16 de Abril

Martes III de Pascua

Equipo de Liturgia
Mercabá, 16 abril 2024

a) Hch 7, 51-59

         Escuchamos hoy cómo el joven diácono Esteban es acusado por las autoridades judías, pero éste no se esconde y decide dejar claro que quien acusa, y deja claras las cosas, es él. Por eso, replica a los judíos sin tapujos: "¡Hombres duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! Sois como fueron vuestros padres, que mataron a los profetas". Al oír esto, los judíos se consumieron de rabia, y rechinaban sus dientes contra él.

         Se trata de frases ciertamente mordaces y ásperas, pero que no vienen a ser sino una reanudación de lo que ya decía Jesús e incluso los mismos profetas (Ex 33,3; Jr 4,4). En efecto, ya Jesús se mostraba igualmente violento a la hora de tildar a las autoridades judías de "auditores de serpientes" y "raza de víboras", acusándolos de "matar a los profetas" (Mt 23, 33).

         Y ahora digo yo: la palabra de Dios, la palabra de Jesús, ¿me penetra lo suficiente como para ser también yo capaz, como Esteban, de seguir la misma línea que siguió Jesús? ¿Soy capaz de dejarme interpelar por esa Palabra exigente? ¿O soy quizá otro "duro de cerviz" más, que se mantiene en sus trece y rehúsa cambiar?

         Todo esto lo dijo Esteban "lleno del Espíritu Santo, con los ojos mirando al cielo y contemplando la gloria de Dios". Esteban era un joven fogoso y contestatario, que discute con vigor. Pero era también un hombre de vida interior contemplativa, que sacaba sus palabras y actos de una oración profunda. Danos, Señor, esa mirada interior, que nos haga ver a Dios por el Espíritu.

         Se trata de una visión ("veo los cielos abiertos, y al Hijo del hombre en pie a la diestra de Dios") que se alimentaba ciertamente del Resucitado, del que Esteban sacaba su fuerza y certidumbre. Y a partir de esto, ¡nada podía detenerlo! Y yo reflexiono: efectivamente, Jesús está vivo (resucitado). Pero ¿quién es Jesús para mí? ¿Tengo intimidad con él, como hacía Esteban?

         Por su parte, los judíos, "gritando fuertemente, se taparon los oídos y empezaron a apedrearle". Una explosión de furor que les conduce a ensangrentar sus manos, mientras Esteban rogaba: "Señor, no les tengas en cuenta ese pecado". Se trata de una muerte admirable, idéntica a la que había enseñado su maestro Jesús. Esteban muere perdonando, amando a sus verdugos y rogando por ellos, como había pedido Jesús. ¿A quién tengo yo que perdonar?

Noel Quesson

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         Hoy leemos la conclusión de un largo discurso que Esteban pronuncia ante el Sanedrín judío, tras las sentencias que había proclamado con anterioridad (vv.1-50) y la síntesis que había hecho de la historia patriarcal de salvación (vv.2-16), pasando por la opresión en Egipto y la liberación mosaica (vv.17-43) y hasta llegar a la construcción del templo salomónico (vv.44-50).

         En el caso de hoy, Esteban no hace una simple lista o elenco de acontecimientos, sino que resalta la respuesta del pueblo judío a los maravillosos favores de Dios. Pero esta respuesta, añade Esteban, había sido siempre negativa, y había estado siempre teñida de una constante incredulidad, de exigencias desmedidas, de infidelidades morales e incluso de la idolatría, rechazando y persiguiendo a los enviados por Dios.

         A la luz del discurso, la conclusión que hace hoy Esteban encara directamente a los judíos, y hace que éstos olviden los prolegómenos anteriores para quedarse en la directa acusación que ahora se les dirige.

         Las acusaciones que hace hoy Esteban a los judíos son dirigidas de forma escalonada: de las menos a las más graves, desde la simple rebeldía a la infidelidad, de la resistencia a la acción del Espíritu divino al no cumplimiento de la ley divina, del asesinato a los profetas al asesinato del mismo Hijo de Dios.

         El discurso culmina con una visión que Esteban se decide a describir a medida que la contempla. Una visión que no es otra cosa que la afirmación de que "el crucificado, Jesús de Nazaret, ha sido exaltado a la derecha de Dios", es decir, ha recibido de Dios la participación de su poder y de su gloria, porque es el enviado definitivo, y escatológico, del Padre.

