16 de Agosto

Viernes XIX Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 16 agosto 2024

a) Ez 16, 1-15.60.63

         Escuchamos hoy la impactante Alegoría de Jerusalén, en la que Ezequiel va comparando la historia de Jerusalén a la de una jovencita que nació abandonada y perdida, que alguien recogió y amó (Dios), y que después se volvió ingrata y adúltera. Tras lo cual acabó siendo burlada y vapuleada por los vecinos, y retornando al único amor que nunca debió haber dejado.

         Pero dejémonos embargar por este relato lleno de emoción, en el que el propio Dios comienza diciendo de Jerusalén que "por tu origen y nacimiento eres cananea", así como aseverando que:

"Cuando naciste no se te cortó el cordón, no se te bañó en agua para limpiarte, no se te frotó con sal ni se te envolvió en pañales. Nadie se apiadó de ti ni te cuidó, sino que te echaron en pleno campo porque eras repugnante, el día de tu nacimiento".

         Como se ve, Dios compara a Jerusalén con el colmo del desamparo, sobre todo para un bebé recién nacido. Tras lo cual, continúa diciendo: "Yo pasé junto a ti y te vi, mientras tú te agitabas en tu sangre. Entonces yo te dije: ¡Vive".

         Una vez descrito el nacimiento de Jerusalén, Dios pasa a relatar los episodios de su adolescencia: "Yo te hice crecer como la hierba en los campos, y tú creciste, te desarrollaste y te hiciste mujer. Se formaron tus senos, y tu cabellera creció". Tras lo cual, pasa a relatar los episodios de su juventud:

"Yo me comprometí a ti con juramento, hice alianza contigo y te ungí con óleo. Te vestí con telas recamadas, te puse zapatos de cuero fino, una banda de lino y un manto de seda. Te adorné con joyas, y la flor de harina, miel y aceite, eran tu alimento. Tú te hiciste cada día más hermosa, y llegaste al esplendor de una reina".

         Como se ve, la historia de Jerusalén fue una inmensa aventura, llena de toda una sarta de beneficios. Lo cual derivó en la 1ª de sus consecuencias: "La reputación de tu belleza se difundió entre las naciones, gracias al esplendor de que yo te había revestido, y a la perfección con que te había dotado". Y en una 2ª: "Pero tu te pegaste a tu belleza, y te aprovechaste de tu fama para prostituirte, prodigando tus favores a todo transeúnte".

         Es decir, en no saber llevar bien el esplendor, y en acabar tirándolo por la borda. Esto el pecado es esto, en el caso de Jerusalén manifestado en forma de ingratitud e infidelidad, que provocó una herida de amor en Aquel por quien había sido colmada.

         ¿Y qué le sucederá al final a esta esposa infiel? Lo sigue relatando el propio Dios: "Pero yo me acordaré de mi alianza contigo, en los días de tu juventud". ¿Cuando acabaremos de comprender? ¿Qué le quedará a Dios por hacer para mostrarnos hasta qué punto nos ama? ¿Cuántas veces tendrá que repetírnoslo? Porque lo sigue diciendo él mismo:

"Yo mismo restableceré mi alianza contigo, para que te acuerdes y te avergüences, y no oses más abrir la boca de vergüenza cuando yo te haya perdonado todo lo que has hecho".

         ¡Ah! si fuera yo también capaz de callar y dejar en silencio mi ser, para regustar este Amor infinito que me cobija. Porque páginas como éstas son ya páginas de evangelio, de ese Jesús que "por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo" para hablarnos de la misericordia, de la oveja perdida, del hijo pródigo... Ezequiel marcó el camino de la esposa perdida y hallada de nuevo, y del amor extinguido cuya llama renacerá.

Noel Quesson

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         Acabamos de leer una de las páginas más bellas de la Escritura, y una de las escritas con mayor pasión. Con una gran alegoría, y mediante la imagen del matrimonio, describe Ezequiel toda la historia de Jerusalén, desde sus orígenes hasta la renovación de la Alianza. Con ello, el profeta demuestra la justicia soberana de Dios en el momento de la destrucción total de Jerusalén (ca. 587 a.C), y achaca tan hecatombe a los propios pecados e ingratitudes de Jerusalén. 

         Podríamos decir que Ezequiel visualiza la constante lucha entre el amor de Dios (por Jerusalén) y las continuas infidelidades de Jerusalén (hacia Dios), en sus formas de adulterio (uniéndose a los pueblos vecinos), prostitución (adorando a los dioses vecinos) y prostitución sagrada (practicada no sólo por los fenicios en los santuarios hebreos, sino por los propios hebreos en Siló y Siquén).

