17 de Agosto

Sábado XIX Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 17 agosto 2024

a) Ez 18, 1-10.13.30-32

         Uno de los capítulos de Ezequiel más llenos de interés teológico es, sin duda, el que hoy leemos. Trata de la responsabilidad personal de cada individuo, orientada a la conversión de los malos caminos (vv.23.30), y rechaza la vía de la responsabilidad colectiva, cuya exagerada insistencia antes del destierro (ca. 587 a.C) había servido de excusa para no cambiar.

         Un proverbio de los israelitas indicaba que eran los padres quienes pecaban, y los hijos quienes sufrían las consecuencias. Luego ¿de qué vale convertirse?, se pregunta Ezequiel. La respuesta del profeta es doble. Por una parte está la trascendencia de Dios (su soberanía), y por otra la responsabilidad de cada persona (su libertad). El pecado está dentro de cada persona, y la culpa no hay que echarla ni a los antepasados ni a la comunidad, porque es de cada uno.

         Explica así Ezequiel que ante Dios no cuentan los pecados del pasado, ni los que cometen los demás (de los que "no lleva cuenta"), sino los míos de aquí y de ahora. Por eso no puede gloriarse uno de sus obras pasadas (ni llorar por ellas), sino fiarse tan sólo de su continua conversión presente, que siempre es posible y que vale tanto para pecadores como para justos (v.14).

         El oráculo aprovecha la ocasión para indicarnos cuáles son los caminos extraviados por los que el hombre puede caminar, comenzando por la idolatría ("comer en los montes" o banquetes rituales idolátricos; v.6) y terminando por los pecados contra el prójimo en acción u omisión. Se trata de una lista muy concreta de pecados muy precisos, abandonando ya las ideas generales o vagas pre-exílicas. Todo lo cual es importante, sobre todo a la hora de ligar un comportamiento muy concreto a las solemnidades litúrgicas de antaño, si es que éstas volvían a tener lugar.

         Por otra parte, alerta Ezequiel que esta atención a la responsabilidad personal no es motivo para el individualismo, sino un toque de atención para no escudarse en falsas excusas, y enfrentarse cara a cara con el verdadero problema: la conversión real, sincera y práctica (en el mejor de los sentidos). Dios exige que pongamos de nuestra parte (nuestra voluntad) y tengamos una acción decidida en favor de los demás (obras concretas; v.7), en cada momento y de forma continuada.

Pedro Tosaus

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         La palabra del Señor le fue dirigida una vez más a Ezequiel: "¿Por qué andáis repitiendo ese proverbio de Israel de que los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren la dentera?". Efectivamente, en las catástrofes colectivas se suele comentar que la injusticia la pagan los seres inocentes, mientras los culpables no sufren las consecuencias. Y en aquella época, el pueblo de Israel tenía un gran sentido de la solidaridad, y consideraba las faltas del ambiente (o comunitarias) las auténticas causantes de los males del conjunto.

         Ezequiel no ignora este fatalismo infantil, y por eso centra su reflexión de hoy en forjar algo que Israel todavía no ha forjado: la responsabilidad personal: "Por mi vida, que no tendréis que repetir este proverbio. Pues todas las vidas son mías, tanto la vida del padre como la del hijo. El que ha pecado es el que morirá". Es decir, no podemos cargar sobre los demás lo que es de nuestra incumbencia, ni insistir en el carácter colectivo como forma de disfrazar nuestra propia irresponsabilidad.

         Tras lo cual, pasa Ezequiel a decir en qué consiste esa responsabilidad personal: "Practicar el derecho y la equidad, no levantar los ojos a los ídolos, no deshonrar a la mujer del prójimo, no oprimir a nadie, no cometer fraude alguno". Y pone algunos ejemplos concretos: "El que da su pan al hambriento y viste al desnudo, el que no presta con usura ni reclama intereses, el que dicta un juicio según la verdad". Un hombre tal, concluye Ezequiel, "ése sí es responsable y justo".

