15 de Noviembre

Viernes XXXII Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 15 noviembre 2024

a) 2 Jn 4-9

         La Carta II de Juan, que hoy leemos, va dirigida a la "señora elegida" (v.1), posiblemente una de las comunidades joánicas del Asia Menor por lo que dice más adelante: "la hermana elegida" (v.13), desde la que se escribe. El autor se presenta como "el anciano" y "el presbítero", título que describe su autoridad y responsabilidad respecto a la comunidad a la que se escribe.

         Probablemente, la Carta II de Juan no es más que un resumen de la Carta I de Juan. Pero eso no quiere decir que haya sido escrita después, pues muy bien podría ser un compendio previo que, una vez ampliado, haya dado lugar a la Carta I. El contexto histórico en que se escribe parece ser el mismo que el de la Carta I.

         La estructura del escrito es muy sencilla. En 1º lugar hay una introducción, con la presentación del autor, destinatarios, saludo y acción de gracias (vv.1-4). Después se pasa a una breve exposición de los puntos más importantes: el mandamiento del amor (vv.5-6), la advertencia contra los seductores que "niegan que Jesús haya venido en la carne" (vv.7-8), la consideración de estos seductores como avanzados "que no se mantienen en la enseñanza del Mesías" (v.9) y la prohibición de cualquier clase de trato con estos seductores (vv.10-11). La carta concluye con una breve despedida (vv.12-13).

         La dureza del rechazo de los seductores nos sorprende: "Si os visita alguno, no le recibáis en casa ni le deis la bienvenida, pues el que le saluda se hace cómplice de sus malas obras" (vv.10-11). Tal vez esta dureza sólo se puede comprender si tenemos en cuenta la unión que se hace entre el mandamiento del amor y los principios cristológicos.

         De hecho, esta unión aquí no se esboza, pero hay que tenerla presente: "El que se mantiene en la enseñanza posee al Padre y al Hijo" (v.9). Y mantenerse en la enseñanza es "amar con un amor que viene de Dios", ya que "el que confiesa que Jesús es el hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios" (1Jn 4, 16), y "todo aquel que cree que Jesús es el Mesías ha nacido de Dios" (1Jn 5, 1).

         Creer y amar están íntimamente entrelazados en esta carta de Juan. Y de ello resulta totalmente comprensible el rechazo de los seductores que no están en verdadera comunión con la "señora elegida". Un gesto de acogida sería entonces demasiado ambiguo. Esta carta nos puede hacer pensar hasta qué punto nuestra ortodoxia se queda demasiado teórica y lejana de la verdadera ortopraxis. O quizás hasta qué punto fe y amor están íntimamente unidos también para nosotros.

Josep Oriol Tuñí

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         Vivimos hoy en una época de revisión, de contestación y de mutación, en que se dice que todo cambia. Y por comparación, tenemos a menudo la ilusión de que los períodos pasados eran más tranquilos y estables.

         Ahora bien, los primeros escritos del NT (las cartas apostólicas) nos muestran que, desde el comienzo, la Iglesia vivió un cúmulo de movimientos peligrosos para la fe auténtica. Una de las preocupaciones de Pablo, y también de Pedro, fue afrontar firmemente las herejías y las falsas ideas. Es lo que hoy hace Juan, al decir que "muchos seductores han salido al mundo, negando que Jesucristo haya venido en carne mortal. El que confiese eso, ése es el seductor y el anticristo".

         Los grupos aquí apuntados eran gentes altamente espirituales, que siguiendo a algunos filósofos griegos despreciaban la materia y la carne, y se habían hecho una cierta idea racional e intelectual de Dios, encontrando chocante la encarnación de Dios. Lo que se debate es, pues, la verdad de la encarnación de Dios, pues "Jesús venido en carne mortal". 

         Encontramos así la ocasión de renovar nuestra propia fe en este misterio: ¿Por qué ha querido Dios venir en carne mortal? Porque después de 2.000 años, deberíamos aun interrogarnos sobre ello, porque no es normal que pronunciemos "se encarnó de María Virgen". Así, como la cosa más natural.

         Así que ¿por qué se encarnó Dios? Porque se trata de una cuestión capital de nuestra fe, ante la cual hemos de detenernos y contemplar. Tratemos de contestar en lo más íntimo de nosotros mismos, y elevemos a Dios la oración que nos sugiere este misterio de amor.

         Efectivamente, el Señor ha venido a habitar entre nosotros, ha tomado nuestra condición de hombres hasta la muerte, ha querido vivir nuestras alegrías y nuestras penas (de cerca, desde la intimidad) y nos has salvado de nuestros pecados, cargando sobre sí mismo nuestras faltas. Eso es así, y "el que no permanece en la doctrina de Cristo, no posee a Dios".

         Dios es inaccesible, y no hay otro camino para encontrarle que el que pasa por Jesucristo. Jesús es el único que nos revela al verdadero Dios, y a través de la carne de Cristo "poseemos a Dios". Lo cual alude a la vida, actos y palabras de Jesús (en el evangelio), y a los actos y las palabras de Jesús hoy día (en los sacramentos).

         La carne de Jesús, y su cuerpo dado en el sacramento por excelencia, es el único medio verdadero para alcanzar a Dios. Dios invisible ha dado un signo de su presencia, y la eucaristía es ese signo (sensible y carnal, por así decirlo) que nos hace encontrar a Dios.

         Yo que me quejo de no llegar a alcanzar a Dios, ¿tomo, acaso, este camino de Dios? Porque "Yo soy el camino", decía Jesús. Ése es el camino para encontrar a Dios, y para transitar ese camino tenemos el evangelio meditado, la eucaristía comida, el confesionario y el silencio de la presencia eucarística.

         Es decir, que se encuentra a Dios en la encarnación de Dios, que es Jesucristo. Es lo que decía Juan en su Carta II: "He tenido el gozo de encontrarme entre los que viven en la verdad, según el mandamiento del Padre. No es un mandamiento nuevo, sino aquél que recibimos desde el principio: Amaos los unos a los otros". Para Juan, todo eso guarda relación, pues "el que no ama, no conoce a Dios. Dios es amor, y a Dios se le encuentra cuando se ama".

Noel Quesson

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         Hoy el apóstol Juan nos ofrece una definición de amor: "El amor consiste en comportarse según sus mandamientos" (v.7). Es decir, que amar no es lo que yo piense que es amor, ni lo que yo sienta o diga sobre el amor. Porque el amor está ligado a la obediencia, como ya habíamos escuchado en el evangelio: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos" (Jn 14, 15).