         Sobre este fondo tan negro, sobresale y brilla en cada momento la bondad y el amor inmenso de Dios, ya desde el principio (cuando de Dios es la iniciativa, y el pueblo no tiene en sí mismo valor alguno) y a lo largo de su vida (en que Dios lo inunda de toda clase de bienes). No obstante, a través de actos de suprema ingratitud, Jerusalén fue una y otra vez utilizando esos mismos regalos de Dios para sus propias infidelidades.

         Pero es todavía más maravillosa y sorprendente la actitud final del Señor: a pesar de la infidelidad judía a la Alianza, Dios restablecerá esa Alianza, por pura benevolencia y sin que haya arrepentimiento por parte del pueblo.

         El texto nos aproxima a algunas de las afirmaciones más importantes del NT: "Dios nos amó primero" (1Jn 4, 10). O a aquellas palabras de San Pablo: "Estando nosotros muertos por nuestras culpas, Dios, por pura gracia, nos salvó" (Ef 2, 4). El amor de Dios es un amor gratuito y total, un amor que "inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado" (Rm 5, 5).

Pedro Tosaus

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         El cap. 16 de Ezequiel constituye un excelente ejemplo de procedimiento midráshico, en una meditación que hace el profeta sobre la historia de Jerusalén, y su papel en el establecimiento del reinado de Dios en el mundo. Veámosla y expliquémosla, a través de las palabras del profeta y de su correspondencia en la historia.

         Jerusalén era una ciudad cananea, que desde su nacimiento subsistió de puro milagro. Abandonada por sus padres (pues su fundador Melquisedec no tuvo padre ni madre (Heb 7,3), y mucho antes de la era hebraica su rey Point-Hefer escribe al faraón quejándose de su aislamiento), Jerusalén fue creciendo con toda clase de dificultades (vv.3-5, sobre todo al ser excluida de la federación cananea). Cuando los hebreos pasaron por allí, ocuparon sus provincias sin hacer gran caso de Jerusalén, a la que dejaron vivir vuelta a sí misma (vv.6-7; Sab 19,11-12).

         Será en tiempos de David cuando Dios entrará en relación con la ciudad, haciéndola su esposa (vv.8-14) y beneficiándola con la gloria inaudita del reinado de Salomón. El amor de Dios a Jerusalén se manifiesta como una elección personal, como un don del corazón, como una gracia. Y es un amor físico en el sentido de que Dios ama a Jerusalén en sus instituciones y en sus opciones políticas. Se trata de una comunión total, y nada en la vida de la ciudad es ignorado por el amor y la gracia divina.

         Por todas estas razones, la infidelidad de Jerusalén fue particularmente grave. Las demás ciudades orientales condenadas por Dios no habían conocido su vida y su amor en el mismo grado, y sin embargo no habían sido tan adúlteras y tan claramente culpables como Jerusalén (v.15). Así que cabe esperar que Dios juzgará a Jerusalén como se juzga a una joven adúltera (vv.35-43), cuyo juicio no puede consistir sino en una condenación, más severa aún que la que recayó sobre Sodoma, Samaria y las otras ciudades paganas (vv.44-52).

         La caída de Jerusalén fue tan terrible, y cayó tan bajo (mucho más que las otras ciudades), y su falta superó tanto a las de esas otras ciudades, que el castigo de Dios cayó sobre ella (Mt 11, 20-24). Es ya la doctrina del Siervo Sufriente, a quien se creía castigado por cargar sobre él las faltas de los demás (Rm 5, 20).

Maertens-Frisque

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         Jerusalén era la colina sagrada, la santa morada y la ciudad de paz, pero en sus remotos orígenes habían demasiados puntos oscuros a de sus moradores. Sin embargo, Dios la hizo suya y la elevó a una gran dignidad, poniendo allí su morada entre los hombres. Una vez restablecida, el Señor se desposó con ella, y la hizo suya con una Alianza eterna. Pero sus habitantes se alejaron de Dios, se prostituyeron con otros dioses, y no quisieron saber nada de su Hacedor.

         Una vez abandonada y destruida, Dios se volvió a compadecer de ella, la perdonó y la volvió a introducir en su casa, para que "el pueblo se avergüence y no vuelva a abrir la boca".

         No somos nosotros los que por nuestros trabajos nos transformaremos en buenos, sino que es Dios el que hace su obra en nosotros. Ante nuestras inmensas culpas, y ante la multitud de nuestros pecados, contemplamos el amor fiel de Dios, hecho uno de nosotros para que nosotros tengamos vida. ¿Acaso presumiremos de nosotros mismos, sabiendo que es el Señor aquel que nos santifica y nos llena de beneficios?

José A. Martínez

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         La queja de Dios contra su pueblo se expresa hoy con una fuerte parábola que podríamos llamar la Parábola de la Niña Expósita, una alegoría escrita con gran realismo por Ezequiel sobre Jerusalén, en un lenguaje poético y con fuerte expresividad a la hora de describir las relaciones entre Dios y su pueblo (o historia de un amor no correspondido).

