2 de Abril

Martes I de Pascua

Equipo de Liturgia
Mercabá, 2 abril 2024

a) Hch 2, 36-41

         Escuchamos hoy de boca de Pedro que "sepa toda Israel que Dios ha constituido Señor a este Jesús, a quien vosotros habéis crucificado". Pedro no va con circunloquios, ni toma ninguna precaución oratoria. Aborda de frente a su auditorio, a partir del suceso que acaba de producirse, la última condena a muerte que tuvo lugar en su ciudad.

         Entre los oyentes, estaban los había que habían intervenido algo en el suceso, mezclados quizás con los que habían gritado "crucifícalo, crucifícalo" a Poncio Pilato, 50 días antes. Y Pedro les propone que sean conscientes de la responsabilidad que allí contrajeron, crucificando al Mesías: "Ese Jesús que vosotros habéis crucificado, Dios le ha hecho Señor".

         Es preciso que meditemos esa fórmula esencial de nuestra fe: "Dios ha hecho a Jesús Señor". La resurrección, de la que han sido testigos, ha cambiado radicalmente la visión que tenían de él anteriormente. Le tenían por un hombre excepcional, un profeta y el hijo de Dios, pero todo quedaba vago en su mente. La resurrección fue el descubrimiento fulgurante, y demuestra que "Jesús es Señor," porque participa del ser de Dios. Y vosotros le habéis crucificado...

         Al oír esto, muchos judíos sintieron remordimiento de corazón, y dijeron a Pedro y a los apóstoles: "Hermanos ¿qué hemos de hacer?". Remordimiento de corazón, o cuestión de corazón traspasado. La expresión manifiesta un choque muy fuerte, brutal. De golpe se dan cuenta de lo que han hecho, y no vuelven de su asombro. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí, a hacer esto?

         Pedro contestó: "Arrepentíos, y que cada uno de vosotros se haga bautizar". Esta es ya la Iglesia que preside la conversión de los corazones. Pedro es el que habla en nombre de Dios. Sustituye, por así decirlo, a Jesús, y repite sus palabras espontáneamente: "Convertíos".

         En esta 1ª predicación de Pedro, y sin ninguna controversia teológica, encontramos toda la precisión y todo el equilibrio espontáneo, sobre una cuestión difícil: ¿Hay que cambiar 1º de vida? ¿O bien lo 1º es dar los sacramentos? Pedro, espontáneamente, dice que hay que hacer ambas cosas: arrepentirse (que es cambiar de vida y esforzarse) y bautizarse (que es reconocer la gracia de Dios).

         La "promesa es para vosotros", concluye Pedro. La percepción de la Iglesia, pues, no es la de constituirse en un club o gueto (a forma de grupo privilegiado), sino la de invitar universalmente a todo el mundo. Aquel día, fueron 3.000 los que acogieron la Palabra y se hicieron bautizar.

Noel Quesson

*  *  *

         El mensaje de Pedro a sus compatriotas judíos no era fácil de captar. Significaba que el Jesús muerto por ellos en el Calvario, y aparentemente derrotado, había sido constituido por Dios "Señor y Mesías". ¿Cómo podían ellos asumir esa verdad que contradecía totalmente sus actitudes y juicios? Solamente la gracia, el don de la fe, podía cambiar interiormente a los judíos. Y algo de ese cambio acontecía al escuchar el testimonio valiente de Pedro. Éste en nada reparaba, pues quería testificar la verdad de su fe: Cristo vive, y es Señor y Mesías, y está a la derecha del Padre.

         Aunque no podamos comprenderlo bien, el impacto de la fe y de las palabras de Pedro afectó a muchos, pues entendieron y asumieron que ese señorío y mesianismo les colocaba bajo la protección y amparo del Crucificado. Por eso preguntaron qué actitud debían adoptar. La respuesta era fácil de dar: haced lo que no hicisteis antes (arrepentíos, convertíos, creed en Jesús, bautizaos, incorporaos a su vida) y tendréis la salvación.

         Ante el mensaje apostólico sólo cabe una actitud por parte de los judíos y para los paganos que sean de recto corazón: dejar la senda descarriada por medio de la conversión, la fe y el bautismo, que confiere el perdón de los pecados y el don del Espíritu. Para todos es necesario estar en estado de conversión permanente, pasar de un grado menos perfecto a un grado más perfecto en la vida cristiana. Esto es para nosotros vivir continuamente en misterio pascual.

