15 de Febrero

Jueves de Ceniza

Equipo de Liturgia
Mercabá, 15 febrero 2024

a) Dt 30, 15-20

         Desde el inicio de la Cuaresma se nos ofrece un programa de peregrinación hacia la Pascua. Un camino que versará sobre la experiencia de la vida y de la muerte, que los hombres vamos acumulando a lo largo y ancho de nuestros días, y no sólo a nivel de ritos vacíos de contenido.

         La lectura hoy del libro del Deuteronomio nos exhorta a elegir entre 2 posibilidades: la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Y nos insta a que elijamos la vida y no la muerte, la bendición y no la maldición. Pero la vida (y la bendición) tiene su origen y término en Dios, luego ya sabemos la forma de recorrerlo: amando a Dios, pegándonos a él, escuchando su voz y siguiendo sus caminos.

         Para cumplir ese propósito, es imprescindible arraigarse únicamente en el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Dios de vivos y fuente de la vida), y no en el resto de ídolos, que están muertos y provocan la muerte a quienes confían en ellos (y a otros muchos que se colocan en su línea de influencia). Dios está vivo y activo, cuida de la vida y lleva la vida hasta la plenitud.

         El tema de los 2 caminos (el de la vida y el de la muerte) es un clásico de las literaturas religiosas de la antigüedad. En el caso del Deuteronomio, la vida y la felicidad dependen de la obediencia a los mandamientos del Señor, y el camino de la muerte y la desgracia obedecen a un corazón desviado (el de la idolatría). La llamada de Dios coloca al hombre ante el dilema de la bendición o la maldición, y anima amablemente a escoger la senda buena.

         Quien vive esta fe, y la hace experiencia propia, podrá llegar a decir: Vale la pena amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Vale la pena apegarse a él, como el musguito a la piedra, en confianza absoluta y radical. Vale la pena prestarle atenta escucha y convertirse en oyente de su Palabra, poniéndose en sus manos amorosas como un niño en brazos de su madre. Vale la pena seguir sus caminos, aun cuando no sean nuestros caminos y aun cuando ponga éstos patas arriba.

         Quien se arraiga en este suelo nutricio experimentará progresivamente que, cuanto emprende, tiene buen fin (tal como promete el salmo responsorial de hoy), y vivirá en la esperanza de que su vida será como un árbol plantado al borde de la acequia, que da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas.

José Vico

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         Moisés dirige a su pueblo un discurso, cuyo resumen leemos hoy. Y les dice que les vendrá toda clase de bendiciones si son fieles a Dios, y que de no hacerlo les sobrevendrán desgracias de las que ellos mismos tendrán la culpa. Todo ello, planteado en forma de libre alternativa, ante la encrucijada en que se encuentran en su camino: si escogen la voluntad de Dios, encontrarán vida, y si se dejan arrastrar por las tentaciones (y adoran a dioses extraños), estarán condenados a la muerte.

         Es lo mismo que repite el salmo responsorial de hoy, a través de la comparación de un árbol que florece y prospera si sabe estar cerca del agua: "Dichoso el que ha puesto su confianza en el Señor, que no entra por la senda de los pecadores. Será como árbol plantado al borde de la acequia". Pero "no así los impíos, no así. Serán paja que arrebata el viento; porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal".

         Si Moisés urgía a los israelitas a decidirse ante esta difícil alternativa, mucho más fácil lo tenemos nosotros, que hemos experimentado la salvación de Cristo Jesús. Pero para ello tenemos que reavivar una y otra vez (cada año, en la cuaresma) la opción preferencial por él, adentrándonos en sus caminos. Porque también a nosotros nos va en ello la vida o la muerte, nuestro crecimiento espiritual o nuestra debilidad creciente.

         Ahí está nuestra libertad, ante la encrucijada. Una libertad que la lectura de hoy nos anima a tomar de forma responsable y renovada, como los religiosos que renuevan cada año sus votos, o como los cristianos que renuevan cada Pascua sus compromisos bautismales.

