7 de Mayo

Martes VI de Pascua

Equipo de Liturgia
Mercabá, 7 mayo 2024

a) Hch 16, 22-34

         Leemos hoy cómo la gente de Filipos "se amotinó contra Pablo y Silas, les arrancaron los vestidos, les azotaron con varas y, tras molerlos a palos, los echaron a la cárcel". ¿Y por qué? Por el simple hecho de que Pablo había exorcizado a una pobre muchacha, endemoniada y que daba mucha ganancia a sus amos por sus dotes adivinatorias.

         Como se ve, Pablo ya no recibe azotes de los judíos de Asia (por ser cristiano), sino que esta vez recibe azotes de los europeos por tratarse de un judío. En todo caso, se trata de azotes procedentes de ¡una historia de brujería!

         Señor, ¿qué es lo que quieres decirme, por medio de estos detalles? La violencia es de todos los tiempos, y en todo tiempo se ha tratado de impedir a la Iglesia que llevara a cabo su obra. Pues bien, ahí está la respuesta: "Dichosos seréis vosotros si, por mi causa, se dice cualquier clase de mal contra vosotros", contesta el Señor.

         Volviendo al relato de Hechos, nos dice su cronista que "hacia la medianoche, Pablo y Silas oraban cantando himnos a Dios, y los otros prisioneros los escuchaban". Viven esa bienaventuranza, son felices y ¡cantan! Se trata de la auténtica actitud del evangelio, y por eso los otros prisioneros parecen sorprendidos, al ver que los que han sido "molidos a palos" están ahora ¡cantando! Esto ha de tener una explicación...

         Efectivamente, Dios es el todo de sus vidas. Y en las dificultades de la vida puede suceder que uno se rebele (y así es a veces) o bien que, de modo un tanto misterioso, uno acepte la extraña bienaventuranza: "Felices los que lloran". Repítenos, Señor, cómo ha de ser asumido el sufrimiento, para que éste se convierta en un valor.

         De repente, "un terremoto sacudió la puertas de la cárcel, y éstas quedan abiertas". El carcelero se despierta y "quiere suicidarse, creyendo que los presos habían huido". El pobre hombre, al cuidado y servicio de la cárcel está perturbado, y se cree en falta.

         Entonces grita Pablo al carcelero: "No te hagas ningún mal, que estamos todos aquí. Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y toda tu familia". ¡Divertida situación! Es el prisionero quien reconforta a su guardián, y quien le comunica "no te hagas ningún mal". Realmente, esto se ha vuelto loco, o el evangelio lo está poniendo todo al revés. Y decididamente, Dios quiere salvar los hombres, y que la humanidad cambie y sea feliz.

         En seguida, el carcelero "los llevó consigo a su casa" (otro hecho ilegal), lavó sus heridas, preparó la mesa y exultó de gozo con toda su familia. La no-violencia ha desarmado a la ley. Extraña escena final, en la que se ve al verdugo curando a la víctima y recibiéndola en su mesa familiar. Escena rocambolesca.

Noel Quesson

*  *  *

         La ciudad y colonia romana de Filipos, donde Pablo funda la 1ª comunidad cristiana de Europa con ocasión de su 2º viaje (vv.12-15), es el escenario geográfico de la narración. Se trata de una comunidad floreciente, que pronto será dirigida por "obispos y diáconos" (Flp 1, 1) y a la que Pablo escribirá más tarde la más afectuosa de sus cartas.

         Pero volvamos al principio, porque Hechos no dice casi nada de los comienzos evangelizadores de Filipos, más que un hecho inicial: la conversión de Lidia (vv.11-15). Tras lo cual, el relato de hoy incluye toda una secuencia de episodios perfectamente entrelazados:

-la pitonisa, que alaba inoportunamente a los mensajeros cristianos, y a la que Pablo libera del espíritu impuro (vv.16-18);
-la detención de Pablo y Silas, tras la denuncia de los amos de la endemoniada, ideologizando los hechos ocurridos (vv.19-24);
-la liberación milagrosa, que lleva a la conversión del carcelero y de su familia (vv.25-34);
-la condición de ciudadano romano que invocan los misioneros, lo que obliga a los magistrados a presentar excusas (vv.35-39).

         El relato es una buena muestra del entramado de hechos y narraciones maravillosas que presenta por doquier el libro de los Hechos. La pitonisa que adivina, la consiguiente liberación del espíritu impuro y el terremoto que abre las puertas de la prisión y deshace las ligaduras de todos.

