13 de Noviembre

Miércoles XXXII Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 13 noviembre 2024

a) Tit 3, 1-7

         A través de las cartas pastorales (a Timoteo y a Tito) hemos visto cómo Pablo ha ido instituyendo una jerarquía en la Iglesia: unos episcopes, unos presbyteros y unos diakonos, encargados de administrar las iglesias locales y cuya misión esencial es la de enseñar ("enseñar la buena doctrina"), llevando a los cristianos a unas actitudes prácticaso.

         Entre esas actitudes prácticas, recuerda hoy Pablo la actitud que han de tener los cristianos respecto a las autoridades. Lo dice a Tito: "Hijo muy querido, recuerda a los fieles que deben vivir sumisos a los dirigentes, a las autoridades, obedecerles".

         En numerosas ocasiones se ha hablado de los primeros cristianos como si de unos revolucionarios se tratase, empeñados en socavar las instituciones del Imperio Romano. De hecho, una verdadera revolución interior sí que fue puesta en marcha, a la hora de renovar cristianamente la sociedad antigua. Pero esto fue algo que se fue haciendo por la renovación de las mentalidades, y no por la toma del poder o por actuaciones de carácter político.

         Ni Pablo ni el resto de los apóstoles cayeron jamás en la trampa que el mundo tiende siempre a la Iglesia, a la hora de conducirla a un terreno estrictamente humano, tratando de hacer de ella una sociedad como tantas otras, e incluso un grupo de presión como los otros partidos de la sociedad. Jesús había ya resistido a esa misma tentación, y nos lo dejó muy claro: "Dad al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios".

         Pablo, en una fórmula equivalente a la de Jesús, nos dice hoy que hay que respetar los poderes de la sociedad civil, "estando disponibles para cualquier buena acción". Para Pablo, el estado es el encargado del bien común, y los cristianos han de ser, en el mundo, unos ciudadanos ejemplares, dispuestos a toda buena acción.

         De hecho, ¿cómo podríamos ser testigos del "amor de Dios a los hombres", si a la vez que los despreciamos o nos distanciamos, rehusando participar en los actos colectivos que nuestros hermanos organizan? En nuestros barrios, en nuestras empresas, en las escuelas o en las asociaciones de toda clase, ¿están los cristianos disponibles a hacer cualquier buena acción?

         En 2º lugar, o como 2ª actitud práctica que nos aporta el apóstol, se encuentra la que dice también hoy a Tito: "No injuriéus a nadie, y no seáis discutidores sino benévolos, mostrándonos amables con todos los hombres". Es decir, que los cristianos sean y se muestren, tanto buenos como conciliadores (respecto a los que no son cristianos). E inclucho benévolos con ellos, y hasta sus bienhechores.

         ¿Cómo traduciríamos, hoy, esos términos? ¿Por serviciales, generosos, atentos y afables? Obligatoriamente, e incluso comprometidos en el servicio a los demás, complacientes y amables.

         Según sea nuestro temperamento, y nuestro medio social, estas palabras pueden ser atrayentes o repelentes. Pero lo que cuenta es la actitud que suponen, que es la autenticidad (para que cualquier grupo humano sepa que no le estamos engañando).

         Y esto ¿por qué? Porque, como recuerda Pablo, "también nosotros fuimos, en algún tiempo, insensatos, desobedientes, aborrecibles". Pero cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador y su amor a los hombres, "él nos salvó, no por actos meritorios nuestros, sino según su misericordia". En concreto, "por el agua del bautismo nos regeneró, y nos renovó en el Espíritu Santo".

         La gracia de Dios, significada y otorgada en particular por el bautismo, se halla en el origen de nuestra regeneración interior. Pero el cristiano era en su origen un pagano más, y en el presente sigue siendo un hombre como los demás, aunque su ser interior haya pasado a un nuevo estado. En definitiva, el compromiso del cristiano en el mundo es una exigencia del bautismo.

Noel Quesson

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         El autor de la Carta a Tito (San Pablo) hace hincapié una y otra vez en la iniciativa de Dios, y por eso en el fragmento de hoy repite casi literalmente la frase cumbre de ayer: "Ha aparecido la bondad de Dios, y su amor al hombre. Pero no por las obras de justicia que hayamos hecho nosotros, sino por su propia misericordia".

         Desde esta novedad podemos encontrar pistas para orientar nuestra vida presente, incluyendo la relación que debemos mantener con las autoridades. En este caso, el criterio que aquí se ofrece es de respeto y acatamiento: "Recuérdales que se sometan al gobierno y a las autoridades".

         Desde el principio, los cristianos procuraron presentar la fe como compatible con la lealtad a la autoridad imperial romana. Esta fue la postura que dominó las cartas de Pablo y el mismo evangelio de Marcos, en las que se pedía incluso oraciones por las autoridades civiles, "para que llevemos una vida feliz y sosegada" (1Tim 2, 1-2).

         El tono se endurece, sin embargo, cuando comienzan las persecuciones. En ese nuevo contexto, la Carta I de Pedro y el Apocalipsis de Juan representarán la postura más crítica. Para el apóstol Pedro, el estado será una institución humana, algo creado (1Pe 2, 13), luego la obediencia civil no debía ser de servidumbre sino algo derivado del servicio a Dios en libertad (1Pe 2, 16). Mucho más duro será el tono del Apocalipsis, en el que Juan llamará al Imperio Romano un monstruo y al emperador una bestia (Ap 13). Por su parte, Roma será "la gran prostituta de Babilonia" (Ap 17, 18).

Gonzalo Fernández

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         Hay un sentido muy humano que suele asociar diplomacia con hipocresía, y decencia con disimulo. Pero éste es un terreno resbaloso y ambiguo, en que todo cristiano debe evitar hallarse, y en que la vida no nos debería llevar por donde no quisiéramos ir, sino por donde debiéramos.

         Este contexto nos permite entender las recomendaciones que Pablo termina ofreciendo hoy en su carta a Tito: "Respetad plenamente a las autoridades que gobiernan, obedecedlas y estad dispuestos a hacer el bien. No calumniéis a nadie, sed pacíficos, amables y siempre bondadosos con todo el mundo".

         Interesante es, sobre todo, la recomendación de la amabilidad (en griego epiekeis, de donde viene la famosa epiqueya de los medievales), que puede implicar también modestia, humildad y paciencia. Se trata de la frontera entre una persona humanamente acogedora y abierta, y una persona sufrida y generosa. Y viene a decir que lo cristiano no riñe con lo humano. 

         Vista desde fuera, la virtud de la amabilidad es plenamente humana, como cualidad propia de las personas con quienes es agradable vivir porque son comprensivos, descomplicados y sencillos. Pero vista desde dentro, se trata de algo mucho más profundo que la buenas maneras, como fruto maduro de un corazón que, por amor, sabe sufrir por la obra de Cristo, sabiendo esperar el momento de la gracia.

         En efecto, los cristianos tenemos paciencia porque hubo Uno que tuvo paciencia con nosotros, a la hora de darnos sus dones y llamarnos a colaborar en la obra bendita de anunciar este misterio de amor.

         La paciencia no consiste en un simple aguante, sino que implica nuestro aporte específico a la difusión del don que se nos dio, que nos llenó de gozo y que nos hizo mensajeros de la gracia. La amabilidad no consiste en la simple urbanidad, sino que representa nuestro modo de mantener obstinadamente abiertas las puertas de la salvación para los demás, tal como nosotros la recibimos en herencia de Jesucristo.

Nelson Medina

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         La vida de fe en Jesucristo se manifiesta a través de una vida recta, de amor y respeto hacia los demás. De hecho, ¿qué nos aprovecha el discutir sobre tal o cual cosa? ¿No será mejor dar testimonio de la presencia de la vida de Jesús en nosotros, y de su Espíritu, mediante buenas obras?