         Pero ¿por qué este lenguaje suena tan extraño en nuestros oídos? ¿Por qué nuestro tiempo mira al amor como una experiencia de libertad y a la obediencia como una experiencia de privación de amor? ¿Por qué pensamos a menudo que cuando amamos no obedecemos, y cuando obedecemos no amamos?

         Tal vez por un terrible malentendido en torno a la voluntad. Nuestro tiempo mira la voluntad como un absoluto que puede ser doblegado desde fuera y mediante la obediencia. Pero esto sólo tiene sentido cuando se goza en lograr la meta que nos hemos fijado.

         Según este modo de pensar, obediencia significa sometimiento y capitulación, renuncia a la propia meta y traición a la propia ruta. Y amor querría decir, en cambio, satisfacción del deseo y logro del propio objetivo. Es evidente que, así entendidos, no caben juntos el amar y el obedecer.

         Sin embargo, hay obediencias que sí aceptamos, como las normas de circulación, las prescripciones médicas o las indicaciones del instructor del gimnasio. Y no nos sentimos violentados cuando hacemos algo que el doctor nos ha mandado, ni cuando un agente de policía nos orienta en una ciudad extraña. Y estas son obediencias.

         Podemos decir que obedecemos gustosos cuando sabemos que la obediencia nos hará bien. O dicho de otra manera, cuando nos sentimos amados. Lo duro de obedecer no es obedecer, sino obedecer sin amor.

         Mas "él nos amó primero" (1Jn 4, 19). Es decir, que antes de pedir nuestra obediencia, Jesús nos pidió recibir su amor. Y quien ha conocido la verdad y dulzura de ese amor siente que de esa fuente sólo viene el bien. Es entonces cuando amor y obediencia se abrazan felizmente, y cuando también descubrimos que no podemos decir que amamos si no es en el ámbito del amor genuino (el amor verdadero que él nos ha dado).

         De modo que obedecer no es otra cosa sino "permanecer en su amor" (Jn 15, 9). Fuera de ese amor el amor no es amor. Obedecer a Dios significa ser fieles a la lógica y al estilo del amor que merece su nombre, el que Cristo nos dio en la cruz y en el altar eucarístico.

Nelson Medina

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         Nos recuerda hoy el apóstol Juan la importancia del amor, como opción fundamental en la vida. Y es que ¿hay algo más importante en el ser humano que el amor? Porque desde que nacemos, hasta que nos vamos, es lo más esencial que tenemos. Nuestra esencia está marcada por el amor, y si "Dios es amor", y nosotros imagen de Dios, el amor debería ser lo que más profundamente estuviera marcado en lo más profundo de nuestro ser.

         Por otra parte, lo que nos caracteriza como cristianos es nuestra opción. El evangelio nunca es algo impuesto, sino siempre una elección libre que no consiste en seguir unas normas o leyes. Y el estilo de vida cristiano es el que surgió de la opción por el amor que tomó Jesús. De hecho, hay una enorme diferencia entre ser bueno y ser cristiano.

         Buenos hay muchos, pero el que realmente opta por una vida cristiana está mucho más allá del hacer las cosas bien. Parte de la experiencia de Dios, y trata de llevar ese proyecto de vida a toda la humanidad.

         Por eso ser cristiano implica a la totalidad de la vida, y va más allá de unas prácticas o manifestaciones. La permanencia en Dios tiene que ver mucho con el encuentro personal y continuo con Dios, y se ha de traducir en tratar de hacer de esta tierra un mundo donde habite el plan de Dios. Es lo que el apóstol Juan escribió a su "señora distinguida", en la 2ª de las cartas que le escribió: el plan del amor de Dios.

María Jesús Arija

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         Al apóstol Juan se le atribuyen 3 cartas. La 1ª de ellas (la más larga) la leemos por entero en el tiempo de Navidad, y hoy escuchamos un resumen de la 2ª, y mañana de la 3ª.

         La de hoy, cuyo comienzo no hemos leído en misa, va dirigida a Electa (lit. Elegida), nombre que difícilmente sabemos si se refiere a una señora cristiana o a una Iglesia del Asia Menor. Pero lo que sí entendemos muy bien son las 2 consignas que le transmite:

-la caridad, o "mandamiento que tenemos desde el principio: amarnos unos a otros",
-la verdad, porque "han salido en el mundo muchos embusteros", y "el que no se mantiene en la doctrina de Cristo, vive sin Dios".

         Estas 2 consignas siguen conservando toda su validez. En 1º lugar porque nos recuerdan el mandamiento del amor, que siempre nos cuesta, y nos puede más el egoísmo que la entrega y la intransigencia que la tolerancia con los demás. Cuando a Jesús le preguntaron cuál era el mandamiento más importante, contestó que el del amor: Amar a Dios y amar al prójimo.

         Según la Carta II de Juan, "éste es el mandamiento que debe regir nuestra conducta". Podemos detenernos un momento y contestar con sinceridad a esta pregunta: ¿De veras amamos?

         En 2º lugar, lo de permanecer en la sana doctrina tiene plena actualidad. Se ve que es viejo eso de que "han salido en el mundo muchos embusteros", porque ya se queja Juan de ello. No hemos mejorado mucho, porque también ahora nos envuelven ideologías y mentalidades que, clara o sutilmente, pueden minar los fundamentos de nuestra fe y desfigurar el evangelio de Jesús.

         Tenemos que aceptar la invitación de Juan ("estad en guardia") para que sepamos defender nuestra identidad en medio de este mundo tan pluralista. Serenamente nos ha hecho decir el salmo responsorial de hoy: "Dichoso el que camina en la voluntad del Señor. Te busco de todo corazón, no consientas que me desvíe de tus mandamientos".

José Aldazábal

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         En la liturgia de hoy se hace presente el estilo apocalíptico que a veces utiliza el apóstol Juan. En este caso dirigido a la "señora Elegida", que es la Iglesia: "Me alegra saber que tus hijos viven en autenticidad. Yo quiero encarecerte que se mantengan fieles hasta el final en el mandamiento del amor, porque quien ama, siguiendo los mandamiento de Dios, tiene vida eterna".

         No perdamos el tiempo gastando la vida sin amor, sin preocuparnos del bien de los demás. Porque la piedra de toque en que se probará nuestra fortaleza en la fidelidad es el amor. Ése es el verdadero apocalipsis de Juan, y de Jesucristo y de Dios Padre: el amor. Como decía San Juan de la Cruz, "al final de la vida te examinarán del amor".

