24 de Mayo

Viernes VII Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 24 mayo 2024

a) Sant 5, 9-12

         Después de dirigirse ayer a más los ricos, Santiago se dirige hoy a los más pobres. Y veremos que no les recomienda la rebelión, precisamente. En esto también, la lección es para todos, pues no se trata de dar consejos a los demás, sino de aplicarlos a nosotros mismos: "No os quejéis, hermanos, unos de otros, si no queréis ser juzgados. Porque el Juez está ya a las puertas".

         El motivo de esa paciencia que el apóstol nos recomienda, no es tampoco aquí de orden humano. Es un motivo religioso que debería movernos a no quejarnos: "Mirad que el Juez está ya a las puertas, y que la venida del Señor está cerca".

         De lo que se trata, por tanto, es de vivir ante Dios, porque Dios está muy cerca, y la injusticia y la desgracia no triunfarán siempre. Dios "está a las puertas", y lo que hace falta es aguantar con paciencia y perseverancia. Pero ¿de veras espero yo esa venida de Dios? ¿Está mi vida orientada hacia Dios? He ahí lo que Santiago recomienda a los pobres de su tiempo.

         Obviamente, esto no se trata de tener resignación, en su aspecto más pasivo. Sino del aguante, de la paciencia y de la perseverancia, que son virtudes activas que requieren valentía y dinamismo. Quien se yergue en la adversidad demuestra que es grande, porque su desventaja le agranda y le aporta fuerzas para reaccionar.

         Los cristianos proclamamos felices a los que sufren con paciencia, y Jesús también había proclamado esta bienaventuranza. Y ésta es quizás una de las misteriosas razones que explica (en parte) que Dios pueda permitir ciertos sufrimientos. Porque hay dichas, grandezas humanas, y valores de redención y de amor, que nacen de la prueba. Señor, que todos los que sufren descubran esa alegría. Señor, ayúdanos a todos cuando estemos en el lagar o en el huerto de los olivos. Alivia, Señor, el peso de nuestros corazones y de nuestros cuerpos.

         La explicación la da el propio Santiago: "Habéis oído hablar de la paciencia de Job en el sufrimiento, y sabéis el final que el Señor le dio. Porque el Señor es compasivo y misericordioso". Santiago, dirigiéndose a antiguos judíos, hace alusión a la Escritura, en la que Job clamó bajo el sufrimiento, y Dios le defendió y le reconfortó con ternura. Muéstranos esta ternura, Señor, y salva la vida de tus pobres.

Noel Quesson

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         Si ayer oíamos las invectivas de Santiago contra los ricos que faltaban a la justicia, hoy sus palabras van dirigidas a los pobres (víctimas de los anteriores), a los que llama hermanos con gran afecto.

         Invita Santiago a los pobres, pues, a mostrar su paciencia y constancia, poniéndoles delante el ejemplo de tantos profetas y creyentes (en especial a Job, el prototipo bíblico de la paciencia) que supieron soportar todas las pruebas de la vida fiándose de Dios, y no quedaron defraudados.

         El motivo es que "el juez está ya a la puerta", y es él el que da y quita la razón. No vale la pena amargarse la vida con protestas y luchas, pues igual que Dios tiene paciencia con nosotros, nosotros la debemos tener en la vida. Él no nos fallará.

         También invita Santiago a no jurar: "Basta con el sí y el no". Porque sea o no sea cercana la vuelta de Cristo como juez, al final de los tiempos, nos viene bien a todos la lección de constancia y fortaleza ante las dificultades de la vida, incluso ante las injusticias de las que podamos ser víctimas.

         No debemos cansarnos de obrar el bien, pase lo que pase a nuestro alrededor, o nos interpreten bien o mal los demás. Nuestra actitud debe ser la fidelidad a Dios cuando van bien las cosas, y también cuando somos objeto de injusticias.

         Esto no es una invitación a dejar de luchar por una vida más justa para todos. Pero a veces tomamos las cosas demasiado personalmente, y podemos perdemos la paz. Dios nos ve, nos conoce y sabe de nuestras dificultades, y no nos dejará ni nos olvidará. Como no se olvidó de Job.

