23 de Marzo

Sábado V de Cuaresma

Equipo de Liturgia
Mercabá, 23 marzo 2024

a) Ez 37, 21-28

         La división del pueblo elegido en 2 reinos (Israel y Judá) a la muerte de Salomón, con sus secuelas de enemistades y odios entre los 2 pueblos hermanos, era un hecho que había preocupado a muchos israelitas, y la unión de los dos reinos era también tema de muchos oráculos mesiánicos. La restauración y resurrección (lectura de ayer) no se podrá conseguir sin la reunificación del país.

         La lectura de hoy nos presenta una acción simbólica, con su interpretación correspondiente, que termina con unas promesas mesiánicas. La acción es sencilla: Ezequiel toma 2 varas, una lleva el nombre de Judá (es decir, el Reino del Sur) y la otra el de "José, el tronco de Efraín" (es decir, el Reino del Norte).

         Efraín, hijo de José, era la tribu más importante del Reino del Norte (Gn 48), y en la mano de Ezequiel estaban las dos partes de Israel unidas, de forma que parecen una sola vara. Se significa así la unidad de los 2 reinos, insistentemente manifestada con la expresión "uno solo".

         Pero los 2 reinos están ahora en el exilio, pues hacia el 721 a.C cae Samaría (capital del Reino del Norte) y hacia el 587 a.C Jerusalén (capital del Reino del Sur), y sus habitantes son llevados al exilio. Por eso, como primer paso, es preciso que todos los desterrados vuelvan a la patria, a una patria que será común gobernada por un solo rey: un rey davídico, dado que la unidad 1ª (la constitución de las 12 tribus en un solo pueblo) fue obra de David.

         Reunidos ambos reinos comenzará la alianza nueva, la vida nueva cimentada en el cumplimiento de las leyes de Yahveh, sobre todo en su recto conocimiento y culto (v.23). Así volverán a habitar una misma tierra, bajo un mismo rey y en la presencia constante de un mismo Dios. En otras palabras: "Yahveh será su Dios y ellos serán su pueblo", que es la alianza definitiva y eterna que se hará realidad en la persona de Cristo (Lc 22, 20). Esta es la meta del camino de la renovación y de la restauración.

         La Iglesia vive en estos tiempos de la nueva alianza, unos tiempos que han de estar marcados por la unidad y no por la división y el odio, una unidad que se alcanza por una fidelidad cada vez más completa a las enseñanzas del Señor, una unidad que sobrepasa el legítimo pluralismo que puede haber en todos los campos.

         Recordemos la intensa plegaria de Jesús por la unidad (Jn 17, 20), y recordemos también que "él es nuestra paz, el que de los dos pueblos hizo uno" (Ef 2, 14). Pues "ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni libre, ya no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gal 3, 28).

José Manglano

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         El profeta Ezequiel asegura hoy no solo el retorno de Israel a su tierra, sino también su purificación. Los miembros del pueblo elegido se congregarán bajo el báculo de un nuevo David, que reinará para siempre, luego de pactar una alianza eterna.

         Todo ello se realiza en Cristo, verdadera presencia de Dios en su pueblo. Todo es nuevo y eterno en Cristo, lo que muestra su trascendencia mesiánica. Los judíos no lo ven ni quieren verlo, y de momento tampoco los apóstoles.

         San Teófilo de Antioquía dice al respecto: "Dios se deja ver de los que son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienes bañados de tinieblas y no pueden ver la luz del sol" (Libro I, II, 7). Y San Agustín: "Que tus obras tengan por fundamento la fe, porque creyendo en Dios, te harás fiel" (Comentarios, Salmo 32).

         El Canto de Jeremías del salmo responsorial es un anuncio de libertad y de unidad para el pueblo de Dios disgregado en Babilonia: "Dios dará la libertad a Israel". Si antes del cautiverio el pueblo de Dios conoció la división en dos reinos, ahora, el que dispersó a Israel lo reunirá. Fue el pecado y la infidelidad lo que dividió al pueblo de Israel, lo que disgregó ya en los días de Babel a la humanidad entera.

         Pero Dios reunirá definitivamente a su pueblo. Así lo ha prometido por los profetas y con ese fin envió a su Hijo unigénito: "Escuchad, pueblos, la palabra del Señor, anunciadla en las islas remotas; el que dispersó a Israel lo reunirá, lo guardará como pastor a su rebaño. Porque el Señor redimió a Jacob, lo rescató de una mano más fuerte. Vendrán con aclamaciones a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor".

