12 de Septiembre

Jueves XXIII Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 12 septiembre 2024

a) 1 Cor 8, 1-7.11-13

         El núcleo de la enseñanza de hoy no presenta muchas dificultades, aparte de ciertas concepciones judías sobre los ángeles utilizadas por el apóstol Pablo en su mensaje a los corintios.

         Sin embargo, conviene recordar que en Corinto existía un grupo de cristianos que, en nombre de un conocimiento superior, creaban dificultades dentro de la comunidad. Es lo que encara hoy Pablo, a la hora de enfrentarse a ese grupo y resolver las continuas divisiones que creaba entre los cristianos de la comunidad.

         Podría parecer que el caso que trata Pablo es una cuestión insignificante. Pero ya vimos que, para él, la unidad de la Iglesia es intocable. En todo caso, la enseñanza es pastoralmente ejemplar. Lógicamente, el que no cree en los ídolos no se siente afectado por cuanto se refiere a ellos, y para quien ha rechazado su existencia no es posible creer que "la carne de las víctimas sacrificadas a los ídolos" en los templos sea otra cosa que carne.

         Sin embargo, en Corinto había cristianos que habían participado durante mucho tiempo en esas prácticas paganas, y que ahora, una vez que las habían abandonado, consideraban indigno que otros las siguieran haciendo. Son los débiles de los que habla Pablo.

         Pero precisamente por eso hay que respetar su conciencia, cosa que no comprendían ni hacían los que se enorgullecían de poseer un conocimiento superior. En resumidas cuentas, concluye Pablo, el conocimiento envanece, la libertad puede ser causa de escándalo, y sólo el amor construye. Así ocurre siempre.

         Pero no debemos entender esta lección de forma simplista, porque el apóstol que nos la da es el mismo que se enfrentó violentamente con Pedro por un motivo similar (cuando éste, en Antioquía, dejó de comer con los cristianos de origen pagano, por respeto a los judeocristianos que acababan de llegar de Jerusalén).

         ¿No siguió Pedro la línea de conducta que Pablo enseña aquí? El problema reside en no ponerse del lado de los fuertes, y sí en saber discernir en cada caso quiénes son los realmente débiles. Esta es una cuestión que interpela a la Iglesia constantemente.

Antón Sastre

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         Los problemas concretos que se presentaban a los primeros cristianos, residentes en el núcleo de una civilización pagana, eran a menudo complejos. Y esto es lo que ocurrió en Corinto.

         En concreto, el problema que se presentó a los corintios procedía de la carne que se compraba en las tiendas, procedente de animales previamente "inmolados a divinidades paganas". ¿Tenían los cristianos derecho a comer de esos idolotitos? Cuando se come en casa, es fácil abstenerse. Pero ¿y si uno está invitado? ¿Había que hacer como todo el mundo, y comer lo que se presentaba? ¿No era esto un compromiso con los ídolos? San Pablo contesta, y lo hace desde un equilibrio admirable. Es decir:

-con libertad total, respecto a las carnes que se comen,
-teniendo en cuenta la conciencia de los demás.

         Respecto a lo de comer "lo sacrificado a los ídolos", sabemos que el ídolo no significaba nada para un cristiano, y que no hay más Dios fuera del único Dios. Luego si esas carnes habían sido "ofrecidas a la nada", porque los ídolos no son nada, se pueden comer sin reparo alguno. El hecho de haber sido presentadas a un bloque de piedra, o de haber recibido el incienso, no modifica para nada las carnes, luego ¡total libertad!, porque el ídolo es sólo una estatua de piedra.

         Pero quedémonos con el razonamiento de Pablo, el cual dice que "no hay más que un solo Dios: el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos. Y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros". ¡Qué libertad y qué certeza!

         Sobre todo porque si sólo hay un Dios único, lo restante no es Dios, y esta certeza libera totalmente al hombre de cualquier tabú o interdicto sagrado. Sólo Dios es sagrado, y el mundo no es sagrado sino profano.

         Mas no todos tienen este conocimiento, y "algunos comen la carne inmolada como carne ofrecida al ídolo". Este era el caso de los paganos, y también de algunos cristianos recientemente convertidos, y que "tienen miedo".

         Efectivamente, en muchos casos de conciencia existen inmensas diferencias de apreciación moral, y lo que para algunos parece ser pecado para otros no lo es. Es lo que sucedió en Corinto, donde los fuertes se consideraban totalmente liberados de los pecados pasados, y los débiles necesitaban sentirse todavía más seguros, y defendían las posiciones más estrictas (pues "su conciencia, que es débil, se encuentra todavía manchada").

         Efectivamente, cuando uno cree cometer un pecado, lo comete, como regla esencial de la conciencia. Pero también es verdad que hoy se insiste quizás demasiado en esta apreciación subjetiva, como si fuese una de las dimensiones capitales de la conciencia.

         Por consiguiente, "si un alimento ha de causar la caída de mi hermano, no comeré carne jamás, antes que causar la caída de mi hermano". Es decir, para Pablo debe ponerse por encima de todo, y sobre todo en los casos de dudas de conciencia, una ley más fuerte que la conciencia: la caridad, criterio último de juicio.

         En otras palabras, viene a decir Pablo, por mucho que yo sea totalmente libre, y capaz de comer cualquier alimento, evitaré escandalizar a los hermanos más débiles, y para ello renunciaré a lo que tengo derecho, pues "ése es un hermano por quien murió Cristo". ¡Qué admirable fórmula, qué respeto hacia los más débiles! No tenemos derecho a aplastar y desconcertar a los demás, ni siquiera apelando a nuestras certidumbres.