         El salmo responsorial de hoy nos hace expresar un talante espiritual muy sabio: "Bendice alma mía al Señor, y no olvides sus beneficios. Porque él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura. El Señor es compasivo y misericordioso, no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo". A la vez que trabajamos para que haya más justicia en el mundo, debemos conservar la paz interior y confiar en Dios.

José Aldazábal

b) Mc 10, 1-12

         Continúa hoy Jesús su viaje hacia Jerusalén, y su popularidad se hace manifiesta también fuera de Galilea. Y el hecho de que enseñe a las multitudes (que se van sumando a la comitiva) muestra que éstas no han captado aún su mensaje (Mc 1,22; 2,13; 4,1; 6,34).

         Los fariseos que se acercan a Jesús pretenden tentarlo (Mc 1,13; 8,11.33) y ponerlo a prueba. Se debatía mucho en las escuelas rabínicas cuáles eran los motivos que justificaban el repudio, que estaba permitido por la ley. Y ahora quieren ver hasta qué punto lo acepta Jesús. El repudio significaba que el hombre podía despedir a su mujer por algún motivo (sin más explicación), expresaba la superioridad y dominio del hombre sobre la mujer, y reflejaba la opresión ejercida en la esfera doméstica.

         Jesús les pregunta sobre el fundamento de su postura, y cuando ellos le citan a Moisés, Jesús no se intimida, y les declara abiertamente que Moisés aprobó ese precepto por la obstinación y dureza del pueblo.

         El ideal del matrimonio está basado en el proyecto creador de Dios, en un amor superior al de los padres. Y realiza una identificación que excluye el dominio ("serán los dos un solo ser"). Contra toda la mentalidad y praxis de la cultura judía, Jesús afirma claramente la igualdad del hombre y de la mujer, y no valen leyes humanas que destruyan esa igualdad querida por Dios. Así, la mera decisión unilateral de un cónyuge no basta para anular el vínculo creado en la pareja ("lo que Dios ha emparejado, que un ser humano no lo separe").

         Una vez regresado Jesús a casa (comunidad eclesial), allí se vuelve a hacer patente la incomprensión de los discípulos (Mc 7,17; 9,28), quienes no pueden entender que se hable de igualdad entre el hombre y la mujer. Como se ve, todavía participan de la dureza y obstinación que ha reprochado Jesús a los fariseos y pueblo judío.

         Jesús reafirma la igualdad esponsal mencionando las 2 posibilidades contrarias: ni el hombre puede tomar esa decisión por su cuenta, ni tampoco la mujer. Este último caso era inconcebible en la sociedad judía, aunque sí se daba en la sociedad romana.

Juan Mateos

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         Unos fariseos abordan hoy a Jesús y, para ponerlo a prueba, le preguntan. "¿Es lícito al marido repudiar a la mujer?". Se trataba de una pregunta insidiosa y sorprendente, puesto que este "permiso estaba previsto por la ley de Moisés (Dt 24, 1), y "Moisés mandó escribir el libelo de repudio y despedirla" (según los fariseos).

         En el contexto de la sociedad judía de su tiempo, el divorcio era legal, y por eso la respuesta de Jesús tomará un relieve tanto más sorprendente: "Por la dureza de vuestro corazón os dio Moisés esta ley".

         Jesús establece aquí una distinción extremadamente importante: la desigualdad matrimonial no fue un mandamiento, sino un permiso concedido por Moisés de mala gana, porque no había manera de hacerlo de otro modo ("por la dureza de vuestro corazón"). No obstante, ese permiso no significaba para Jesús una abolición de la ley divina del matrimonio, la cual estuvo ya "en el principio" y todavía subsiste.

         Explica Jesús el sentido de todo eso, yéndose a los orígenes: "Al principio del mundo, cuando Dios creó la humanidad, los hizo varón y hembra". La ley fundamental del matrimonio hay que buscarla a ese nivel: la complementariedad de los sexos, como una creación querida de Dios, e inscrita por él en la naturaleza profunda del ser humano, desde el origen.