         Es verdad que hemos de dar razón de nuestra fe, pero esa razón debe estar precedida por las buenas obras. Entonces sí que tendremos autoridad para hablar de la salvación, de la verdad, del amor, de la justicia y de la paz.

         Mediante nuestra fe en Cristo, y mediante el bautismo, hemos sido regenerados, y liberados de nuestra antigua condición de pecadores. Si esto es así en nosotros, antes o después daremos frutos de bondad, y Dios nos reconocerá como suyos, y junto con Cristo seremos coherederos de la vida que a él le corresponde (como a Hijo unigénito del Padre).

Javier Soteras

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         Escuchamos hoy otra serie de recomendaciones que Pablo hace a Tito y a su Iglesia de Creta, en este caso referentes a los deberes sociales.

         Antes que nada, conviene notar la distinción que hace el apóstol entre el antes y el después de la conversión a Cristo. Respecto al antes, el panorama que pinta tan vivamente Pablo no es muy recomendable: Éramos "insensatos y obstinados", íbamos "fuera de camino" y éramos "esclavos de pasiones y placeres de todo género", pasándonos la vida "fastidiando a los demás, comidos por la envidia y el odio de los unos a los otros".

         Respecto al después de creer en Cristo Jesús, todo lo anterior debe cambiar de nuestra imagen, en medio de la sociedad. Por eso Tito debe recomendar a los suyos que se sometan "al gobierno y a las autoridades", que se dediquen "a toda forma de trabajo honrado", y que sean "condescendientes y amables con todo el mundo", sin insultar ni buscar riñas.

         ¿Cómo tendríamos que actuar los cristianos de hoy en día, por tanto, en medio de la sociedad? Si queremos que nuestro testimonio sea creíble, tenemos que empezar por ser intachables ciudadanos de este mundo.

         Por tanto, sigue siendo útil eso que nos recuerda Pablo, como elementos a evitar: fastidiar a los demás, reñir o insultar, dejarse comer por la envida, hacernos insoportables e incluso odiarnos entre unos y otros. Todo eso sería vivir según los criterios del egoísmo personal, sin ninguna sensibilidad social y "esclavos de las pasiones y placeres de todo género".

         Pablo nos propone hoy metas muy concretas de convivencia humana: que nos dediquemos honradamente al trabajo, que obedezcamos las leyes sociales, que nos sometamos a las autoridades, que seamos amables con todos, que sirvamos al provecho de la convivencia. Así imitaremos a Jesús, que se entregó por todos, y será válido nuestro testimonio, porque el lenguaje de la servicialidad es algo que entiende todo el mundo.

         El motivo de este cambio de postura (entre el antes y el después) es que ha venido Jesús. Ayer decía Pablo que "ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos". Y hoy lo expresa así: "Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre", y "por su misericordia nos ha salvado, con el baño del segundo nacimiento y la renovación del Espíritu Santo".

         Los sacramentos de la iniciación cristiana, baños y donación del Espíritu, son la razón profunda de nuestro cambio de estilo. Pero detrás de este cambio moral está la gracia y el amor de Dios, y no tanto unas normas impuestas bajo penas de castigo. El salmo responsorial de hoy nos hace cantar: "Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida". Por eso debemos también nosotros repartir bondad en nuestro entorno.

José Aldazábal

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         Hagamos nuestras las palabras de hoy de Pablo, al describir el cambio que se operó en él y que se opera en todos los que de verdad han conocido a Cristo y le han seguido.

         En otro tiempo, cuando vivíamos y trabajábamos movidos por intereses carnales (culturales, sociales, económicos...), nuestra perspectiva era muy limitada, y estaba condicionada por ese hombre exterior que se tiene a sí mismo como centro de referencia. Y en esas circunstancias, éramos iguales a muchos seres humanos que buscan librarse de sus compromisos sociales (de la honradez laboral, de los frenos al libertinaje...).

         Pero cuando hemos conocido que Dios es Padre, y amor, y meta de nuestra existencia, y que cuida de nosotros, todo ha sufrido una transformación profunda. En 1º lugar, porque ya sabemos el por qué y para qué de estar en este suelo. Y en 2º lugar porque ya sabemos cómo mirar a los hombres, y a la naturaleza y al cielo: con ojos agradecidos, con las manos al servicio de los demás, con la capacidad de amar y de sufrir agigantada, y con la esperanza firme de llegar al verdadero hogar que nos espera (y del que salimos).

Dominicos de Madrid

b) Lc 17, 11-19

         Empieza hoy Jesús una nueva etapa en su camino a Jerusalén, y Lucas no da las noticias del viaje (como lo hizo al comienzo de cada etapa; Lc 9,51-13; y más adelante; Lc 18,31): "Y sucedió que, de camino a Jerusalén". No se trata de una historia en el aire ("érase un una vez"), sino que aquí tenemos un camino. Lucas suele presentar la vida cristiana, y el ministerio de Jesús, como un camino. Pero no como un camino cualquiera, sino un camino hacia Jerusalén, donde Jesús enfrentará su Pascua.

         Estamos entrando en territorio de samaritanos. Samaria para los judíos es tierra extranjera e impura. Para Lucas es territorio de misión. La situación es todavía más terrible, porque salen al encuentro de Jesús 10 leprosos. Los leprosos no podían entrar en ningún pueblo ni acercarse a ninguna persona.

         Un leproso sanado tenía que presentarse a los sacerdotes, para que certificaran su curación y hacer sacrificios de acción de agracias y purificación. Jesús por eso envía a los 10 leprosos a los sacerdotes como si ya fuera un hecho su sanación.

         Mientras iban de camino quedaron limpios de la lepra. Uno sólo volvió donde Jesús, glorificando a Dios en alta voz. Los otros 9 quedaron enredados con los sacerdotes. Sólo uno se encuentra con Jesús, los otros 9 quedan presos de la institución. Cumplen la ley, pero no dan gracias a Dios y no se encuentran con Jesús.

         El que vuelve donde Jesús era un samaritano, que Lucas llama extranjero. Al comienzo del viaje, cuando Jesús afirmó su voluntad de ir a Jerusalén, envió mensajeros delante, que entraron en un pueblo de samaritanos. Pero en dicha ocasión, no lo recibieron, porque tenía intención de ir a Jerusalén.

         Poco antes, ya Jesús había reprendido a los discípulos que querían destruir con fuego a los samaritanos (Lc 9), y poco después había proclamado la Parábola del Buen Samaritano (Lc 10), valorando siempre positivamente a los samaritanos.

         Al samaritano que vuelve "para dar gloria a Dios", Jesús le dice: "Tu fe te ha salvado". No lo salvó los ritos que cumplió con los sacerdotes, sino la fe. No lo salvó la ley, sino la fe. El samaritano no sólo quedó sanado, sino que también recibió el evangelio de la gracia. Posiblemente también se hizo discípulo de Jesús, pues Jesús le dijo: "Levántate y vete".

Juan Mateos

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         Escuchamos hoy que, yendo camino de Jerusalén, Jesús se puso a caminar por entre Samaria y Galilea (v.11). Nuevo escenario: la tierra de nadie, como quien dice, que discurre "por entre Samaria" (región intermedia, heterodoxa) "y Galilea" (región del Norte), en el "camino hacia Jerusalén" (capital de la Judea, región del Sur, designada con el nombre sacro, en representación de la institución judía política y religiosa). La expresión "también él" es anafórica, es decir, hace referencia a otro personaje que, como Jesús, inició una 'travesía' que ha quedado grabada en la memoria de los oyentes.