José Aldazábal

b) Lc 9, 22-25

         Hoy Jesús nos pone ante una alternativa, pues el camino que propone es el mismo que él va a seguir. Ya desde el inicio de la cuaresma se nos propone la Pascua completa: la muerte y la nueva vida de Jesús. Ese es el camino que lleva a la salvación.

         En efecto, Jesús propone hoy una serie de antítesis dialécticas, que no dejan de ser paradójicas: el discípulo que quiera "salvar su vida" ya sabe qué tiene que hacer: "que se niegue a si mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo". Mientras que si alguien se distrae por el camino con otras apetencias, "se pierde y se perjudica a sí mismo". Y concluye: "El que quiera salvar su vida, la perderá. Y el que pierda su vida por mi causa, la salvará".

         La cuaresma es tiempo de opciones, y nos invita a revisar nuestra dirección en la vida. Desde el año pasado, seguramente habrá crecido en nosotros (y más de la cuenta) el hombre viejo, y estaremos más propensos a desviarnos que a seguir el recto camino. En el pasaje de hoy, Jesús nos invita a no podemos conformarnos con lo que ya somos, ni a seguir con el estilo de vida que llevamos.

         La palabra hoy, que la la lectura repite varias veces, nos sitúa bien: para nosotros el hoy es esta cuaresma que acabamos de iniciar. Nosotros hoy, este año concreto, somos invitados a hacer la opción: el camino del bien o el de la dejadez, la marcha contra corriente o la cuesta abajo.

         Todos tenemos la experiencia de que el bien nos llena a la larga de felicidad, nos conduce a la vida y nos hace sentir las bendiciones de Dios. Y de que cuando hemos sido flojos y hemos cedido a las varias idolatrías que nos acechan, a la corta o a la larga nos tenemos que arrepentir, nos queda el regusto del remordimiento y padecemos muchas veces en nuestra propia piel el empobrecimiento que supone abandonar a Dios.

         Por supuesto, el camino que nos propone Jesús (el que siguió él) no es precisamente fácil, sino más bien paradójico (la vida a través de la muerte). Es un camino exigente, que incluye la subida a Jerusalén, la cruz y la negación de sí mismo: saber amar, perdonar, ofrecerse servicialmente a los demás, crucificar nuestra propia voluntad: "Los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias" (Gal 5, 24).

         Ése es el camino que vale la pena, el que siguió Jesús. La Pascua está llena de alegría, pero también está muy arriba: es una subida hasta la cruz de Jerusalén. Lo que vale, cuesta, y todo amor supone renuncias.

José Aldazábal

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         Seguir a Jesús se identifica con perder la vida. En un lenguaje evidentemente cristiano, la Iglesia representa simbólicamente esa actitud con la exigencia de cargar la cruz de cada día. El gesto de Jesús que sube con su cruz hacia el Calvario y muere aplastado por su peso se convierte en la verdad universal, el principio de interpretación en que se basa toda nuestra historia.

         Los modelos de las viejas religiones de la tierra ya no sirven. Por eso la grandeza del hombre no consiste en trascender la finitud de la materia, subiendo hasta la altura del ser de lo divino (mística oriental) ni consiste en identificarnos sacramentalmente con las fuerzas de la vida que laten en la hondura radical del cosmos (religión de los misterios) ni es perfecto quien cumple la ley hasta el final (fariseísmo) ni el que pretende escaparse del abismo de miseria del mundo, en la esperanza de la meta que se acerca (apocalíptica).

         Frente a todos los posibles caminos de la historia de los hombres, Jesús nos ha trazado su camino: "El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo". Cargar la cruz de Jesús significa escuchar su mensaje del Reino, adoptar su manera de ser y cumplir hasta el final la urgencia de su ejemplo: ofrecer siempre el perdón, amar sin limitaciones, vivir abiertos al misterio de Dios y mantenerse fieles, aunque eso signifique un riesgo que nos pone en camino de la muerte.

         Desde esta exigencia, la Iglesia se definirá como el conjunto de los hombres que se mantienen unidos en el recuerdo de Jesús y han tomado su gesto personal como la norma de conducta. En esta perspectiva es imposible dictar unas leyes de moral objetiva a la que todos deban someterse. La verdadera ley (la norma final) es siempre el Cristo: su mensaje de evangelio y su camino de amor hasta la muerte.