         Conviene releer esta lista y aplicárnosla a nosotros mismos, si lo que queremos es ser como Dios quiere que seamos (hombre cabales y justos). Porque "por todo ello os juzgará el Señor", y él "dará a cada uno según su conducta". Esto es algo que va en serio.

         Es muy fácil descargar la culpa en los demás (en Fulanito, en el sistema, en la sociedad), así como fijarse tan sólo en las consecuencias a soportar. Pero Ezequiel nos repite la consigna: "Conviértete y apártate de tus pecados, y Yo te daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo". En este mundo cada vez más global y colectivo, que tiende a reducir al hombre al anonimato, es cada vez más necesaria la presencia de personas que sepan conservar su buen criterio, sin dejarse llevar como briznas de paja al viento. Porque lo que Dios desea "no es la muerte de nadie, sino que se convierta y viva".

Noel Quesson

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         Nos ofrece hoy Ezequiel un diálogo muy vivo entre Dios y cada uno de nosotros, recordando que cada uno es responsable de sus actos y que no puede refugiarse en un falso sentido de culpa colectiva. Lo hace a propósito de un viejo refrán judío ("los padres comieron agraces, y los hijos tuvieron dentera"), que venía a echar la culpa del destierro (que sufren los hijos) a las generaciones anteriores.

         Pero el profeta les pone ante sus ojos otro planteamiento: si todos fallan, y tú no, tú quedarás a salvo, y el pecado de los demás no caerá sobre ti. O viceversa: si los demás son buenos, y tú has decidido hacer el mal, no te servirá de nada la bondad de tu familia o de tu grupo de amigos, pues sobre ti recaerán tus actos.

         Muchas veces en el pasado, los profetas habían puesto de relieve la corresponsabilidad comunitaria de Israel. Pero con Ezequiel (y la experiencia del destierro a Babilonia, y de cómo había sucedido) esta tendencia comienza a cambiar, pasando a intercomunicar Dios con cada uno de nosotros, y no tanto con el pueblo: "Yo juzgaré a cada uno según su proceder".

         Instintivamente, las personas buscamos excusas para nuestros fallos, y tendemos a echar la culpa a los demás (al mundo en que vivimos, a la Iglesia, a los políticos...). Pero nos iría mejor si cada uno de nosotros empieza a construir su propia vida y a gestar su propio futuro, pues el premio o castigo lo va a recibir él, y no su país ni su comunidad autónoma.

         Para bien y para mal, cada uno responderá de sus actos. Y así como se salvaron los que habían quedado marcados en la frente con la señal divina (como leíamos en Ezequiel el miércoles pasado), a pesar de vivir en una sociedad pervertida, así pasará con los que nadan contra corriente en una sociedad secularizada.

         Necesitamos tener personalidad y fuerza de voluntad, y dejar de lado ya el mal de muchos (que es consuelo de tontos). Y para ello tenemos que pedir esa fortaleza a Dios, como recuerda el salmo responsorial de hoy: "Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme, afiánzame con espíritu generoso". Porque nos va a hacer falta.

         El profeta Ezequiel nos presenta una lista impresionante de opciones en las que, tanto entonces como ahora, tenemos que implicarnos los creyentes: observar la justicia, no ir tras los ídolos, respetar a la mujer del prójimo, no explotar al necesitado, no robar, devolver lo recibido en préstamo, no prestar con usura, juzgar con imparcialidad, caminar según los mandatos de Dios...

         No echemos la culpa a los demás, y cuando recemos la oración del Yo Confieso, démonos fuertes golpes en nuestro pecho, y no en el pecho de los demás. Y repitamos a pleno pulmón: "Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa".

José Aldazábal

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         En el drama del destierro judío en Babilonia, Ezequiel no sólo fue creador de paz, sino también restaurador de la vida, porque el drama de lo vivido estaba a la vista de todos. Y así, fue analizando cómo debía ser la "nueva vida" del judío, desde el prisma de la justicia, caridad, solidaridad, paz, respeto, tolerancia, responsabilidad, trabajo honesto, oración, familia, gobierno... Y todo ello desde el drama que supone la simultaneidad existencial de justos e injustos, caritativos y egoístas, solidarios e insolidarios, déspotas y esclavos, ricos y míseros, poderosos y humillados, amigos de Dios y servidores de sus pasiones.