Manuel Garrido

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         En la 1ª lectura de hoy el profeta anuncia la restauración mesiánica de Israel después de los sufrimientos del exilio. Es la continuidad de la promesa hecha a los patriarcas, a Moisés y a David. Dios establecerá una Alianza nueva y definitiva de paz y de bienestar con su pueblo. Grande amor el de Dios, que no muere ni defrauda.

         Ezequiel cumple su papel de profeta anunciando un cúmulo de cosas que interesan sobremanera a Israel, y que nos interesan también a nosotros: las idolatrías, crímenes, infidelidades de Israel son un hecho innegable. Y, a razón de esos errores, divisiones, pérdida de poder e infidelidades... han sobrevenido muchos males, como por ejemplo el destierro.

         Pero en el plan de Dios ese destierro no es el final del camino: Dios sigue siendo fiel, compasivo y misericordioso. Y tras la destrucción (del templo, pueblo y comunidad) volverá a amanecer nuevamente la obra de su mano poderosa (es decir, el retorno, la unidad y la paz). Efectuado el retorno e implantada la paz, la alianza de amor se restablecerá con caracteres indelebles, y ya no hará nuevos fracasos: "Israel será mi pueblo, y Yo seré su Dios".

         Dentro de una semana estaremos ya en el corazón de la Pascua, meditando junto al sepulcro de Jesús. Pero el sepulcro no es la última palabra. Hoy el profeta Ezequiel nos pregona el programa de Dios, que es todo salvación y alegría y en el que Dios

-restaurará a su pueblo haciéndole volver del destierro,
-unificará a los dos pueblos (Norte y Sur, Israel y Judá) en uno solo: como cuando reinaban David y Salomón,
-purificará al pueblo, y le perdonará sus faltas,
-enviará un pastor único, un buen pastor, para que los conduzca por los caminos que Dios quiere,
-hará volver a su pueblo a la tierra prometida,
-sellará de nuevo con los hebreos su alianza de paz, y pondrá su morada en medio de ellos.

         ¿Cabe un proyecto mejor? Es también lo que dice Jeremías en el salmo responsorial, haciendo eco a Ezequiel, en el pasaje que nos sirve de canto de meditación: "El Señor nos guardará como pastor a su rebaño, y el que dispersó a Israel lo reunirá, convirtiendo su tristeza en gozo".

José Aldazábal

b) Jn 11, 45-57

         El desenlace del drama de Jesús ya se acerca a su fin, y por eso escuchamos hoy cómo se reúne el Sanedrín, asustado por el eco que ha tenido la resurrección de Lázaro, y en una sesión extraordinaria delibera sobre lo que hay que hacer con Jesús: "darle muerte".

         El evangelista Juan extrae su vocabulario de los salmos de los pobres y de los justos perseguidos, y da a la declaración del sumo sacerdote Caifás una dimensión que no poseía, descubriendo en ella el anuncio de la eficacia universal del sacrificio de Cristo. Una escena evangélica que nos pone en disposición de iniciar el camino hacia la Semana Santa.

         En efecto, Caifás acierta sin saberlo con el sentido que va a tener la muerte de Jesús: que "iba a morir, no sólo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios dispersos". Así se cumplía plenamente lo que anunciaban los profetas sobre la reunificación de los pueblos. La Pascua de Cristo va a ser salvadora para toda la humanidad.

         Los planes de Dios tienen una finalidad: restañar nuestras heridas, desterrar nuestras tristezas y depresiones, perdonar nuestras faltas, corregir nuestras divisiones. ¿Estamos dispuestos a una Pascua así?

         En nuestra vida personal y comunitaria, ¿nos damos cuenta de que es Dios quien quiere celebrar una Pascua plena en nosotros, poniendo en marcha de nuevo su energía salvadora, por la que resucitó a Jesús del sepulcro y nos quiere resucitar a nosotros? ¿Se notará que le hemos dejado restañar heridas y unificar a los separados y perdonar a los arrepentidos y llenar de vida lo que estaba árido y raquítico?

José Aldazábal

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         Asistimos en el pasaje de hoy a un drama, en el que se trama la muerte de Jesús. En lenguaje histórico, es la lucha a muerte de los judíos contra Jesús, pero en lenguaje espiritual se trata de la guerra de las tinieblas contra la luz.