         Por eso añade Jesús que "dejará el hombre a su padre y a su madre y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne". Así que "lo que Dios unió, que no lo separe el hombre".

         Esta fórmula fue sacada por Jesús del propio Génesis (Gn 1,27; 2, 24), y en ella sugiere:

         1º la vehemencia del instinto, que empuja a un sexo hacia el otro, a unirse al otro y a "no ser sino uno" con el otro, no dudando para ello en "dejar a su padre y a su madre" y romper con todo el pasado, para fundar una nueva familia. Estas fórmulas, muy fuertes, indican ya que la indisolubilidad es el voto del matrimonio cristiano, y el deseo más profundo del amor natural.

         2º la sola voluntad de los esposos, que basta para explicar el voto de fidelidad y de indisolubilidad que se inscribe en el núcleo mismo del amor. Dios está también implicado, y por eso no son ya 2 sino 3 las voluntades comprometidas en el matrimonio. Y ningún hombre, ni el mismo Moisés, puede romper esta unidad básica de los cónyuges entre sí y de Dios con los cónyuges. Dios interviene, con todo su absoluto, para solidificar el amor.

         Vuelto a casa, de nuevo le preguntaron sobre esto los discípulos. Y Jesús les dijo: "El que repudia a su mujer...". Esta precisión dada a los discípulos es capital, e indica que la reciprocidad es total para Jesús. El hombre y la mujer tienen los mismos derechos y las mismas obligaciones. El amor conyugal es un terreno privilegiado donde se juega la venida del reino de Dios.

Noel Quesson

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         Escuchamos hoy cómo Jesús no cae en la trampa que tratan de tenderle los fariseos: "¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?". Una trampa por una de dos: o Jesús será acusado de traidor a las exigencias de la ley, o le pondrán en contradicción con su predicación y con sus obras de misericordia.

         Los fariseos están muy cerca de desacreditar a Jesús, encerrándole en la alternativa de "lo permitido y lo prohibido". Pero Jesús retrocede hasta los orígenes: "Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Y lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre". Jesús no discute, y se atiene a la ley y al reglamento sin olvidar el espíritu y vida de esa misma ley.

         Pero lo que trata de hacer ver Jesús es la estrategia de Dios: el amor, que es más exigente que cualquier ley. Pero para conocer la gran intuición de Dios es preciso retroceder a los comienzos, cuando por ternura sacó de la tierra al hombre y a la mujer, para que correspondieran a su amor.

         Para Dios, amar fue hablar nuestro lenguaje, y mantener la única palabra que nosotros podemos comprender (el lenguaje de nuestra carne). De ahí que regresar a nuestros orígenes, para volver a descubrir la regla de nuestra vida, es volver a descubrir que necesitamos hablar el lenguaje del otro.

         Para Dios, amar fue también hacerse vulnerable, y no permanecer en el cielo de su indiferencia. De ahí que regresar a nuestros orígenes sea también volver a descubrir la regla de nuestra vida, que es que somos vulnerables. El que ama acepta desear, esperar, pedir y sufrir.

         Para Dios, amar fue también creer y esperar. Dios no nos ha programado. Nos ha puesto en pie, libres y creadores. Volver a descubrir la regla de nuestra vida es volver a aprender la esperanza. El amor es fecundo, suscita, resucita, saca a flote, perdona. El amor espera con el otro.

         Para Dios, amar es perdonar. Perdonar es mucho más que olvidar. Es seguir amando al otro incluso cuando nos rechaza, seguir esperando en él incluso cuando nos decepciona. Volver a aprender la regla de nuestra vida es amar sin dejar de esperar en el otro, cualquiera que sea el mentís de los hechos.

         Para Dios, finalmente, amar es dar la vida. Dios murió de amor. El lenguaje de su amor está forjado en carne y sangre. Aproximarse a lo que Dios ambiciona acerca de nuestra vida es aceptar no poner límite a nuestra andadura y escuchar la voz que siempre nos llama fuera.

         Y todo esto, ¿es lícito?". El evangelio solamente conoce una ley, la ley de lo desmesurado. Porque Dios siempre ha sido así. Piénsese que ya en la primera mañana concibió la idea de amasar la tierra y amar al hombre.