         Cualquier profeta, o periodista, o cineasta, comprueba y visualiza esta realidad. Pero ¿qué hacer para salir de ese drama? ¿Lanzarse a la calle y golpear? ¿Profanar y matar? Eso sería agravar el drama. La única solución es hacernos creadores de paz y amor, de comprensión y justicia. Y eso se consigue con la educación y responsabilidad que ha de asumir cada uno por sí mismo, a la hora de albergar sentimientos, hacerse moderado y tomar decisiones. ¿Y qué se requiere para ello? Que todos nos amonestemos y corrijamos (los unos a los otros), reconociendo cada uno su pecado y abriéndonos en conjunto a la verdad.

Dominicos de Madrid

b) Mt 19, 13-15

         Le acercan hoy a Jesús unos chiquillos para que les imponga las manos y rece por ellos, y los discípulos se oponían a ello (v.13). Estos chiquillos, presentados como gente innominada ("los que son como ellos" de Mt 19,14, o "un chiquillo como éste" de Mt 18,5), son figura de los discípulos que toman por norma el servicio.

         Pero Jesús dijo: "Dejad a los chiquillos, no les impidáis que se acerquen a mí: porque los que son como ellos tienen a Dios por rey" (v.14). Y les impuso las manos, y siguió su camino.

         La frase "porque los que son como ellos tienen a Dios por rey" pone la actitud de los chiquillos (la de servicio) en relación con la 1ª y 8ª bienaventuranza. La opción por la pobreza (Mt 5, 3), que elimina toda causa de injusticia, y la fidelidad a ella (Mt 5, 10), son la plataforma para dedicarse a un servicio eficaz de los demás (Mt 5, 7.9).

         De nuevo se presenta la infancia como signo y figura del buen discípulo. Este texto no debe confundirse con el del cap. 18 (Mt 18, 1-5; 6-9), pues la intención no es la misma. En el cap. 18 se trataba de hacerse como los niños y no escandalizarlos, y aquí el texto acentúa un conflicto de Jesús con los que lo rodean ("asombrados ven cómo el Maestro se detiene, acoge a los niños y los bendice"). La sintonía de los niños con Jesús invita a reflexionar sobre el carácter del Maestro.

         Al subir a Jerusalén para sufrir, Jesús se detendrá varias veces a lo largo del camino para acercarse a los humildes, a los enfermos, y esto ante la extrañeza de la gente y de los discípulos. La seriedad de su camino hacia Jerusalén y las implicaciones que tiene, no lo separan de los pequeños; no se deja envolver por una soledad dolorosa y llena de vanagloria.

         Jesús no sólo se detiene y reprende a los discípulos, sino que hace de su gesto una enseñanza. "Dejad que los niños vengan a mí" no es sólo una invitación a hacerse como niños, sino una declaración y una verdadera promesa hecha a todos los que son como ellos que son parte del reino de Dios. El texto de hoy nos invita a "venir a Jesús", es decir, a creer en él, lo cual nos lleva a poseer el Reino, entrar en él o recibirlo como un niño: con su avidez de amor gratuito, que nada ofrece a cambio más que la propia pequeñez.

Juan Mateos

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         El evangelista Mateo nos ha ofrecido ya otra escena en la que aparece Jesús con los niños (Mt 18, 1-5). En aquella ocasión los niños juegan un papel funcional. Entran en escena para simbolizar la actitud que deben tener los que desean pertenecer al reino: deben hacer como niños. Y la cualidad esencial que en ellos se destaca es la humildad, la impotencia frente a la vida, y la necesidad que tienen de sus padres.

         Todo ello debe poner de relieve la actitud del ser humano frente al reino de Dios, ante el cual todos nos hallamos en la misma situación de imposibilidad, de impotencia, de mendicidad sustantiva: de Dios nace la iniciativa y su gracia se derrama sobre el ser humano cuando éste se siente así de pequeño; como es en realidad.