Noel Quesson

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         No podemos hacer de nuestra fe algo meramente racional, pues esto nos puede llevar a crearnos una religión meramente personalista, actuando conforme a nuestras convicciones sin importarnos si con ello pisoteamos a los demás. ¿Y por qué? Porque la fe, además de ser una respuesta personal al Señor, se vive en comunidad.

         Por eso, además de ilustrar nuestra fe, no podemos perder de vista que en el fondo hemos de poner siempre el amor a Dios y al prójimo. El amor al prójimo nos debe hacer conscientes de su madurez en la fe, de tal forma que amoldemos nuestro actuar para que él pueda madurar.

         Es decir, tendríamos que renunciar a todo eso que, siendo bueno para nosotros, no lo es para los hermanos débiles, al confundir todavía éstos su nueva libertad con su pasado libertinaje. Para quienes creemos en Cristo, la ley suprema del amor está por encima de todo, y entre esa ley del amor está la acción de dar tiempo al prójimo para que madure, sin perjudicar su proceso ni hacerle perder el rumbo de su camino hacia los bienes eternos.

José A. Martínez

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         Nos encontramos hoy en la 1ª lectua con la consulta que hacen a Pablo los corintios sobre los famosos idolotitos, esas carnes inmoladas a los ídolos que luego se compraban y comían por las casas ("comer lo sacrificado").

         Efectivamente, los corintios habían estado acostumbrados, antes de convertirse, a participar en banquetes cúlticos en honor de los dioses paganos, comiendo carne gratis y celebrando la fiesta del dios de turno. Y de ahí su pregunta: ¿Pueden continuar haciéndolo? O mejor dicho: rechazada la participación cúltica, ¿pueden comer esa carne si se presenta el caso?

         La razón que expone San Pablo es rotunda: si esos dioses no existen, podéis comer tranquilamente cualquier tipo de carne, tanto comprándola en las carnicerías cuanto asistiendo a una cena a la que habéis sido invitados. Es lo que declara Pablo, fortaleciendo así la conciencia de sus cristianos y liberándolos de los escrúpulos.

         Pero hay otros hermanos que son más débiles, o todavía no están entre el grupo de los cristianos fuertes (de fuerte conciencia) Y para ellos pide Pablo una delicadeza especial, para no forzar su conciencia y sí mostrarles todo el apoyo posible, de cara a su maduración moral.

         De ahí que apele Pablo a los fuertes a saber frenar su sabiduría ("sus conocimientos"), para no "llevar al desastre al inseguro", el cual fue "un hermano por quien Cristo murió". Como se ve, el criterio de la caridad es más importante, para con los hermanos, que el criterio de la verdad, o el del conocimiento o el de los derechos propios.

         En rigor, se podría comer carne inmolada a los ídolos en un contexto no sagrado (en una tienda, en un convite, en la propia casa...). Pero si hay alguien a quien eso va a escandalizar, entonces debemos renunciar a nuestro derecho. Lo explica el propio Pablo: "Si por cuestión de alimento peligra un hermano mío, nunca volveré a comer carne, para no ponerlo en peligro".

         Entre nuestro caso, no será exactamente el caso de los idolotitos lo nos ponga en esta encrucijada, pero sí hay muchos otros casos en que mis derechos pueden chocar con la conciencia delicada de un hermano (maneras de hablar, actuaciones que no son reprobables pero para él sí...).

         Pues bien, es en esto en lo que hay que tener cuidado, para no ocasionar que los otros se debiliten en sus convicciones, y por lo que dice el propio Pablo: porque "al pecar contra los hermanos, turbando su conciencia insegura, pecáis contra Cristo".

         Uno puede tener sus propias ideas y costumbres. Pero la delicadeza para con la conciencia de los demás es una finura espiritual que nos viene exigida como una de las maneras más concretas de la caridad fraterna. El respeto al hermano va por encima de nuestros conocimientos y derechos, y ése es el binomio central de hoy: la gnosis (conocimiento) y el ágape (caridad). La opinión de Pablo es clara: "El conocimiento engríe, lo constructivo es el amor".

José Aldazábal

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         En el mundo antiguo, la carne de consumo diario procedía en gran parte de los santuarios, de todo lo que se ofrecía al templo con fines cultuales, y luego se vendía en el mercado. De ahí los interrogantes que hoy los corintios dirigen a Pablo, sobre si la consumición de aquella carne no llevaría al cristiano a estar pactando con la idolatría.

         En su respuesta, Pablo distingue el plano doctrinal del plano de la praxis. En teoría, es evidentemente imposible comprometerse con los dioses falsos por comer carne, puesto que éstos no existen. Y si el mismo Jesús había afirmado que lo que come el hombre no ensucia al hombre ("sino que lo echa por la letrina"), Pablo responde ahora que el cristiano es libre de comer lo que quiera, y que en este aspecto "todo me está permitido".

         "Pero no todo me conviene", añade Pablo. ¿Y por qué? Porque hay cristianos escrupulosos, convencidos de que obran mal cuando consumen carnes consagradas, y de que también obran mal quienes también las comen (porque con ello estarían infravalorando la idolatría). Por tanto, hay que tener en cuenta dicha situación.

         En último término, el criterio de la caridad es el que debe imponerse, para mantener las buenas relaciones en la comunidad. Y para ello hay que acallar, en ocasiones, los propios conocimientos y los legítimos derechos. Como explica San Pablo, la ciencia hincha, se construye altares para sí misma y se cree inmortal. Pero tiene pies de barro, como todo lo humano. En cambio, el amor hace cosas bellas en la vida, y sabe crear el equilibrio y armonía en la sociedad.