         En efecto, Jerusalén es comparada a una niña que Dios encontró abandonada y rechazada por todos, y que él adoptó. La descripción de los favores con que Dios rodea a esta niña, hasta convertirla en una joven elegante y hermosa, está cargada de detalles muy humanos. Pero ella, al verse llena de atractivos, se olvida de su bienhechor, y empieza a prostituirse con cualquiera de los que pasan a su lado. Olvida a su Dios, y se va con los dioses extranjeros.

         Dios es el esposo y Jerusalén es la esposa, en esta línea de comparación esponsal que siguen otros profetas como Jeremías y Oseas. Una esposa a la que Dios conoce desde bebé, niña y joven, como ciudad pagana, insignificante y abandonada, hasta que David la hace grande y famosa. Y cuando podía esperarse el amor de ella por su Dios, ella se volvió infiel, y empezó a prostituirse con cualquiera que pasaba.

         La parábola no se dirige sólo a Israel, sino que también se puede aplicar a la Iglesia (el nuevo Israel), adornada por Dios con dones todavía más extraordinarios que en la antigüedad. De ahí que ya que preguntarse: ¿Hemos sido siempre, y también ahora mismo, una esposa fiel a Dios? ¿O también nosotros estamos flirteando con otros dioses de nuestro mundo (poder, dinero, prestigio)?

         Y a nivel personal, ¿soy yo fiel a Dios? ¿Sigo a Cristo Jesús con rectitud de intención? Porque cada uno de nosotros es esa nueva Jerusalén, como el propio Pablo expresaba a los efesios: "Dios, por el grande amor con que nos amó, estando nosotros muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó, y por pura gracia nos salvó" (Ef 2, 4).

         La palabra de Dios se proclama para que nos la apliquemos, así que cada uno debería hacerse esta pregunta: ¿He cometido adulterio, faltando a la fidelidad con Dios? Más aún, ¿me he prostituido, yéndome detrás de todos esos dioses apetecible, según la moda del momento? Cada uno sabe su propia historia.

         La voz del profeta termina con un arco iris de perdón: "Haré contigo una alianza eterna, cuando yo te perdone todo lo que hiciste". Y es que el amor de Dios no tiene límites, y sigue enamorado de cada uno de nosotros, y sigue deseando que volvamos a él de nuestros desvíos y escapadas. Y por piensa ya en la reconciliación, como bien recuerda el salmo responsorial de hoy: "Ha cesado tu ira y me has consolado. El Señor es mi Dios y salvador, confiaré y no temeré. Dad gracias al Señor, e invocad su nombre".

José Aldazábal

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         La 1ª lectura de hoy nos habla de una niña (Jerusalén) que nació abandonada, que Dios recogió y educó entre algodones, y que cuando se hizo mayor se volvió terca y testaruda, prostituyéndose y renegando de ese Amor que le había cobijado y protegido.

         Así somos todos los humanos, ingratos cuando renegamos de Dios e infieles cuando le volvemos la espalda, para acabar engolfándonos en los lodos de las pasiones mezquinas. Con razón dijo el Señor que "los últimos serían los primeros", para nuestra propia vergüenza.

         Leído el bello y bochornoso texto de Ezequiel, se descubre fácilmente que en la historia de la salvación, siguiendo el curso de la historia de Jerusalén, se dan la mano 2 rasgos igualmente significativos:

-la debilidad humana, y su facilidad para caer en el pecado y dejarse arrastrar por las pasiones que le asaltan y ciegan,
-la misericordia de Dios, que perdona esa fragilidad hasta 70 veces 7, y vuelve a convocar al hombre en el camino del amor.

Dominicos de Madrid

b) Mt 19, 3-12

         Se le acercan hoy a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para tentarlo: "¿Le está permitido a uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?". La pregunta de los fariseos es directa; suponiendo la legitimidad del repudio (decisión unilateral del hombre que despedía a su mujer), piden a Jesús que se pronuncie sobre una célebre controversia entre los rabinos Hillel (que autorizaba el repudio por causas triviales) y Shammai (que exigía la infidelidad de la mujer). No buscan aprender de Jesús, sino ponerlo en una situación difícil.

         En lugar de ceñirse a un texto que sólo se refería a la cuestión práctica y legal del repudio, Jesús llama la atención de sus adversarios sobre otro pasaje de la Escritura donde se trata positivamente de la naturaleza del matrimonio, en el contexto de la creación del hombre y, por tanto, del plan primordial de Dios sobre él.

         El hombre siente por la mujer un amor preferente que deja en segundo término el del padre y la madre. La consecuencia de la unión es que hombre y mujer constituyen un solo ser (en hebreo sarx, que designa a la persona en cuanto mortal; Gn 1,27; 2,24). La consecuencia es clara: un hombre no puede anular la obra de Dios.