         La mención de los niños ahora es diferente, aunque el exegeta canadiense Leske piensa que este pequeño interludio está colocado aquí deliberadamente (antes de la historia del joven rico), como recordatorio de que sólo se puede entrar en el reino por la humildad, que se debe de tener. Los peregrinos, que habían sido testigos de las curaciones de Jesús, quieren que bendiga a sus hijos, pero los discípulos parecen haber olvidado la lección que el Maestro les había dado antes acerca de la grandeza en el reino de Dios (Mt 18, 1-4).

         Por otra parte, la bendición que Jesús da no tiene nada de mágico. Su bendición se halla en relación con el reino: Dios se da incluso a los más pequeños y a los que se hacen como ellos. La bendición propia del reino es todo lo contrario a la maldición y Jesús aparece en los evangelios como el superador de toda maldición, el vencedor de Satanás (Mt 4,1; 6,13).

Emiliana Lohr

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         Acercaron a Jesús unos niños, para que les impusiera las manos y rezara por ellos. Me imagino esa escena: madres que llevan a sus hijos pequeños, Jesús los acaricia y ora por ellos, el niño sonríe, o se enfada. Jesús amaba a los niños, pero "los discípulos les regañaban".

         En la mentalidad judía, aun siendo el niño una bendición, se le consideraba oficialmente como un ser insignificante que no adquiere total importancia hasta su entrada adulta en la sinagoga, a los doce años. Era corriente esa mentalidad, y ¡los mismos apóstoles regañaban a los chiquillos! Jesús no está de acuerdo, y para él un niño cuenta, y es alguien.

         Jesús les dijo: "Dejad que los niños vengan a mí". Los primeros cristianos muy pronto interpretaron estas palabras como una toma de posición de Jesús en favor del bautismo de los niños pequeños. Hoy día se está volviendo atrás en esta cuestión, pues se insiste en la importancia de la fe como algo necesario e implícito para recibir un sacramento, y muchos padres reconocen no tener la fe necesaria para educar a su hijo en la vida de la Iglesia.

         Incluso en el caso de que esta actitud sea la única prudente, conviene no olvidar la frase de Jesús en el evangelio. Pues con pretexto de "libertad para cuando sea mayor", ¿no sucede a veces, en ciertos casos, que se influye sobre la libertad de los hijos pero en sentido inverso, impidiéndoles participar en algunos actos religiosos que ellos, en su conciencia infantil, desearían?

         Los descubrimientos recientes de la psicología están en la misma línea de Jesús al revelar la importancia de los primeros años para la orientación de toda una vida. Y después de todo, ¿quién puede decir todo aquello de que son capaces los niños?

         Jesús pone a los niños como ejemplo a los mayores, y dice que "el reino de los cielos es de los que son como ellos". En 1º lugar en el sentido de que no tenemos derecho a excluirlos arbitrariamente del reino misterioso del Padre al que sin duda están en mejor concordancia que nosotros. Y en 2º lugar en el sentido de que nada es más opuesto al reino de Dios como la suficiencia orgullosa y razonadora de ciertos adultos que quieren juzgarlo todo según su propia norma. Se consideran centro del mundo.

         Su punto de vista es el único verdadero. Y ellos, pobres, ¡no creen mas que lo que comprenden! Jesús había dicho "Bendito seas Padre, porque estas cosas las has revelado a los pequeños" (Mt 11, 25). Es éste, sin duda, el sentido que hay que atribuir a la invitación de adoptar un "espíritu de infancia". El niño espontáneamente concuerda con el misterio.

         Cuanto más técnico va siendo nuestro mundo matemático, científico y programático, la palabra de Jesús resulta tanto más actual. Cada vez será mas necesario conservar ¡un rincón de infancia en el corazón, un rincón de poesía, un rincón de ingenuidad y de frescor, un rincón de misterio. Evidentemente no se trata aquí de abogar para la regresión a los infantilismos. Danos, Señor, el verdadero espíritu de infancia.