         En efecto, la ciencia humana endiosada y autosuficiente no moldea el corazón humano, ni hace a éste vivir la experiencia de hacer mejores a los demás. En cambio, el amor nos hace admiradores del poder creador de Dios, nos pone al servicio de los demás y se siente feliz en la pequeñez, al descubrir un infinito mundo por el que luchar.

         Aprendamos a adquirir, junto al saber humano, la sabiduría divina del amor de Dios, que conoce a los demás y que anima a los demás, no dañando su debilidad ni despreciando su conciencia personal, sino ayudándolos a ir creciendo y madurando en lo que realmente son: hijos e hijas de Dios.

Dominicos de Madrid

b) Lc 6, 27-38

         "Amad a vuestros enemigos, y rogad por los que os persiguen", nos dice hoy Jesús. Como se ve, el amor al enemigo no consiste en el simple hecho de renunciar a la venganza, sino más bien en un acto positivo de perdón y benevolencia. Estas disposiciones han de tenerse en el fondo del corazón e inspirar nuestras obras respecto del prójimo, de modo que Dios vea nuestra intención, aunque el mismo prójimo no lo sepa.

         Se trata de la Regla de Oro que Jesús nos ofrece para guía de nuestra conducta. Así que "todo cuanto queréis que los hombres os hagan, hacedlo también vosotros a ellos; ésta es la ley y los profetas" (Mt 7, 12). Nótese su carácter positivo, en tanto que el AT la presentaba en forma negativa (Tob 4,16).

         Estas terminantes expresiones de la voluntad divina muestran cuán por encima está la ley cristiana, de la justicia o equilibrio simplemente jurídico tal como lo conciben los hombres. Es de señalar también la diferencia de matiz que existe entre este texto de Lucas y su paralelo de Mateo (Mt 5, 45). Allí se muestra cómo la bondad del Padre celestial devuelve bien por mal en el orden físico, dando su sol y su lluvia también a sus enemigos los pecadores. Aquí se alude al orden espiritual mostrando cómo él es bondadoso con los desagradecidos y los malos.

         Otro paralelismo de gran importancia para el conocimiento de Dios es el de este texto de Lucas y el correspondiente de Mateo (Mt 5, 48). Allí se nos manda ser perfectos y se nos da como modelo la perfección del mismo Padre celestial, lo cual parecería desconcertante para nuestra miseria.

         Aquí vemos que esa perfección de Dios consiste en la misericordia, y que él mismo se digna ofrecérsenos como ejemplo, empezando por practicar antes con nosotros mucho más de lo que nos manda hacer con el prójimo, puesto que ha llegado a darnos su Hijo único, y su propio Espíritu, el cual nos presta la fuerza necesaria para corresponder a su amor e imitar con los demás hombres esas maravillas de misericordia que él ha hecho con nosotros. Porque "esto hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano".

         Absolver es más amplio aun que perdonar los agravios. Es disculpar todas las faltas ajenas, es no verlas, como dirá el v. 41. Hay aquí una gran luz, que nos libra de ese empeño por corregir a otros (que no están bajo nuestro magisterio), so pretexto de enseñarles o aconsejarles sin que lo pidan. Es un gran alivio sentirse liberado de ese celo indiscreto, de ese comedimiento que, según nos muestra la experiencia, siempre sale mal.

         Nótese la suavidad de Jesús que no nos habla de retribución sobreabundante para el mal que hicimos, pero sí para el bien.

Juan Mateos

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         El texto de hoy es una llamada a construir una nueva relación con Dios a partir de un nuevo comportamiento con los demás. El 1º mandamiento que Jesús dio a sus seguidores fue el de no echar la culpa a los demás y el de superar el odio y el rencor: "Amad a sus enemigos, haced el bien a los que los odian, bendecid a los que los maldicen, rogad por los que los maltratan".

         Lucas nos dice que los seguidores de Jesús deben colocar el amor como única clave de su vida, porque el amor debe sustituir al odio, la bendición a la maldición, y la no violencia a la violencia. En el AT el odio a los enemigos era algo natural. Para Jesús, todo cambia radicalmente al unir estrechamente el precepto del amor a los enemigos con el del amor al prójimo y en este sentido, no es otra cosa que adoptar el comportamiento misericordioso de Dios para crear unas nuevas relaciones entre los seres humanos: "Sed compasivos, como es compasivo el Padre con vosotros".

         Por lo tanto, ningún cálculo humano debe orientar la práctica del amor auténtico y eficaz. Los seguidores de Jesús, amando a los enemigos, imitan la bondad de Dios del que han recibido el perdón de sus pecados, y este amor es la respuesta agradecida al Dios de la misericordia.

         El amor del discípulo no es un discurso demagógico, lleno de palabras huecas y sin sentido, o un simple sentimiento afectivo; el amor del discípulo debe ser una acción y una tarea, el amor debe ser eficaz, debe alcanzar incluso a aquellos que no lo merecen, los enemigos, los que "te han hecho mal, los que te odian, los que te golpean y los que te roban".

         Las palabras de Jesús suponen una nueva actitud, suponen la conversión y la aceptación plena del contenido del Reino que él nos enseñó. Suponen construir un nuevo modelo de sociedad porque no puede haber una comunidad auténtica sin la justicia y el perdón necesario para re-establecer la comunidad. No obstante, el perdón nunca puede servir de excusa para ocultar la ausencia de justicia.

Fernando Camacho

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         Si las bienaventuranzas de ayer eran paradójicas y sorprendentes, no lo son menos las exhortaciones de Jesús que leemos hoy: "Amad a vuestros enemigos". La enseñanza central de Jesús es el amor.

