cristo pascual, en él tenemos la curación de todos nuestros males y la fuerza para todas las luchas. Sobre todo nosotros, a quienes él mismo se nos da como alimento en la eucaristía, el sacramento en el que participamos de su victoria contra el mal.

José Aldazábal

b) Jn 8, 21-30

         Si no sabemos qué significaba la serpiente del desierto, lo que sí sabemos es que el NT la interpreta como figura de Cristo en la cruz, curando y salvando a cuantos vuelven la mirada hacia él, sobre todo cuando es elevado a la cruz en su Pascua. Es decir, que Jesús es el Salvador.

         En el cap. 8 de Juan, que empezamos a leer ayer, nos situamos ante el tema central del evangelio de Juan: ¿quién es Jesús? Él mismo responde: "Yo soy el de allá arriba, y no soy de este mundo. Cuando levantéis al Hijo del Hombre (en la cruz), sabréis que Yo soy".

         Los que crean en él (los que le miren y vean en él al enviado de Dios y le sigan) se salvarán. Y al revés: "Si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestro pecado". Quienes le oyen no parecen dispuestos a creer: se le oponen frontalmente y el conflicto es cada vez mayor.

         El mismo Jesús, en su diálogo con Nicodemo, nos explica el simbolismo de esta figura: "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna" (Jn 3, 14). Y en otra ocasión: "Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32-33). Este "ser levantado" Jesús se refiere a toda su Pascua: no sólo a la cruz, sino también a su glorificación y su entrada en la nueva existencia junto al Padre.

         Es lo que los cristianos nos disponemos a celebrar en los próximos días. Miraremos a Cristo en la cruz con creciente intensidad y emoción en estos últimos días de la Cuaresma y en el Triduo Pascual. Le miraremos no con curiosidad, sino con fe, sabiendo interpretar el "Yo soy" que nos ha repetido tantas veces en su evangelio. A nosotros no nos escandaliza, como a sus contemporáneos, que él afirme su divinidad. Precisamente por eso le seguimos.

         Una consigna prioritaria de nuestra vida cristiana es la de fijar nuestros ojos en ese Jesús que Dios ha enviado a nuestra historia, y que es el que da sentido a nuestra existencia y nos salva de nuestros males.

José Adazábal

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         El fragmento de hoy forma parte de unos capítulos centrales del 4º evangelio. Jesús sube a Jerusalén para la Fiesta de las Chozas (Jn 7, 2.10), y el lector asistirá a gran número de controversias entre Jesús y los judíos de Jerusalén (los fariseos son nombrados explícitamente en varias escenas), que culminarán en el intento de apedrear a Jesús: "Entonces tomaron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo" (Jn 8, 5.9).

         Son unos capítulos llenos de discusiones doctrinales sobre el origen del Mesías y sobre la validez del testimonio de Jesús sobre sí mismo. La tensión dramática del evangelio llega aquí a un momento verdaderamente culminante. El lector está convencido de que todo lo que va a seguir no puede llevar más que a la muerte de Jesús.

         El contexto litúrgico de estos capítulos forma un trasfondo importante para entender el fragmento de hoy. La Fiesta de las Chozas era para los judíos la fiesta por excelencia de la esperanza mesiánica. En ella la autoproclamación de Dios tenía una fuerza y centralidad sin igual, y los salmos y textos del AT, que probablemente se utilizaban, venían a subrayar esta presencia poderosa de Dios en el templo con el majestuoso "Yo soy" de la liturgia.

         Jesús, en medio de este contexto, se autoproclama "Yo soy". La revelación no puede ser más clara. Y en estas palabras majestuosas, que quieren responder a la pregunta explícita ¿Tú quién eres? (v.25), se da precisamente la razón fundamental del escándalo y del rechazo judío: lo quieren apedrear.

         El 4º evangelio pone un contrapunto a esta actitud negativa radical, y el fragmento de hoy acaba diciendo que "muchos del pueblo creyeron en él" (v.30). La revelación de Jesús ha provocado la división radical: unos la han aceptado y otros rechazado.

         En el evangelio de Juan hay pocos capítulos tan doctrinales como el 7 y 8. El autor ha querido dejar claro a sus lectores que también en el terreno doctrinal hay argumentos para mostrar que Jesús es el Mesías, el hijo de Dios.

         Ahora bien, el evangelista ha dejado igualmente clara una cosa fundamental: la fe o la no-fe no son el resultado de una controversia doctrinal. Tal vez nosotros deberíamos aprender a resituar las diversas actitudes doctrinales. Quizá, por encima de ellas, está la opción por Jesús, que es mucho más radical y, en sí misma, no es doctrinal.