Dominicos de Madrid

b) Lc 17, 26-37

         Continuamos analizando el pequeño apocalipsis de Jesús (vv.20-37). Hasta ahora hemos visto la presencia del reino de Dios entre nosotros (vv.20-21) y la presencia de Cristo resucitado entre nosotros (vv.22-25). Y decíamos que esas presencias eran el hecho escatológico más importante de todo el NT.

         Hoy nos toca ver la 2ª parte del discurso apocalíptico a los discípulos (vv.26-37), a través de 2 analogías del AT aplicadas al día de Jesús (vv.26-30), y de las actitudes que debemos tener ante este día (vv.31-36). Finalmente, abordaremos de nuevo la pregunta sobre el cuándo (v.37).

         El texto comienza hablando de "los días del Hijo del hombre" (v.26), y luego se refiere al "día en que el Hijo del hombre se manifestará" (apokaluptetai; v.30). Es el día del apocalipsis de Jesús. Pero no se habla en el texto de la venida o parusía de Jesús, sino de su manifestación apocalíptica.

         Yo pienso que "el día del Hijo del hombre" es, por supuesto, la parusía de Jesús. Pero esta experiencia de la manifestación (o parusía) de Jesús ya se vive durante todo el tiempo presente (de ahí el plural "los días"). Las 2 analogías (que están en estricto paralelo) de los días de Noé y de los días de Lot, sugieren también 2 momentos: los días antes del diluvio y de la destrucción de Sodoma, y el día mismo del diluvio y de la destrucción.

         También ahora vivimos los días del Hijo del hombre, cuando "comemos, bebemos, nos casamos, compramos, vendemos, plantamos, construimos", y el día mismo de la parusía del Hijo del hombre. En realidad, no podemos separar tanto la vivencia actual del Cristo resucitado y el día final de su parusía.

         A continuación, el texto habla de las actitudes que tenemos que tener en el día de la parusía de Jesús (vv.31-35). Y muestra 2 ejemplos: el que esté en el terrado (que no baje) y el que esté en el campo (que no vuelva). Y se recuerdan dos cosas: la mujer de Lot (que miró para atrás) y lo que ya les había dicho Jesús ("quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará"; v.33).

         Se dan a continuación 2 situaciones que sucederán "aquella noche" (la noche de la Parusía): 2 en un mismo lecho (uno tomado y otro dejado) y 2 mujeres moliendo juntas (una tomada y otra dejada).

         El sentido general de la actitud a tener es claro: no volver atrás, no mirar atrás ni guardar la vida, sino mirar adelante y seguir perdiendo la vida. Pero no todos estarán listos, y los que están preparados partirán, mientras que otros se quedarán durmiendo o afanado en su trabajo. No se trata, pues, de una partida de todos por parejo.

         El v. 37 plantea una pregunta de los discípulos: "¿Dónde Señor?". En los discursos apocalípticos de todas las épocas, siempre surge este tipo de preguntas: dónde, cuándo, cómo... Pero Jesús no responde, ni ningún discurso apocalíptico responde este tipo de preguntas por innecesarias. Porque lo importante es estar siempre preparados, y si se sabe el momento, se perdería esa vigilancia.

         Querer saber el cómo es algo todavía peor, por responder a la pura curiosidad. Jesús aquí cita un dicho popular (sobre los muertos y los cuervos), como diciendo que donde aparezca el Hijo del hombre ahí estarán sus discípulos. Jesús mismo es el dónde, y respecto al cuándo nos responde con una escatología, mucho más rica que la cronología. Es decir, su interpretación no seguirá la lógica del tiempo, sino la lógica de lo último y más fundamental en nuestra historia.

Juan Mateos

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         Mediante 2 comparaciones, invita hoy por Jesús a la vigilancia a los vividores, a los que solamente viven al día y pasan de todo, a los que pueden llegar a creer que el hecho de rechazar a Jesús no tendrá consecuencias. Pues si no vigilan su vida, les podrá suceder lo que sucedió a los contemporáneos de Noé y de Lot, y la situación se les convertirá en catastrófica a todos los que no hayan hecho ya la opción por este Mesías rechazado y humillado.

         La llegada del Hijo de hombre será tan imprevista como el fulgor del relámpago: nadie podrá preverla. Como en tiempos de Noé y de Lot, los cálculos y las cábalas de los fariseos son completamente inútiles. Y los que se pasan a la clandestinidad, con el fin de organizar un levantamiento en el desierto, son unos farsantes. Jesús invita a no hacer caso de nadie, y a saber que sólo la vigilancia puede prevenir la catástrofe.

         Lucas compara la situación descrita hasta ahora con el desastre de Jerusalén, durante los sucesos de los años 66-70, y con la condición en que quedó la mujer de Lot (Gn 19, 26). El aferramiento a las cosas terrenales, o a los valores del pasado, conducirá al desastre.

         La Caída de Jerusalén (ca. 70) fue la consecuencia histórica de haber rechazado al Mesías. Y el desastre final será también consecuencia de haber rechazado a Jesús y los valores que él encarnaba (vv.31-33). Compartir un mismo reposo, o un mismo trabajo, no asegura la misma suerte a los hombres. El fin de los que serán abandonados a su suerte es la de los cadáveres después del asedio (vv.34-37).

Josep Rius

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         Como en los tiempos de Lot y de Noé, los hombres de hoy día siguen ocupados en los grandes afanes de la vida (fortuna, diversión, comida, sexo, clan familiar, negocios), y el quehacer de ese trabajo es absorbente, de tal forma que se olvida la dimensión de profundidad: que Dios viene desde el fondo, que Dios llama y quiere convertirnos a la auténtica verdad de nuestra vida. El juicio se desvela en forma de sorpresa (vv.26-32). 

         Ante esta llamada pueden darse 2 tipos diferentes de fracaso: el de aquellos que están demasiado ocupados en sus cosas, y simplemente prefieren no escuchar (como los habitantes de Sodoma); o el de aquellos que han escuchado la llamada pero sienten la nostalgia del mundo, y abandonan lo emprendido por retornar hacia lo antiguo (como la mujer de Lot).

         La venida del reino de Dios establece en el mundo sus propias fronteras. Los judíos suponían que la salvación se inclinaría hacia los hombres de su pueblo, y mientras tanto los gentiles sufrirían la condena. La palabra de Jesús destruye esa confianza, y asegura que la salvación o condena responden a la hondura radical de cada una de las vidas de los hombres.

         Por eso habrá 2 (marido y mujer) en una misma cama, formando un mismo sueño y envueltos en sus mismos ideales, virtudes y defectos. Y el juicio pasará precisamente por el medio de esa cama, separando la actitud y la verdad de cada cónyuge.