         Pero los fariseos insisten, y vuelven a la carga citando a Moisés (Dt 24, 1). La respuesta de Jesús es radical: Moisés cedió a la condición del pueblo oponiéndose al plan de Dios. Jesús identifica a los fariseos con el pueblo, haciéndolos exponente de su obstinación. No todo lo que se contiene en la ley responde a la voluntad de Dios, ni todos los pasajes de la Escritura tienen el mismo valor. Propone Jesús, por tanto, el ideal del matrimonio humano, según el plan inicial de Dios. La opción de amor que lo funda debe ser definitiva.

         Los discípulos protestan contra tal rigorismo, pues en esas condiciones el matrimonio no es ventajoso. Jesús comenta lo que acaban de decir y afirma que renunciar al matrimonio no es posible para todo hombre; hace falta un don especial para ello. Este puede identificarse con el deseo ardiente de dedicarse al trabajo por el reinado de Dios, con un sentimiento vivo de la urgencia de esa labor y encontrando en ella la plena realización humana.

         De hecho, la única razón que propone Jesús para abstenerse del matrimonio es el reinado de Dios, que, en su expresión plena, es la nueva sociedad humana que él viene a comenzar. También Jesús siente la urgencia de esa dedicación: por eso invita a ella a los que se sientan llamados.

Juan Mateos

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         El texto de hoy se desarrolla conforme a un esquema binario propio de la literatura rabínica: un ajeno propone la cuestión o controversia. El maestro contesta o replica. El interlocutor es reducido al silencio; pero las palabras del maestro resultan insuficientes, poco explícitas, tal vez equivocadas. Ante la incomprensión, los discípulos ruegan al maestro que les aclare lo que ha dicho. Él les da otra explicación, y con ello su pensamiento es claro y definitivo.

         La doctrina sobre la unidad del matrimonio se expone a través de un esquema de controversia: "¿Es lícito despedir la mujer por algún motivo?". Los fariseos se refieren al derecho de repudio. La respuesta de Jesús se apoya en 2 pilares fundamentales, puestos en cada uno de los momentos de la controversia.

         En el 1º turno de la presente controversia, la respuesta será un axioma definitivo y absoluto: "Lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe". A quienes han preguntado si hay alguna causa que justifique repudiar a la propia esposa, se les contesta que ninguna.

         Los fariseos pasan entonces a la ofensiva, en un 2º turno de la controversia, y objetando con aire de victoria: "¿Cómo es, entonces, que Moisés prescribió entregar un acta de repudio?". De nuevo los fariseos quieren obtener de Jesús una declaración contra la ley de Moisés.

         La respuesta de Jesús es un ejemplo de comprensión con detenimiento de la palabra de Dios. Si el ordenamiento legal del repudio, atribuido a Moisés, había abierto un paréntesis, Jesús proclama que es hora de cerrarlo. El condicionamiento que lo determinó es el nuevo estilo de vida que Jesús les propone: el reino de Dios.

Fernando Camacho

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         Jesús lanza hoy una verdadera llamada a favor de la indisolubilidad del matrimonio: "Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Porque si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio". El conjunto del texto va, de modo manifiesto, en este sentido: la unión matrimonial transforma unos amantes, que podrían serlo sólo de paso, en compañeros de eternidad. ¡Lo que Dios ha unido!

         Pero "no todos pueden entender esto, sino sólo los que han recibido el don", concluye Jesús. Esa frase misteriosa de Jesús responde a una cuestión que expusieron los apóstoles: "El matrimonio, así concebido, es demasiado hermoso, demasiado difícil. Si esto es así, más vale no casarse. De ese modo, para Jesús la más alta concepción humana del amor conyugal es un don de Dios. La doctrina de Jesús no será entendida por todos.

         Esto supone muchos combates, día tras día. Y "habrá gentes que no se casarán, porque son incapaces por naturaleza, o porque han sido mutilados por los hombres". Pero los hay que no se casarán "por razón del reino de Dios". El que pueda con eso, que lo haga.

         Por 2ª vez, y sobre otro asunto, pero muy próximo en el fondo, aludes, Señor, a una cierta intuición misteriosa que es dada por Dios. Esa palabra de Jesús es abierta, hace alusión a una cierta afinidad, a una cierta capacidad de recibirla, a un carisma personal. No puede erigirse en ley general en la Iglesia, ni en el mundo; pero es un camino abierto, distinto del matrimonio: el celibato, la continencia voluntaria.

         Es muy notable la insistencia de Jesús en 2 puntos:

-la libertad que requiere esta decisión, que no es impuesta ni "por la naturaleza" ni por la fuerza;
-la motivación profunda de esta decisión voluntaria: el reino de Dios.