Josep Oriol Tuñí

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         Hoy, martes V de cuaresma, y a una semana de la contemplación de la Pasión del Señor, Jesús nos invita a mirarle anticipadamente redimiéndonos desde la cruz. Como decía San Juan Fisher, "Jesucristo es nuestro pontífice, su cuerpo precioso es nuestro sacrificio que él ofreció en el ara de la cruz para la salvación de todos los hombres".

         "Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre" (v.28), dice Jesús. En efecto, Cristo crucificado (Cristo levantado) es el gran y definitivo signo del amor del Padre a la humanidad caída. Sus brazos abiertos, extendidos entre el cielo y la tierra, trazan el signo indeleble de su amistad con nosotros los hombres. Al verle así, alzado ante nuestra mirada pecadora, sabremos que él es (v.28), y entonces, como aquellos judíos que le escuchaban, también nosotros creeremos en él.

         Sólo la amistad de quien está familiarizado con la cruz puede proporcionarnos la connaturalidad para adentrarnos en el corazón del Redentor. Pretender un evangelio sin cruz, despojado del sentido cristiano de la mortificación, o contagiado del ambiente pagano y naturalista que nos impide entender el valor redentor del sufrimiento, nos colocaría en la terrible posibilidad de escuchar de los labios de Cristo: "Después de todo, ¿para qué seguir hablándoos?".

         Que nuestra mirada a la cruz, mirada sosegada y contemplativa, sea una pregunta al Crucificado, en que sin ruido de palabras le digamos: "¿Quién eres tú?" (v.25). Él nos contestará que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6), la vid a la que sin estar unidos nosotros, pobres sarmientos, no podemos dar fruto, porque sólo él tiene palabras de vida eterna.

         Y así, si no creemos que él es, moriremos por nuestros pecados. Viviremos, sin embargo, y viviremos ya en esta tierra vida de cielo si aprendemos de él la gozosa certidumbre de que el Padre está con nosotros, no nos deja solos. Así imitaremos al Hijo en hacer siempre lo que al Padre le agrada.

José María Manresa

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         El evangelio de hoy continúa los discursos de Jesús que comenzaron en el capítulo séptimo con motivo de la Fiesta de las Tiendas. Como no ha llegado su hora, Jesús sigue revelando su condición divina. En Jn 7, 38 se había revelado como "fuente de agua viva", y en Jn 8, 12 como "luz del mundo".

         Quien rechace la luz y la vida morirá en su pecado. Por esto no podrán ir a donde Jesús está a punto de marchar, pues su ceguera llevará a Jesús hacia la muerte, de donde lo resucitará el Padre para ponerlo de nuevo a su lado. Y a este lugar de la vida, sus adversarios que optaron por la muerte, nunca podrán llegar.

         Los judíos piensan que va a suicidarse. Definitivamente Jesús y sus adversarios se mueven en 2 planos completamente opuestos. Jesús, que es "de arriba", representa por su cercanía a Dios la luz y la vida. Los judíos son "de abajo", quienes con su actitud representan la obstinación, la infidelidad, la mentira y la muerte.

         La afirmación de Jesús suscita la reacción de sus adversarios, que preguntan: "¿Quién eres tú?". La pregunta se puede entender de 2 modos. O los judíos no entendían nada (y mucho menos acerca del "Yo soy"), o quedaron tan sorprendidos escuchando a Jesús usar el nombre de Dios (que él se había dado en el Exodo), que reaccionan con esta pregunta, que tendría el sentido de "¿cómo te atreves a atribuirte el nombre de Dios?".

         Esta 2ª explicación es la más probable, y refleja el estado de la situación. Pues por más que se les explique, no aceptarán esa relación Jesús-Dios o Hijo-Padre. En este momento el discurso de Jesús deja todo para el futuro: con la cruz y la resurrección comprenderán que "Yo Soy".

         El largo discurso de Jesús termina con una expresión de esperanza: "Muchos creyeron en él". Demos gracias a Dios porque a pesar de tanta oposición a la vida, siempre hay un grupo, del cual esperamos ser parte, que cree en el proyecto de Jesús y gasta su vida a su servicio.

         Jesús les explica dónde está la diferencia radical entre ellos y él y, en consecuencia, en qué consiste su pecado: "Vosotros pertenecéis a lo de aquí abajo, yo pertenezco a lo de arriba; vosotros pertenecéis a este orden, yo no pertenezco al orden este" (v.23). Lo de arriba es la esfera de Dios, la del hombre acabado por el Espíritu; lo de abajo, la esfera sin Espíritu, la de los hombres inacabados (carne).

         Por decirlo sintéticamente, arriba-abajo = espíritu-carne = luz-tinieblas = vida-muerte. Y el pecado, esa traición a Dios optando por lo bajero, carnal o tenebroso, llevará a cometer múltiples injusticias (v. 24). La única manera de salir de la dinámica pecado-muerte consiste en reconocer a Jesús como Mesías (o "luz del mundo"; Jn 8, 12) y pasar a la esfera de arriba.