         Es como si la 4ª bienaventuranza ("dichosos cuando os odien y os insulten") la desarrollara aparte. El estilo de actuación que él pide de los suyos es, en verdad, cuesta arriba. Sobre todo cuando pide:

-amad a vuestros enemigos,
-haced el bien a los que os odian,
-bendecid a los que os maldicen,
-orad por los que os injurian,
-al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra,
-al que te quite la capa, déjale también la túnica.

         La lista es impresionante. Y Jesús, con sus recursos pedagógicos de antítesis y reiteraciones, concreta todavía más: si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?; si hacéis el bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis?; si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis?

         Esta página del evangelio es de ésas que tienen el inconveniente de que se entienden demasiado. Lo que cuesta es cumplirlas, adecuar nuestro estilo de vida a esta enseñanza de Jesús, que, además, es lo que él cumplía el primero.

         Después de escuchar esto, ¿podemos volver a las andadas en nuestra relación con los demás? ¿Nos seguiremos creyendo buenos cristianos a pesar de no vernos demasiado bien retratados en estas palabras de Jesús? ¿Podremos rezar tranquilamente, en el Padrenuestro, aquello de "perdónanos como nosotros perdonamos"?

         Jesús nos propone 2 claves, a cual más expresiva y exigente, para que midamos nuestra capacidad de bondad y amor:

-"tratad a los demás como queréis que ellos os traten". Se trata de una medida comprometedora (en positivo), porque nosotros sí queremos que nos traten así. Y en negativo, porque "la medida que uséis la usarán con vosotros";
-"sed compasivos como vuestro Padre es compasivo". Cuando amamos de veras y gratuitamente, seremos "hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos".

         Desde luego, los cristianos tenemos de parte de nuestro Maestro un programa casi heroico, una asignatura difícil, en la línea de las bienaventuranzas de ayer. Saludar al que no nos saluda, poner buena cara al que sabemos que habla mal de nosotros, tener buen corazón con todos, no sólo no vengarnos sino hacer positivamente el bien, poner la otra mejilla, prestar sin esperar devolución, no juzgar y no condenar, sino perdonar.

José Aldazábal

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         El discurso de hoy de Jesús va orientado a los oyentes humildes, a todo el pueblo llano. En 1ª instancia, Jesús invita a todos a un amor generoso y universal (vv.27-38), a fin de llegar a asemejarse del todo al Padre del cielo.

         De no ser así, o si actuamos como lo hacen los paganos y descreídos, ¡vaya desgracia! Porque si pagamos con la misma moneda, eso quiere decir que no hemos renunciado a sus falsos valores. El hombre que se abre al amor se vuelve generoso como el Dios de la creación, y él mismo se fabrica la medida con la que será recompensado.

Josep Rius

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         En el evangelio de hoy, el Señor nos pide por 2 veces que amemos a los enemigos. Y seguidamente da 3 concreciones positivas de este mandato: hacer bien a los que nos odian, bendecir a los que nos maldicen, rogar por los que nos difaman. En resumen, un mandato que parece difícil de cumplir, pues ¿cómo podemos amar a quienes no nos aman? Es más, ¿cómo podemos amar a quienes nos quieren mal?

         Llegar a amar de este modo es un don de Dios, pero es preciso que estemos abiertos a él. Pero bien mirado, amar a los enemigos es lo más sabio humanamente hablando, pues el enemigo amado se verá desarmado. Además, amarlo puede ser la condición para que deje de ser enemigo.

         En la misma línea, Jesús continúa diciendo: "Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra" (v.29). Podría parecer un exceso de mansedumbre. Ahora bien, ¿qué hizo Jesús al ser abofeteado en su pasión? Ciertamente no contraatacó, pero respondió con una firmeza tal, llena de caridad, que debió hacer reflexionar a aquel siervo airado: "Si he hablado mal, di en qué, pero si he hablado como es debido, ¿por qué me pegas?" (Jn 18, 22-23).

         En todas las religiones hay una máxima de oro: "No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti". Pero Jesús es el único que la formula en positivo: "Lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente" (v.31). Esta Regla de Oro es el fundamento de toda la moral.

         Comentando este versículo, nos alecciona San Juan Crisóstomo: "Todavía hay más, porque Jesús no dijo únicamente que deseemos todo bien para los demás, sino que hagamos el bien a los demás". Por eso, la máxima de oro propuesta por Jesús no se puede quedar en un mero deseo, sino que debe traducirse en obras.

Jaume Aymar

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         "A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian". Estas palabras inevitablemente nos traen al recuerdo esa cadena de sentimientos que desata toda violencia y terrorismo. ¿Puede un cristiano palestino amar a un judío? ¿O un estadounidense a un terrorista islamista? ¿O una mujer que sufre violencia a su acosador? ¿Qué podemos hacer los creyentes de hoy ante estas palabras de Jesús? ¿Suprimirlas del evangelio? ¿Borrarlas del fondo de nuestra conciencia? ¿Dejarlas para tiempos mejores?

         Si en algún momento no se produce una reacción de signo contrario, el mal tiende a perpetuarse. Por eso es necesario seguir hablando de perdón, si queremos vernos libres de la deshumanización que generan el odio y la venganza. La persona necesita defenderse de la herida recibida, pero haciendo sufrir al agresor nunca se cura la propia herida. Lo decía hace ya mucho tiempo Lacordaire: "¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona".

         Cuando Jesús invita a perdonar está invitando a seguir el camino más sano y eficaz para erradicar de nuestra vida el mal. De hecho, fácilmente olvidamos que perdonar a quien más bien hace es a nosotros mismos, pues nos libera del mal y nos da fuerzas para comenzar de nuevo.