         La travesía, por lo que dice el texto, la inicia Jesús solo: "Yendo camino de Jerusalén, también él se puso a atravesar" (v.11). Evidentemente, se trata de un artificio literario. Lo menos que se puede decir es que Lucas quiere centrar la atención sobre la persona de Jesús (de forma semejante a la de los focos en un escenario).

         Pero hay más. En el versículo siguiente se insiste en este singular: "Y al entrar él en una aldea, le salieron al encuentro diez individuos leprosos" (v.11). Por lo que se ve, los discípulos, que hasta ahora lo acompañaban durante el viaje, se han escabullido.

         Lo bueno del caso es que, en la secuencia siguiente, serán mencionados al lado de los fariseos, encontrándose ambos grupos en la misma aldea que los leprosos, pues no hay nueva composición de lugar y, por tanto, no hay cambio de escenario.

         Sorprende que los leprosos, figura de los marginados por la teocracia de Israel, no vivan fuera de la aldea. Al contrario, desde allí "salieron al encuentro" de Jesús y "se pararon a lo lejos", delimitando escrupulosamente la esfera de la vida, en que se mueve Jesús, de la suya, llena de impureza y de muerte. Como habitantes que son de esta aldea, participan de su mentalidad. En oposición a la ciudad (Jerusalén), la aldea es en el lenguaje figurado de los evangelistas.

         Por otro lado, a pesar de habitar en la aldea, propiamente no son considerados ciudadanos, sino que se les mantiene marginados en el ghetto de los leprosos, por alguna razón que tiene que ver con la mentalidad allí imperante. Finalmente, el término aldea está precedido de un indefinido ("cierta aldea"), típica forma de dar representatividad a un personaje individual o colectivo.

         La lepra está íntimamente relacionada con esta aldea indeterminada en la que entra Jesús (v.12) y de la que los invita a salir (v.14) al volver el samaritano (v.15), y a irse de allí definitivamente (v.19).

Josep Rius

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         Más adelante, Lucas nos dará a conocer la diversa condición de los 10 leprosos. Así, del único de los 10 que regresa, puntualizará: "Y éste era samaritano" (v.16). Y más adelante: "¿No ha habido quien vuelva para agradecérselo a Dios, excepto este extranjero?" (v.18). Esto quiere decir que los otros 9 eran galileos y auctóctonos (de raza judía). El grito que lanzan a Jesús es muy revelador: "Jesús, Señor, ten compasión de nosotros" (v.13).

         Lucas es el único evangelista que aplica el término señor a Jesús (hasta 6 veces, en Lc 5,5; 8,24.45; 9,33.49 y aquí). Hasta ahora siempre lo ha puesto en boca de los discípulos (quienes evitan llamarlo maestro cuando se dirigen a Jesús). Nótese que los 10 leprosos quedan limpios (lit. "libres de impureza") al salir precisamente de la aldea. Jesús no los toca, ni los libra directamente del yugo de la impureza (Lc 5, 13).

         Eso corrobora que la impureza les afecta porque comparten la mentalidad que allí impera, mientras que al salir se ven libres de ella. Decir de un samaritano que es un leproso no tenía nada de extraño, pero lo era por su condición de heterodoxo a los ojos de los judíos. Decirlo de un galileo que, por su mal comportamiento, ha quedado leproso (moralmente manchado e impuro, a los ojos de los judíos ortodoxos), tampoco tenía nada de extraño.

         Por otro lado, el grupo constituido por los 10 leprosos es un grupo mixto (9 galileos + 1 samaritano), unidos todos ellos por una misma suerte: ser leprosos. A partir del momento en que todos ellos aceptan someterse a las reglas del juego de la institución judía ("id a presentaros a los sacerdotes"; v.14, tal como prescribía la ley), dejan de ser marginados ("mientras iban de camino, quedaron limpios"; v.14).

         Los 9 galileos continúan haciendo camino hacia Jerusalén, con el fin de "presentarse a los sacerdotes". La institución judía les abrirá de nuevo las puertas y los reintegrará al pueblo de Israel. El samaritano, en cambio, se ha quitado de encima una marginación, la física, pero le queda la étnica.

         Por esto el samaritano es capaz de darse cuenta de que Jesús es el único que lo puede liberar definitivamente de toda mancha o impureza legal, ya que simplemente no cree en nada de todo esto: "Uno de ellos, dándose cuenta de que había quedado curado, se volvió alabando a Dios a grandes voces y se echó a sus pies rostro a tierra, dándole las gracias: éste era samaritano" (vv.15-16).

Josep Rius

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         Todos los trazos que hemos aducido en el comentario anterior sólo tienen una explicación plausible: que los 10 leprosos, a pesar de comulgar con la mentalidad de la aldea, con considerados impuros por los judíos. Y ese grupo es el que mejor representa al grupo de los discípulos de Jesús. Estos, por más que le hayan prestado su adhesión personal, siguen creyendo en la validez de la ley de lo puro e impuro y, en el fondo, en las prerrogativas de Israel, apoyadas por la ley, a manera de Constitución de un pueblo teocrático.

         El hecho de sentirse leprosos hace que puedan convivir juntos en la marginación judíos y samaritanos. Tienen una ley común (la Torah), si bien no la observan al pie de la letra, a diferencia de los judíos ortodoxos. La mayoría (9) seguirá aferrada a la mentalidad nacionalista de Israel, pero una pequeña parte (1) se ha distanciado definitivamente de ella, y ha comprendido cuál era el alcance de su compromiso con Jesús.

         Los discípulos israelitas han quedado puros por el mero hecho de haberse reintegrado a la institución, convencidos de que Jesús compartía aún los principios constitutivos de Israel. Como quiera que suspiraban por ser reconocidos, lo han interpretado como mejor les convenía.

         Jesús pretendía que se liberasen ellos mismos de las ataduras que los retenían (como leprosos), que no viviesen divididos. Y por eso los invita a adherirse a él, compartiendo su misma mentalidad. Pero en vano. No pudieron seguir en el camino que lo conducía al fracaso en Jerusalén y se quedaron atrapados en la aldea.

         Ahora bien, los judíos ortodoxos les pasaron factura y los marginaron. Momentáneamente han quedado limpios, pero volverán a las andadas. Hasta que no se den cuenta (como el samaritano) de que la única forma de evitar toda clase de lepra es seguir a Jesús.

         La última frase de la pequeña secuencia no hace sino remachar el clavo. Esta secuencia tiene 2 partes: en la 1ª (vv.12-14a) son presentados los 10 leprosos como un conjunto; en la 2ª (vv.14b-19) se centra la atención en el de origen samaritano. Este samaritano representa, dentro del grupo de discípulos, la fracción de creyentes que, por su pasado, no ha comulgado nunca del todo con la institución judía. Y que, por tanto, podrá distanciarse de ella: "Levántate, vete; tu fe te ha salvado" (v.19).

         El samaritano estaba postrado en la aldea, por haber creído por unos momentos en la validez de la ley. Jesús lo invita a levantarse, y a no permanecer allí inmovilizado, incapaz de seguir a Jesús hacia Jerusalén. Jesús lo invita a salir, a hacer también él su éxodo personal. Estaba enfermo y con el corazón dividido. Pero su adhesión total a Jesús lo ha salvado definitivamente.

Josep Rius

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         El texto de hoy de la curación de los 10 leprosos está cargado de elementos significativos. El comienzo de este episodio nos recuerda que Jesús sigue su camino hacia Jerusalén como lugar de destino del largo camino que él está recorriendo. Las alusiones implícitas y explícitas a Jerusalén son como señales que marcan la dirección o, mejor dicho, el sentido del camino. Para los destinatarios del evangelio son como un recordatorio de que Jesús se dirige hacia la ciudad donde va a entregar la vida y va a resucitar.