         Sobre esta permanente conversión, comenta Rabano Mauro que "todo pensamiento que nos quita la esperanza de la conversión proviene de la falta de piedad; como una pesada piedra atada a nuestro cuello, nos obliga a estar siempre con la mirada baja, hacia la tierra, y no nos permite alzar los ojos hacia el Señor" (Tres libros a Bonosio, III, 4). Y Juan Pablo II escribió:

"El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo ven así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a él. Viven, pues, en un estado de conversión, es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo el hombre por la tierra en estado de viador" (Dives in Misericordia, 13).

         En el plan salvador de Dios, fruto de su misericordia, la resurrección ocupa un lugar central. Dios resucitó a Jesús y resucitará a todos los que creen en Él, en una resurrección de gloria, porque de su misericordia está llena la tierra. Así lo proclamamos con el Salmo 32:

"La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales. Él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. Nosotros aguardamos al Señor, pues él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti".

Manuel Garrido

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         Pedro termina su discurso de Pascua ante el pueblo reunido, con claridad y valentía. El que antes de la Pascua aparecía frecuentemente lento en entender los planes de Jesús, ahora está lúcido y ha madurado en la fe, conducido por el Espíritu. Pedro proclama el acontecimiento de la Pascua desde la perspectiva mesiánica: al Jesús a quien sus enemigos llevaron a la muerte, Dios lo ha resucitado, y lo ha constituido Señor y Mesías, "autentificándolo ante todos" en el acontecimiento de la Pascua.

         Lucas nos describe el camino de la iniciación cristiana, con sus diversas etapas. Pues ante los oyentes que se dejan convencer por el testimonio de Pedro, y que preguntan ¿qué hemos de hacer?, el apóstol primado les responde que:

1º se conviertan, abandonando su camino anterior equivocado, propio de una "generación perversa";
2º crean en Cristo Jesús;
3º reciban el bautismo, en nombre de Jesús y del Espíritu;
4º se incorporen a la comunidad eclesial, que empieza a crecer nada menos que con 3.000 nuevos miembros.

         Este programa, que va desde la evangelización hasta el bautismo y la vida eclesial, se irá repitiendo generación tras generación, con más o menos énfasis en cada una de sus etapas. Podemos cantar, con el salmo, que "la misericordia del Señor llena la tierra". Ojalá también nosotros, ante el acontecimiento de la Pascua, nos dejemos ganar por Cristo. Somos enviados a anunciar la buena noticia. Pero sólo será convincente nuestro anuncio si brota de la experiencia de nuestro encuentro con el Señor.

         La Pascua que hemos empezado a celebrar nos interpela y nos provoca, buscando llenarnos de energía y alegría. Se tendrá que notar en nuestro estilo de vida que creemos de verdad en la Pascua del Señor: que él ha resucitado, que se nos han perdonado los pecados, que hemos recibido el don del Espíritu y que pertenecemos a su comunidad (que es la Iglesia).

         Ayudados por la fe, hemos oído que también a nosotros el Señor nos ha mirado y ha pronunciado nuestro nombre, llamándonos a la vida cristiana. El popular canto de Gabarain, lleno de sentimiento, está inspirado en la escena de hoy: "Me has mirado a los ojos, y sonriendo has dicho mi nombre". Y nosotros nos hemos dejado convencer vitalmente por esa llamada, como los oyentes de Pedro (que preguntan qué deben hacer).

José Aldazábal

b) Jn 20, 11-18

         Esta vez es Juan el que nos cuenta el encuentro de María Magdalena con el Resucitado. Se trata de una mujer llena de sensibilidad, decidida, que ha sido pecadora... Pero que se ha convertido y que ahora cree en Jesús, y le ama profundamente. Ha estado al pie de la cruz, y ahora está llorando junto al sepulcro.

         Se ve claramente que tanto las mujeres como los demás discípulos no habían estado demasiado predispuestos a tomar en serio la promesa de la resurrección. Pues la única interpretación que se le ocurre a la Magdalena, ante la vista de la tumba vacía, es que "han robado el cuerpo" de su Señor, y está dispuesta a hacerse cargo de él, si lo encuentra: "Yo lo recogeré".