         Por eso, en el mandato evangélico del amor al enemigo, exponente diáfano del mensaje cristiano, encontramos un signo claro de identidad como seguidores de Jesús. Es precisamente este amor universal que alcanza a todos y busca realmente el bien de todos sin exclusiones, la aportación más positiva y humana que podemos introducir como creyentes en nuestros ambientes.

         Hay dos cosas que como cristianos podemos y debemos recordar en medio de esta sociedad, aun a precio del rechazo y la burla. Por un lado, amar al delincuente injusto y violento no significa en absoluto dar por buena su actuación injusta y violenta. Por otra parte, condenar de manera tajante la injusticia y crueldad de la violencia del tipo que sea no debe llevar necesariamente al odio hacia quienes la instigan o llevan a cabo. ¿Seremos capaces de abrir una pequeña senda de esperanza en este sentido?

Teodoro Bahillo

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         Jesús nos deja hoy una tarea que, ante ojos humanos, parece imposible: amar a nuestros enemigos, hacer el bien a aquellas personas que nos aborrecen, bendecir a quienes nos maldigan, orar por los que nos difaman, no juzgar, no condenar, perdonar, dar hasta la túnica a aquellos que sólo nos piden el manto, dar sin esperar nada a cambio.

         Para nosotros, si miramos esto desde nuestra condición humana, será difícil de lograrlo. El mundo nos ha programado para que seamos todo lo contrario. Buscamos ser competitivos en nuestros trabajos, admirados en la sociedad, parecer las más y los más fuertes, que todo el planteamiento de Jesús no tiene cabida en nuestra manera de ser y de comportarnos.

         Además, somos personas tan mutiladas, heridas, traicionadas que se nos dificulta tratar a los demás como queremos ser tratados. No tenemos claro lo que es una relación sana que no podemos demandarla. Sin embargo, a la luz del Espíritu Santo podemos hacerlo. Jesús no espera que sea algo que hagamos por nuestro esfuerzo, sino que nos dejemos transformar por el Espíritu y así daremos esa medida generosa, apretada y rebosante que esperamos recibir.

         Señor me entrego ante ti para que, a tu Espíritu Santo me sane, me transforme, me libere y me permita ser tan misericordiosa como tú eres misericordioso.

Miosotis Nolasco

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         En nuestra sociedad de hoy día, amamos a los que nos aman, hacemos el bien a quienes nos lo hacen y prestamos a quienes sabemos nos lo van a devolver. Una conducta muy razonada, pero que no compromete en nada. Porque obrando así, ¿qué es lo que nos distingue de los que no tienen fe? Al cristiano se le pide un plus en su vida: amar al prójimo, hacer el bien y prestar sin esperar recompensa. Pues eso es lo que hace Dios con nosotros, que nos ama para que nosotros amemos.

         Tenemos que adelantarnos a hacer el bien, para despertar en el corazón de los otros sentimientos de perdón, de entrega, de generosidad, paz y gozo. Así nos vamos pareciendo al Padre del cielo y vamos formando en la tierra la familia de los hijos.

         Señor, Dios Todopoderoso, rico en misericordia y perdón, mira nuestra torpeza para amar, nuestra poca generosidad en la entrega y nuestra dificultad a la hora de perdonar. Te pedimos nos concedas un corazón misericordioso que se compadezca de las necesidades de nuestros hermanos.

María Cruz

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         El amor a los enemigos es una de las enseñanzas más identificativas del cristianismo, y la rotundidad de esta doctrina se muestra en los términos bien precisos en que Jesús la expone. A los que nos odian, hemos de tratarlos bien; y si hablan mal de nosotros, no les responderemos con la misma moneda. Pero el colmo está en "presentar la otra mejilla al que nos pega".

         Por más conocida que sea esta enseñanza del Señor, reconocemos que se trata de un deber con frecuencia pendiente. Pues no caemos en la cuenta de que ese que nos molesta es otra criatura muy querida por Dios, por quien Jesucristo dio su vida.

         Debemos y queremos aprender de la vida de nuestro Señor. Deseamos ir por el mundo con esa actitud que nos enseña, mientras nuestra vida discurre entre los hombres. Ciertamente es una difícil tarea, porque Dios nos creó libres y, por el pecado, tendemos a constituirnos en centro y criterio de nuestra vida. ¿Que vemos bastantes deficiencias en muchos? También ellos contemplan las nuestras, porque tenemos defectos aunque tratemos de superarlos.

         Hemos de dar ese paso en favor de los demás, porque queremos ser como nuestro Padre Dios, que es bueno con los ingratos y con los malos. Como anima el Señor, amemos a los enemigos y hagamos el bien sin esperar nada a cambio. Con más razón ayudaremos a los demás, si no son propiamente enemigos aunque nos hayan herido, si tal vez sólo son diferentes y tienen otros puntos de vista.

Olga Molina

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         Hoy escuchamos unas palabras del Señor que nos invitan a vivir la caridad con plenitud, como él lo hizo: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34). Éste ha sido el estilo de nuestros hermanos que nos han precedido en la gloria del cielo, el estilo de los santos. Han procurado vivir la caridad con la perfección del amor, siguiendo el consejo de Jesucristo: "Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48).

         La caridad nos lleva a amar, en 1º lugar, a quienes nos aman, ya que no es posible vivir en plenitud lo que leemos en el evangelio si no amamos de verdad a nuestros hermanos, a quienes tenemos al lado. Pero, en 2º lugar, el nuevo mandamiento de Cristo nos hace ascender en la perfección de la caridad, y nos anima a abrir los brazos a todos los hombres, también a aquellos que no son de los nuestros, o que nos quieren ofender o herir de cualquier manera.