         Jesús llega a una aldea que está situada entre Samaria y Galilea, y le salen a su encuentro 10 leprosos, uno de ellos samaritano y enemigo de los judíos. El episodio lo transmite sólo Lucas, y está muy en consonancia con algunas de las notas más características de su teología: la preferencia de Jesús por los enfermos, el tema de la conversión, y el detalle de que los paganos pasan de ser los últimos a ser los primeros.

         Como era costumbre en aquel tiempo, todos los leprosos eran separados de la vida social, y eran arrinconados en un lugar especial. No podían establecer ningún contacto o relación con los que estaban limpios, y cuando iban por la calle se anunciaban tocando una campana y gritando "impuro, impuro". Por eso, los leprosos se mantenían a distancia y pedían a gritos (a forma de súplica) la curación (Lv 13, 46).

         Según la ley, el día que los leprosos estuvieran curados tenían que presentarse ante un sacerdote para que éste comprobara su curación y les permitiera reintegrarse a la vida normal (Lv 14), pudiendo participar en las celebraciones cultuales y en la vida social.

         En este sentido, el milagro de Jesús no significa sólo una curación física, sino una restauración en la vida social. Aquí es donde está el centro del relato, en el regreso de un extranjero que tuvo bastante fe para reconocer la bondad de Dios que actuaba en Jesús.

         El detalle del samaritano agradecido es muy importante: el más marginado, por ser leproso y extranjero, es el que ve que está curado. ¿Los otros 9 no lo vieron? Claro que sí, pues ¿cómo no se iban a dar cuenta de que habían sido curados?

         Lo que sucede en este caso es que el samaritano vive una experiencia de fe que se expresa en su personal adhesión a aquel que le ha devuelto la vida. Su experiencia de fe genera como fruto la conversión ("se vuelve") y los gritos de alabanza a Dios y la acción de gracias a Jesús son el reconocimiento del amor al Dios que lo ha salvado.

         La fe es la capacidad de contemplar nuestra vida, y el devenir del mundo, con los ojos de Dios. Para un creyente cualquier cosa que le suceda en la vida es un milagro, un signo de la presencia cercana de Dios. Acostumbrémonos a ver nuestra vida desde la mirada tierna de Dios, y desde la certeza de estar en sus manos. Entre los cristianos, ésta ha de ser la única visión de la vida: la lectura creyente de la realidad.

Fernando Camacho

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         Hoy Jesús pasa cerca de nosotros para hacernos vivir la escena mencionada con un aire realista, en la persona de tantos marginados como hay en nuestra sociedad, los cuales se fijan en los cristianos para encontrar en ellos la bondad y el amor de Jesús.

         En tiempos de Jesús, los leprosos formaban parte del estamento de los marginados. De hecho, aquellos 10 leprosos fueron al encuentro de Jesús en la entrada de un pueblo (v.12), pues ellos no podían entrar en las poblaciones, ni les estaba permitido acercarse a la gente ("se pararon a distancia").

         Con un poco de imaginación, cada uno de nosotros puede reproducir la imagen de los marginados de la sociedad, que tienen nombre como nosotros (inmigrantes, drogadictos, delincuentes, enfermos de sida, gente en el paro). Jesús quiere restablecerlos, remediar sus sufrimientos y resolver sus problemas. Y por eso nos pide colaboración de forma desinteresada, gratuita y eficaz, por amor.

         Además, hacemos más presente en cada uno de nosotros la lección que da Jesús. Somos pecadores y necesitados de perdón, somos pobres que todo lo esperan de él. ¿Seríamos capaces de decir como el leproso "Jesús, maestro, ten compasión de mí" (v.13)? ¿Sabemos recurrir a Jesús con plegaria profunda y confiada?

         ¿Imitamos al leproso curado, que vuelve a Jesús para darle gracias? De hecho, sólo "uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios" (v.15). Jesús echa de menos a los otros 9: "¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?" (v.17).

         San Agustín dejó la siguiente sentencia: "Gracias a Dios. No hay nada que uno puede decir con mayor brevedad, ni hacer con mayor utilidad que estas palabras". Por tanto, nosotros, ¿cómo agradecemos a Jesús el gran don de la vida, propia y de la familia; la gracia de la fe, la santa eucaristía, el perdón de los pecados? ¿No nos pasa alguna vez que no le damos gracias por la eucaristía, aun a pesar de participar frecuentemente en ella? La eucaristía es, no lo dudemos, nuestra mejor vivencia de cada día.

Conrad Martí

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         "Mientras iban de camino quedaron limpios" (v.14). Al Señor le es fácil perdonar los pecados, y a menudo el pecador recibe el perdón, cuando se presenta ante el sacerdote. En realidad, es curado en el instante mismo en que se arrepiente, ante el sacerdocio de Cristo. No importa cómo se ha convertido, sino el hecho es que ha pasado de la muerte a la vida.

         Lo que Jesús quiere es que el leproso curado se acuerde de qué conversión se trata. Y que escuche lo que dice el Señor: "Volved a mí de todo corazón, con ayunos, lágrimas y llantos; rasgad vuestro corazón, no vuestras vestiduras" (Jl 2, 12). Toda conversión se realiza en el corazón, en el interior.

         "Uno de ellos, al verse curado, volvió alabando a Dios en alta voz" (v.15). En realidad, este hombre representa a todos aquellos que han sido purificados en las aguas del bautismo o bien curados por el Sacramento de la Penitencia. No siguen ya al demonio sino que imitan a Cristo, le siguen glorificando al Señor y dando gracias permaneciendo en su servicio. Jesús le dice: "Levántate, vete; tu fe te ha salvado" (v.19).

         Grande es el poder de la fe, porque "sin ella es imposible agradar a Dios" (Hch 11, 6). Por eso "Abraham creyó a Dios, y ello le fue tenido en cuenta para alcanzar la salvación" (Rm 4, 3). Es la fe la que salva, la fe la que justifica, la fe que cura al hombre en el alma y en el cuerpo.

Bruno Segni

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         De los 10 leprosos curados, sólo uno, y extranjero, vuelve a dar gracias a Jesús. La breve oración de los 10 había sido modélica: "Jesús, maestro, ten compasión de nosotros". Pero luego, 9 de ellos (se supone que judíos) no regresan, sino tan sólo un samaritano, el mal visto por los judíos. De ahí que Jesús diga: "Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?".

         La lección que da Jesús va dirigida a sus paisanos, y viene a decir que los del pueblo elegido son, a veces, los que menos saben agradecer los favores de Dios, mientras que hay extranjeros que tienen un corazón más abierto a la fe.

         Nosotros empezamos nuestra celebración eucarística con una súplica parecida a la de los leprosos: "Señor, ten piedad". Y hacemos bien, porque somos débiles y pecadores, y sufrimos diversas clases de lepra. La oración de súplica nos sale bastante espontánea.

         Pero ¿sabemos también rezar y cantar dando gracias? Los varios himnos de alabanza en la misa (el Gloria, el Santo), y tantos salmos de alegría y acción de gracias, ¿nos salen desde dentro, reconociendo los signos de amor con que Dios nos ha enriquecido? ¿Sólo sabemos pedir, o también admirar y agradecer?

         Hay personas que nos parecen alejadas y que nos dan lecciones, porque saben reconocer la cercanía de Dios, mientras que nosotros, tal vez por la familiaridad y la rutina de los sacramentos (por ejemplo, del perdón que Dios nos concede en el Sacramento de la Reconciliación) no sabemos asombrarnos y alegrarnos de la curación que Jesús nos concede. Debemos cultivar en nosotros un corazón que sepa agradecer, a las personas que nos rodean y que seguramente nos llenan de sus favores, y sobre todo a Dios.