         En las diversas apariciones del Señor, sus discípulos no le reconocen fácilmente. Unos lo confunden con un caminante más, otros con un fantasma, y Magdalena con el hortelano. El Resucitado no es experimentable como antes, sino que está en una existencia nueva, y él se manifiesta a quien quiere y cuando quiere. Eso sí, los que se encuentran con él quedan llenos de alegría, y su vida cambia por completo.

         Magdalena le reconoce cuando Jesús pronuncia su nombre: "María". Es la experiencia personal de la fe. Jesús había dicho que el Buen Pastor conoce a sus ovejas una a una. La fe y la salvación siempre son nominales, personalizadas, tanto en la llamada como en la respuesta.

         Magdalena recibe una misión, pues no puede quedarse ahí, ni retener para sí al que acaba de encontrar resucitado. Sino que tiene que ir a anunciar la buena noticia a todos. Se convierte así, como vimos ayer de las demás mujeres, en apóstol de los apóstoles.

         Como la Magdalena y las demás mujeres, que también quedaron transformadas por la Pascua, nosotros tenemos que ser testigos que contagien a los demás y les hagan ver, en nuestra cara y en nuestra manera de vida, esa libertad verdadera y esa "alegría del cielo que ya hemos empezado a gustar en la tierra", como ha pedido la oración colecta de hoy.

         Por supuesto que nosotros no hemos visto al Señor como los apóstoles y discípulos. Pero tenemos el mérito de creer en él sin haberle visto, y la alabanza de ser "dichosos por creer sin haber visto", como dijo Jesús a Tomás. En la eucaristía tenemos cada día una oportunidad de encontrarnos con el Resucitado, que no sólo nos saluda, sino que se nos da como alimento y nos transmite su propia vida. Se trata de la mejor aparición, que en nada envidia la de los apóstoles, ni la de los discípulos de Emaús, ni la de María Magdalena.

José Aldazábal

*  *  *

         Jesús había anunciado a los suyos la tristeza por su muerte, pero asegurándoles la brevedad de la prueba y la alegría que les produciría su vuelta (Jn 16, 16-23). María Magdalena, en cambio, llora sin esperanza (v.11), y ha olvidado las palabras de Jesús. Pero no se separa del sepulcro, aunque allí no pueda encontrarlo.

         Los guardianes del lecho, 2 ángeles (v.12) han sido testigos de la resurrección, y están dispuestos a anunciarla. Van vestidos de blanco (color de la gloria divina), y su presencia es ya un anuncio de vida y no de muerte. El vestido y la pregunta de los ángeles (v.13) muestran que no hay razón para el llanto.

         Los ángeles utilizan el apelativo mujer para llamar a la Magdalena, al igual que hizo Jesús con su madre (la esposa fiel; Jn 2,4; 19,6) y con la samaritana (la esposa infiel; Jn 4, 21). Los ángeles ven en la Magdalena, pues, a la esposa que busca desolada al esposo, pensando haberlo perdido. No obstante, la respuesta de María, como la 1ª vez que llegó al sepulcro (Jn 20, 2), sigue siendo que todo ha terminado con la muerte.

         Mientras siga mirando María Magdalena al sepulcro, no encontrará a Jesús. Pero en cuanto se vuelva (v.14), lo verá de pie. No obstante, sigue viéndolo bajo la idea de la muerte, pues no lo reconoce. Las palabras de Jesús (v.15) repiten la alusión de los ángeles: no hay motivo para llorar. Pero añade: "¿A quién buscas?", como en el prendimiento (Jn 18, 4.7), para darse a conocer.

         María no pronuncia su nombre, sino que lo llama "hortelano", término con el que el evangelista Juan nos quiere retrotraer a la idea bíblica del huerto del Cantar de los Cantares, preparando el encuentro de la esposa con el esposo. María, obsesionada con su idea, piensa que la ausencia de Jesús se debe a la acción de otros ("si te lo has llevado tú").

         Jesús la llama por su nombre: "María" (v.16), y ella reconoce su voz (Jn 10, 3; Cant 5, 2). Se vuelve del todo, sin mirar más al sepulcro (que es el pasado). Al esposo responde la esposa (Jr 33,11) y se establece la nueva alianza por medio del Mesías.

         De ahí que María pase a llamarlo ahora Rabbuni (lit. Señor mío), tratamiento dado a los maestros, pero también por la mujer a su marido. El lenguaje nupcial expresa la relación de amor y fidelidad que une la comunidad a Jesús; pero este amor se concibe en términos de discipulado (es decir, de seguimiento).