         La reacción de los sanedritas es la misma que siempre tuvieron con Jesús, y califican los ataques dirigidos (a ellos) de blasfemia (a Dios). Tras lo cual, deciden lapidar a Esteban en las afueras de la ciudad. Dos detalles interesantes: el joven Esteban muere como Jesús (perdonando a sus verdugos y encomendándose a Dios), y el joven Saulo aparece como poseedor de los mantos sanedritas. El autor anota, lacónicamente, que Saulo aprobaba esa muerte de Esteban.

Juan Mateos

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         La defensa de Esteban ante sus acusadores se transforma en una acusación, ante la incredulidad de los jefes del pueblo, y le acarrea el martirio por medio de la lapidación. Al morir Esteban ruega al Señor en términos similares a los que éste se dirigió al Padre desde la cruz. Es el testimonio más antiguo de una oración dirigida a Cristo en la gloria del Padre.

         La celebración eucarística configura progresivamente nuestra vida cristiana a la imagen ideal de Cristo. Al mismo tiempo nos hace testigos del Señor: nos pone en contacto experiencial con la Palabra de Vida y nos empuja a una actividad apostólica, fruto de la libertad del Espíritu. Comenta, a ese respecto, San Efrén:

"Es evidente que los que sufren por Cristo gozan de la gloria de toda la Trinidad. Esteban vio al Padre y a Jesús situado a su derecha, porque Jesús se aparece sólo a los suyos, como a los apóstoles después de la resurrección. Mientras el campeón de la fe permanecía sin ayuda en medio de los furiosos asesinos del Señor, llegado el momento de coronar al primer mártir, vio al Señor, que sostenía una corona en la mano derecha, como si se animara a vencer la muerte y para indicarle que él asiste interiormente a los que van a morir por su causa. Revela, por tanto, lo que ve, es decir, los cielos abiertos, cerrados a Adán y vueltos a abrir solamente a Cristo en el Jordán, pero abiertos también después de la cruz a todos los que conllevan el dolor de Cristo y en primer lugar a este hombre. Observad que Esteban revela el motivo de la iluminación de su rostro, pues estaba a punto de contemplar esta visión maravillosa. Por eso se mudó en la apariencia de un ángel, a fin de que su testimonio fuera más fidedigno" (Sermón sobre Hechos de los Apóstoles, 7).

         "En tus manos encomiendo mi espíritu", terminó diciendo Esteban, mientras moría. Se trata de palabras que en Cristo encuentran plenitud de sentido: el abandono, el sufrimiento y la confianza. Y de unas palabras que a todos deberían invitarnos a una total apertura a Dios, que revela los prodigios de su misericordia protectora. Por eso empleamos hoy el Salmo 3, en el que se insertan dichas palabras:

"Señor, sé tú la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve. Y tú que eres mi roca y mi baluarte, por tu nombre dirígeme y guíame. A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, pues tú el Dios leal, me librarás. Yo confío en el Señor, y su misericordia será mi gozo y mi alegría. Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, Señor, y sálvame por tu misericordia. Y en el asilo de tu presencia, escóndeme de las conjuras humanas".

         La lección clara y esplendorosa que hoy nos da Esteban debería aleccionarnos a dar más nuestra vida por los demás que por nosotros, y a confiar más en la gracia de Dios que en nosotros. Pues Esteban dio su vida sin medida y hasta la consumación, poniéndose en todo momento en las manos de Dios, al tiempo que perdonaba a sus verdugos.

         Alabemos al justo, al hombre de bien, al hombre nuevo del Reino nuevo. Para Esteban, aceptar el misterio de Cristo supuso cambiar por completo sus planes racionales y atreverse a vivir más allá de las evidencias y apetencias, no dudando en despojarse de los intereses que placenteramente tenía en la tierra.

Manuel Garrido

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         Esteban, el protagonista de la lectura de ayer, lo sigue siendo hoy, esta vez mediante su testimonio final y martirio. Delante del Sanedrín en pleno, pronuncia Esteban hoy con entereza un largo discurso, del que sólo escuchamos aquí el final. Se trata de una pieza catequética muy estructurada de la historia de la salvación, que parte del AT (y sus grandes personajes Abraham, José, Moisés, David y Salomón) y que llega al Mesías tan esperado (en la plenitud de la historia).

         Tras lo cual, siendo aquí donde empalma el pasaje de hoy, Esteban echa en cara a los judíos que no sólo no han sabido reconocer al Mesías, sino que lo han traicionado y asesinado. La reacción de sus oyentes es furiosa, sobre todo cuando oyen lo que a ellos les parece (echando balones fuera) una blasfemia: que Esteban "ve a Jesús, el Hijo del Hombre, en la gloria, de pie a la derecha de Dios".