         Así que la pregunta que le hacen ("¿quién eres tú?"; v.5), es innecesaria, pues él ya la ha venido respondiendo y reafirmando: "Yo soy el enviado de Dios" (Jn 5,36; 7,28; 8,18) y el Mesías, aunque no pronuncia ese título sino el anterior, para no prestarse a interpretaciones nacionalistas. Lo cual está avalado por el mismo Dios Padre, y anticipa su final:

"Cuando levantéis en alto al hombre, entonces comprenderéis que yo soy lo que soy y que no hago nada de por mí, sino que propongo exactamente lo que me ha enseñado el Padre. Además, el que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; la prueba es que yo hago siempre lo que le agrada a él. Mientras hablaba así muchos le dieron su adhesión" (vv.27-29).

         "Levantar en alto" (v.28) tiene en la Escritura el doble sentido de muerte y exaltación. El Hijo del Hombre ha aprendido del Padre su oposición a la injusticia; su muerte demostrará su plena coherencia, la de un amor que llega hasta dar la vida, y con ella, su misión divina. Jesús no se acobarda (v.29), porque el Padre lo acompaña y apoya. Reacción favorable de muchos a sus palabras. La claridad de su denuncia ha hecho impresión (v.30).

Juan Mateos

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         Esta semana se va haciendo más compleja para Jesús. Los enemigos pretenden acorralarlo, y Jesús va clarificando para sus oyentes lo que él es de cara al proyecto del Padre: un enviado, pero algo más que un enviado. Empieza a plantearse para sí mismo las consecuencias de su actuar y de su decir.

         "¿Quién eres tú?" será la pregunta que le hagan insistentemente a Jesús, ante la confusión y el deseo de cazarlo en una respuesta y quitarlo del medio. No obstante, Jesús responderá sin problemas, aunque lo quiten del medio: "Yo soy el enviado del Padre", que será levantado y que de todas maneras hará un juicio a sus escuchas.

         De esta manera, Jesús ratifica que su deber es hacer lo que agrada a Dios (no morir de modo masoquista, como nos han enseñado). Y que está dispuesto a morir como una consecuencia de la vida y de lo que hace.

         A nosotros se nos irá imponiendo, a esta alturas de la cuaresma, también la pregunta: ¿Quién es Jesús? ¿Qué significa Jesús para nosotros? Deberíamos responder a estas preguntas, de cara a la vida que nos toca vivir. Y también preguntarnos por la calidad de vida cristiana que llevamos, y las consecuencias que hemos de pagar. O por las consecuencias que hemos evadido. O por el estilo de vida fácil que hemos asumido (vía intermedia), alejado de compromisos y sin coherencia.

         Llegar a conocer a Jesús a través de la justicia de sus obras llevaba necesariamente a conocerlo a través de su muerte. La práctica de la justicia llevó a Jesús a la muerte. Para el poder, la muerte era sólo el precio de la derrota. Por eso, un ajusticiado no podía tener argumentos de triunfo. Era sencillamente un derrotado.

         La lógica de Jesús, contraria a la lógica del poder, consideraba la muerte como fruto de la entrega. En Jesús era la expresión máxima de la presencia activa de Dios en su ser. Por eso, su muerte en razón de la justicia era argumento a favor de su filiación divina.

         Quien no entendiera a Jesús desde la perspectiva de su muerte, no acabaría de entenderlo a cabalidad. El NT nos recuerda que pensar a un Dios crucificado era "un escándalo para los judíos y una locura para los gentiles" (1Cor 1, 23). Sin embargo, Jesús probará la bondad de su causa, precisamente desde la muerte, ya que ella estaba cargada de amor por el hermano. En realidad, no es la muerte en sí misma la que nos acerca correctamente a Jesús. Es la causa de la misma, correctamente entendida, asimilada, vivida, la que nos identifica con él.

         No acompañar a Jesús en su muerte (en la justicia que contenía su muerte) separaba de Jesús para siempre. Los judíos que ajusticiaron a Jesús estuvieron al pie de su cruz para burlarse de él. Pero no estuvieron con él en el contenido de su cruz. No llegar a comprender los contenidos de justicia que acompañan al ser de Dios, separa de Dios.

         Cuando el ser humano llegue a confrontar su vida de injusticia con el ser de Dios que es todo justicia, entrará en esa muerte definitiva de la que habla Juan y que no tiene otra interpretación posible que la contradicción esencial que se genera entre el Dios de la justicia y la vida de quien vivió en injusticia. Este hecho será el más terrible infierno.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El evangelista sitúa hoy a Jesús en el centro neurálgico del judaísmo, en Jerusalén. Y nos lo presenta polemizando con un grupo de judíos que, aparentemente, cuestionan el testimonio que él da de sí mismo. No obstante, lo que realmente se pone en cuestión, por parte de esos judíos, es la identidad de este rabino, al que resulta difícil de enmarcar en una determinada escuela.