         A este respecto, dice Jesús que "hay quienes renuncian al matrimonio para comprometerse con el reino de Dios", teniendo como amor exclusivo a Dios. Así Jesús realza a un muy alto nivel el amor conyugal (dándole un horizonte eterno), y abre la hipótesis de un celibato de muy alto nivel, que tiene ese mismo horizonte.

         Como nota final introduce Mateo una breve excepción, al caso de separación conyugal: "Salvo en caso de unión ilegal". Mateo es el único evangelista que introduce ese paréntesis, en una frase de Jesús que no tolera ningún motivo de repudio. El término griego debería más bien traducirse por "en caso de impudicia", o "en caso de prostitución".

         Parece que lo que Mateo tiene aquí en cuenta es el caso de aquellos que vivían juntos sin estar casados. En ese caso no hay divorcio en sentido estricto sino más bien restablecimiento de una situación normal. La tradición ortodoxa oriental ve en ello, por el contrario, una base para permitir un nuevo casamiento al consorte que ha sido victima de un adulterio.

         Esta interpretación no la admite la Iglesia católica por lo menos como regla codificada por la ley; pero acepta que en lo concreto es la misericordia la que ha de resolver a veces ciertas situaciones excepcionales. Esto no hace mas que subrayar la indisolubilidad fundamental del matrimonio en su dinamismo normal: los dos serán uno, hasta que la muerte los separe.

Noel Quesson

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         Terminado ya el Discurso Eclesial del cap. 18, siguen unas recomendaciones de Jesús en su camino a Jerusalén. Esta vez, sobre la célebre cuestión del divorcio.

         La pregunta no es acerca de la licitud del divorcio (que era algo admitido), sino sobre cuál de las 2 interpretaciones era más correcta: la de Hillel (que multiplicaban los motivos para que el marido pudiera pedir el divorcio, pues la mujer ni lo podía pedir), o la de Shammai (que sólo lo admitía en casos extremos, como en el caso de adulterio).

         Jesús deja aparte la casuística, y reafirma la indisolubilidad del matrimonio, recordando el plan de Dios: "Ya no son dos, sino una sola carne". Así pues, "lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre". Al negar el divorcio, Jesús restablece la dignidad de la mujer, que no puede ser tratada como lo era en aquel tiempo, con esa visión tan mercantil y machista.

         La excepción que admite Jesús ("no hablo del caso de prostitución"), no se sabe bien a qué se puede referir. Pero lo que sí queda claro es el principio de que "lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe".

         Cristo toma en serio la relación sexual, el matrimonio y la dignidad de la mujer. No con los planteamientos superficiales de su tiempo y de ahora, buscando meramente una satisfacción que puede ser pasajera. En el Sermón de la Montaña ya desautorizaba el divorcio, y hoy apela a la voluntad original de Dios, que comporta una unión mucho más seria y estable, no sujeta a un sentimiento pasajero o a un capricho.

         El plan es de Dios, y es él quien ha querido que exista esa atracción y ese amor entre el hombre y la mujer, con una admirable complementariedad y, además, con la apertura al milagro de la vida, en el que colaboran con el mismo Dios.

         Lo cual nos recuerda la necesidad de que lo tomemos en serio también nosotros, dentro de la comunidad eclesial: la preparación humana y psicológica del noviazgo, la boda, la convivencia posterior... El amor que quiere Dios es estable, fiel y maduro.

         Si el matrimonio se acepta con todas las consecuencias, no buscándose sólo a sí mismo, sino con esa admirable comunión de vida que supone la vida conyugal y, luego, la relación entre padres e hijos, evidentemente es comprometido, además de noble y gozoso. Como era difícil lo que nos pedía Jesús ayer: perdonar al hermano. Como es difícil tomar la cruz cada día y seguirle.

         Podríamos completar hoy nuestra escucha de la Palabra bíblica leyendo lo que el Catecismo dice sobre "el matrimonio en el Señor" (CIC, 1612-1617), pues valora el matrimonio cristiano desde su simbolismo del amor de Dios a Israel y de Cristo a su Iglesia, y alude también (con la cita de ese pasaje de Mt 19) a la cuestión del divorcio.

         La lección de la fidelidad estable vale igualmente para los que han optado por otro camino, el del celibato. De eso habla hoy Jesús cuando afirma que hay quien renuncia al matrimonio y se mantiene célibe "por el Reino de los Cielos". Como hizo él y como hacen los ministros ordenados y los religiosos, no para no amar, sino para amar más y de otro modo. Para dedicar su vida entera (también como signo) a colaborar en la salvación del mundo. El celibato lo presenta Jesús como un don de Dios, no como una opción que sea posible a todos.