         Lo mismo sucede con los 2 criados que trabajan en el campo, o con las 2 siervas que muelen en el cuarto más profundo de la casa. Aparentemente han compartido unos valores y unos fallos, pero el juicio les espera, y en la hondura de su vida serán juzgados de forma distinta (vv.34-35).

         Ante una existencia semejante, es necesario profundizar hasta las mismas raíces de la vida, porque es precisamente allí donde se vendrá a decidir el juicio. Dios no se fija en las apariencias, ni la vida de los hombres se realiza simplemente en una misma altura.

         Lo que importa es la actitud y la decisión fundamental, y aquella hondura en que se viene a decidir el verdadero valor de la existencia. Teniendo esto en cuenta, el texto nos recuerda 2 verdades importantes, una de carácter más judío (v.37) y otra de sentido ya cristiano (v.33).

         La verdad judía ofrece una formulación enigmática: "Donde está el cadáver, allí se reunirán los buitres" (v.37). La frase se concibe como respuesta a la interrogación de aquellos que preguntan por el dónde del juicio. Con estas palabras, que proceden de un refrán antiguo, Jesús ha respondido "en todas partes". Allí donde esté el cadáver (es decir, allí donde se encuentre el hombre) bajarán los buitres (vendrá el juicio de Dios). Esta verdad ya la sabían los judíos, y la Iglesia vuelve a repetirla.

         Esa verdad está atestiguada en todos los estrados de la tradición evangélica: "El que pretenda guardarse su vida la perderá; el que la pierde la recobrará" (Lc 9,24; Mc 8,35). "Perder la vida" significa entregarla a Cristo y con Cristo (a los otros), lo que equivale a recobrarla en el momento de la Pascua (resurrección). Desde aquí comprendemos que, en el fondo, todo el juicio de Dios sobre los hombres se identifica con la presencia y el influjo de la muerte y resurrección de Jesús sobre la historia.

Javier Pikaza

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         Las palabras del evangelio de hoy muestran que si la mujer de Lot (Gn 19, 26) se convirtió en estatua (o columna, según el hebreo) de sal, no fue por causa de curiosidad sino de su apego a la ciudad maldita. Y porque en vez de mirar contenta hacia el nuevo destino que la bondad de Dios le deparaba, y agradecer gozosa el privilegio de huir de Sodoma (castigada por sus iniquidades), volvió a ella los ojos con añoranza, mostrando la verdad de la palabra de Jesús: "Donde está tu tesoro, allí está tu corazón" (Mt 6, 21).

         La mujer de Lot deseaba a Sodoma, y Dios le dio lo que deseaba, convirtiéndola en un pedazo de la misma ciudad que se había vuelto un mar de sal: el Mar Muerto. Con el mismo criterio alude Jesús a los que buscan el aplauso: "Ya tuvieron su paga" (Mt 6, 2.5.16), o al rico epulón: "Ya tuviste tus bienes" (Lc 16, 25).

         Es decir, tuvieron lo que deseaban, ya que no desearon otra cosa. Porque Dios da a los que desean (a los hambrientos, según dice María), en tanto que deja vacíos a los hartos (Lc 1, 53).

         Cuerpo y cadáver son 2 voces parecidas en griego, y ambas se encuentran en las variantes de Mateo (Mt 24, 28), donde el Señor aplica esta expresión a la rapidez y al carácter visible de su 2ª venida: "Como el relámpago es fulgurante desde una parte del cielo, y resplandece hasta la otra, así será el Hijo del hombre en su día" (v.24).

         Hoy Jesús habla con los discípulos y alude a su 2ª venida, que será bien notoria como el relámpago (Mt 24,23; Mc 13,21). Pero antes de ese acontecimiento se presentarán muchos falsos profetas, y será general el descreimiento y la burla (como en tiempos de Noé y de Lot; Gn 7,7; 19,25). No cabe duda de que nuestros tiempos se parecen en muchos puntos a lo predicho por el Señor.

Gaspar Mora

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         Hoy día, en el contexto predominante de una cultura materialista, muchos actúan como en tiempos de Noé, que "comían, bebían, tomaban mujer o marido" (v.28). O como los coetáneos de Lot, que "compraban, vendían, plantaban, construían" (v.28). Con una visión tan miope, la aspiración suprema de muchos se reduce a su propia vida física temporal, y todo su esfuerzo se orienta a conservar esa vida, a protegerla y a enriquecerla.

         En el fragmento del evangelio de hoy, Jesús quiere salir al paso de esta concepción fragmentaria de la vida, que mutila al ser humano y lo lleva a la frustración. Y lo hace mediante una sentencia seria y contundente, capaz de remover las conciencias y de obligar al planteamiento de preguntas fundamentales: "Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará" (v.33).

         Meditando sobre esta enseñanza de Jesucristo, dice San Agustín: "¿Qué decir, pues? ¿Perecerán todos los que hacen estas cosas, es decir, quienes se casan, plantan viñas y edifican? No ellos, sino quienes presumen de esas cosas, quienes anteponen esas cosas a Dios, quienes están dispuestos a ofender a Dios al instante por tales cosas".

         De hecho, ¿quién pierde la vida por haberla querido conservar, sino aquel que ha vivido exclusivamente en la carne, sin dejar aflorar el espíritu? O aún más, aquel que vive ensimismado, ignorando por completo a los demás. Porque es evidente que "vivir según la carne" conlleva "no vivir según el espíritu", y éste se debilita.

         Toda vida tiende naturalmente al crecimiento, a la exuberancia, a la fructificación y la reproducción. Y si se la secuestra (en este caso, en el plano espiritual), y se la recluye, se marchita, se esteriliza y muere. Por este motivo, todos los santos, tomando como modelo a Jesús (que vivió intensamente para Dios y para los hombres) han dado generosamente su vida de multiformes maneras, al servicio de Dios y de sus semejantes.

Enric Prat

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         Jesús deja de lado a los que son incapaces de ver el reino de Dios por causa de su ceguera, y se dirige una vez más a sus discípulos. Y viene a decirles que muchos de ellos buscarán señales en vano, y que cuando corran rumores sobre tiempos y lugares en los que acaecerá el Reino, muchos se dejarán engañar.

         Porque cuando venga el Hijo del hombre, él traerá consigo una catástrofe irrevocable para los que no estén preparados. Aquel día traerá la salvación para los creyentes, y traerá el juicio y la destrucción para los incrédulos. E incluso avisa Jesús que, a nivel general, la generación de ese momento será incrédula y se estará entregando a la impiedad, como ocurrió en los días de Noé y Lot.