         El gesto de María de agarrarse a Jesús es introducido por el evangelista en alusión a Cant 3,4: "Encontré al amor de mi alma; lo agarraré y ya no lo soltaré". La alegría del encuentro hace olvidar a María que su respuesta a Jesús ha de ser el amor a los demás.

         A ese gesto responde Jesús al decirle: "Suéltame". Y da la razón: "Porque aún no he subido al Padre"). La fiesta nupcial será el estadio último, cuando la esposa, la humanidad nueva, haya recorrido su camino, el del amor total, y la creación quede perfectamente realizada.

         Jesús envía a María con un mensaje para los discípulos, a los que por 1ª vez llama "mis hermanos" (en amor fraternal, y comunidad de iguales). Ante la subida inminente de Jesús al Padre ("para quedarme", junto con la humanidad nueva), hay otra subida que dará comienzo a la nueva historia: volverá con los discípulos (Jn 14, 18). La mención del Padre de Jesús como Padre de los discípulos responde a la promesa de Jn 14,2-3: "En el hogar de mi Padre hay muchas estancias".

         Jesús da a los suyos la condición de hijos ("mis hermanos") mediante la infusión de su Espíritu (Jn 14, 16). Esta experiencia les hará conocer a Dios como Padre (Jn 17, 3), y será su 1ª experiencia verdadera de Dios. Ya no llamarán Padre al que conocen como Dios, sino al contrario: llamarán Dios al que experimentan como Padre. No reconocerán a otro Dios más que al que ha manifestado, en la cruz de Jesús, su amor gratuito y generoso hacia el hombre, comunicándole su propia vida. Es el único Dios verdadero (Jn 17, 3). La comunidad empieza a recibir la noticia de la resurrección de Jesús (v.18).

Juan Mateos

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         En el relato evangélico de hoy Juan nos presenta una María Magdalena llorosa que no vuelve a casa con Pedro y Juan, sino que se queda junto al sepulcro. Pedro y Juan habían entrado, habían "visto y creído", y habían corrido a contárselo al resto de discípulos. María no había entrado con ellos, y el testimonio que éstos le ofrecen parece que tampoco le fue suficiente.

         Entre lágrimas y con miedo, pero con deseo de encontrar a Jesús, Magdalena entra sola en el sepulcro. Salen unos ángeles a su encuentro y también el mismo Resucitado, pero no los reconoce. Jesús le habla, pero ella tampoco reacciona. Tan sólo al sentirse llamada por su nombre (¡María!) es cuando reconoce la presencia del Señor y se acerca a él. Y es a partir de ese momento cuando también ella sale corriendo en busca de los discípulos, para comunicarles "¡he visto al Señor!".

         María les contará no lo que otros le han contado, sino lo que el mismo Señor le ha dicho. No hablará desde la teoría, sino desde la propia experiencia y desde el corazón. Sólo desde ahí podía hablar esta mujer verdaderamente enamorada de Jesús, que le seguía seguramente más desde el afecto (al haber sido sanada por Jesús) que desde la razón.

         Eso es lo que nos ayuda a ser fieles en el seguimiento de Jesús: el trato cercano con el Padre (de tú a tú), el sentirnos llamados por nuestro nombre, el saber que somos originales (no únicos) ante sus ojos, el ser acogidos y aceptados desde un amor de auténtico Padre, el ser sostenidos por esa mano amiga que acompaña y nunca nos suelta. Se trata de la experiencia de Dios, que nos capacita (como a María Magdalena) para la misión y nos hace evangelizadores, constructores del Reino.

         María Magdalena nos invita a experimentar personalmente que el Señor que nos llama por nuestro propio nombre, para después salir al mundo y hablar de lo que hemos vivido (no sólo visto). En estos tiempos, que decimos de "crisis en la transmisión de la fe", es necesaria una vivencia personal de la fe, contrastada también en la comunidad. Pues una "fe de oídas" nos durará más que un caramelo en el patio de un colegio.

Miren Elejalde

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         En el pasaje de hoy, y sobre la figura de María Magdalena, podemos contemplar 2 niveles de aceptación de nuestro Salvador: uno imperfecto (el 1º) y otro completo (el 2º). Desde el 1º, María se nos muestra como una sincerísima discípula de Jesús. Ella lo sigue como a su maestro incomparable, que murió por amor. Y lo busca más allá de la muerte, aunque esté sepultado y desaparecido.