         Sobre ese fondo, la ley de Jesús se puede traducir de la siguiente forma: se gana en realidad aquello que se pierde, es decir, lo que se ofrece a los demás, aquello que se sacrifica en bien del otro. Por el contrario, todo aquello que los hombres retienen para sí de una manera cerrada y egoísta lo han perdido.

         La concreción de esta manera de vida es el Calvario: resucita lo que ha muerto en bien del otro. No olvidemos que toda esta ley de la existencia cristiana se formula y tiene sentido como expansión de la verdad de Cristo. Sin su muerte y resurrección todas estas palabras no serían más que un sueño sin sentido.

Josep Rius

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         Jesús veía claro que no se podría evitar el sufrimiento, la cruz. Él no la buscaba, pero la veía inevitable. Si seguía adelante con su propuesta, si se mantenía firme en su predicación a pesar de las presiones, tarde o temprano el conjunto de la realidad social iba a caer sobre él.

         En ese sentido era fácil predecir su pasión. Ésta no le sorprendió a Jesús. Sin duda que tuvo que meditar mucho en ella. Y lógicamente, compartió esos temores y angustias con sus discípulos, así como también compartió con ellos su firme decisión de mantenerse firme y fiel a la misión que el Padre le había encomendado.

         El desenlace de la pasión de Jesús, tuvo para los judíos la consecuencia de ser un hecho maldito. Les resultaban ignominiosos todos los hechos que rodearon al condenado: su ilegalidad, el ser desnudado y el haber sido sometido al escarnio público.

         Como era sabido, sólo era sometido a tal desvergüenza quien cometiera delitos políticos, es decir, quien se atreviera a cuestionar o a proponer cambios a las estructuras políticas del poder romano. Los judíos, que hubieran podido condenar a Jesús por otros delitos, usando otros medios, acusándolo de blasfemo por ejemplo, se empeñan en que lo juzgue el poder político, para someterlo a más vejámenes.

         Si el discípulo evita seguir a Jesús para no afrontar las ignominias y las desvergüenzas a las que lo someterán los opresores sociales, a la hora del encuentro final con el Padre, los ángeles, los santos y toda la comunidad, Jesús también se va a avergonzar de él. En este sentido ser discípulo de Jesús no va a ser en este mundo ninguna gloria, pero de cara a la redención de la humanidad, el proyecto del Reino es lo único que nos puede salvar a todos.

         ¿Por qué otra causa vale tanto la pena vivir y luchar como por la que Jesús nos propone (el amor, el Reino)? ¿Y de qué sirve gastar la vida en la búsqueda de otra cosa que no sea el amor? ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se malogra a sí mismo?

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         Jesús habla hoy de un futuro próximo, y anuncia tiempos de pasión. Y previendo el ya cercano desenlace de su vida, dice de sí mismo: El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día.

         Jesús enuncia los acontecimientos previstos en tono de obligatoriedad (dei = tiene que, es preciso que, conviene que), como si formaran parte de un designio superior irreformable, de una voluntad que estuviera por encima de la suya.

         El Hijo del hombre padecerá porque tiene que padecer, y su padecimiento será consecuencia de un rechazo (por ser considerado indigno de la sociedad que le había acogido) en el que confluirán las voluntades de todos los mandatarios sociales de la nación (ancianos, sumos sacerdotes y letrados) y de una ejecución o consumación del rechazo (fuera de las murallas de Jerusalén), en la que también intervendrán el magistrado y los brazos ejecutores del imperio extranjero.

         Pero el anuncio del desenlace, que es mortal, no se clausura con la consumación del rechazo. Hay alguien que no lo rechazará, sino que lo levantará (egercenai) de su postración y de su sepulcro al tercer día, otorgándole la corona de la victoria.

         Ese alguien es su Padre Dios. Y Jesús resucitará al tercer día porque Dios Padre así lo quiere, porque no puede permitir que su Hijo, el desechado por los hombres, pero el Ungido del Espíritu, permanezca yacente (cadavérico) en un sepulcro. Tal sería el signo más flagrante de su derrota.