José Aldazábal

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         El divorcio no sólo separa al esposo de la esposa, sino que separa culturas, cosmovisiones y religiones. En América Latina, por lo menos, hay un hecho comprobado: los protestantes de todas las denominaciones (incluyendo los que se quieren llamar simplemente cristianos) alegan que su único apoyo es la Biblia, y van contradiciendo esta tremenda afirmación con hechos tan concretos como desautorizar a Jesucristo en esta materia tan clara del divorcio.

         Jesús lo dijo claro: "lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre". Pero es cosa comprobada que un altísimo porcentaje de quienes huyen de la Iglesia Católica, y se van a los grupos protestantes, están en situación práctica de adulterio. Es triste decirlo, pero hay que decirlo con claridad, porque han desobedecido y contradicho a Jesús, y luego se elevan en preciosas alabanzas y sentidas canciones, con predicaciones que tocan el corazón.

         Jesús fue claro, y no podemos confundir (malintencionadamente) la ternura de Cristo con laxismo en Cristo, ni podemos revolver (irresponsablemente) las afirmaciones sobre la misericordia de su corazón con los caprichos y las debilidades alocadas de nuestros propios corazones.

Nelson Medina

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         "¿Es mejor no casarse?", preguntó Pedro a Jesús. Y Jesús respondió: "Es mejor no casarse". No obstante, esta enseñanza no todos la comprenden. Porque es mejor "no casarse" si lo que se va a hacer es un paripé, o si se infravalora esa exquisita alianza que Dios llamó matrimonial, y bendijo desde el principio. Quien ha sido llamado a la vida matrimonial no puede tomar dicha alianza como si fuese un experimento. Es lo que explicó el propio San Juan de la Cruz, que al hablar del amor unitivo entre Dios y la persona humana nos hace una descripción sobre la alianza matrimonial:

"En la alianza matrimonial sucede como cuando en tierra corre un río y cae sobre él la lluvia del cielo; una vez unidas las dos aguas es imposible separarlas. Unidos por Dios el hombre y la mujer son una sola carne. Por eso, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre".

         Luego tenemos 2 cosas: así como es Dios quien llama a este servicio de amor matrimonial, así es Dios quien llama a un amor indiviso a él y a su Iglesia, para convertir a los suyos en testigos de su evangelio, como signo vivo del amor salvador de Dios en el mundo y su historia.

         Muchos no entenderán esto, sólo aquellos a los que realmente Dios se lo haya concedido. Conforme a la llamada recibido por Dios, vivamos nuestro amor fiel y fecundo desde el cual sea posible construir el reino de Dios en el mundo, y en cada uno de nuestros hogares.

         Dios llama a cada uno a un estado de vida que debe ser siempre fecundo, portador de vida. Aquellos que realizan su vida en la unión matrimonial son hechos, por Dios, una sola carne. Esto se convierte en una realidad suprema en el hijo de ambos, el cual llevará siempre el cuerpo y la sangre de sus padres, prolongándolos en la historia.

         Amar y velar por ese hijo es velar y preocuparse por uno mismo. De ese hijo sus progenitores jamás podrá retirar lo que a cada uno le pertenece. Así, en la alianza matrimonial, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre, y no sólo en el hijo, sino en aquellos que lo engendraron. Sólo la persona inmadura es incapaz de aceptar o conservar un compromiso de tal magnitud.

         Quien permanece célibe por el Reino de los Cielos lo entrega todo para colaborar en el engendramiento de los hijos de Dios, por quienes velará y luchará como lo hacen los padres con sus hijos. Y esto no sólo con sus oraciones, sino con su cercanía, haciendo suyas las esperanzas, angustias y tristezas de todos lo que Dios puso en sus manos para que ninguno se les pierda.

José A. Martínez

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         La enseñanza de Jesús sobre el matrimonio (vv.4-12) responde a una cuestión de los fariseos sobre el sentido en que se debe entender el repudio de la propia mujer (v.3). Esta pregunta quiere poner en claro lo legislado en la ley: "Si uno se casa con una mujer y luego no le gusta, porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribe el acta de divorcio, se la entrega y la echa de casa" (Dt 24, 1).

         Pero más allá de la interpretación, la pregunta de los fariseos esconde la intención de obligar a que Jesús tome partido por un criterio más riguroso o por otro más complaciente y, por consiguiente, que cause el desagrado de los partidarios de la otra sentencia.

         Las opiniones en conflicto eran las de aquellos que admitían el repudio por cualquier motivo y las de quienes sólo lo permitían en los casos de mala conducta probada o sólo en los casos de adulterio.