         Jesús nos pide un corazón como el suyo, como el del Padre: "Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo" (Lc 6,36). Lo que significa no tener fronteras y recibir a todos, incluso perdonando y rezando por nuestros enemigos.

         Ahora bien, como bien afirma el Catecismo de la Iglesia, "observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Pues se trata de una participación vital y nacida del fondo del corazón, en la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios". Amaremos, perdonaremos, abrazaremos a los otros sólo si nuestro corazón es engrandecido por el amor a Cristo. Como escribía el card. Newman:

"¡Oh Jesús! Ayúdame a esparcir tu fragancia dondequiera que vaya. Inunda mi alma con tu espíritu y vida. Penetra en mi ser, y hazte amo tan fuertemente de mí que mi vida sea irradiación de la tuya. Que cada alma, con la que me encuentre, pueda sentir tu presencia en mi. Que no me vean a mí, sino a ti en mí".

Josep Bombardó

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         Jesús, hoy me explicas una de las grandes verdades acerca del destino eterno de los hombres: con la misma medida que midáis, seréis medidos. Es decir, en la vida eterna seré juzgado de la misma manera con la que yo he juzgado a los demás: se me dará según haya dado, y se me perdonará según haya perdonado. Como dice San Agustín:

"Ahora, mientras te dedicas al mal, llegas a considerarte bueno, porque no te tomas la molestia de mirarte. Reprendes a los otros y no te fijas en ti mismo. Acusas a los demás y a ti no te examinas. Les colocas a ellos delante de tus ojos y a ti te pones a tu espalda. Pues cuando me llegue a mí el turno de argüirte, dice el Señor haré todo lo contrario: te daré la vuelta y te pondré delante de ti mismo. Entonces te verás y llorarás" (Homilías, XVII, 5).

         Jesús, el juicio que tendré al morir no es una venganza o un premio para nivelar distintas suertes en la tierra. En el juicio, Tú me harás ver cómo soy en realidad, es decir, cuál es mi capacidad de amar, y me darás según esa capacidad. Tú siempre llenas al máximo: una buena medida, apretada, colmada, rebosante. Pero el que se presente con un corazón egoísta no tendrá capacidad de recibir tu amor.

         En el fondo, Jesús, cuando soy generoso y hago el bien sin esperar nada por ello, o cuando mido a los demás con misericordia, yo mismo quedo marcado con esa medida. Porque mi caridad (mi amor) crece, y crece también mi capacidad de recibir tu amor. Tú eres el que juzgas, pero soy yo el responsable de la medida con la que seré medido.

         Jesús, tú elevas el nivel de lo que significa amar. Amar no es intercambiar favores, porque "si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tendréis?". Ni siquiera es corresponder solamente al amor que otro me muestra, porque "si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?". Si sólo doy para recibir, porque ¿dónde está la diferencia con los que no te conocen, pues también ellos hacen lo mismo?

         Jesús, en la Última Cena dejas a tus apóstoles el mandamiento nuevo: "Amaos unos a otros. Como yo os he amado, amaos también vosotros" (Jn 13, 34). He de amar a los demás como tú los amas, no sólo con mi corazón, sino con el tuyo. Esta es la diferencia cristiana, y "en esto conocerán todos que sois mis discípulos" (Jn 13, 35).

         Jesús, ayúdame a querer a todos, sin hacer distinciones, sin contar los favores recibidos, sin esperar que me lo agradezcan. Y "será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo". ¿Qué mejor recompensa puedo esperar, ya aquí en la tierra, que llegar a ser hijo de Dios? Gracias, Dios mío, porque me pagas con tanto lo poco que soy capaz de hacer por los demás.

Pablo Cardona

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         Nos enseña hoy Jesús a amar a nuestro prójimo, a amarlo contemplando a Cristo el amor que él nos ha tenido, a amarlo siguiendo las huellas de Cristo. Tal vez sólo entonces podremos decirnos cristianos, pues no lo seremos sólo por una fe pronunciada con los labios, sino con una fe hecha vida en el amor que le debemos a nuestro prójimo.

         Cristo, el enviado del Padre, vino a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Él nos invita a que seamos perfectos, siendo misericordiosos como el Padre Dios es misericordioso, pues hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda su lluvia sobre justos y pecadores.

         Mientras aún es tiempo, mientras aún caminamos por este mundo, el Padre Dios está dispuesto a perdonarnos y a recibirnos nuevamente, con gran amor, en su casa; y recibirnos sin odios ni rencores, sino como a hijos amadísimos suyos. Este es el camino del Padre hacia nosotros. Y este es el mismo camino que ha de seguir la Iglesia no sólo en el anuncio del evangelio al mundo, sino de la manifestación de Cristo al mundo.

Ernesto Caro

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         Jesús ha pronunciado unas palabras hermosas que, en verdad, son muy duras: "Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian". Y son duras porque no es fácil llevarlas a la práctica.

         Jesucristo nos habla hoy del perdón como expresión de amor, pero nosotros lo solemos ver como síntoma de debilidad. Es fácil amar a quienes nos ama, en cambio, cuesta más amar al que nos ha perjudicado. Sin embargo, dejar de amar y sentir odio y aversión nos perjudica, pues nos hace vivir en un mundo más frío e inhumano y nos hace sufrir interiormente.