José Aldazábal

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         Lucas nos pinta hoy un cuadro lleno de contrastes. La historia tiene lugar en un territorio herético (entre Samaria y Galilea), y los personajes implicados son gente proscrita (un grupo de leprosos). El protagonista es doblemente maldito (por ser samaritano y por ser leproso), y sobre este telón de fondo destaca mucho más la actitud del leproso samaritano, que "vuelve" para dar gracias a Jesús" por su curación. Jesús alaba esta actitud ("tu fe te ha salvado"), que es una actitud de vuelta a la vida sana.

         ¿Habéis caído en la cuenta de que a Lucas le encanta subrayar la vuelta de sus personajes (el hijo pródigo, los discípulos de Emaús, el leproso curado)? En estas vueltas veo representadas las experiencias de muchos amigos y conocidos. De niños recibieron la fe en el seno de sus familias. Durante la juventud, muchos se alejaron de lo que consideraban un residuo infantil. Es probable que hayan vivido en tierra de nadie durante 10, 20 ó 30 años.

         A veces, la vida los ha colocado de nuevo en situaciones extremas en las que han proferido una súplica rescatada del baúl de la infancia: "Jesús, maestro, ten compasión de mí". Volver a creer al cabo de muchos años de duda o de increencia, es recorrer el camino que va de la autosuficiencia a la gratitud. Estas vueltas no tienen quizá el ímpetu de las primeras experiencias de fe, pero están enriquecidas por la profundidad y la humildad.

Gonzalo Fernández

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         El evangelio de hoy muestra la decepción de Jesús ante unos leprosos curados, que no volvieron para dar las gracias. La gratitud es señal de nobleza y constituye un lazo fuerte en la convivencia con los demás, pues son innumerables los beneficios que recibimos y también los que proporcionamos a otros.

         Jesús no fue indiferente a las muestras de educación y de convivencia normales que expresan la calidad y la finura interior de las personas. Jesús, con su vida y su predicación, reveló el aprecio por la amistad, la afabilidad, la templanza, el amor a la verdad, la comprensión, la lealtad, la laboriosidad y la sencillez.

         Y tan importantes considera Jesús las virtudes humanas, que llegará a decir: "Si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las celestiales?" (Jn 3, 12). Cristo, perfecto Dios y Hombre perfecto (Símbolo Atanasiano), nos da ejemplo de esas cualidades que debe vivir a todo hombre: "bene omnia fecit" (lit. "todo lo hizo bien"; Mc 7, 37). Lo mismo se ha de poder afirmar de cada uno de nosotros, que queremos seguirle en medio del mundo.

         Las virtudes humanas hacen más grata y fácil la vida cotidiana, en el trabajo y la familia, o en medio del tráfico. Y disponen el alma para estar más cerca de Dios y vivir las virtudes sobrenaturales. El cristiano sabe convertir los múltiples detalles de estos hábitos humanos en otros tantos actos de la virtud de la caridad, al hacerlos también por amor a Dios.

         La caridad transforma estas virtudes en hábitos firmes, con un horizonte más elevado. La gratitud, en recuerdo afectuoso de un beneficio recibido. En muchas ocasiones sólo podremos decir gracias, o una expresión parecida que comunica ese sentimiento del alma. También la amistad hace posible el desinterés, la comprensión, la colaboración, el optimismo y la lealtad. El respeto, que es delicadeza, hace valorar a otro, algo imprescindible para convivir. Hagamos hoy un examen sobre cómo estamos viviendo estas virtudes humanas por amor a Dios.

         Muchas otras virtudes son necesarias para la convivencia: la afabilidad, la benignidad, la indulgencia ante los pequeños defectos, la educación y urbanidad en palabras y modales, la simpatía, la cordialidad, el elogio oportuno que está lejos de la adulación, la alegría, el optimismo. El saludo de María llenó de alegría el corazón de su anciana prima Isabel. Podríamos empezar por el saludo amable con quienes nos encontramos. El Señor espera que hagamos un apostolado eficaz, que comuniquemos a los demás el don más grande que tenemos: la amistad con él.

Francisco Fernández

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         Muchos de nosotros hemos sido objeto de la misericordia y de los dones divinos. De un modo especial hemos recibido el perdón gratuito y total de nuestros pecados. Así, Dios nos ha manifestado, hasta el extremo, su amor y su misericordia. Sin importarle nuestras grandes miserias y pecados que nos mantenían al margen del Reino de Dios y lejos de la presencia del Señor, él ha tenido misericordia de nosotros, y ha salido a nuestro encuentro como el pastor busca a la oveja descarriada.

         Él nos ha perdonado y nos ha recibido como a hijos suyos, revistiéndonos de la dignidad de su Hijo Jesucristo. Pero ¿hemos sido agradecidos con Dios? Sólo lo seremos cuando mediante nuestra vida y nuestras obras nos convirtamos en una continua glorificación de su santo nombre.

         ¡Cómo no ofrecerle a Dios un corazón lleno de gratitud por el amor, por la misericordia y por el perdón que, a manos llenas, nos ha ofrecido por medio de su Hijo Jesús! El Poderoso no se hizo presente entre nosotros para destruirnos, sino para socorrer a los pobres, levantar a los decaídos y perdonar a los culpables. Así, el más grande entre nosotros se hizo el último de todos y el servidor de todos.

         Mirad, pues, qué amor tan grande nos ha tenido el Señor. Él se acercó a nosotros como el Buen Samaritano; y no sólo sanó nuestras heridas, sino que pagó con su sangre para que la vida que él ha recibido de su Padre Dios, sea también vida nuestra. Por eso celebremos con amor y gratitud esta acción de gracias, pues el Señor no sólo nos ha dado la salud corporal, sino la salvación y la vida eterna.

         Quienes creemos en Cristo no sólo debemos ser conscientes de que nuestra fe en él nos ha salvado, sino que, estando él en nosotros y nosotros en él, continuamos en la historia su obra de salvación hasta el final de los tiempos. A nosotros corresponde acercarnos a quienes han sido marginados a causa de sus enfermedades, pobrezas, edad o cultura. A ellos hemos de llegar con el mismo amor de Cristo, para ayudarles a vivir con mayor dignidad en el aspecto humano y en su vida de fe.

         Nuestra mejor forma de manifestarle al Señor nuestra gratitud por todo lo que ha hecho por nosotros, es trabajando por su Reino. Y ese trabajo, convertido especialmente en testimonio de vida, nos ha de manifestar ante todos como personas que viven y caminan haciendo el bien a todos en todo tiempo y lugar.

         Por lo cual no puede limitarse nuestro apostolado a unas horas al día o a la semana, sino que debe ser un continuo testimonio del Señor que se ha de dar en los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida, de tal forma que nos convirtamos en motivo de paz, de alegría y de amor fraterno para cuantos nos traten.

José A. Martínez

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         ¿Cómo podremos pagar a Dios tanto bien como nos ha hecho? Quizá lo primero que se me viene a la cabeza es hacer un repaso a mi vida y ver la mano de Dios tan presente en mi historia. Reconocer las posibilidades que me han sido dadas, os invito a hacer lo mismo.

         Cada momento, cada situación de aprender, de vivir, de sentir; cada una de las experiencias propiciadas que nos han hecho crecer y reconocer cada instante en que nos hemos puesto, como los leprosos, a los pies del Señor para que él nos sanase de las dolencias que la misma vida nos ha traído y que nos impedían seguir nuestro rumbo y camino hacia el horizonte marcado. ¿Qué ha supuesto cada sanación? ¿Una vida para cantar y contar a los otros la grandeza de Dios para con su pueblo?

         Las dolencias de la humanidad hacen que las personas no vivan desde su condición de hombre y mujeres libres para ofrecer lo que son y lo que tienen. Nos encontramos con millares de enfermedades y enfermos a nuestro alrededor, pero la enfermedad que tiene el mundo es la falta de amor. El mundo necesita medicina que le cure las penas que tiene.