         Jesús no es sólo una figura humana que destella divinidad y humanidad, sino que concentra contra sí una gran animosidad, y una gran resistencia contra el ser mismo de Dios. En lo más profundo del corazón del hombre dormita, junto a la nostalgia de la fuente eterna, origen de todo lo creado, y que es la única que mantiene la plenitud absoluta, la rebelión contra el mismo Dios; o lo que es lo mismo, el pecado que espera la ocasión propicia para actuar.

         Cualquier pretexto le sirve para ponerse a la obra: el que Jesús cure en sábado, el que coma con los pobres y calumniados, el que viva una vida suficientemente ascética, el que resucite a un muerto... El verdadero motivo no es nunca el que se da a conocer, antes bien es el movimiento misterioso, incomprensible, que subleva el corazón del hombre caído contra Dios.

         Se percibe claramente lo que va a suceder, y se dice expresamente que "es preciso que muera uno por la salvación del pueblo". Pero todavía no ha llegado la hora y el poder de las tinieblas. En medio de este mundo malévolo aparece irresistible y egregia la figura de Jesús, ante la cual se estrella la violencia humana. Todas las maquinaciones humanas en contra de él no van a adelantar ni un segundo su hora. Morirá cuando él quiera.

Gonzalo Fernández

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         Tras la resurrección del cadavérico Lázaro, muchos de los judíos habían dado "su adhesión a Jesús" (v.45), mientras el resto perdía el miedo a la muerte, sin interpelar ni establecer diferencia alguna entre los judíos y los discípulos de Jesús. De esa manera, por fin la comunidad judía se ha convertido en un testimonio del amor de Dios, que libra al hombre del temor más profundo, raíz de todas las esclavitudes.

         En cambio, los incondicionales del orden injusto (v.46) dan la noticia de la resurrección de Lázaro a los fariseos, que empiezan a controlar la situación (Jn 9, 13), pues que los judíos tengan vida y sean libres es para ellos motivo de inquietud. Por eso, los sumos sacerdotes y los fariseos se reúnen para deliberar sobre su modo de proceder: "¿Qué hacemos?, porque ese hombre realiza muchas señales. Y si lo dejamos seguir así, todos van a darle su adhesión" (vv.47-48).

         En efecto, Jesús realizaba "muchas señales", hechos que apuntaban a una realidad superior, que ellos se niegan a reconocer. Se trataba de señales liberadoras, y ellos (los opresores) las ven como un peligro para su hegemonía (v.48), pues que los hombres pierdan el miedo a la muerte alarma al sistema de poder.

         Los adversarios de Jesús buscan en el terreno político (los romanos), por tanto, un motivo que justifique su oposición a Jesús, y se ponen de acuerdo en la estrategia a seguir: un alboroto mesiánico habría provocado la intervención romana. No se preguntan si Jesús es verdaderamente el Mesías; Dios no entra en sus cálculos.

         Caifás (v.49), el que actúa como jefe del pueblo, ejerce su función, proponiendo una salida: sacrificar a un hombre en beneficio del pueblo. Habla con rudeza, no respeta al Consejo ("no tenéis idea") y apela al interés corporativo ("os conviene"; v.50).

         En Israel, el sumo sacerdote había sido instituido para ser intermediario entre Dios y el pueblo, y como tal Dios habla ahora por su medio, anunciando que "Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios dispersos" (vv.51-52). Este es el designio de Dios. Los sacerdotes usan la injusticia para defender el templo y la nación, y quieren derramar sangre inocente, dando por zanjado el asunto de Jesús: "los suyos no lo acogieron" (Jn 1, 11).

         Las palabras de Caifás fueron una profecía, pues "el pueblo" a que él se refería no sería sólo el de los judíos, sino que abarcaría a hombres de todas las razas y pueblos. Su distintivo no será la consanguinidad con Abraham (Jn 8, 33.37.39) sino la consanguinidad con Dios (los hijos de Dios) por haber nacido de él (Jn 1, 13) mediante el Espíritu (Jn 3, 6).