Noel Quesson

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         Jesús atendía a todos, y con preferencia a los más débiles y marginados de la sociedad: los enfermos, los pecadores... En esta ocasión, a los niños que le traen para que los bendiga. A los apóstoles se les acaba pronto la paciencia. Su frase es toda una consigna: "Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí".

         Y no es sólo por amabilidad. Le gusta ponerlos como modelos de la actitud que deben tener sus discípulos, como ya vimos el martes de esta misma semana "de los que son como ellos es el Reino de los Cielos".

         Por una parte, volvemos a recoger la lección que Jesús nos da poniendo a los niños como modelos: la sencillez, la limpieza de corazón, la convicción de nuestra debilidad, deben ser nuestras actitudes en la vida humana y cristiana.

         Pero esta breve página nos interpela también sobre nuestra actitud hacia los niños. En tiempos de Jesús, no se les tenía muy en cuenta. Ahora ha aumentado claramente el respeto que la dignidad de los niños despierta en la sociedad. En la Iglesia, tal vez, sea la época en que más se les atiende pastoralmente.

         La familia cristiana, y toda la comunidad, deben sentirse responsables de evangelizar a los niños, de transmitirles la fe y el amor a Dios. Las ocasiones de esta atención para con los niños son numerosas: el bautismo, la catequesis como iniciación en los valores cristianos, los demás sacramentos de la iniciación (confirmación y eucaristía), las misas dominicales más pedagógicamente preparadas para niños, o los diversos ambientes de su educación cristiana.

José Aldazábal

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         Hoy nos es dado contemplar una escena que, desgraciadamente, es demasiado actual: "Le presentaron a Jesús unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían" (Mt 19, 13). Jesús ama especialmente a los niños, y nosotros les impedimos acercarse a Jesús, diciendo que "cuando sean mayores, si lo desean, ya se acercarán". Esto es un gran error.

         Los pobres, es decir, los más carentes, son objeto de particular predilección por parte del Señor. Y los niños, los pequeños son en ese sentido muy pobres. Son pobres de edad, de formación, para defenderse. Por esto, la Iglesia dispone que los padres lleven pronto a sus hijos a bautizar, para que el Espíritu Santo ponga morada en sus almas y entren en el calor de la comunidad de los creyentes. Así lo indican tanto el Catecismo de la Iglesia como el Código de Derecho Canónico.

         Pero no, nosotros volvemos a decir: ¡Cuando sean mayores! Es absurda esta manera de proceder. Y si no, preguntémonos: ¿Qué comerá este niño? Lo que le ponga su madre, sin esperar a que el niño especifique qué es lo que prefiere. ¿Qué idioma hablará este niño? El que le hablen sus padres (de otra manera, el niño nunca podrá escoger ninguna lengua). ¿A qué escuela irá este niño? A la que sus padres le lleven, sin esperar que el chico defina los estudios que prefiere.

         ¿Qué comió Jesús? Aquello que le puso su madre, María. ¿Qué lengua habló Jesús? La de sus padres. ¿Qué religión aprendió y practicó el niño Jesús? La de sus padres, la religión judía. Después, cuando ya fue mayor, pero gracias a la instrucción que había recibido de sus padres, fundó una nueva religión. Pero primero siguió la de sus padres, como es natural.

Antoni Carol

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         El pasaje evangélico de la liturgia de hoy nos presenta a un grupo de niños, resaltando la diversa reacción asumida frente a ellos de un lado por Jesús, y de los discípulos por otra.

         Frecuentemente somos tentados de comprender el simbolismo de los niños en el marco de la pureza o inocencia. Las imágenes que desfilan frente a nuestros ojos suelen ser las de artículos infantiles de limpieza y de su eficacia o conveniencia para su higiene. Sin embargo, ya desde Isaías, el ámbito bíblico conecta la salvación a niños débiles, amenazados por la suciedad y la mortalidad infantil que todavía podemos encontrar en grandes áreas del planeta.

         El niño en esas condiciones se convierte en tipo de salvación precisamente porque desposeído de fuerza tiene que colocar su fuerza en otro. Los niños son prototipo de fe y de confianza en Dios mucho más que de inocencia o de pureza. Esta debilidad confiada es el motivo que impulsa a quienes acercan los niños a Jesús. Recurren para que se les imponga las manos y para que Jesús rece por ellos. En los dos actos quienes los conducen comprenden la impotencia que aqueja a los niños.