Bruno Maggioni

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         El divorcio no sólo separa al esposo de la esposa. El divorcio separa culturas, y también religiones. En América Latina, por lo menos, y sirva esto de ejemplo, hay un hecho comprobado: mientras que los protestantes de todas las denominaciones, incluyendo los que se quieren llamar simplemente cristianos, alegan que su único apoyo es la Biblia, van contradiciendo esta tremenda afirmación con hechos tan concretos como desautorizar a Jesucristo en esta materia tan clara del divorcio.

         Jesús dijo que "lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (v.9). Pero es un dato comprobado que un altísimo porcentaje (a veces superior al 50%) de quienes huyen de la Iglesia Católica y se van a la Iglesia Protestante, están en situación práctica de adulterio. Son adúlteros, y aunque sea triste decirlo, hay que decirlo. Y decirlo con claridad, porque son voces desobedientes a Jesús y luego se las dan de cantar a Dios y predicar que hay que dejarse tocar el corazón por Dios.

         Jesús fue claro, y no podemos confundir la ternura de Cristo con laxismo de Cristo, ni podemos revolver irresponsablemente las afirmaciones sobre la misericordia del corazón con los caprichos alocados de los propios deseos.

Nelson Medina

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         Una vez más se muestra Jesús como el abanderado de la igualdad. Hombre y mujer son iguales desde el principio de la creación. La oportunidad para defender la radical igualdad entre hombre y mujer por voluntad divina se la brinda a Jesús una pregunta que le hacen los fariseos para tentarlo, tomando pie de la ley del repudio que permite al varón casado despedir a su mujer, rompiendo unilateralmente el vínculo matrimonial.

         No se trata aquí, por tanto, del divorcio tal y como lo entendemos hoy, cuando los miembros de una pareja deciden de mutuo acuerdo separarse, sino de la institución judía del repudio, que permitía al hombre despedir a su mujer incluso por cualquier motivo. Esta ley favorecía la dominación del marido sobre la mujer.

         Jesús no acepta esta práctica que provenía de Moisés y la desautoriza considerándola una infidelidad a la voluntad divina que hizo al hombre y a la mujer iguales desde el principio.

         Lo que Jesús defiende en primer lugar no es, por tanto, la indisolubilidad del matrimonio sino la radical igualdad de hombre y mujer. No valen, por tanto, leyes que destruyan esa igualdad querida por Dios. La decisión unilateral de un cónyuge no basta para anular el vínculo creado en la pareja.

         Los discípulos, que defienden la superioridad del varón sobre la mujer, parecen no entender la mentalidad de Jesús y le preguntan sobre lo mismo. Jesús aprovecha su pregunta para reafirmar esta igualdad. Ni el hombre ni la mujer pueden tomar por su cuenta esta decisión unilateral que haría a uno superior al otro y convertiría el matrimonio en una institución que favorecería la dominación del uno sobre el otro.

Severiano Blanco

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         Jesús nos habla hoy del matrimonio, en una enseñanza que nos viene bien hoy día, con la que está cayendo. Los célibes tenemos que ser muy discretos. Fácilmente idealizamos o distorsionamos una realidad que contemplamos con respeto y cariño, pero un poco a distancia. También Jesús responde así. En el evangelio de hoy le hacen una especie de encerrona periodística.

         En términos actuales podríamos reconstruirla así: ¿Qué te parece que un hombre y una mujer vivan juntos sin casarte? ¿No crees que el amor tiene más importancia que los papeles? ¿Qué opinas del matrimonio entre personas homosexuales? ¿Y de las personas que deciden tener o adoptar hijos sin casarse? ¿Por qué seguir juntos cuando el amor languidece? ¿No crees que es preferible empezar una nueva relación?”.

         Imagino a Jesús rodeado de micrófonos y de cámaras de televisión. Después de prestar atención a todas las preguntas, podría responder así: ¿Qué es lo que habéis legislado en vuestras sociedades?. Los periodistas se aprestan a hacerle un resumen del estado de la cuestión.