         En efecto, así como el juicio cayó sobre los despreocupados del tiempo de Noé, del mismo modo caerá sobre los hombres y mujeres del día de Jesús. Ocupados en sus asuntos mundanos, no comprenderán ni aceptarán la acción de Dios sobre el mundo.

         Es verdad que vendrán muchos charlatanes, o falsos profetas, que confundirán a los creyentes con falsas revelaciones sobre la venida de Cristo. Pero esto no nos debe apartar del camino del seguimiento. Los creyentes, nos dice Jesús, debemos continuar viviendo todas las exigencias de la conversión, aunque no parezca que la venida del Señor esté próxima.

         Debemos ser como el administrador fiel (Lc 12, 41-44) y el servidor vigilante (Lc 12, 19-21.35-40), siempre dispuestos a dar cuenta de sus trabajos para cuando vuelva el dueño. De ahí la advertencia que supone para todos nosotros el anuncio del día del Hijo del hombre, que será un día de juicio exigente. Por eso tenemos que estar preparados, porque él llegará a la hora menos pensada.

Fernando Camacho

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         Si ayer nos anunciaba Jesús que el Reino es imprevisible, hoy refuerza su afirmación comparando su venida a la del diluvio (en tiempos de Noé) y al castigo de Sodoma (en tiempos de Lot). El diluvio sorprendió a la mayoría de las personas, muy entretenidas en sus comidas y fiestas. Y el fuego que cayó sobre Sodoma encontró a sus habitantes muy ocupados en sus proyectos, sin estar preparados en lo espiritual.

         Así sucederá al final de los tiempos. Pero ¿dónde? Lo dice Jesús: "Donde está el cadáver, allí se reunirán los buitres". O sea, que en cualquier sitio donde estemos, allí sucederá el encuentro definitivo con el juicio de Dios.

         Lo que Jesús dice sobre el final de la historia, con la llegada del Reino universal, podemos aplicarlo a cada uno de nosotros en el momento de nuestra muerte, y también a esas gracias y momentos de salvación que se suceden en nuestra vida de cada día. Otras veces puso Jesús el ejemplo del ladrón que no avisa cuándo entrará en la casa, y del dueño que puede llegar a cualquier hora de la noche, y del novio que llama a las vírgenes a la boda.

         Estas lecturas son un aviso que Jesús nos da, para que siempre estemos preparados y vigilantes, mirando con seriedad hacia el futuro. Porque la vida es precaria, y todos nosotros caducos. Vale la pena asegurarnos los bienes definitivos, y no quedarnos encandilados por los que sólo valen aquí abajo.

         Sería una lástima que, en el examen final, tuviéramos que lamentarnos de que hemos perdido el tiempo, al comprobar que los criterios de Cristo son diferentes de los de este mundo: "El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará".

         La seriedad de la vida va unida a una gozosa confianza, porque ese Jesús al que recibimos con fe en la eucaristía es el que será nuestro Juez como Hijo del hombre, y él nos ha asegurado: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré el último día".

José Aldazábal

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         El evangelio de hoy nos habla del día de la manifestación del Hijo del hombre, usando un lenguaje apocalíptico. La verdad es que hoy no estamos acostumbrados a hablar así. Y no sólo eso, sino que a muchas personas esta manera de hablar (con sus imágenes, sus exhortaciones a la vigilancia, etc) les inspira temor.

         Da la impresión de que "el día del Hijo del hombre" se produce por la espalda, con nocturnidad y alevosía, para fastidiar al mayor número posible de seres humanos, o para coger in fraganti a todos. Pero no hace falta ser un exegeta para comprender que una interpretación tal no cuadra con el núcleo de la predicación de Jesús. Dios no es un sádico que busque atemorizar a sus hijos, o sorprenderlos en sus momentos más débiles.

         Las alusiones de Jesús a los tiempos de Noé o de Lot tienen un objetivo claro: hacer ver que el encuentro con él (el "día del Hijo del Hombre") no es más de lo mismo, sino un hecho de la máxima seriedad, dividiendo nuestra vida entre el antes y el después.

         No podemos seguir a Jesús (que es la novedad) y vivir como antes. En otras palabras: no podemos echar el vino nuevo (de la fe en Jesús) en los odres viejos (de nuestra autosuficiencia).

Gonzalo Fernández

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         Nos hace hoy Jesús una llamada más a la vigilancia, y a no vivir de espaldas a esa jornada definitiva (el día del Señor) en la que, por fin, veremos cara a cara a Dios. En algunos ambientes no es fácil hoy hablar de la muerte. Sin embargo, la muerte es el acontecimiento que ilumina la vida, y la Iglesia nos invita a meditarlo para que no nos encuentre desprevenidos.

         El modo pagano de pensar y de vivir lleva a muchos a vivir de espaldas a esta realidad (la muerte), en lugar de verla como lo que en realidad es: el posible comienzo de una vida con Dios. Para la gente de hoy, la muerte es el punto final a su estado de bienestar, y a no poder seguir amasando más aquí abajo. Pero como dice el padre Pozo:

"Para el cristiano, la muerte es el final de una corta peregrinación y la llegada a la meta definitiva, para la que nos hemos preparado día a día, poniendo el alma en las tareas cotidianas. Con ellas y a través de ellas, nos hemos de ganar el cielo (Teología del Más Allá).

         Antes del pecado original no había muerte, tal y como hoy la conocemos (con ese sentido doloroso y difícil de trance). Pero Jesucristo destruyó la muerte e iluminó la vida (2Tim 1, 10), y gracias a él la muerte adquiere un sentido nuevo, y abre paso a una vida nueva. En Cristo se convierte en "amiga y hermana" (como decía San Francisco de Asís), o en algo precioso en la presencia de Dios (como afirma la Escritura; Sal 115, 15). Pero sin Cristo, se puede convertir en una realidad de pésimas consecuencias (Sal 33, 22).

         Cuando suceda la muerte, serán premiados los que hayan sido fieles a Cristo, y hasta en lo más pequeño (hasta un vaso de agua dado por Cristo recibirá su recompensa; Mt 10, 42), porque sus buenas obras lo acompañan. Como decía el papa León X:

"La muerte nos da grandes lecciones para la vida. Nos enseña a vivir con lo necesario, desprendidos de los bienes que usamos que habremos de dejar; a aprovechar bien cada día como si fuera el único; a decir muchas jaculatorias, a hacer muchos actos de amor al Señor y favores y pequeños servicios a los demás, a tratar a nuestro ángel custodio, a vencernos en el cumplimiento del deber, porque el Señor convertirá todos nuestros actos buenos en joyas preciosas para la eternidad" (Exsurge Domine).