         Con el mismo descuido con que en el pasaje anterior un hombre despide a su mujer, la reacción por parte de los discípulos es la de regañar a los niños (v.13). No son capaces de comprender que el amor fiel debe ser recibido de Jesús.

         Sólo aquellos que conscientes de la propia debilidad buscan ser recibidos por Jesús son los que pueden integrar la nueva realidad salvífica del reino de Dios. Sólo desde la propia debilidad aceptada y asumida es posible reconocer el señorío de Dios sobre la historia humana. Los autosuficientes y aquellos que consideran que lo pueden todo están imposibilitados de reconocer la realidad de gracia que se ha hecho presente en Jesús de Nazaret.

         Por ello, Jesús exige (v.14) que no se impida a los desvalidos e impotentes el acercamiento a su persona. La conclusión del pasaje manifiesta la concesión de la petición que se le había hecho: "Les impuso la mano" (v.15).

         Contagiados por la mentalidad del éxito, los integrantes de la comunidad eclesial son tentados frecuentemente a buscar la compañía de quienes son los poseedores de bienes, fuerzas o cualidades. Como los discípulos quisieran regañar a los impotentes y a los desvalidos de este mundo.

         Frente a esta actitud, es necesario recordar siempre los gestos de acogida de Jesús que por nuestra mentalidad se nos hacen difícil de aceptar. En toda persona desprotegida y débil y, sólo en ella, es posible encontrar la fuerza de Jesús. Ellos, por la "imposición de las manos", reciben el poder de Dios. La oración de Jesús que en su impotencia necesitan es la fuente de donde deriva su fortaleza ante Dios.

         La comunidad cristiana debe acoger a estos seres porque gracias a ellos puede ser expresión adecuada del designio salvador. La opción por ellos es reflejo de su comprensión y aceptación del reinado de Dios. Este exige, para ser recibido un cambio profundo de actitudes y comportamientos, una profunda conversión producida por la gracia del Reino.

Confederación Internacional Claretiana

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         Este pasaje sobre los niños no debe confundirse con aquel del martes pasado, pues el punto clave es distinto. Allá se trataba de la conversión, que exigía "hacerse como niños para entrar en el reino de Dios", y lo característico de los niños de esta ocasión no es su funcionalidad, sino su significado personal. Se trata de ellos por ellos mismos, no por su significado (de pertenencia al Reino).

         El rito de la imposición de manos y la bendición de los niños era común en la época, y se ha transmitido hasta nuestros días. Lo hacían los padres, pero se pedía también la bendición de los rabinos famosos (entre nosotros, pedimos al sacerdote que "le haga la señal de la cruz").

         En esta ocasión, acuden los padres a Jesús con sus niños para que los bendiga, teniendo en cuenta la fama que el joven rabino de Galilea había adquirido con su enseñanza y los milagros que realizaba. A todo ello se unía la fama de Jesús como persona de oración. Era maestro de oración y, según nos dicen los evangelistas, acudía a ella con frecuencia (Mt 14, 23).

         La acción de los discípulos de impedir que los niños se acercaran a Jesús muestra la incomprensión de éstos al ministerio de Cristo. Jesús es aquel que acoge a los pequeños para ofrecerles el reino. En la antigüedad (y en muchas partes en la actualidad) los niños no eran considerados seres significativos en la sociedad. Jesús, por el contrario, los hace los privilegiados para obtener el reino de Dios, y los incluye con alegría y cariño en la vida de la comunidad cristiana. Tienen su lugar y su misión, y ¡de éstos es el Reino de los Cielos!