         Y Jesús, sin perder los papeles, podría continuar: Comprendo que a veces no hay más remedio que salir al paso de situaciones problemáticas con medidas como las que acabáis de presentarme, pero al principio (es decir en el sueño de Dios) el hombre y la mujer están llamados a reflejar un misterio de unidad y de entrega. Todo matrimonio es un destello de Dios en la debilidad de la condición humana.

         Los discípulos no están para muchos ideales, y quieren conocer la letra pequeña. Y por eso, cuando llegan a casa, volvieron a preguntarle sobre lo mismo. La sociedad actual es enormemente compleja. Las situaciones humanas deben ser siempre contempladas desde la compasión. ¿Cómo hacer esto cuando nos limitamos a gestionarlas sin más, cuando no nos ayudamos unos a otros a superar las dificultades con la energía que nos ofrece el sueño de Dios”?

Gonzalo Fernández

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         La enseñanza de Jesús se refiere hoy a la indisolubilidad del matrimonio, tal como la había pensado Dios y como tendrán que aceptar los que quieran ser sus discípulos.

         En la antigua ley (Dt 24) se permitía que el marido repudiara a la mujer en algunas ocasiones. Estas condiciones eran interpretadas por algunas escuelas de maestros muy estrictamente, y por otras con gran amplitud, de modo que resultaba muy fácil obtener el divorcio y crecía por tanto la inseguridad de la familia. Estaba de por medio la dignidad de la mujer, que podía ser rechazada, pero que no podía a su vez divorciarse del hombre.

         Jesús se remonta a la voluntad original de Dios al crear al hombre y la mujer. El Génesis es más importante que las interpretaciones del Deuteronomio. Lo que Dios ha pensado es más decisivo que las evoluciones sociales y las interpretaciones de los sabios. Dios pensó que el hombre y la mujer formaran una sola carne ("lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre"), y además los hizo de igual dignidad desde el principio.

         El criterio de un cristiano para juzgar sobre las cosas no se puede basar últimamente en las evoluciones sociales o en los datos estadísticos o en las tendencias de una época, sino en la perspectiva de Dios. Respecto al matrimonio, su indisolubilidad no la ha pensado la Iglesia o una escuela de teólogos, sino Dios mismo, desde su proyecto inicial: "Los hizo hombre y mujer, de modo que ya no son dos, sino una sola carne". Nos lo recuerda hoy Jesús.

         Lo que pasa es que en el mundo de hoy encontramos especiales dificultades para una fidelidad duradera. Estamos influidos por una sociedad de consumo que gasta y tira y cambia y busca nuevas sensaciones para satisfacer necesidades nuevas que nosotros mismos vamos creando. Vamos perdiendo así la capacidad de un amor total, de una entrega gratuita y estable, de un compromiso de por vida. Estaríamos más conformes con una especie de voluntariado por tantos años, pero sin comprometernos de por vida.

         La tendencia a la infidelidad la refería Jesús ante todo a las veleidades del pueblo de Israel en su historia, abandonando a Dios para adorar a otros dioses. Ahora la aplica al amor entre el hombre y la mujer, que hay que entender como estable y debe evitar todo adulterio. Por cierto, Jesús parece reconocer igual derecho en los dos, porque pone el ejemplo tanto del hombre que se divorcia como de la mujer que se separa del marido y se casa con otro. Aunque cometen adulterio si lo hacen.

         Una de las razones del deterioro de la fidelidad estable es la poca preparación y la poca madurez humana que algunas personas llevan al matrimonio, hasta el punto de que se pueda dudar seriamente en no pocos casos de la validez del mismo. Lo que explica las muchas declaraciones de nulidad matrimonial que tiene que certificar la Iglesia.

         Esta doctrina de Jesús sirve también para otros campos de nuestra vida y otros tipos de compromiso, como la vida religiosa o el ministerio sacerdotal. También a estas personas se aplica la invitación a una preparación madura, a una fidelidad estable y a una entrega total, como la del mismo Cristo, que se consagró hasta la muerte a la misión que se le había encomendado para salvación de la humanidad.

José Aldazábal

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         El texto evangélico de hoy nos ofrece la oportunidad de encarecer cómo entre los esposos debería darse siempre una amistad humana ejemplar.