         Después de haber dejado aquí frutos que perdurarán hasta la vida eterna, algún día partiremos a la casa del Padre. Entonces podremos decir con el poeta Llorens: "Dejó mi amor la orilla, y en la corriente canta. Y no volvió a la ribera, que su amor era el agua" (Secreta Fuente).

Francisco Fernández

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         Si el Señor tarda en llegar, esperémoslo constantemente con gran amor, porque ciertamente él vendrá con gran poder y majestad. Pero no nos quiere encontrar embotados por las cosas pasajeras, sino vigilantes, como el siervo bueno y fiel a quien el Amo confió el cuidado de todas sus posesiones. No nos quedemos solamente, pues, en el nivel del comer, beber, casar, comprar, sembrar o construir.

         Es cierto que no podemos detener el trabajo ni el avance tecnológico y científico. Pero para quienes hemos puesto nuestra fe en Cristo eso no lo es todo, sino que estamos llamados a perder constantemente nuestra vida, en favor de Cristo y de los demás. Entonces, cuando llegue el final, conservaremos nuestra vida, eternamente escondida en Dios. Ahí es donde Cristo nos aguarda, después de haber padecido por nosotros.

         Esperamos alegres la venida de nuestro Salvador, esperanzados en el amor que Dios nos tiene. Por eso elevamos agradecidos a él nuestra alabanza y le reconocemos como el Señor de nuestra vida. Ojalá alcancemos a interpretar los signos del amor y de la salvación, que Dios nos ha manifestado por medio de su Hijo, hecho uno de nosotros.

         Aceptar a Jesús, y reconocerlo como nuestro Dios, es no perder la oportunidad de que Aquel que es el esperado como juez (al final del tiempo) llegará para nosotros como Pastor misericordioso, para llevarnos sobre sus hombros a la casa del Padre.

         Esforcémonos constantemente por construir la ciudad terrena, conforme a la orden inicial dada por el Creador al hombre: "Domina la tierra y sométela". Pero no nos olvidemos que quienes creemos en Cristo, hemos sido convocados por él para participar de su vida, y para ser enviados a construir el reino de Dios.

         Sabiendo que el Señor se acerca a nosotros en cada hombre y en cada acontecimiento de la vida, sirvámosle con amor hasta que él vuelva y dé a cada uno lo que corresponda a sus obras. Que no nos angustie la cercanía (o no) de la venida del Señor, y que más bien nos preocupe el estar entregando nuestra vida por Cristo y por su evangelio: hospedando, sirviendo, socorriendo, alimentando, visitando o consolando a nuestros prójimos desprotegidos.

         Esforcémonos también por construir un mundo más en paz, y más fraternalmente unido por el amor. Entonces estaremos ciertos de que, al final, seremos de Dios y viviremos con él eternamente.

José A. Martínez

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         Jesús, el día del Hijo del hombre es el día de tu segunda venida, al final de los tiempos. En ese día tú te manifestarás al mundo, y el universo entero se transformará dando lugar a un cielo nuevo y una tierra nueva (2Pe 3, 13). Los que estén unidos a ti con una vida de justicia y santidad participarán en esta definitiva etapa de la Iglesia y del mundo, también llamada la Jerusalén Celestial, en la cual no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, por que el mundo viejo ha pasado.

         Jesús, ¿cuándo y dónde ocurrirá esta transformación universal? Tú me respondes: "Acerca de aquel día y hora nadie sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre" (Ap 21, 4). Lo único que sabemos es que vendrá por sorpresa, como ocurrió en los días de Noé y de Lot, y que tendrá efectos desiguales para los hombres: "Uno será tomado y el otro dejado".

         Jesús, tú no me has revelado esta verdad para intranquilizarme o para que me despreocupe de un mundo que, en definitiva, se transformará al final de los tiempos. Tú me has descubierto esta realidad para que tenga una visión más profunda de las cosas y del sentido de mi misma vida. La espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya cierto esbozo del siglo nuevo (Mt 24, 36). Como bien describe el ejemplo puesto por el Catecismo de la Iglesia:

"Aquel conocido tuyo, muy inteligente, buen burgués y buena persona, decía: Cumplir la ley, pero sin pasarse de la raya. Y añadía: ¿Pecar? No, pero darse tampoco. Causan verdadera pena esos hombres mezquinos, calculadores, incapaces de sacrificarse, de entregarse por un ideal noble" (CIC, 1049).

         Jesús, la tentación más peligrosa no es la del pecado. El pecado se descubre a sí mismo y puede dar lugar al arrepentimiento y a una vida de mayor piedad. El verdadero peligro es la tibieza: esa actitud mezquina del que no hace nada malo, sin querer comprometerse tampoco a hacer nada bueno. Ésta es una tentación peligrosa, porque no se detecta fácilmente, e incapacita a la persona para amar a Dios.

         "Quien pretenda guardar su vida la perderá; y quien la pierda, la conservará viva". Jesús, si quiero guardar mi vida para mí, egoístamente, no sólo saldré perdiendo en mi vida eterna, sino también ya aquí, en la tierra. Porque la felicidad en la otra vida se corresponde con la felicidad en ésta: el que, por no saber darse a los demás, no tiene capacidad de amar y ser feliz aquí, se autoexcluye de la felicidad eterna en el cielo.

         Jesús, el pensamiento sobre el final del mundo y sobre tu segunda venida gloriosa me debe dar un poco más de perspectiva sobre el valor de las cosas y de los acontecimientos. Todo ha sido creado por ti y volverá a ti en el futuro. Mientras tanto, me has dado la libertad de usar mi vida en beneficio propio o para el bien de los demás. Que sepa entregarme de veras, sacrificándome día a día al servicio de los que me rodean, y sobre todo al servicio de Dios.

Pablo Cardona

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         Debido a la incapacidad del hombre de hoy para una mirada profunda, nos dice el evangelio de hoy que el actual estilo de vida está secularizado, y marcha sin horizonte religioso: "Comen, beben, se casan, compran, venden". Se hace necesario, por tanto, un signo manifiesto, que no requiera iniciación ni mirada profunda: el signo por excelencia.

         Pero ese signo por excelencia es el amor, sobre todo el vivido entre los creyentes. Ése es el signo decisivo para que muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo reconozcan a Dios, que para nada ha desaparecido de su horizonte: "En esto reconocerán que sois discípulos míos: si os amáis los unos a los otros".