         Entonces "le sacan fuera de la ciudad" (para ocultar su delito) y se abalanzan sobre él hasta matarle, bajo la supervisión de "un joven llamado Saulo". Parece como si el cronista (Lucas) quisiera subrayar el paralelismo entre la muerte del diácono y la de Jesús: a los 2 les acusa el Sanedrín a través de testigos falsos, a los 2 se les tachan de blasfemos, los 2 son ajusticiados fuera de la ciudad y los 2 mueren entregando su espíritu "en manos de Dios" y perdonando "a sus enemigos".

         Es admirable el ejemplo de Esteban, el joven diácono. Y admirable en general el cambio de la 1ª comunidad cristiana a partir de la gracia del Espíritu de Pentecostés. Esteban da testimonio de Cristo resucitado y victorioso.

         Todos nosotros estamos invitados, en la Pascua que estamos celebrando, a creer no sólo en la resurrección de Cristo, sino a vivirla. Es decir, a estar dispuestos a experimentar la persecución por proclamar al Resucitado, a dar siempre testimonio de la verdad (aunque ésta resulte incómoda a alguien) y a perdonar a nuestros verdugos. Es lo que hizo el joven Esteban.

José Aldazábal

b) Jn 6, 30-35

         En el evangelio de hoy, la gente sencilla pide signos a Jesús. Y a forma de provocarle, le dicen que Moisés sí había hecho signos, como el del maná (que proporcionó pan en la travesía del desierto). Es lo que provoca que Jesús no pueda guardarse para más adelante, sino que tenga que proclamar ya mismo, su explicación al respecto: el Pan de Vida.

         Paradójicamente, el día anterior había hecho Jesús el signo (milagro) de la multiplicación de los panes, pero el pueblo parece no haber entendido nada, o no había querido entender. De ahí que Jesús no pueda esperar más (a un momento más adecuado y maduro), y tenga que explicarlo ya: el Pan de Vida. Pues como dice el Salmo 77, 24: "Les diste pan del cielo" (o como cantamos en la bendición con el Santísimo: "Panem de coelo praestitisti eis").

         El su discurso, Jesús establece un paralelismo entre el pan de Moisés y su Pan verdadero, entre el pan que no saciaba (a los hebreos) y el Pan que da vida eterna, entre el pan del desierto y el pan del cielo. A partir de la experiencia de la multiplicación, y del recuerdo histórico del maná, Jesús conduce a sus oyentes hacia la inteligencia más profunda del pan que Dios les quiere dar, que es él mismo, Jesús.

         Si en el desierto el maná fue la prueba de la cercanía de Dios para con su pueblo, ahora el mismo Dios quiere dar a la humanidad el Pan verdadero, Jesús, en el que hay que creer. Siempre es parecido el camino: de la anécdota de un milagro hay que pasar a la categoría del Yo Soy. En el caso presente, al "yo soy el pan de vida".

         Nosotros tenemos la suerte de la fe, e interpretamos claramente a Jesús como el Pan de la vida, el que nos da fuerza para vivir. El Señor, ahora glorioso y resucitado, se nos da él mismo como alimento de vida. Pero aquella gente del evangelio, sin saberlo bien, no sabía cómo responder, y de ahí que se limite a decir: "Danos siempre de este pan", en clara alusión al pan minúsculo que habían comido el día anterior (y no al pan que Jesús hoy les estaba proponiendo). El pueblo quería el pan inmediato, pero Jesús les propone el pan definitivo.

         Los cristianos no podemos conformarnos con saciarnos con el Pan de Vida, sino que deberíamos dedicarnos a distribuirlo a los demás, a anunciarlo a los demás, a hacer que la gente tenga hambre de ese pan, de acompañar a la gente a que se acerque a ese Pan. Pues se trata de un Pan que baja del cielo (no de la tierra) y da vida al mundo (no vida terrenal).

José Aldazábal

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         El pasaje del discurso eucarístico que hemos leído hoy presenta también, como la 1ª lectura, el contraste entre Antigua Alianza y Nueva Alianza, el tiempo de la preparación y la promesa, y el tiempo de la plenitud.

         Como los judíos retan a Jesús a que muestre sus obras, jactándose ellos del pan milagroso que sus antepasados comieron en el desierto, él les recuerda que no fue Moisés el dador del maná, sino Dios mismo que quiere ahora alimentar a sus hijos con el verdadero pan del cielo: "Yo soy el pan de vida".

         Así, Cristo se presenta como la realización de las expectativas y virtualidades contenidas secretamente en el milagro del maná en el desierto, durante la travesía de Israel desde Egipto hasta la tierra prometida.