         "Reunir en uno", "lo uno" y "la unidad" son expresiones que recoge el evangelista, para designar el reino de Dios. La muerte de Jesús por el pueblo universal será la del pastor que da la vida para defender a sus ovejas y darles vida (Jn 10,10). El discurso de Caifás tiene éxito (v.53), y la sentencia es unánime ("acordaron matarlo"; v.53), pues ahora tienen por padre no a Dios, sino al enemigo (el "homicida desde el principio"; Jn 8,44).

         Ante el rechazo definitivo de la institución judía, Jesús marcha a Efraín (pseudónimo de Samaria), el pueblo que lo recibió (Jn 4, 30.39) y primicia de los pueblos que lo aceptarán. El ámbito de Jesús está ya fuera del mundo judío, y allí tendrá su ciudad (simb. su comunidad).

         Por 3ª vez se nombra ahora la Pascua de los judíos (vv.55-57), en alusión a las 2 pascuas anteriores (la tierra prometida y el templo antiguo) que ahora iban a quedar definitivamente sustituidas, por el nuevo Reino de Dios y el nuevo santuario (Jn 2,19), de donde brotará el agua del Espíritu (Jn 7,39; 19,34).

         En las 2 primeras pascuas la gente subía a purificarse, (2Cr 30, 15-2,9), pero gracias a la muerte de Jesús va a surgir la auténtica purificación (Zac 13,1; 14,8). Jesús no irá a dicha fiesta (la Pascua judía), sino que va a celebrar la suya propia (la Ultima Cena). Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los fariseos tenían dada la orden de que "si alguien se enteraba de dónde estaba, que avisara y le prendieran" (v.57).

Juan Mateos

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         Los fariseos y los sumos sacerdotes estaban preocupados porque Jesús atraía cada vez más seguidores. Temían que, de continuar así, todos creyeran en él y se pusiera en peligro la nación. Por eso llegaron a la conclusión de que era necesario matar a Jesús. Era preferible que muriera uno sólo, a que peligrara la nación entera.

         El evangelio de Juan, con estos planteamientos, nos coloca en el punto central de la vida de Jesús: el significado comunitario de su muerte y la razón de la misma. Juan llega a la convicción de que la doctrina de Jesús era una amenaza para el sistema social instaurado en Israel por judíos y romanos. Creer en Jesús significaba dejar de creer en el proyecto social dominante. Y si esto sucedía, el Imperio actuaría con todo su poder.

         Esto nos lleva a sacar conclusiones como éstas: la muerte de Jesús fue planeada por los que detentaban el poder; no fue algo accidental, ni algo que hubiera sido querido directamente por Dios.

         La muerte de Jesús fue el fruto de la libertad de unos líderes que decidieron acabar con la vida de una persona que ponía en peligro sus planes, porque movía las conciencias dándoles contenido crítico y porque sus actos cuestionaban unas estructuras diseñadas para que unos cuantos vivieran bien, a costa del trabajo de muchos. Ante el peligro que corrían si el pueblo se organizaba entorno a las ideas de Jesús, una vida no tenía valor para ellos.

         Jesús, según los planes de los líderes, tenía que desaparecer. Sin embargo, su muerte y la causa de la misma, dejaría huellas imborrables en las conciencias de los seres humanos. Su muerte era sólo el principio de un proceso que duraría por todos los siglos. Los que compartieron con él pusieron en marcha este proceso. Las ideas de Jesús, que han llegado hasta nosotros, están vivas. Todos los días nos interrogan y, por lo mismo, tienen la capacidad de transformarnos, de rendirnos.

Emilliana Lohr

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         Hoy, de camino hacia Jerusalén, Jesús se sabe perseguido, vigilado y sentenciado, porque cuanto más grande y novedosa ha sido su revelación (el anuncio del Reino), más amplia y más clara ha sido la división y la oposición que ha encontrado en los dirigentes judíos (vv.45-46).

         En las palabras negativas de Caifás ("os conviene que muera uno"; v.50), el evangelista Juan asume que la redención de Jesús será obrada por nosotros. Jesús, el Hijo unigénito de Dios, morirá en la cruz muere por amor a todos, y para hacer realidad el plan del Padre: "reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (v.52).

         Ésta es la maravillosa creatividad de Dios. Pues Caifás, con su sentencia, cree eliminar (odiosamente) a un idealista, mientras que el Padre, en cambio, está convirtiendo aquella sentencia (malévola) en una obra de amor redentora, para que a cada hombre llegase la sangre derramada por su Hijo Jesucristo.