         La Iglesia y nuestra asamblea litúrgica no debe excluir a nadie, pues perdería su característica de católica, y de universalidad de salvación. Y en ella deben estar los pequeños, en el centro de la familia, de la Iglesia y de la sociedad. A ellos se les debe respeto, justicia, cuidado y amor, pues tienen dignidad como personas. Ellos tienen derechos que deben ser defendidos (la vida, la salud, el estudio, la integridad física y afectiva) y para ellos hay que reconocer también una tara especial: el conocimiento y amor a Dios.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         En cierta ocasión, nos dice hoy el evangelista Mateo, presentaron a Jesús unos niños para que los impusiera las manos y rezara por ellos. El hecho de que se los presentaran da a entender que eran realmente pequeños, y que fueron llevados en brazos o de la mano de sus padres, ya que la iniciativa es de los acompañantes (o familiares) de los mismos.

         Se los presentan a Jesús para que éste les imponga las manos y rece por ellos. Confían, pues, en el efecto benéfico del contacto de Jesús, y entienden que de sus manos destilan bondad y salud, y que sus oraciones van a ser realmente escuchadas.

         En ese preciso instante comparecen los discípulos de Jesús, y empiezan a regañar a la gente que así actúa. Quizás les incomode el alboroto o las interrupciones de tiempo que eso supone, o quizás quieran evitarse molestias. En cualquier caso, aquella actitud de los discípulos provocó el enfado de Jesús, que no quiere que le impidan el contacto con los niños. Es lo que expresa manifiestamente: Dejadlos, y no impidáis a los niños acercarse a mí,, porque de los que son modo ellos es el reino de Dios.

         En esta frase nos dejó Jesús una bella enseñanza en relación con los niños. Estos merecen toda su atención (tanto o más que los adultos), de ellos es el reino de Dios (pues si de los que son como ellos es el reino de Dios, mucho más lo será de ellos), y él está en este mundo para anunciar la cercanía de ese Reino (y para hacerlo presente). Si tal es el caso, los niños pasan a tener un protagonismo inesperado en relación con el Reino, no tanto por lo que son (y que dejarán de ser) sino por lo que representan (y hay que llegar a ser).

         Para formar parte del reino de Dios es preciso aceptarlo, y lo mejor es empezar por el principio y por las actitudes de los principiantes (las de un niño). Por eso, para entrar en él hay que acogerlo como lo acogería un niño. ¿Y como lo acogería un niño?

         En un niño encontramos de ordinario docilidad para dejarse guiar, conciencia de la propia pequeñez, necesidad de recurrir a los mayores (que son quienes deben solucionar sus problemas), abandono confiado en las manos de otro, asombro ante la vida y sorpresa ante las novedades que va descubriendo.

         Se ha hablado mucho de la infancia espiritual, como si ésta reflejara los rasgos de la infancia biológica (en la que un niño depende totalmente de su padre). Lo que está claro es que hacerse como niños es necesario para entrar en el reino de Dios. Sobre todo por una cuestión: porque entrar en el reino de Dios supone acoger al Dios de ese Reino, y acoger el amor de ese Dios. Sin el amor de Dios, acogido y gozado, y presente en todos los rincones, no puede haber reino de Dios.

         El que mejor acoge el amor de un padre es el niño, y éste no sabe otra cosa que dejarse amar, en pura receptividad. Pues bien, esto es a lo que alude Jesús: a acoger el reino del Padre como un niño acoge el amor de su padre. Es lo que pide y lo que hace Jesús, como bien aprecia el evangelista: no es que fueran ellos los que abrazaban a Jesús, sino que es Jesús quien los abrazaba a ellos.

         No es extraño que los teólogos invoquen este pasaje para justificar el bautismo de los niños, bautismo en el que no son ellos (los bebés) los que se acercan a Jesús, sino que es Jesús quien se acerca a ellos. O mejor dicho, son llevados a Jesús por sus padres para que él los abrace, les bendiga, les limpie, les imponga las manos, les unja y les dé una nueva vida. A fin de cuentas, en esto consiste la gratuidad del don (como es el don del bautismo).

         Pues bien, ya no queda sino invitaros a poneros en manos del Padre como un niño se pone en manos de su padre. Además, ¿no sucede que los hijos nunca dejan de ser niños en relación con sus padres, aun cuando hayan pasado ya a ser sus cuidadores por razón de la edad?

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 17/08/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A