         Si leemos el pasaje del AT en donde se nos habla del maná (Ex 16), captamos algunas peculiaridades que iluminarán nuestra comprensión de la eucaristía cristiana. En 1º lugar el maná era un don gratuito de Dios para la comunidad, que no se recibía por propia cuenta sino en el campamento y al amanecer, sin que nadie lo pudiera acaparar (de hecho, los israelitas que intentaron recoger más de la cuenta se dieron cuenta de que ese pan les dañaba).

         En 2º lugar, el maná permitía consagrar el culto a Dios, pues ningún sábado era otorgado, sino que aparecía los viernes en doble ración (y así, el pueblo podía cumplir con el sabbat). En 3º lugar, el maná fue alimento del pueblo mientras éste estuvo en marcha hacia la tierra prometida. En 4º lugar, una porción del maná se puso delante del Arca del Testimonio, como memorial para los israelitas.

         Estas son las razones que tiene Jesús para decir a los judíos que él es el Pan de Vida, y que quien está con él no pasará hambre, ni quien cree en él pasará sed jamás. Éste es el signo de Jesús, que ofrece a quienes lo retan a emularse con Moisés y superar el milagro del maná. La eucaristía de Jesucristo supera al maná en cuanto que es un pan que "da vida al mundo" entero y no sólo a los hebreos, entre otras superioridades.

Juan Mateos

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         El milagro de la multiplicación de los panes fue un acontecimiento de tal profundidad, que se constituyó para el evangelista en un verdadero ejemplo de lectura simbólica. Entre las muchas enseñanzas que Juan saca de este milagro está la de que sirve para actualizar nuestra memoria histórica.

         Los personajes y contenidos de la historia de nada nos sirven, si su memoria no es actualizada, es decir, si ellos no responden a nuestras necesidades vitales actuales. Esto es lo que Jesús les enseñó a los judíos al releer la figura de Moisés, la del maná y la del tiempo del desierto, desde su propia perspectiva.

         Jesús bien sabía que si no actualizaba la memoria histórica del pueblo, éste caería, como de hecho estaba cayendo, en el fundamentalismo: entender la historia literalmente, y por eso, no poder cambiar su dirección. Cuando el pueblo cae en el fundamentalismo histórico, pierde el sentido de la novedad y cree que las cosas deben seguir siendo tal y como lo han sido hasta el presente.

         Jesús quería que lo vieran como la alternativa de cambio que el Padre celestial le enviaba al mundo, en busca de una sociedad alternativa, más justa. Por eso Jesús les enseñaba cómo en Moisés, dador del maná, debían verlo a él (verdadero Pan del cielo), y cómo en el tiempo del desierto debían ver su propio tiempo.

         Quien no tenga esta capacidad de re-lectura, no puede actualizar su memoria histórica, y lo único que hace es congelar los acontecimientos en una fría memoria, petrificarlos en la historia, imposibilitándoles tener un significado para nosotros hoy.

         Si no leemos a Moisés, al maná y al desierto, desde Jesús, la antigua historia de Israel pierde su sentido, y lo único que haríamos sería condenarnos a repetirla. Y en vez de transformar nuestra historia, congelaríamos las esperanzas y pensaríamos inexorablemente haber llegado al final de esa historia.

Josep Rius

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         En el evangelio de hoy, Juan nos presenta la respuesta de la multitud a las exigencias de Jesús. Por el signo de los panes y los peces la gente estaba dispuesta a aceptarlo como líder político (Jn 6, 15). Pero, ante la exigencia de aceptarlo como término de la fe, la gente pide un nueva señal, una obra que lo reivindique como el enviado de Dios (Jn 6, 27). Y para ello le recuerdan las señales que Moisés realizó en el desierto: alimentar a los hebreos con el maná.

         Jesús, junto al pan que sustente su cuerpo (que les dio ayer), hoy les da el pan que sustente su alma: la eucaristía (su mismo cuerpo). Este pan era la vida de las personas y de la comunidad judía. A este grupo Jesús, como enviado de Dios, les parecía poco comparado con Moisés.

         Jesús contesta aclarando de dónde procede lo que Moisés les ha dado: todo ha sido un don del Dios de la vida. El don que Dios da al mundo, a la humanidad, significa la vida para todos quienes lo reciben. Pronto, la multitud se adelanta a pedirlo, pero al presentarse Jesús como "pan de vida", la gente lo rechaza, aludiendo a que no puede venir de Dios un hombre al que le conocen su humilde origen (Jn 6, 41-42).

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         De nuevo comparece hoy en el evangelio el tema de la fe, en este caso cuando la gente le pregunta a Jesús: ¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? Se ve que quienes le dirigen esta pregunta no han sido testigos de los milagros que se le atribuyen.