         Del anuncio de su próximo desenlace terreno, Jesús saca de inmediato una enseñanza: El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará.

         Jesús saca a la luz lo que de por sí resulta evidente: que el seguimiento cristiano (quizás todo seguimiento comprometido) implica una negación de sí mismo. ¿Cómo podría uno seguir a alguien con todas sus consecuencias si no estuviera dispuesto a renunciar a sus propios proyectos, a su propia independencia, a la propia voluntad incluso?

         Seguir a alguien como discípulo es iniciar un camino vital trazado por las huellas de ese alguien que va por delante como maestro y guía. Y este seguimiento implica necesariamente la renuncia a trazar el propio camino como pionero de la vida.

         Pero sólo el que pone su confianza en aquel a quien sigue encontrará motivos para negarse a sí mismo. Es la fe (confianza) que Jesús pide a sus seguidores la que les permitirá negarse a sí mismos, renunciar a sus propios planes y proyectos en la vida, para asumir el proyecto existencial implicado en este seguimiento.

         Pero el seguimiento es siempre voluntario, como dijo Jesús: El que quiera seguirme, que me siga. A Jesús, como a cualquier otro, le siguieron porque encontraron motivos para seguirle, a pesar de la negación de sí mismos que ello implicaba. Pero nada valioso se alcanza sin coste y sin riesgo. En el seguimiento de Cristo había costes (renuncias) y riesgos, pero también una promesa de vida sin parangón.

         Por otro lado, la cruz es un ingrediente tan presente en la vida humana, que es imposible pasar sin ella. ¿Quién no tiene su cruz, que puede ser un rasgo del carácter, un defecto físico o psíquico, una deficiencia de cualquier tipo, una enfermedad congénita, una compañía difícil de tolerar, un complejo educacional?

         Pues bien, Jesús invita a sus seguidores a cargar con su cruz cada día, la cruz que le haya tocado en suerte por razón de su nacimiento, educación, elección o accidente, y a irse con él, formando parte de su compañía y compartiendo su propio destino, que ya ha dicho que será sufriente (pasión, rechazo y ejecución) y glorioso (resurrección), aunque no a partes iguales.

         Sólo se accederá a la gloria, pues, tras pasar por el padecimiento y el rechazo, tras una fase que sucederá al sufrimiento y que se alcanzará sólo a través de la muerte. Por eso no es extraño que diga a continuación: El que pierda su vida por mi causa, la salvará.

         Jesús está proponiendo a sus seguidores una vida martirial, una vida no sólo la propia de testigos, sino de testigos dispuestos a perder la vida por su causa (que es la misma causa por la que él perderá la vida). En cambio, los que no le sigan por no arriesgar su vida, acabarán perdiendo, como todos, esa vida que tanto quieren proteger de riesgos, pero además perderán también la vida que se les ofrece en forma de promesa.

         "Salvar la vida" no es mantenerla preservada de todas las acechanzas (incluida la muerte), pues ni siquiera el mismo Cristo pudo preservar la vida del impacto de la muerte. Salvar la vida es obtener como premio la inmortalidad que brota del sepulcro con la resurrección, como él mismo había previsto para sí.

         Se trata de una promesa de vida (eterna) ligada a su seguimiento y a su causa, pues ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se perjudica a sí mismo? ¿O qué podrá hacer uno con el mundo si no se tiene a sí mismo? ¿O qué podrá hacer con el mundo entero un condenado a muerte o un desahuciado?

         Para disfrutar del mundo uno tiene que disponer de salud y vigor. ¿De qué le sirve, por tanto, tener el mundo entero como ganancia si no se tiene a sí mismo porque carece del vigor (= vida) necesario para vivir? Pero "perderse a sí mismo" puede significar incapacitarse para vivir la vida plena y verdadera. Pidamos al Señor una fe tal en él que nos permita arriesgar la vida en su seguimiento.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 15/02/24     @tiempo de cuaresma         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A