         De aquí a una semana cantaremos, en solemne vigilia, el Pregón pascual, y a través de esa maravillosa oración, haremos alabanza del pecado original. Y no lo haremos porque desconozcamos su gravedad, sino porque Dios, en su bondad infinita, ha obrado proezas, como respuesta al pecado del hombre.

         Lo haremos porque, ante el disgusto original, él ha respondido con la encarnación, con la inmolación personal y con la institución de la eucaristía. Por esto, la liturgia cantará el próximo sábado: "¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Oh feliz culpa que mereció tal Redentor!".

         Ojalá que nuestras sentencias (como la de Caifás) no sean impedimentos para la evangelización, ya que de Cristo recibimos el encargo, también nosotros, de reunir los hijos de Dios dispersos: "Id y enseñad a todas las gentes" (Mt 28, 19).

Xavier Romero

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         Estamos en el último día de la Cuaresma, y ya mañana estaremos en otro tipo de experiencia. Pero detengámonos en el desenlace de lo que sucede hoy: "conviene que uno muera por el pueblo".

         Nos encontramos con la decisión que decide adoptar oficialmente la religión judía, respecto a Jesús: que muera. Se trata del perfecto retrato de las autoridades judías, que con ese tipo de elucubración deciden adoptar la solución más fácil y más cómoda, para no tener que moverse ellos de sus sillones, ni ponerse en camino de conversión. Y lo hacen contraponiendo la palabra del hombre (del sumo sacerdote) a la Palabra de Dios (que ellos sabían que les obligaba a la conversión).

         Tras dicha decisión, Jesús se va a marchar de Israel, y se va a establecer en Efraín con sus discípulos. Vuelve a sus inicios ocultos y solitarios, pero esta vez bien acompañado, por esa comunidad que representaba ya visiblemente al Reino de Dios.

         La pregunta que los judíos se hacían era sobre si Jesús iría o no a la celebración de la Pascua, y poco más. Claro que Jesús acudirá, pero para enfrentarse directamente a ellos, o enfrentarlo a ellos con el Reino que él ya había establecido.

         Queda pendiente sobre Jesús una condena, una acusación, una traición. Queda Jesús con una vida, con una misión cumplida, una comunidad de hermanos. Quedamos nosotros en esta cuaresma, con un trabajo, una misión, una comunidad.

         El compromiso se hará realidad en la vida, el sitio y el trabajo que nos corresponde en la historia, ésa que se repite pero que progresa, esa misma cuaresma de hace años, que vivimos hoy pero que deja unas tareas diferentes a las de ayer. Esta Cuaresma debería habernos dejado convertidos y transformados, o al menos con ganas de escuchar la palabra de Dios y actuar en consecuencia, como Jesús.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El evangelista sitúa hoy a Jesús en Betania, localidad cercana a Jerusalén, y estando ya muy próxima la Pascua judía. El evangelista nos informa que muchos judíos habían acudido a casa de María, la hermana de Lázaro, y al ver lo que había hecho Jesús con éste (rescatándolo del sepulcro y devolviéndole la vida) creyeron en él.

         Este hecho de la resurrección de Lázaro era un signo demasiado evidente del poder de Jesús sobre la muerte que se había adueñado de un ser vivo. Un signo, por tanto, de su poder vivificante, equivalente al poder del Creador.

         Jesús había sido acusado de "hacerse Dios" siendo un simple hombre, y con tales acciones demostraba tener el poder de Dios. También había dicho que si no creéis en mí, creed al menos las obras que yo hago. Y en razón de esta obra extraordinaria (la resurrección de Lázaro, que llevaba 4 días enterrado), muchos judíos creyeron en él. Otros, sin embargo (los partidarios de los fariseos), acudieron a estos para contarles lo sucedido.

         E inmediatamente se pusieron en movimiento. Convocaron el Sanedrín y se pusieron a deliberar: Este hombre hace muchos milagros (dan por hecho, por tanto, que hay obras extraordinarias). Si lo dejamos seguir, todos creerán en él y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación. Su temor parecen ponerlo en la intervención de los romanos, que acabarían destruyendo el templo y la nación, a consecuencia de la nueva fe en Jesús y del movimiento generado por sus acciones mesiánicas.