         Jesús va a trascender los límites de la discusión casuística y va a plantear el problema en el marco del reinado de Dios y de la exigencia de comprensión que éste requiere (v.12). Por ello, más allá de la legislación del Horeb, se remonta directamente al acto creador de Dios. Combinando Gn 1,27 con Gn 2,24, determina Jesús que el amor entre hombre y mujer tiene su fuente en Dios, y que por consiguiente unifica y no puede separar. La voluntad creadora de Dios coloca a hombre y mujer bajo el mismo yugo (v.6).

         Remontándose al origen (v.24), exige Jesús la indisolubilidad absoluta matirmonial, en el sentido de Malaquías: "Porque el Señor dirime tu causa con la mujer de tu juventud, a la que fuiste infiel, aunque era compañera tuya, esposa de alianza. Uno solo los ha hecho de carne y espíritu, ese uno busca descendencia divina" (Mal 2, 14-15). El matrimonio, por tanto, es expresión de la alianza divina.

         Esta respuesta de Jesús suscita la oposición de los que plantearon la pregunta apoyados en la autoridad de Moisés. A ella, Jesús señala que la concesión mosaica deriva de la "dureza de corazón" del pueblo ya que voluntad divina manifestada por los textos del Génesis no ha sido modificada.

         La unión matrimonial no se anula por la infidelidad aunque parece admitir ciertos casos que permiten la separación ("no hablo de unión ilegal"). Sin embargo, la radicalidad de la exigencia de Jesús sigue firme aunque parecen haber existido concesiones en la Iglesia de Mateo como en la Iglesia de Pablo respecto al cónyuge no creyente (1Cor 7, 15).

         Frente a esta exigencia los propios discípulos de Jesús reaccionan enérgicamente. Y ante esta reacción, como ante las exigencias del desprendimiento de los bienes que viene a continuación (Mt 19, 25-26), Jesús afirma que lo que parece imposible para los hombres es posible para quien acepta el reino de Dios. La 3ª categoría de eunucos mencionada en Gn 19,12 señala a todos aquellos que en las condiciones mencionadas anteriormente no pueden realizar el acto procreador.

         De esa forma, las duras exigencias derivadas del amor que se presentan como imposibles para el hombre, pueden ser cumplimentadas cuando se recibe el reino de Dios como una gracia.

Confederación Internacional Claretiana

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         Los fariseos se acercan a Jesús para ponerlo a prueba en el conocimiento de la ley. Pero Jesús no se limita a salir al paso, pues el asunto no es la exactitud de la ley sino el valor de las personas. Efectivamente, en la sociedad judía de la época, los varones tenían todas las ventajas, eran los propietarios de la tierra, de los bienes y de sus esposas. Podían despedirlas cuando quisieran y, muchas veces, sin causa justificada. Estas mujeres quedaban entonces en la más absoluta pobreza y corrían el peligro, si no se casaban pronto, de perder toda su dignidad.

         Ante tal actitud, lo importante no es la ley de Moisés sino la dignidad de las personas, especialmente de las mujeres. La ley puede ser manipulada al acomodo de quienes quieren sacar ventajas. La ley no muestra necesariamente el verdadero plan del Dios para los seres humanos.

         Jesús insiste en que el sentido de que la creación llama a la igualdad entre las personas y que el matrimonio no es ocasión para sacar ventaja. Ante esta respuesta tan clara y tajante, los discípulos se preguntan por el provecho del matrimonio. Jesús de nuevo les sale al paso con una respuesta novedosa: el celibato es un don de Dios que debe estar al servicio del Reino, de lo contrario, sería simplemente una soltería mal empleada.

         Las leyes hoy siguen siendo ventajosas para los varones. Se ha avanzado mucho en la igualdad entre los sexos pero todavía falta mucho camino por recorrer y muchas realidades que transformar. Pues, la cultura occidental sigue aferrándose a un machismo desconsiderado y a un desprecio por la diferencia. Jesús nos llama a valorar a las personas conforme el plan de Dios, a no buscar ventajas en la relación de pareja y a considerar el celibato como un servicio al Reino.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         Los acercamientos de los fariseos a Jesús solían esconder casi siempre intenciones aviesas. En esta ocasión, como tantas otras veces, se acercan a Jesús con una pregunta, pero no con intención de aprender, sino de ponerlo a prueba para tener después de qué acusarlo.

         Las pruebas a que quieren someterle son siempre la antesala de la acusación, y lo único que pretenden es desacreditarlo a los ojos del pueblo (que le admira), y encontrar un motivo de condena. En este caso, la pregunta de hoy es: ¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?

         Los fariseos ya tenían respuesta para esta pregunta, pues para ellos era lícito divorciarse de la mujer siempre que hubiera causa justa o razón suficiente. Para unos, esta causa podía ser cualquier suceso intrascendente de la vida conyugal (cualquier fallo o falta, por leve que fuera), mientras que para otros el único motivo de divorcio podía serlo el adulterio.