         Si hoy puede decirse que nuestra cultura necesita una terapia de choque, para reconocer el rostro de Dios, creo que ésta es la vía y la señal decisiva, para que reconozcan al Dios creador (por su obra) y al Dios cercano (vivo entre los creyentes).

Carlos García

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         Hay quien no se da cuenta del desastre hasta que no se le cae la casa encima. Y aún entonces todavía piensa que habría que cortar el gas y apagar la luz del cuarto de baño y recoger los platos que estaban sucios en el fregadero. Mientras tanto la casa es ya sólo un montón de ruinas. Y no hay nada que pueda salvarse.

         Eso que nos pasa con las cosas, también nos pasa con nuestra vida. Preocupados por minucias, nos despistamos de lo que es más importante, de lo que nos afecta en lo más hondo. Nos quedamos en la superficie y no llegamos a tocar lo que es verdaderamente más importante.

         Jesús nos invita en el evangelio de hoy a tomarnos en serio lo único que tenemos: la vida. Y en la vida este momento presente del que disponemos ahora. Unos minutos más tarde puede suceder cualquier cosa. Pero la vida es como la arena de la playa. Si la pretendemos guardar egoístamente para nosotros se nos escapa entre los dedos.

         Sólo hay una forma de disfrutar y gozar esa vida: compartiéndola con los hermanos, compartiendo "los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de las personas de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren" (Gaudium et Spes, 1). Porque el día del Hijo del hombre está pronto, y tendremos que dar cuenta de lo que hemos hecho con nuestra vida y con la de nuestros hermanos.

Severiano Blanco

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         En el final de este discurso sobre el fin del mundo, Jesús insiste en el hecho de que será algo inesperado, algo que sucederá de un momento a otro sin que nadie haya sido avisado. Si esto será así, entonces ¿por qué vivir asustados con todos los vaticinios sobre este final?

         Nosotros creemos que lo que Dios ha querido decir de manera universal para el hombre está contenido en la Revelación, y en ésta nos dice que nadie, ni siquiera el mismo Jesús en su humanidad, ha querido revelar cuando será. Imaginemos por un momento qué pasaría si efectivamente se supiera cuándo.

         Si supiéramos el cuándo, mucha gente viviría libertinamente hasta poco antes de ese momento, y sólo se prepararía a su llegada (momento en que viviría en un continuo pánico). De esta manera, al no decirnos el cuándo, el Señor nos invita a vivir siempre preparados. Quien ama a Jesús, vive siempre preparado, pues para él "la vida es Cristo, y la muerte una ganancia".

Ernesto Caro

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         Las palabras de hoy de Jesús nos piden que proyectemos la mirada hacia el futuro, hacia el momento definitivo de nuestra existencia, el momento sin retorno en que toda esperanza acaba. Y nos lo pide en un lenguaje apocalíptico, aludiendo a los días de Noé y del diluvio (por un lado), y a los días del encuentro final de los hombres con Dios (por otro lado). En ambos casos, estando implicada siempre la humanidad ante Dios, que fue creador amoroso y que será juez justo y misericordioso.

         Y es tan grave y serio el asunto, que bien podemos encarecer la importancia de todo lo que nos jugamos nosotros, peregrinos por la tierra y en busca de morada perpetua en Dios. Funesta imprudencia sería la nuestra si pasáramos la vida jugando, como si nosotros mismos fuéramos árbitros de nuestra existencia. Somos criaturas y nada más. Seamos inteligentes de verdad, y mantengámonos en la doctrina de Cristo, que es el único "camino, verdad y vida".

         La historia legendaria de Noé nos advierte que el reinado del pecado, de la injusticia y del egoísmo, se soporta de momento. Pero que al final, será pasto de las llamas y de las aguas destructoras.

         Pues algo parecido hemos de pensar del fin de nuestra historia personal: el tiempo (medido en jornadas de días) quedará eclipsado, la luz (que inunda los espacios) se apagará, y el aliento de vida se extinguirá sin remedio.

         Entonces cada uno recordará la doctrina que enseñó, el ejemplo de vida que dio, el amor que derramó, la limosna que ofreció. O bien se acordará del despilfarro con que malgastó los talentos de su inteligencia, de su piedad y de su honestidad.

Dominicos de Madrid

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         Jesús nos invita hoy a hacer memoria de las intervenciones de Dios en el pasado, y desde ese recuerdo dar consistencia y solidez a la propia vida. La irresponsabilidad frente a los designios de Dios llevó a los contemporáneos de Noé y de Lot a una muerte funesta. A diferencia de ellos, los seguidores de Jesús deben comprender el tiempo presente como ámbito de realización de la salvación para sí mismos y para los demás.

         El tiempo entendido como oportunidad de salvación nos aleja de la despreocupación y de una vida light al que parecen conducirnos los valores vigentes en este momento de la historia. La exhortación a la huida de ese ámbito puede parecer un alarmismo excesivo.

         Y sin embargo, en ella reside la única forma en enfrentar los acontecimientos que debemos vivir. Como nos muestra el ejemplo de la mujer Lot, volver la mirada atrás abandonando el seguimiento de Jesús nos coloca en el peligro de la frustración y del fracaso.

         El tiempo es un don de Dios. Pero por su misma naturaleza está ligado a una tarea que debemos realizar. Para responder adecuadamente a ese don y a esa tarea, se exige de nosotros un compromiso en el que estamos obligados a empeñar toda nuestra fuerza y nuestra actuación.

         Sobre el grado de ese compromiso está presente la mirada divina sobre nuestra vida. La libertad que nos ha sido concedida no es ilimitada y debe adecuarse al querer de Dios acerca de la historia de los hombres.

Confederación Internacional Claretiana

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         Para muchos contemporáneos del s. I, Jesús no pasaba de ser un personaje pintoresco, un peligroso charlatán o un místico despistado. Alguna parte del pueblo lo consideraba un profeta (como Juan Bautista o alguno de los antiguos profetas de Israel), pero para muy pocos era el Mesías.

         Las aspiraciones materiales de la vida (comida, salud, nacionalismo...) impedían a la mayoría de los israelitas ver en aquel profeta de Nazaret al Ungido enviado de Dios. Por tanto, no le daban mayor importancia, y Jesús no pasaba de ser otro de los tantos predicadores que abundaban en Israel.