         ¡Cuán impregnadas de admirable entrega a su Señor son las 2 exclamaciones que nos conservó, como perlas incomparables, el evangelista Juan: "Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto" (v.13); "Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré" (v.15). Pocos discípulos ha contemplado la historia, tan afectos y leales como la Magdalena.

         No obstante, la buena noticia de hoy, de este martes de la Octava de Pascua, supera infinitamente toda bondad ética y toda fe religiosa en un Jesús admirable, pero, en último término, muerto; y nos traslada al ámbito de la fe en el Resucitado. Aquel Jesús que, en un 1º momento, dejándola en el nivel de la fe imperfecta, se dirige a la Magdalena preguntándole: "Mujer, ¿por qué lloras?" (v.15).

         Ella, con ojos miopes, responde como corresponde a un hortelano que se interesa por su desazón; aquel Jesús, ahora, en un 2º momento (el definitivo), la interpela con su nombre: "¡María!". Y la conmociona hasta el punto de estremecerla de resurrección y de vida, es decir, de él mismo, el Resucitado, el Viviente por siempre. ¿Resultado? Magdalena creyente y Magdalena apóstol: "Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor" (Jn 20, 18).

         Hoy no es infrecuente el caso de cristianos que no ven claro el más allá de esta vida y, pues, que dudan de la resurrección de Jesús. ¿Me cuento entre ellos? De modo semejante son numerosos los cristianos que tienen suficiente fe como para seguirle privadamente, pero que temen proclamarlo apostólicamente. ¿Formo parte de ese grupo? Si fuera así, como María Magdalena, digámosle: "Maestro", abracémonos a sus pies y vayamos a encontrar a nuestros hermanos para decirles: "El Señor ha resucitado y le he visto".

Antoni Oriol

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         En el evangelio de hoy, María llora la muerte de su maestro y se asoma al sepulcro buscando en la memoria de los difuntos al hombre que fue su experiencia de Dios. Pero se da cuenta que se han llevado a su Señor, y no sabe dónde lo han puesto.

         Esta misma situación ocurre hoy con Jesús. En el huracán de ofertas religiosas, cada quien publica su propia versión de Jesús. Lo ponen en uno y otro lugar. A veces como maestro esotérico, como místico oriental y otras como asombroso revolucionario. Sin embargo, éstas son sólo proyecciones de las propias necesidades. Jesús se manifiesta únicamente allí donde actuó: entre los pobres y marginados. La Escritura nos da testimonio de esta sencilla pero fundamental verdad.

         La soledad y la tristeza de María Magdalena no le dejan ir más allá del momento de profundo dolor que está viviendo por la desaparición del cuerpo de Jesús, quien inmediatamente le aparece enfrente pero al que ella no alcanza a reconocer. Una vez lo reconoce le habla con gran admiración y lo agarra con fuerza, pero Jesús le manifiesta que no le toque, pues debe volver Padre. Cuando reconoce al Resucitado, la Magdalena corre en seguida a contar su testimonio a los discípulos.

         Desde aquel tiempo la resurrección de Jesús será la llegada a la máxima realización del ser humano porque todo el anhelo de la humanidad ha sido llegar a conseguir un modelo de persona transformado, semejante a Dios. Con este ser humano nuevo, que es Jesús resucitado, es como si la creación volviera a empezar otra vez. La Magdalena tendrá aquí un papel muy importante ya que es puesta como la 1ª en recibir y acompañar la llegada de ese ser humano nuevo.

         Para nuestra comunidad, la fe en el Jesús resucitado significa una transformación que asemeja una vuelta al paraíso en donde está el ser humano ideal, que más que un recuerdo de algo pasado es un proyecto de futuro. Aquí el Adán que aparece, no es el mismo del Génesis: es el perfecto, el auténtico, a la vez el original y el definitivo. Este nuevo Adán original (que es Jesús) necesita de una nueva Eva (que es María Magdalena).

         El Cristo resucitado (el amante) y la Magdalena convertida (la amada), serán quienes completarán la pareja que realizará (en otro paraíso) la nueva creación. Esta pareja se convertirá en el modelo de Iglesia que buscará construir el apóstol y evangelista Juan, testimoniando siempre a Jesús resucitado.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El protagonista del relato evangélico de hoy es María Magdalena, una mujer que amaba profundamente a Jesús y que le siguió no sólo hasta el Calvario, sino hasta el sepulcro. De hecho, llorando junto al sepulcro es como la representa el evangelista, llorando por la muerte de su Señor, llorando mientras vela su cadáver, y hablando como si hablara con su Señor. Así, cuando éste le pregunta "mujer, ¿por qué lloras?", ella responde: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto.