         Nosotros, desde la experiencia de enfermos, curados por el Maestro, tenemos en nuestras manos la capacidad de devolverle al mundo lo mejor de sí mismo. Quizás desde la sencillez de repartir sonrisas, o paz a nuestro lado, y de buscar la justicia donde parece que se ha perdido, y restaurar en el ser humano su condición de hijo (no de esclavo), es como podemos ayudarnos a encontrar la felicidad que se nos antoja perdida.

         Y yo, ¿cómo podré pagar al Señor tanto bien como me ha hecho? Reconocer la acción de Dios en mi vida es ponerme con él a sanar un poquito a este mundo que parece que tiembla del frío del desamor. Sólo el amor transforma, sólo el amor devuelve la serenidad y la confianza, sólo el amor es el que hace cambiar los rostros de dolor. Sólo Dios, que es amor, es el que no cambia con el tiempo las cosas que se nos van perdiendo con el camino: "El Señor es mi pastor, nada me falta".

María Jesús Arija

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         El episodio que narra el evangelio de hoy (sobre los 10 leprosos) no puede menos de evocar esa escena tan común del niño que, habiendo recibido un regalo, queda tan fascinado por él que tienen que intervenir su padre o su madre para indicarle ¿Qué se dice?, para que agradezca el don. A nosotros nos suele pasar lo mismo.

         Estamos acostumbrados a elevar nuestras peticiones a Dios cuando nos encontramos en situación de necesidad, pero, con frecuencia, nos cuesta actuar con igual rapidez y conciencia, a la hora de dar gracias a Dios por los dones que nos confía. Nos cuesta reconocer el don de Dios como tal don.

         Jesús lo pudo comprobar en los signos que hacía, que buscaban no sólo liberar de sus males a la persona en cuestión, sino también suscitar la fe pero que, probablemente, en bastantes casos, ni siquiera se dio la oportunidad como en este episodio.

         Y es que, para ser agradecidos, es preciso que tengamos una relación con Dios previa, que nos permita apreciar el carácter de búsqueda de encuentro, de establecer o de estrechar una relación que siempre se da escondido tras el regalo. De hecho, resulta muy significativa la respuesta de Jesús al samaritano: "Tu fe te ha salvado", pues comprueba esta intencionalidad en el milagro de Jesús. Como se ve, los dones de Dios no suelen ser inocuos. 

         Pero todo don comporta una responsabilidad. Y un pensamiento como éste nos debería llevar a tomar conciencia de los talentos que el Señor nos ha dado, de los dones que hemos recibido y que, quizá entendemos sólo como cualidades nuestras, sin percibir su destino de ponerlos al servicio de los demás. Si este es nuestro horizonte, entenderemos nuestros éxitos sólo como obra nuestra, quizá hasta nos envaneceremos y no percibiremos que nuestra misma existencia es pura gracia.

         Como San Pablo decía, "el que se gloríe, que se gloríe en el Señor". Pero no como principio ascético de humildad, sino buscando que toda nuestra vida sea ocasión para crecer en la relación con Dios. Porque como reza el refrán popular, "sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena".

Carlos García

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         La gratitud no es sólo un gesto de cortesía y de buena educación en las relaciones sociales, y no sólo consiste en decir gracias (de labios para afuera) a quienes nos han hecho un favor, o nos han prestado un buen servicio. La verdadera gratitud es una virtud humana y cristiana sumamente hermosa, que brota desde lo más profundo del corazón.

         Pero precisamente por eso, también es una virtud muy rara. Alguien ha dicho que la gratitud es como una hermosa flor exótica, como el lirio que florece en los pantanos, y que es capaz de nacer en medio de un muladar. O como esas bellas orquídeas, que brotan en la soledad de los bosques tropicales. Nuestro Señor también se sorprendió ante la ingratitud de los hombres y se maravilló al constatar que muy pocos saben ser agradecidos. 

         El evangelio de hoy nos cuenta la historia de los 10 leprosos que fueron curados por Jesús. Y nos dice que de los 10 que recibieron la gracia prodigiosa de su curación, sólo 1 volvió a darle las gracias. "¿No eran diez los curados?", preguntó extrañado Jesús, que continuó: "Y los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?".

         Los otros 9, que pertenecían al pueblo escogido, tal vez consideraron que se les debía aquel favor, y no supieron reconocerlo como un don gratuito de parte de Jesús. O fue tan grande su despiste y su descuido que no se acordaron luego de venir a dar las gracias, como aquel samaritano.

         Realmente, para ser agradecidos, necesitamos ser humildes. "Uno de ellos (nos narra el evangelista), viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias". Una persona orgullosa o autosuficiente es incapaz de estos gestos de reconocimiento. Sólo quien se siente indigno de tan gran beneficio, puede también sentirse deudor, y dar gracias a Dios por tamaña bondad y misericordia.

         ¿Somos nosotros personas agradecidas? ¿Sabemos reconocer y dar gracias a Dios nuestro Señor, desde lo más profundo de nuestro corazón, todos los dones y beneficios que nos concede a cada rato? ¿Estamos de verdad convencidos de que no merecemos tanta bondad de parte de Dios, y que todo lo que tenemos es sólo porque él es inmensamente generoso con nosotros?

         Muchas veces sucede que, en vez de darle gracias por lo que tenemos, nos quejamos por aquello de lo que carecemos. O en lugar de sentirnos inmensamente felices por lo que nos regala, nos quejamos amargamente porque debería concedernos también otras cosas.

         Ojalá que de hoy en adelante seamos más agradecidos con Dios nuestro Señor y con todas aquellas personas que nos hacen algún favor. Pero conscientes de que la gratitud, si es genuina, nos debe llevar también a compartir con los demás las cosas que Dios nos regala con tanta generosidad.

Sergio Córdoba

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         Cuánto se agradece cuando una persona se detiene en la carretera para ayudarnos cuando nuestro coche se ha averiado. Sobre todo cuando el agraciado exclama: "Jamás me había visto antes, y sabía que muy probablemente no nos volveríamos a encontrar para que yo le agradeciera este favor. Y sin embargo, tuvo el detalle de detenerse para hacerlo". Parece obligado que ante este hecho, brote del corazón la gratitud.

         Pero suele suceder que las personas que saben agradecer las cosas grandes, son las que también lo hacen ante pequeños detalles, que podrían pasar inadvertidos. A quien le cede el paso en medio del tráfico, al que sabe sonreír en el trabajo los lunes por la mañana, a la persona que atiende en la farmacia o en el banco. Son felices porque les sobran motivos para decir esa palabra que para otros es extraña y humillante.

         Quien la pronuncia con sinceridad, al mismo tiempo llena de alegría a los demás, y crea el círculo virtuoso de la gratitud, en el que cada uno cumple su deber con mayor gusto y perfección. Y si estas personas agradecen a los hombres los pequeños favores y detalles, cuánto más a Dios que es quien a través de canales tan variados nos hace llegar todo lo bueno que hay en nuestra vida. Gracias, Señor.

Juan Gralla

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         Hay un cierto orgullo que uno puede sentir cuando el mensaje del evangelio, más allá de su carga de cruz y paradoja, se impone y triunfa. Cuando, por ejemplo, vemos a un Francisco de Asís dando la espalda a los privilegios y halagos del mundo sólo por seguir la lógica de Cristo, sentimos que el mundo mismo queda derrotado y tiene que postrarse ante el poder de la gracia. Es fácil sentirse de orgulloso de eso.

         Y es fácil también sentir algo de orgullo cuando la radicalidad del evangelio se vuelve intransigencia ante el mundo, como cuando Jesús manifiesta su impresionante independencia o da muestras de una libertad maravillosa. Ante Pilato, ante Herodes o ante Caifás, gente a la que todo el mundo temía y ante la que todos temblaban, Cristo muestra una pasmosa franqueza, desprovista de todo adorno y casi de toda urbanidad.