         El lenguaje de Jesús resulta enigmático, y parece como si él mismo buscara expresamente rodear su discurso de una cierta oscuridad, nunca del todo esclarecida. Yo me voy (les decía) y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado. Donde yo voy no podéis venir vosotros.

         Habla de ida, pero no aclara a dónde, y simplemente señala que a ese destino no pueden acceder ellos. Las enigmáticas palabras de Jesús les hacen manejar a aquellos oyentes desconcertados conjeturas descabelladas y de escaso gusto, como el posible suicidio del que así se expresaba. Y es que entre ellos comentaban: ¿Será que va a suicidarse?

         Pero no era ésa la intención de Jesús. Lo que sí veía próxima era su partida de este mundo. Me voy (les aseguraba) y notaréis mi ausencia. Cuando me haya ido, me echaréis en falta y me buscaréis.  Pero ¿con qué propósito?, cabe preguntarse. ¿O tal vez con el ánimo de rectificar el error cometido, dando muerte a un inocente?

         Pero Jesús no les augura un buen futuro, y por eso les dice: Moriréis por vuestro pecado. Ese pecado no es otro que la incredulidad, aunque esta incredulidad sea a su vez fruto de la ceguera, de una ceguera culpable. Semejante pecado les acarreará la muerte, no la muerte a que dio origen el pecado de Adán, sino otra muerte aún peor, la eterna.

         Incredulidad es no creer en su testimonio por falta de fe en él. Incredulidad es no creer en él como lo que es y como el que es. Incredulidad es no creer en él como el enviado del que es veraz (porque es la verdad misma), como el Hijo del Padre y como el que es: Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que yo soy.

         Ese yo soy tenía una resonancia especial, y remitía al yo soy que oyó Moisés en su experiencia teofánica de boca del Dios de sus antepasados, que le enviaba a liderar al frente de su pueblo la descomunal epopeya de la liberación de Egipto. Era el nombre que el Dios liberador se daba a sí mismo al ser preguntado por su propia identidad. Quien enviaba a Moisés a esta magna empresa era Yahveh, el que es.

         Este sería su nombre desde entonces y para siempre: el nombre del Dios de la Alianza. Aquí, Jesús parece querer usurpar el mismo nombre de Yahveh. Pero no, Jesús no es ningún usurpador que pretenda arrebatar a otro un poder que no le pertenece.

         Jesús se siente (y así lo proclama) simplemente como el enviado del Padre, como alguien que no hace nada por su cuenta (independientemente de quien lo envía) y como alguien que todo lo que hace y dice es lo que ve hacer y decir al Padre (alguien que no obra nada que no sea del agrado del Padre). Por tanto, como alguien que se sabe enteramente dependiente de la voluntad de otro, su Padre.

         Aquellas palabras, que provocaron la fe de muchos, fueron también piedra de tropiezo para otros. Muchos judíos se escandalizaron al oír hablar a Jesús en ese tono tan familiar y próximo de su relación con Dios. Esto fue precisamente lo que escandalizó a aquellos judíos contemporáneos de Jesús: su modo de hablar de Dios y de su relación con él, algo que les obligaba a hacerse y a hacerle esta pregunta: ¿Quién eres tú? ¿Por quién te tienes?

         Es evidente que Jesús se tenía por alguien que, tras su ida, sería buscado, y que a diferencia de sus oyentes no era de este mundo, siendo plenamente hombre y habiendo nacido de mujer. Se tenía por alguien que reclamaba fe, como el mismo Yahveh (Dios de la Alianza), y que estaba en permanente comunicación con Dios Padre (por el cual había sido enviado y cuya voluntad tenía siempre a la vista).

         Jesús se tenía a sí mismo como el que es, algo que se pondría de manifiesto sobre todo cuando fuera levantado en alto (en la cruz). Entonces, revelaría claramente al mundo su condición de aliado supremo del hombre decidido a sellar la alianza con el sacrificio de su propia vida en el altar de la cruz. Este mismo sacrificio le lleva a reclamar de los beneficiarios un acto de fe en su lealtad y en su verdad, y en su condición de enviado del Padre para sellar la nueva y definitiva Alianza.

         No aceptar su testimonio, no creer, es perpetuarse en la incredulidad y morir en este estado de pecado y a causa del mismo pecado. La polémica de Jesús con los judíos saca finalmente a flote el gran obstáculo que impide la acción de Dios en el hombre, el pecado por excelencia, la incredulidad, un pecado de consecuencias devastadoras, un pecado que acarrea la muerte: Si no creéis que yo soy, moriréis por vuestros pecados.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 19/03/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A