         Las palabras de Dios al inicio de los tiempos, creando al hombre y a la mujer como seres que se necesitan, que se atraen, que se ayudan, que programan la vida de los hijos, que se hacen una sola carne y un solo espíritu, no pueden ser más elocuentes. Matrimonio y hogar sin amor, sin amistad, sin comunicación sincera y profunda, son un auténtico  fracaso humano.

         Dios no quiere ni promueve ese fracaso. Somos los hombres y mujeres quienes hacemos de la unión matrimonial una fuente de frustraciones, por imprevisión, incompatibilidades, intolerancias, infidelidades... Los testimonios son manifiestos: divorcios, separaciones, maltratos y distanciamiento de padres e hijos.

         Si al matrimonio le quitamos la mística religiosa, la fuerza creadora, la amistad sincera, y lo convertimos en un juego o entretenimiento de afectos fugaces, ¿cómo lograr que hombre y mujer encuentren en corazones divididos la paz, felicidad y animación que mutuamente precisan? Mantengamos el fuego de la amistad conyugal.

         Por ello, sea hoy nuestra plegaria una invocación, una súplica de amor entre los hombres, entre los esposos, entre los jóvenes. Y que nuestro corazón esté pronto a darse en servicio amigable a los demás.

Dominicos de Madrid

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         En el mundo antiguo, y especialmente en Israel, la situación de la mujer era extremadamente precaria. A la mujer se le contaba dentro de las propiedades del hombre, en el mismo nivel que los animales, los inmuebles y la servidumbre (Ex 20, 17). La familia era ante todo una institución, en el ámbito social y unidad de producción, en el ámbito económico. El varón estaba en libertad de abandonar a su esposa cuando le pareciera bien y por el motivo más insignificante.

         Para dar respuesta al dilema jurídico de los fariseos, Jesús se remite al 1º relato de la creación (Gn 1, 1-2), en que los varones y las mujeres están en igualdad de condiciones por ser, como pareja, imagen de Dios.

         El hecho de que el divorcio, actualmente, en la mayoría de las legislaciones civiles, no ponga a la mujer en aquel grado de postración que tenía en la legislación del tiempo de Jesús, ya sabemos que no debe servirnos de total consolación: la sociedad (y las iglesias dentro de ella, lógicamente) siguen teniendo mucho que renovar para dar a la mujer el estatuto de igual imagen de Dios que el varón, tal como Dios la creó.

Confederación Internacional Claretiana

c) Meditación

         Los acercamientos de los fariseos a Jesús solían esconder casi siempre intenciones aviesas. En esta ocasión, como tantas otras veces, se acercan a Jesús con una pregunta, pero no con intención de aprender, sino de ponerlo a prueba para tener después de qué acusarlo.

         Las pruebas a que quieren someterle son siempre la antesala de la acusación, y lo único que pretenden es desacreditarlo a los ojos del pueblo (que le admira), y encontrar un motivo de condena. En este caso, la pregunta de hoy es: ¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?

         Los fariseos ya tenían respuesta para esta pregunta, pues para ellos era lícito divorciarse de la mujer siempre que hubiera causa justa o razón suficiente. Para unos, esta causa podía ser cualquier suceso intrascendente de la vida conyugal (cualquier fallo o falta, por leve que fuera), mientras que para otros el único motivo de divorcio podía serlo el adulterio.

         Vivían, por tanto, bajo una legislación divorcista, que permitía el divorcio. Y para ello pretendían ampararse en la ley de Moisés, que en su día permitió la ruptura matrimonial mediante el acta de repudio a la mujer.

         Pues bien, a esa tradición mosaica es a la que se remite Jesús, cuando contesta a la pregunta con otra pregunta: ¿Qué os mandó Moisés?

         Jesús reconoce la existencia de esta legislación, y la justifica en gran medida invocando una razón: Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Luego se trata de una permisión legal puntual, debida a la terquedad de los hombres de aquel tiempo, quizás para evitar males mayores. Pero al principio no fue así. Es decir, en principio no es así.