         Es raro que dichos interlocutores no tuvieran noticia de tales milagros; puede suceder también que le exigieran un signo suficientemente significativo o extraordinario, un signo similar al de la multiplicación de los panes, poco antes narrado por el mismo evangelista, y tras el cual una multitud quiso proclamarlo rey.

         Parece que esto es lo que pretenden, cuando le dicen: Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: "Les dio a comer pan del cielo". Para ellos, el maná, comido por sus padres en el desierto, era un signo digno de crédito, un signo que acreditaba al que había sido su líder (Moisés) como representante del Dios providente, que se ocupaba de su pueblo enviándole un pan celestial en tiempos de escasez.

         Como sus antepasados, también los contemporáneos de Jesús veían en el maná un pan proporcionado por Moisés para saciar su hambre. No era un pan elaborado por la mano del hombre, sino venido del cielo (es decir, de Dios). Moisés se limitaba a distribuirlo de una manera racional.

         Esto es precisamente lo que acentúa Jesús en su réplica: Os aseguro que no fue Moisés el que os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo. En realidad, les dice, el verdadero pan del cielo es otro distinto de aquel maná proporcionado por Moisés a un pueblo hambriento y sin recursos.

         El maná, siendo un pan providencial, no dejaba por eso de ser terreno. Así que el verdadero pan de Dios, que da vida al mundo, concluye Jesús, soy yo mismo: Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed.

         Son palabras que parecen reflejar una conciencia muy viva de su procedencia divina y de su ineludible misión vivificante, palabras que dieron origen a reacciones muy diversas, desde el abandono masivo de muchos de sus seguidores hasta la adhesión más firme por parte de los menos.

         En comparación con el maná, que tanto apreciaban los judíos como signo de credibilidad, Jesús se presenta como el verdadero pan de Dios (porque viene de él) que realmente da la vida al mundo (la vida que perdura, no la que perece). El pan de Dios es portador de la vida de Dios, y proporciona una vida divina que, plenamente poseída, no está ya sujeta a ninguna carencia o deterioro, ni padece hambre ni sed.

         Se trata, es verdad, de palabras misteriosas que nos dejan como perdidos ante lo inaferrable. Y nos resulta muy difícil, o quizás imposible, imaginar una vida sin hambre y sin sed, lo mismo que una vida sin tiempo en la eternidad.

         Lo único que los apóstoles pudieron comprobar es que la vida presente en Cristo había escapado de la muerte y del sepulcro, pasando a otra dimensión espaciotemporal. Pero su experiencia del encuentro con el Resucitado no dejaba de estar sujeta al espacio y al tiempo de sus apariciones. Era, por tanto, una manifestación de lo eterno en el tiempo. No era todavía una experiencia de vida eterna en la eternidad.

         Pero en nosotros, y quizás en toda vida, late un anhelo de perpetuidad que nos lleva a alimentarnos, a procrear, a dar continuidad a nuestros proyectos, a ensanchar nuestro futuro, a pugnar con la muerte, a nutrir deseos de inmortalidad. La vida que ya tenemos nos impulsa a desear más vida, mejor vida.

         Por eso, la oferta de un pan de vida eterna, a pesar de su carácter misterioso e inverificable, encontrará siempre resonancias en nuestro corazón, un corazón sediento de vida. Y el hecho de que esta vida sea inverificable no le quita nada de su coherencia.

         La vida de Dios no puede ser sino eterna, y en el pan vivo bajado del cielo se nos está ofreciendo una participación de esa misma vida divina, que no resplandecerá (como en el caso del grano de trigo sembrado) sino tras la muerte y resurrección.

         Aquí la fe es una firme adhesión a las palabras de Jesús que se auto-proclama pan de Dios para la vida del mundo. Semejante auto-proclamación no es, sin embargo, única ni aislada, sino que también se presenta en otras formas y con otros títulos (como el de Hijo de Dios) que delatan su origen divino. Luego a pesar del impacto que pudo tener esta palabra, no fue una novedad inasimilable.

         El que viene de Dios, en el sentido más ontológico del término, puede traernos la vida (la palabra, el plan, el ánimo, el Espíritu) de Dios en las formas y medidas más variadas. Y con la recepción de esta vida sentiremos calmarse nuestra hambre y nuestra sed de vida, como dijo Jesús: El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed.

         Algo o mucho de lo que contienen estas palabras se puede experimentar ya en esta vida, de modo que esa experiencia pasará a ser un refrendo de la veracidad de las mismas palabras. Si las acogemos en toda su verdad, nos sentiremos impelidos a decir: Señor, danos siempre de este pan.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 16/04/24     @tiempo de pascua         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A