         "Tratad a los demás como queréis que ellos os traten", dice Jesús. Todo el mundo quiere ser amado, comprendido, perdonado y acogido. Llevada a sus últimas consecuencias, la Regla de Oro que hoy reformula Jesús nos pide amar y perdonar a los enemigos. Han sido muchos los que nos han dejado un testimonio precioso sobre la vivencia de esta recomendación del Maestro, especialmente en situaciones extremas, que demuestran si verdaderamente somos o no buenos discípulos de Jesús.

         Abrámonos al amor de Jesucristo, Dejemos que Dios ame y perdone a través de nosotros, y seremos verdaderamente hijos del Altísimo. Tal vez no podamos resolver los grandes conflictos mundiales, pero sí que podemos colaborar a pacificar nuestras relaciones con personas allegadas si seguimos la propuesta de Jesús. Una propuesta que él selló con su vida y que ahora celebramos en la eucaristía.

José A. Martínez

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         Nos propone hoy el evangelio un fascinante esquema de vida en Cristo: plantar el árbol del bien y enraizarlo tan profundamente en la mente y en el corazón, que sus frutos broten como por necesidad y a porfía. La paradoja del amor toma cuerpo en la vida de los santos haciendo el bien sin medida. ¡Qué difícil es poner límites al amor, y qué difícil es también hacer cuanto el amor puro nos hace desear!

         En efecto, el texto evangélico de hoy nos coloca al más alto nivel de un ideal que resulta utopía por su belleza celestial. Más propio de ángeles que de hombres débiles y pecadores. Cuatro pinceladas lo dicen todo.

1º "amad a vuestros enemigos". No basta amar a los amigos, hay que ir a los enemigos;
2º "haced el bien a los que os odian". Hay que mostrar amor y dar ayuda a quien nos odia y no quiere darnos la mano;
3º "bendecid a los que maldicen". A palabra ofensiva, palabra de dulzura; al deseo de mal, devolución de caridad;
4º "orad por los que os injurian". Hay que tener en la mente, cuando oramos, pidiendo a Dios que ame más y más, a aquellos que nos han despreciado.

         Estas 4 pinceladas son 4 expresiones que se reducen a una sola, sencilla en su redacción y progresiva en su perfeccionamiento: vivir y obrar siempre en caridad. Sea ésta la clave de nuestra existencia en condición de personas e hijos de Dios.

         Danos, Señor, el don de la sabiduría que consista en entender y comprender la palabra, la actitud, el momento vital de cada uno de nuestros hermanos, de suerte que amándote a ti, amemos a los otros, y amando a los otros volvamos siempre a ti.

Dominicos de Madrid

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         El presente texto está estructurado en 2 partes. La 1ª (vv.27-36) trata del amor a los enemigos, y la 2ª (vv.37-38) invita a no condenar a nadie. Aquí nos centraremos sólo en la 1ª parte.

         En efecto, la 1ª unidad (vv.27-36) está compuesta de acuerdo a un conocido ritmo de retórica semita, que se apoya en las 2 formulaciones repetidas al principio y al final: "Amad a vuestros enemigos" (vv.27.35). Estas formulaciones no sólo dan unidad al texto sino también se constituyen en punto de partida para luego ser ampliadas en cada caso en forma de sentencias paralelas que permiten concretizar el significado del amor a los enemigos.

         Podemos extraer 2 conclusiones de la presente unidad: La 1ª conclusión se centra en la persona humana que actúa, y cuya norma se define en la búsqueda del propio bien: "Tratad a los demás como queréis que ellos os traten". La 2ª conclusión se centra más bien en Dios, cuyo actuar se convierte en punto de referencia decisivo para el cristiano: "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo".

         Desde este análisis, se comprende cómo nuestro pasaje se sitúa en el centro mismo del evangelio de Jesús, descubriendo el sentido de Dios y de la vida humana.

         El evangelio nos ofrece un nítido y escalofriante proyecto: "Amad a vuestros enemigos". Lo único absoluto y urgente lo constituye ahora el hacer el bien, el perdonar, el amar sin medida, sin esperar respuesta, el devolver con bien los males recibidos. Los primeros cristianos estaban tan convencidos de esto que introdujeron en el lenguaje griego una palabra nueva para expresarlo: agape.

         Mientras que en mundo griego el amor consistía en la búsqueda de la plenitud personal, en el cristianismo consiste en el sacrificio y en la entrega de la propia vida por los demás, teniendo como modelo el amor (entrega y sacrificio) de Jesús. En el mundo griego, Dios no amaba, y se limitaba a ser la meta a la que aspiran los impulsos humanos. Para el cristianismo, Dios ama de tal forma a la humanidad que se entrega en la persona de su Hijo, y se sacrifica en el intento de salvarlos.

Confederación Internacional Claretiana

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         El amor a los enemigos ha sido una práctica olvidada, repudiada, manipulada y, en fin, mal interpretada. Algunos piensan que es algo absurdo, totalmente impracticable. Otros, que se trata de aguantar lo que los demás nos quieran hacer. Algunos más, la califican como un medio de manipulación. Pero la verdad es que únicamente la vida de Jesús nos muestra cómo se ama efectivamente al enemigo.

         Este amor pasa por la fragua de la verdad. El que amemos a nuestros enemigos nos obliga a decirles la verdad. Nuestro amor no puede encubrir injusticias y desigualdades. Amar es andar en la verdad.

         Es también un amor que no responde con agresión. Pues, es consciente que la violencia no es la medida con la que Dios juzga al mundo. Busca el camino de la alteridad, del diálogo, de la tolerancia. Sólo si reconozco al enemigo como persona, como ser humano puedo responder desde la misericordia de Dios a la crueldad ajena.