         Jesús se remite, en este caso, a una tradición anterior a la mosaica, una tradición que, a su entender, habría que recuperar:

"Al principio Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre".

         Son textos del Génesis. Y Jesús invoca esta Escritura como exponente de la tradición más primigenia. Dios los creó hombre y mujer y, por tanto, sexualmente distintos y complementarios, en una diferencia que distingue pero que no separa, sino que complementa y hasta une. Fueron creados hombre y mujer por Dios, con miras a formar una unión de dos abierta a la vida. Es decir, para hacerlos una sola carne.

         Por eso, porque están naturalmente encaminados a esta unión, abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y formará con ella una sola carne. Se abandona a la familia de procedencia para formar una nueva familia, en base a una unión que es el origen de esa nueva familia, y a una unidad de la carne que tiene un inmediato fin: la procreación.

         Aquí está el origen de la familia, en la creación bisexuada del hombre y la mujer. Y en este origen hay un designio divino de unión. Y como la unión sólo puede darse entre un hombre y una mujer concretos, hay que pensar que, cuando se produce esa unión efectiva, Dios la quiere. Es decir, que Dios quiere la unión de ese hombre y de esa mujer concretos, en los que ha surgido el amor y la mutua atracción. 

         Si eso es así, concluye diciendo Jesús, que no lo separe el hombre lo que Dios ha unido (porque ha querido unido). Separar una sola carne es separar algo unido por Dios, es romper una unión querida por Dios, y es distanciarse de la voluntad de Dios.

         Si esto es así, ¿se cierra el camino a cualquier permisión, como la de Moisés? Por supuesto, al acta de repudio sí. Pero si esa unión se está resquebrajando en su interior, y se presenta ya como algo podrido (que huele mal), ¿qué habrá que hacer? ¿No habrá que aceptar con resignación ese hecho, e intentar sanar las partes implicadas y enfermas? En este caso, ¿no se podría sanar a cada parte por separado, para luego volverlas a unir?

         Esas son las preguntas que nos seguimos haciendo hoy. Porque si permitimos la separación temporal, y cada una de las partes establece una relación con otra persona, estaríamos poniendo a ambos cónyuges en ocasión de adulterio, y ¿no destruiría eso todavía más la unión sagrada?

         Quizás estas y otras preguntas son las que llevan a los discípulos de Jesús a volver sobre el tema. Aunque el tema todavía se complicó más, por la respuesta de Jesús: Si uno se divorcia de su mujer, y se casa con otra, comete adulterio contra la primera.

         Es decir, que la mujer de la que uno se separa (¡e incluso se divorcia!), para casarse con otra, sigue siendo su mujer. Y esto hasta el punto de serla infiel (cometiendo adulterio) si se casa con otra. Esta respuesta de Jesús no deja escapatoria. Atrás parece haber quedado el precepto de Moisés y su justificación, y atrás parece quedar la terquedad como motivo justificante del divorcio.

         Jesús, al remitirse a los orígenes, recupera en toda su radicalidad la pureza de la unión matrimonial entre el hombre y la mujer, hasta el punto de hablar de ellos como una sola carne sin dejar de ser dos (es decir, un matrimonio monógamo e indisoluble).

         Hoy día, ante la avalancha de experiencias de fracaso matrimonial, puede resultar difícil aceptar esta indisolubilidad radical, e incluso ver ésta como una intransigencia más de esa Iglesia que se aferra al dictado de Cristo de manera poco flexible.

         Por supuesto, la Iglesia no admite el divorcio. Pero sí la separación sanadora temporal, así como el cuidado personalizado de cada situación irregular. Lo que no puede hacer la Iglesia es invalidar una norma que surge de la entraña del mismo evangelio, con su carga incuestionable de radicalidad.

         El cristiano está constantemente invitado a vivir la radicalidad evangélica. Y tiene que saber que su propio fracaso personal, incluido el de adulterio, no queda al margen de la misericordia de Dios, el cual perdonó a la mujer sorprendida en adulterio. No, las exigencias evangélicas no son nunca obstáculo para el uso balsámico de la misericordia. Al contrario, es sobre los pecadores sobre los que se derrama más copiosamente.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 24/05/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A