         Las valoraciones fueron cambiando en la medida en que un grupo de personas (sus discípulos) fueron descubriendo en su persona los rasgos del Mesías esperado (sobre todo Pedro). Y ese insospechado descubrimiento los llevó a afirmar su fe en esa persona por encima de las ortodoxas tradiciones de su pueblo. Incluso los movió a cambiar radicalmente su estilo de vida.

         Ellos habían esperado a un liberador nacional de Israel, pero con el tiempo se percataron de que Jesús era universal. Y bajo esta nueva perspectiva, se lanzaron a proclamar la buena nueva de Dios por todo el mundo conocido.

         El mensaje de Jesús que nos relata el pasaje de hoy de Lucas, apunta a una actitud que habían asumido ciertos grupos en Israel. Saduceos, zelotas, fariseos, esenios... consideraban que el mantenimiento de las estructuras teocráticas, o la reestructuración de éstas, les garantizaría un paulatino despliegue del poder, o por lo menos el mantenimiento de la nación.

         Jesús los contradice abiertamente, y para ello apela a 2 historias conocidas por todos: el diluvio universal y la destrucción de Sodoma y Gomorra.

         En las 2 narraciones, la partida del justo (sea Noé o Lot) desencadena la catástrofe final, acontecimiento del cual ninguno escapa. Ahora bien, "lo mismo pasará con el Hijo del hombre", con la desaparición de Jesús. Pues en el justo (Noé o Lot) esas naciones tuvieron una alternativa de salvación, como en su momento la tuvo todo el pueblo con Jesús. Desaparecido el justo, lo único que queda es la catástrofe.

         Jesús sabía perfectamente que su propuesta (la propuesta del Padre) era la única alternativa de salvación para los seres humanos. Y que las demás opciones (económicas, sanitarias, militares) sólo apuraban el trago amargo. No eran verdaderas alternativas de salvación, sino sólo endurecimiento de las viejas y anquilosadas perspectivas.

         Por eso, ante la obstinada actitud de su contemporáneos, Jesús les advierte: Ni porque compartan la misma cama ni el mismo trabajo se salvarán. La destrucción es inminente, y si vosotros os endurecéis en vuestras posiciones ("comer, beber, comprar, sembrar"), negándoos a ver otro futuro que la continuación de este presente, estáis condenados a la destrucción.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El discurso evangélico de hoy, relativo al día de la manifestación del Hijo del hombre, resulta ciertamente enigmático. Jesús se remite a hechos que se narran en los relatos del AT (Génesis), y habla de ellos como si hubiesen acontecido realmente en la historia. Uno de ellos es el diluvio, un verdadero cataclismo de dimensiones extraordinarias. Lo explica Jesús:

"Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre: comían, bebían y se casaban. Hasta el día que Noé entró en el arca. Entonces llegó el diluvio y acabó con todos (a excepción de los supervivientes refugiados en el arca)".

         Equipara Jesús, pues, lo que sucedió con lo que sucederá. Aquel cataclismo de proporciones inmensas dejó tan sólo algunos supervivientes (hombres y animales) que, tras el descenso de las aguas, pudieron reiniciar su vida en la tierra. También en tiempos de Lot hubo otra catástrofe, que sembró de muerte y desolación las ciudades de Sodoma y Gomorra.

         El fuego y el azufre llovidos del cielo acabaron con todos los habitantes, salvo a Lot y sus acompañantes (que se alejaron oportunamente de la población incendiada). Así sucederá, anuncia Jesucristo, el día que se manifieste el Hijo del hombre.

         Aquel día, continúa diciendo Jesús, si uno está en la azotea y tiene sus cosas en casa, que no intente recuperarlas y que no baje por ellas, porque le va a resultar inútil. Y si uno está en el campo, que no vuelva. Acordaos de la mujer de Lot. El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará.

         Son imágenes que parecen tomadas de un terremoto o de un tsunami, y más vale evitar la tentación de volver para recuperar lo perdido, porque uno puede quedar atrapado.

         Por ello, hay que escapar a toda prisa del radio de acción del movimiento, si es posible. Porque muchos perecen por no reaccionar a tiempo o por querer salvar sus posesiones. En tales circunstancias, lo importante es salvar la vida. Ni siquiera puede uno detenerse a mirar atrás (como la mujer de Lot), porque esos segundos perdidos pueden ser fatídicos.

         Jesús alude a cataclismos de dimensiones colosales, que no han dejado de repetirse a lo largo de la historia y que en principio no parecen significar el final de todo, porque siempre quedan supervivientes que escapan de la catástrofe.

         Os digo esto, anuncia Jesús: Aquella noche estarán dos en una cama: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán. Estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a la otra la dejarán. Estarán dos en el campo: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán.

         Ante tales previsiones, los discípulos de Jesús, seguramente alarmados, le preguntan: ¿Dónde, Señor? Es decir, ¿dónde se producirá el suceso, para poder prevenirlo? La respuesta del Maestro resulta aún más enigmática: Donde está el cadáver se reunirán los buitres. No se podrá, por tanto, anticipar el lugar ni el tiempo, sino que sólo se conocerá una vez que haya sucedido. Donde se reúnan los buitres (porque hay cadáveres), allí habrá sucedido la catástrofe.

         Un país tan avanzado como Japón, con tantos medios técnicos para anticipar un fenómeno tan repetido como un temblor sísmico, no puede evitar las catástrofes que se les vienen encima cada cierto tiempo. Es un ejemplo simplista, pero bastante gráfico para tomar conciencia de lo frágiles que seguimos siendo los humanos, pese al desarrollo científico y tecnológico logrado.

         Ante las fuerzas desatadas e incontroladas de la naturaleza, los humanos no podemos hacer mucho. De hecho, casi nada podemos frente a una simple infección microbiana, o frente a una mordedura venenosa de serpiente. Por tanto, hagamos un ejercicio de humildad, para tomar conciencia de lo que realmente somos: criaturas vulnerables y frágiles, bastante alejados del poder divino. La ilusión falaz no está en reconocer a Dios, sino en creernos Dios. 

         Esta conciencia nos tendría que llevar a fiarnos más de Dios y a esperar en él nuestro final, sea el que sea y nos aceche por donde nos aceche. En cualquier caso, Dios es la realidad fundante de todas las cosas, y él nos sostiene.

         Esperemos lo que tenga que suceder con serenidad, sin miedos paralizantes y confiados en las manos poderosas de nuestro Dios y Padre. Por otro lado, vivir en un permanente estado de ansiedad sería insufrible. Sólo la confianza que aporta la fe en el Dios de la vida y de la muerte, de la tierra y del cielo, nos permitirá vivir tranquilos en las situaciones críticas o catastróficas. Que así sea.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 15/11/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A