         Amar a quien nos odia es la medida del verdadero amor. Porque quién sólo ama a quien le retribuye con los mismos sentimientos, no sobrepasa la medida del amor egoísta. Beneficiar a quien nos cause daño, bendecir al que nos maldice y ser generosos con los acaparadores es un modo de proceder que pone la lógica del mundo patas arriba. Porque esta acción no nace de la ignorancia y la ingenuidad, sino de la conciencia de que el hombre nuevo es superior a la mezquindades vigentes.

         Por eso, las palabras de Jesús se convierte en una contradicción, que nos pesa enormemente en el corazón. Él no sólo pide que seamos buenos o que mejoremos nuestro modo de ser. Nos pide que nos abramos a Dios y que cambiemos los harapos de nuestro egoísmo, por el magnífico vestido de la generosidad.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         La palabra de Dios de hoy nos invita a la imitación de aquel a cuya imagen hemos sido conformados, especialmente en nuestro bautismo: Cristo Jesús. Toda imagen reproduce los rasgos de su modelo, y hasta un hijo es también reproducción (al menos aproximada) de su progenitor. Sólo así tienen sentido la frase de hoy de Jesús: Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo.

         En el comparativo (el como) radica la semejanza que hace posible la imitación. Es más, lo propio de los hijos es asemejarse a su padre, como ya dijo Jesús en otro momento: Amad a vuestros enemigos, y seréis hijos del Altísimo. ¿Y por qué? Porque estaréis reproduciendo en vuestras vidas el amor del mismo Dios, que es bueno no sólo con los que son buenos y agradecidos, sino con los malvados y desagradecidos.

         Esta es la cualidad específica del amor de Dios, y ésta es la cualidad que debe resplandecer en sus hijos, que no pueden limitarse a amar como aman los pecadores (los que no son sus hijos).

         Se está dando por supuesto aquí que los pecadores también aman y hacen el bien, aunque su modo de amar no sea el de Dios. En concreto, los pecadores aman a los que los aman, hacen el bien a quienes les hacen el bien y prestan a quienes esperan cobrar. Es en lo que consiste el amor natural, pues lo antinatural sería que un hijo desprecie a su padre, o que una madre odie a su hijo y desee su desgracia. Lo natural es que la gente bese las manos a sus bienhechores.

         Pero lo natural no es para un cristiano lo único que importa, sino también lo sobrenatural, pues la naturaleza de un cristiano no es ya una simple naturaleza, sino una naturaleza gratificada y elevada a la dignidad de hijo de Dios, capacitada por el Espíritu recibido para reproducir en su vida los rasgos de Aquel de quien es hijo.

         Luego lo natural para un cristiano es comportarse como lo que es: como hijo de Dios, imitando (= reproduciendo) a su Padre (que es compasivo y misericordioso), amando a los enemigos, haciendo el bien a los que le odian, bendiciendo a los que le maldicen, orando por los que le injurian, presentando la otra mejilla al que le abofetea, dando al que le pide, no reclamando lo que le sustraen.

         Este es el rasgo distintivo de la conducta cristiana, porque ésta es la nota peculiar del amor de nuestro Dios y porque esto fue lo que caracterizó la conducta de Jesús (el Hijo por excelencia) desde el principio hasta el final de sus días. Así murió Jesús, orando por quienes lo injuriaban: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen.

         El amor a los enemigos, en sus diferentes formas y formulaciones, es por tanto el rasgo distintivo de nuestra conducta como cristianos. Es decir, como seguidores de Jesús y como hijos de Dios.

         Este amor ha sido el rasgo más sobresaliente y llamativo en la vida de los santos, que son los que mejor han reproducido la imagen del Hijo. Todos ellos han tenido enemigos (el mismo Cristo los tuvo, y por eso murió en la cruz), y los han tenido sin estar en situación de guerra, sin haber tomado las armas, sin haber militado en un partido político, sin haberse enemistado con nadie.

         Y es que a la bondad, y al que la refleja, siempre le salen enemigos: esos malvados con quienes el Padre se muestra compasivo. Por tanto, no digamos con tanta ligereza que nosotros no tenemos enemigos, o quiénes son esos enemigos a quienes hemos de amar. Porque puede suceder que no seamos lo suficientemente buenos para tener enemigos: ¡Ay, si todo el mundo habla bien de vosotros; eso es lo que hicieron con los falsos profetas!

         Para tener enemigos hay que ser buenos, porque es la bondad plasmada en obras la que suele resultar molesta de ordinario, e incómoda para muchos que no la soportan porque les pone al descubierto su maldad. Es decir, que tan sólo la maldad es la enemiga irreconciliable de la bondad.

         Por tanto, tener enemigos no siempre significa tener personas que son objeto de nuestro odio o menosprecio. Simplemente, significa tener opositores, bien porque se oponen a nuestras acciones (si es que éstas son buenas) o porque odian lo que representamos (a lo que desean dañar, mediante la maldición o la violencia).

         Esos son los enemigos que tuvo Jesús, los que tuvieron los santos de todas la épocas, y a los que nosotros debemos amar, respondiendo al mal con el bien, a su maldición con la bendición y a su injuria con la oración.

         Alguno puede pensar que esto es tremendamente ingrato, y que supone blanquear una vida que vive en el odio, continuamente injuriando, maldiciendo, agrediendo, robando y matando. Pero la óptica de Dios no es esa, sino otra, y consiste en tener el espíritu de mansedumbre de los hijos de Dios y del propio Hijo de Dios, que es manso y humilde de corazón. Esto tendría que ser lo natural entre cristianos, y lo que surge espontáneamente de los que poseen el Espíritu de Cristo.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 12/09/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A