         Esos orgullos pueden desorientarnos sobre una verdad fundamental: una cosa es evitar el servilismo, y otra cosa moverse en el ámbito de la grosería; una cosa es ser franco, y otra ser agresivo; una cosa es ser radical, y otra ser rígido; una cosa es manifestar la soberanía de Dios, y otra pretender que uno no obedece a nadie; una cosa es ensalzar a Dios, y otra negar el honor debido a los seres humanos.

         Estas son distinciones delicadas, casi sutiles, pero muy necesarias. Y si lo que queremos es favorecer la obra de la evangelización, ni la grosería, ni la altivez, ni la petulancia son ayudas para la tarea de difusión de la Buena Nueva.

Nelson Medina

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         Jesús, la escena de hoy es similar a otras muchas del evangelio: alguien está enfermo, te pide ayuda con fe y tú le curas. Es una muestra más de tu misericordia para quien pide con fe. La petición de estos leprosos es una buena jaculatoria que puedo repetir a menudo: "Jesús, Maestro, ten piedad de mí". Sin embargo, hoy me revelas un aspecto más íntimo de ti mismo, abriéndome una pequeña ventana del corazón paternal de Dios.

         De los 10 leprosos que curas, Jesús, sólo 1 vuelve a darte las gracias: Y fue a postrarse a sus pies dándole gracias. No te enfadas, pero sí te entristece la falta de agradecimiento de los otros leprosos: "¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve ¿dónde están?". Te duele que no se den cuenta de lo mucho que les amas, ni siquiera después de haber hecho tanto por ellos.

         Jesús, tú también has hecho mucho por mí. Mi vida, mis virtudes, mi familia: todo te lo debo a ti. ¿Cómo me voy a olvidar de darte las gracias? Gracias, Jesús, por todo lo que tengo y lo que soy. Por todo, incluso por aquellas cosas de las que no me doy cuenta ni sé apreciar; más aún, gracias incluso por lo que me falta o me hace sufrir. Porque dice San Pablo que, "para aquellos que aman a Dios, todas las cosas son para bien" (Rm 8, 28). O como dice San Agustín:

"¿Qué cosa mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca, escribir con la pluma, que estas palabras, gracias a Dios? No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad" (Epistolario, LXXII).

         Jesús, ¿cómo puedo serte más agradecido? En 1º lugar, con mis obras, pues cuando alguien está realmente agradecido a otro se vuelca en detalles con aquella persona y se ofrece para todo en lo que pueda servirle. En 2º lugar, y si realmente estoy agradecido por todo lo que has hecho por mí, es lógico que intente servirte y darte gracias durante el día.

         Y todo lo que haga por ti me parecerá pequeño e insuficiente para pagarte lo mucho que me has dado: tu misma vida. Es tan inmerecido y sublime el regalo que me haces viniendo a mi pobre morada que debería pasarme el resto del día dándote gracias.

Pablo Cardona

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         En una sencilla narración evangélica encontramos las claves de lo que debe ser la vida del cristiano. Las podemos definir en tres sencillas palabras: misericordia, fe y agradecimiento. La misericordia es una de las actitudes que los evangelistas nos presentan más habitualmente en Jesús, pues ¡cuántas veces sintió piedad ante los necesitados y enfermos!

         Hoy día parece que sentir piedad ante otra persona significa rebajarla. No es eso lo que hace Jesús. Su piedad no rebaja sino que libera, levanta a las personas. Jesús siente piedad porque siente como suyo el dolor o el sufrimiento de la persona que tiene ante sí.

         La fe hay que entenderla como la capacidad de acoger la presencia de Dios cerca de nosotros. Varias veces a lo largo del evangelio dice Jesús que a los que acaba de curar que ha sido su fe, la de ellos, la que les ha curado. Es como si la fe lograse unificar la persona y unirla de tal modo a Dios que le diese el poder de hacer verdaderos milagros. Y el agradecimiento como respuesta de corazón a lo que se ha recibido gratis.

         Fruto de ese agradecimiento ante el don de Dios es la misericordia, la compasión, que experimenta el cristiano ante el hermano o la hermana pobre o necesitado. Y la cadena vuelve a empezar, porque el cristiano que se deja llevar por esa misericordia se hace testigo de la presencia de Dios para sus hermanos y hermanas.

Severiano Blanco

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         Hoy se nos habla de la curación de 10 leprosos, y de que sólo 1 de ellos, además de la curación, recibió la salvación. Finalmente, esto es lo que más nos ha de interesar encontrar en Cristo Jesús. No podemos convertir nuestra fe en buscar sólo la satisfacción de nuestros intereses temporales, ya sean económicos o sanitarios. ¿Hasta dónde llega nuestra fe en Cristo? ¿Qué buscamos cuando nos arrodillamos ante él? 

         Ya el Señor nos dirá en otra parte: "Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás vendrá a vosotros por añadidura". Porque, efectivamente, "¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si al final pierde la vida?".

         Dios vela siempre por nosotros, y jamás se olvidará de aquellos que creó por amor y que sigue amando a pesar de lo rebelde que pudiésemos serle. Después del gran amor que él nos ha tenido, hasta entregar su vida por nosotros, y para que seamos perdonados y tengamos vida eterna, ¿sabemos ser agradecidos con él? ¿Le reconocemos como Dios, arrodillándonos ante él y dándole gracias? ¿Hacemos que su vida y su Espíritu Santo no caigan en nosotros como en saco roto?

         Los que nos hemos encontrado con Cristo no podemos buscar sólo sus favores. La vida de fe vivida a fondo no es para vanagloriarnos, sino para convertirnos en siervos del evangelio de la gracia, sabiendo que al final no será nuestro el aplauso humano, pues sólo somos siervos, que han hecho lo que deberían hacer.

Conrado Bueno

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         Me parece que una de las cosas que se han ido perdiendo en nuestros días es el valor de la gratitud. Y si no, piensa cuántas veces al día dices gracias, y cuántas más deberías decirla.

         Vivimos en un mundo tan mecánico que se nos olvida que detrás de la mayoría de los dones o beneficios que recibimos está alguna persona a la que seguramente le haría mucho bien recibir un gracias. No importa que lo que él otro hizo por ti lo haya hecho por obligación.

         Agradecer ensancha el corazón y nos introduce a la esfera de Dios quien, siendo Dios, se dio por nosotros. No dejemos que nuestras prisas, el mecanicismo, la distracción o la soberbia nos ganen.

         Aprendamos a decir gracias. Y verás que, de la misma manera que ese gracias a Jesús le cambio la vida al samaritano, así será sin lugar a dudas en nosotros si sabemos agradecer. Pues todo en esta vida es don que hay que agradecer.

Ernesto Caro

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         Si tenemos conciencia de que Dios es Dios y Padre, que es amor y providencia, y que nos regala la vida y sus dones, lo menos que podemos hacer es vivir agradecidos. Hoy el evangelio nos habla de 10 leprosos que tenían vida, pero la tenían muy sufrida y limitada. Y la querían brillante como la luz, limpia como un cuerpo sin llagas o úlceras. Por eso clamaban al corazón misericordioso de Jesús.

         Lo raro fue que, al verse curados, más dueños de sí mismos y mejor dotados, se olvidaron del benefactor y no tuvieron ni la delicadeza de darle gracias. Hagamos cada día nuestra reflexión: contamos con la vida por unas horas, bendito sea quien nos la da, y quien haga a los demás igualmente felices.