         Lo que temen en realidad estos dirigentes es quedar privados de su autoridad y poder religiosos ante el gran empuje representado por este rabino heterodoxo, que era para ellos Jesús de Nazaret, y cuya fuerza de persuasión resultaba imparable. Este era su verdadero miedo, como ellos mismos reconocen: Si le dejamos seguir, todos creerán en él. El que era sumo sacerdote aquel año, Caifás, dijo alarmado: Vosotros no entendéis ni palabra: no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y no que perezca la nación entera.

         El evangelista Juan entiende que en estas palabras había una profecía, pues Dios también se sirve de los indignos para anunciar cosas que tendrán cumplimiento en el futuro. Y Caifás, aún indigno, no dejaba de ser sumo sacerdote. Seguramente Caifás no veía más allá de un corto horizonte histórico, presagiando un próximo desastre nacional del pueblo judío si no cortaban de raíz el vertiginoso movimiento iniciado por Jesús. Y por eso expone la conveniencia de una muerte, la del maestro de Nazaret, por salud nacional.

         Y aquí se encerraba la profecía, porque se estaba sentenciando que Jesús había de morir por la nación; y no sólo por la nación (como había declarado Caifás), sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos.

         La muerte de Jesús, en efecto, será una muerte por y para: por la nación (para que no sea destruida) y para reunir a los hijos de Dios (los futuros creyentes) dispersos por todas las naciones. La congregación de los hijos era un propósito divino muy antiguo como puede apreciarse en textos como el del profeta Ezequiel: Voy a recoger a los israelitas de las naciones a las que marcharon; voy a congregarlos de todas partes. Los haré un solo pueblo en su tierra. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios (Ez 17, 21-24).

         La muerte de Jesús habría de tener un profundo alcance y una honda significación. Será una muerte vicaria y benéfica para muchos: para todos los congregados por la fe en el nuevo pueblo de Dios. Jesús morirá en lugar de los pecadores y para la salud de los creyentes que se congregarán en torno a él. En el momento mismo en que se dicta sentencia de muerte contra él, ésta adquiere ya trazas de muerte redentora, con un poder de convocación inimaginable.

         Y como aquel mismo día las autoridades judías habían tomado la firme decisión de darle muerte, Jesús ya no andaba públicamente con los judíos, sino que se retiró a una pequeña localidad de la región vecina y poco poblada, llamada Efraín. Allí pasaba el tiempo en compañía de sus discípulos y a la espera de los tiempos de la consumación.

         Porque Jesús no se había retirado para morir sin sobresaltos y olvidado de todos en su camastro y a una edad longeva. Jesús se había retirado de la escena pública sólo momentáneamente, esperando el momento propicio para su reaparición, que habría de coincidir con la próxima Pascua, y más en concreto con el sacrificio del Cordero Pascual, haciendo realidad las palabras, también proféticas, de Juan el Bautista: He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Esperar el momento propicio era esperar a la hora marcada por el Padre para el sacrificio.

         Pero la hora del sacrificio era también la hora de la consumación de la misión y la hora de la plena manifestación del amor o de la entrega: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su propio Hijo. Jesús se estaba preparando, y quizá también preparando a sus discípulos, para la hora suprema del martirio. Toda su vida había sido un testimonio del amor de Dios por el hombre, y llegaba el momento de sellar este testimonio con la propia sangre.

         El momento de la rúbrica o del sello es siempre el momento solemne en el que se refrenda el compromiso o el acuerdo. Si ese sello se plasma con la propia sangre, y con toda la sangre, entonces el compromiso es máximo y el testimonio insuperable. Así rubricó Jesús su testimonio mesiánico.

         Los judíos que habían subido a Jerusalén antes de la Pascua para purificarse, se preguntaban si Jesús, el sentenciado a muerte, acudiría a la fiesta a pesar de la sentencia dictada contra él. ¿Cómo no iba a acudir a su fiesta, a su Pascua, a la Pascua en la que él mismo sería cordero pascual y sacerdote oferente?

         Todos los datos históricos nos hablan de que Jesús fue muy consciente de lo que le esperaba en Jerusalén. Por eso acudirá a la fiesta y lo preparará todo con detalle. Es su hora suprema. Ha venido para esto, llega a decir. Aquí se completará su misión. Pero esta misión completada en él y por él, tendrá que completarse aún en cada uno de los hijos de Dios congregados de la dispersión, es decir, en cada uno de nosotros.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 23/03/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A