         En realidad, lo que se habrían llevado no hubiera sido a su Señor, sino el cuerpo ya cadavérico de su Señor. Pero ella habla con tal cariño de esta reliquia que parece identificarla con su Señor. Por lo visto, ni siquiera a María, estando presente en el mismo sepulcro vacío, se le había pasado por su cabeza una posible resurrección. De hecho, su ausencia es achacada por la Magdalena a un posible robo. E incluso teniéndole delante, tampoco es capaz de caer en la cuenta de una posible resurrección.

         Al darse la vuelta María, nos dice el evangelista, ésta se encuentra con Jesús, pero ella no lo reconoce. Más aún, le confunde con el hortelano, y a éste le hace responsable del robo del cuerpo. Señor (le dice), si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.

         En este instante Jesús pronuncia su nombre (¡María!), y María le reconoce exclamando: Rabboni (lit. Maestro). Ella intenta apresarlo con sus brazos, y Jesús le dice: Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro.

         Resulta extraño que Jesús resucitado no sea reconocido de inmediato por personas que habían tenido tanta familiaridad con él y que habían dejado de verle apenas unas horas antes, y ello a pesar de lo desfigurado que hubiese podido quedar su rostro a consecuencia de las torturas de su pasión.

         Todo parece indicar que el Jesús que se aparece tras la resurrección puede adoptar diferentes aspectos, aunque no por ello pierda las señas de su identidad personal, ni las señales de su crucifixión (ésas que dio a palpar a su discípulo Tomás). Su cuerpo ya no es un cuerpo mortal, sino glorioso, y teóricamente podría adoptar diferentes formas de visibilización.

         En cualquier caso se trata de un misterio que no creo que tenga fácil explicación. María lo reconoce más por la voz (cuando pronuncia su nombre) que por la vista (que le induce a confusión, puesto que lo toma por el hortelano). Y los discípulos de Emaús no llegan a reconocerle sino hasta el final del trayecto, después de haber tenido una larga conversación con él y tras verle realizar el gesto de la Última Cena.

         Según estos datos se presentaba con un porte distinto al que había tenido con anterioridad, un porte que le permitía pasar desapercibido (como si fuera un simple hortelano, o un peregrino de los muchos que transitaban por los caminos de Palestina) o no ser reconocido.

         Pero cuando lo reconocen, desaparecen todas las dudas, intentan aferrarle y comunican a los demás su encuentro con el Resucitado como una experiencia visual y auditiva, incluso táctil. Al comunicar a los discípulos su experiencia, María se limita a decir: He visto al Señor y ha dicho esto. Lo reconoció más por el oído que por la vista; pero una vez reconocido se refiere en primer término a la captación visual del aparecido: He visto al Señor.

         A ésta se fueron sumando otras noticias de igual contenido: Hemos visto al Señor. Y todos llegaron a la convicción de que Jesús, el Maestro crucificado y sepultado, vivía; que no había que buscarle entre los muertos, en la tumba, porque ya no estaba allí, puesto que había resucitado.

         La presencia del Resucitado se hizo cada día más poderosa y convincente, hasta vencer todas las resistencias iniciales a creer en semejante suceso. Después será la presencia del Espíritu la que venga a suplir en cierto modo la de Jesús; pero no por eso dejan de anunciar que Dios Padre lo resucitó de entre los muertos y que vive de un modo nuevo, glorificado y elevado a la derecha del Padre a la vez que en esas formas sacramentales en las que hoy se hace presente.

         Sólo en estas presencias sacramentales nos es aferrable su humanidad ya ascendida con su persona hacia el Padre, su origen (en cuanto Hijo) y su Dios (en cuanto hombre). Ya subido a su Dios y Padre, podemos tocarle en cierto modo sólo en sus sacramentos. Ni siquiera disponemos ya de ese cuerpo glorioso que pudo palpar el apóstol Tomás. Pues bien, si queremos gozar de su presencia actual, hemos de vivir con fe de sus sacramentos. Otro camino no parece transitable.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 02/04/24     @tiempo de pascua         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A