         Todos nosotros, como los 10 leprosos del evangelio de hoy, somos personas colmadas de debilidades, enfermedades y miserias, pero también poseemos dones que compartir. Por ambos lados, estamos obligados a ayudarnos mutuamente en las necesidades, y también a ser agradecidos por cada gracia, mano amiga, alivio o consuelo, luz y esperanza, pan y apoyo que recibimos.

         Esos otros 9 podemos ser nosotros. Lo somos cuando nos hacemos olvidadizos de los dones de gracia y naturaleza, cuando somos perdonados y volvemos a pecar, cuando nos ayudan los hermanos y luego no les correspondemos, cuando tenemos palabras buenas no llegamos a las obras.

         Termina el pasaje evangélico con un "gloria a Dios". Una vez más hace resaltar Jesús que la gloria de Dios consiste en el reconocimiento de sus beneficios. La alabanza más repetida en toda la Escritura dice: "Alabad al Señor porque es bueno, porque su misericordia permanece para siempre" (Sal 135, 1).

         Sobre el extranjero samaritano, véase Lc 9,53: "No lo recibieron, porque iba camino de Jerusalén". Los samaritanos y los judíos se odiaban mutuamente. Jesús, cuya mansedumbre contrasta con la cólera de los discípulos, les muestra repetidamente que hay muchos samaritanos mejores que los judíos (Lc 10,25; 17,18; Jn 4,1).

Dominicos de Madrid

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         De nuevo nos encontramos hoy con una escena en que hombres aparentemente religiosos están más alejados de la verdadera piedad que otros que, a simple vista y en la consideración general, parecen ser adversarios del plan de Dios.

         Los 10 leprosos han experimentado por igual en su vida el paso salvador de Dios. Pero 9 de ellos, y precisamente aquellos que pertenecen a la realidad salvífica de Israel, poseedores de su ley y partícipes de su culto, han sido conducidos por la preocupación de realizar los pasos legales prescritos. Y se han olvidado de la obligación religiosa principal: dar gloria a Dios en voz alta.

         Por el contrario, alguien que no pertenecía a esa realidad salvífica se convierte en pregonero de las maravillas de Dios realizadas en su propia vida. Él no está atrapado en las prescripciones legales respecto al templo y los sacerdotes, y esta aparente falta de piedad lo conduce a la piedad auténtica de quienes saben descubrir la presencia de Dios como una gracia y un don.

         Atrapados en reglamentos, leyes y convicciones que determinan el ámbito religioso, también nosotros estamos expuestos al riesgo de olvidar que la única actitud exigida ante el Dios de la gracia es aquella que brota de un corazón agradecido.

         El leproso samaritano curado nos señala el auténtico camino del acercamiento a Dios. La fe que lo ha salvado debe hacerse presente en toda vida cristiana que siempre debe estar pronta a correr a los pies de Jesús para dar gracias y glorificar a Dios.

Confederación Internacional Claretiana

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         Los leprosos eran en la época de Jesús los seres más despreciables. Estaban proscritos y permanecían completamente aislados. Vivían en cavernas a las orillas de los camino y comían lo que los peregrinos le arrojaban. Eran considerados impuros y no aptos para vivir en sociedad. No se podían acercar a nadie, bajo riesgo de morir si incumplían las prescripciones. Prácticamente, no eran considerados seres humanos.

         Jesús permite que un grupo de leprosos se le acerque. Rompe con este gesto la mentalidad segregacionista que divide el mundo en puros e impuros, sacros y profanos. Jesús afronta solo la escena. Los discípulos se ausentan ante tamaño grupo de leprosos proscritos.

         La petición de los leprosos es simple: Haz algo por nosotros. Jesús los remite a los sacerdotes, que era la institución encargada de decidir quién es puro y quién impuro. De camino, todos quedan curados, pero únicamente uno se regresa.

         El leproso que retorna a Jesús sabe que quien le ha dado la sanación vale más que la institución a la que ha sido remitido. Reconoce a Jesús por encima de otras instancias de Israel. El leproso entiende que Jesús lo ha reintegrado a la comunidad humano, no importando que como leproso y extranjero fuera un doble marginado. Frente a Jesús se postra y reconoce al hombre de Galilea que ha sido su redentor.

         Solamente el leproso extranjero ha mostrado tener una fe verdadera, y es el único que regresa y reconoce que, en medio del pueblo, Dios ha puesto una instancia superior. La fe del hombre enfermo y marginado es la que le permite ser completamente redimido. Los otros 9 han corrido detrás de sus opresores, mientras que sólo el extranjero se ha puesto a los pies de su Salvador.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El evangelista Lucas nos presenta hoy a Jesús camino de Jerusalén, lugar donde completará su misión y su obra redentora. Mientras tanto, va dando muestras de lo que es capaz. En este caso, Jesús se hace el encontradizo de 10 leprosos que le asaltan pidiendo misericordia para su lastimosa situación.

         Los leprosos se paran a lo lejos porque tienen prohibido acercarse a los sanos, y su lepra era vista como una verdadera maldición. No obstante, no sienten ningún rubor al gritar: Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros.

         Ni siquiera se atreven a pedirle la curación, aunque Jesús entiende que eso es lo que quieren, y por eso les concede la salud. Pero lo hace de la manera más discreta y menos notoria, limitándose a enviarles a los sacerdotes (que eran los que tenían que acreditar a los que estaban realmente limpios, y podían reintegrarse de nuevo en sus tareas ordinarias).

         Durante el trayecto, aquellos leprosos advierten que están limpios, sin apenas percatarse que la nueva situación les ha venido de aquel de quien habían reclamado compasión. Jesús se había apiadado de ellos, y por eso estaban limpios (aparte de que también ellos habían obedecido su mandato: Id a presentaros a los sacerdotes).

         La curación de los leprosos había sido una experiencia gratificante para todos ellos, y eso llevó a uno de ellos (un samaritano) a una explícita profesión de fe en el Dios de Israel. Con la curación vino la acción de gracias, y con la acción de gracias el reconocimiento de la soberanía de Dios.

         Según el evangelio, ninguno de los otros 9 leprosos llegan a este reconocimiento ni a la acción de gracias, sino tan sólo el samaritano (de quien menos cabía esperarlo). En efecto, al verse éste curado, se vuelve alabando a Dios y agradeciendo su curación a Jesús.

         Al parecer, la acción misericordiosa de Dios sólo ha logrado su efecto en uno de los 10 leprosos, porque sólo de él ha arrancado la alabanza, la acción de gracias y el reconocimiento de su soberanía. Y eso es algo que Jesús echa en falta: ¿Dónde están los otros nueve? ¿No han sido también ellos curados? ¿Por qué no vuelven para agradecer el beneficio y dar gloria a Dios? ¿Tan pronto se han olvidado de su benefactor?

         Así de pronto nos olvidamos nosotros de los beneficios de Dios, porque hasta que no carecemos de algo (salud, comida, bienestar...) no caemos en la cuenta de que, si lo tenemos, es porque lo hemos recibido, y lo mismo que lo tenemos lo podemos perder en cualquier momento.

         Si Dios reclama el reconocimiento no es con el fin de cobrarse el beneficio otorgado. De hecho, Jesús no exige nada al leproso que vuelve agradecido, sino que se limita a despedirle y a recordarle que es su fe la que le ha salvado. Ni siquiera le recuerda que es él quien le ha curado, sino su fe, como dándole todo el mérito a esa fe que tiene.

         Tu fe te ha salvado, oye el leproso que vuelve para dar gracias a Jesús. Y no sólo porque ha obtenido la salud corporal (como los demás), sino porque esa fe le ha abierto a una salud muy superior, a esa salud que llamamos salvación y vida eterna sin posible deterioro. La ingratitud acaba sepultándonos en nuestro propio egoísmo. Demos, pues, gracias al Señor, y a todos aquellos por cuyo medio nos llegan sus dones.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 13/11/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A