         Vivían, por tanto, bajo una legislación divorcista, que permitía el divorcio. Y para ello pretendían ampararse en la ley de Moisés, que en su día permitió la ruptura matrimonial mediante el acta de repudio a la mujer.

         Pues bien, a esa tradición mosaica es a la que se remite Jesús, cuando contesta a la pregunta con otra pregunta: ¿Qué os mandó Moisés?

         Jesús reconoce la existencia de esta legislación, y la justifica en gran medida invocando una razón: Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Luego se trata de una permisión legal puntual, debida a la terquedad de los hombres de aquel tiempo, quizás para evitar males mayores. Pero al principio no fue así. Es decir, en principio no es así.

         Jesús se remite, en este caso, a una tradición anterior a la mosaica, una tradición que, a su entender, habría que recuperar:

"Al principio Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre".

         Son textos del Génesis. Y Jesús invoca esta Escritura como exponente de la tradición más primigenia. Dios los creó hombre y mujer y, por tanto, sexualmente distintos y complementarios, en una diferencia que distingue pero que no separa, sino que complementa y hasta une. Fueron creados hombre y mujer por Dios, con miras a formar una unión de dos abierta a la vida. Es decir, para hacerlos una sola carne.

         Por eso, porque están naturalmente encaminados a esta unión, abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y formará con ella una sola carne. Se abandona a la familia de procedencia para formar una nueva familia, en base a una unión que es el origen de esa nueva familia, y a una unidad de la carne que tiene un inmediato fin: la procreación.

         Aquí está el origen de la familia, en la creación bisexuada del hombre y la mujer. Y en este origen hay un designio divino de unión. Y como la unión sólo puede darse entre un hombre y una mujer concretos, hay que pensar que, cuando se produce esa unión efectiva, Dios la quiere. Es decir, que Dios quiere la unión de ese hombre y de esa mujer concretos, en los que ha surgido el amor y la mutua atracción. 

         Si eso es así, concluye diciendo Jesús, que no lo separe el hombre lo que Dios ha unido (porque ha querido unido). Separar una sola carne es separar algo unido por Dios, es romper una unión querida por Dios, y es distanciarse de la voluntad de Dios.

         Si esto es así, ¿se cierra el camino a cualquier permisión, como la de Moisés? Por supuesto, al acta de repudio sí. Pero si esa unión se está resquebrajando en su interior, y se presenta ya como algo podrido (que huele mal), ¿qué habrá que hacer? ¿No habrá que aceptar con resignación ese hecho, e intentar sanar las partes implicadas y enfermas? En este caso, ¿no se podría sanar a cada parte por separado, para luego volverlas a unir?

         Esas son las preguntas que nos seguimos haciendo hoy. Porque si permitimos la separación temporal, y cada una de las partes establece una relación con otra persona, estaríamos poniendo a ambos cónyuges en ocasión de adulterio, y ¿no destruiría eso todavía más la unión sagrada?

         Quizás estas y otras preguntas son las que llevan a los discípulos de Jesús a volver sobre el tema. Aunque el tema todavía se complicó más, por la respuesta de Jesús: Si uno se divorcia de su mujer, y se casa con otra, comete adulterio contra la primera.

         Es decir, que la mujer de la que uno se separa (¡e incluso se divorcia!), para casarse con otra, sigue siendo su mujer. Y esto hasta el punto de serla infiel (cometiendo adulterio) si se casa con otra. Esta respuesta de Jesús no deja escapatoria. Atrás parece haber quedado el precepto de Moisés y su justificación, y atrás parece quedar la terquedad como motivo justificante del divorcio.

         Jesús, al remitirse a los orígenes, recupera en toda su radicalidad la pureza de la unión matrimonial entre el hombre y la mujer, hasta el punto de hablar de ellos como una sola carne sin dejar de ser dos (es decir, un matrimonio monógamo e indisoluble).

         Hoy día, ante la avalancha de experiencias de fracaso matrimonial, puede resultar difícil aceptar esta indisolubilidad radical, e incluso ver ésta como una intransigencia más de esa Iglesia que se aferra al dictado de Cristo de manera poco flexible.

         Por supuesto, la Iglesia no admite el divorcio. Pero sí la separación sanadora temporal, así como el cuidado personalizado de cada situación irregular. Lo que no puede hacer la Iglesia es invalidar una norma que surge de la entraña del mismo evangelio, con su carga incuestionable de radicalidad.

         El cristiano está constantemente invitado a vivir la radicalidad evangélica. Y tiene que saber que su propio fracaso personal, incluido el de adulterio, no queda al margen de la misericordia de Dios, el cual perdonó a la mujer sorprendida en adulterio. No, las exigencias evangélicas no son nunca obstáculo para el uso balsámico de la misericordia. Al contrario, es sobre los pecadores sobre los que se derrama más copiosamente.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 16/08/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A