         También debemos resaltar en este relato la valiente actitud de Pablo, que no duda en invocar sus derechos de ciudadano romano (como también hará en Hch 22, 25-28 y Hch 25, 10-12) y fuerza a los magistrados a presentar excusas. Eso podía ser muy importante para salvaguardar el crédito de la comunidad cristiana ante los paganos. Además, por más que Pablo anuncie con énfasis un mesías crucificado (1Cor 1,23), el cristianismo no es una especie de culto a la cruz por la cruz, sino al amor y al servicio, que a menudo tienen forma de cruz.

Fernando Casal

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         Para iluminar la 1ª lectura de hoy será bueno recordar la causa que provoca la persecución de Pablo (vv.16-19): ha curado a una muchacha pitonisa, y con ello se ha cargado el negocio de los que explotaban esa habilidad (visiones) de la chica. Por ello es acusado Pablo, golpeado y encarcelado. Y como en el caso de Jesús, a través de un juicio apañado con falsas acusaciones. Porque, recordando aquellas palabras del Señor, "el discípulo no es más que su Maestro", sino que experimentará lo que el Maestro ha experimentado.

         En esta situación, ¿qué le tendría que importar a Pablo la suerte del carcelero? Él ha recobrado la libertad, luego ¿por qué preocuparse de lo que le pueda pasar al carcelero? Ése fue el testimonio que abrió el corazón al carcelero, y le decidió a hacerse cristiano.

         Pablo, pues, sabe ver mas allá de sus propios dolores y sufrimientos, de la impotencia y quizás hasta la rabia por la injusticia cometida con él. Y se trasciende a sí mismo, y le ve a él, al carcelero. Resuenan de fondo las palabras del Maestro en la cruz: "Padre perdónales porque no saben lo que hacen". Es un ejemplo más de cómo se puede vencer al mal a fuerza de bien. Todos los que hoy oímos esta Palabra somos invitados a hacer vida, realidad, encarnar estas actitudes hoy.

Juan Artiles

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         Escuchamos hoy cómo Pablo y Silas, víctimas de un tumulto, son aprisionados y más tarde liberados de modo milagroso. Y cómo el carcelero, desesperado, es salvado por Pablo y Silas, y a abraza la fe en el Señor Jesús y recibe el bautismo junto con toda su familia.

         La experiencia salvífica es fuente de gozo y de alegría familiar celebrada en torno a la mesa. De igual manera, también la salvación experimentada en la celebración eucarística tiene que manifestarse en una vida personal alegre y que esa alegría sea irradiada alrededor. Como comenta San Juan Crisóstomo:

"Ved al carcelero venerar a los apóstoles. Les abrió su corazón, al ver las puertas de la prisión abiertas. Les alumbra con su antorcha, pero es otra la luz que ilumina su alma. Después les lavó las heridas y su alma fue purificada de las inmundicias del pecado. Al ofrecerles un alimento, recibe a cambio el alimento celeste. Su docilidad prueba que creyó sinceramente que todas las faltas le habían sido perdonadas" (Homilías sobre Hechos, XXXVI).

         Justo es que demos gracias a Dios por la salvación recibida, por la salvación corporal de los apóstoles y por la salvación espiritual del carcelero y de su familia. También nosotros somos salvados, y los hacemos con el Salmo 137 de hoy:

"Te doy gracias, Señor, de todo corazón, y delante de los ángeles tañeré para ti. Me postraré hacia tu santuario y daré gracias a tu nombre por tu misericordia y lealtad, porque tu promesa supera a tu fama. Cuando te invoqué me escuchaste, y acreciste el valor en mi alma. El Señor completará sus favores conmigo. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos".

         El profeta que denuncia infidelidades, aunque diga la verdad, conocerá los desprecios y la cárcel, antes y ahora. Pero no debe importarnos, pues, incluso eso puede ser ocasión de predicar, testificar y convertir a alguno.

         Aprendamos de Pablo y Silas, que aguantan las impertinencias de esa pitonisa de Filipos que, al parecer, adivinaba lo que sus señores querían (a cambio de dinero, por supuesto), y que cuando éstos irrumpen y denuncian el engaño, les declara "perturbadores de la paz con su religión y mensajes".

         ¡Miseria humana!, por supuesto, pero no lo dudemos: la verdad de Cristo no puede estar encadenada. En cada momento, el Espíritu nos enseñará, si le dejamos actuar, a propagar la verdad con entereza, a saborearla con deleite, a convertirla en juez y árbitro de nuestras conductas. Recapacitemos, pues, y asintamos: Si Jesús lo dice, es bueno que el Hijo vuelva al Padre y que nos deje bajo el amparo de su Espíritu.

Manuel Garrido

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         Ayer tocaba el éxito, y hoy la persecución, la paliza y la cárcel. El motivo de la detención (que no leemos en esta lectura) fue que Pablo, al curar y convertir a una muchacha que actuaba de pitonisa (vidente), malogró el negocio de los que la explotaban. Y además, las autoridades europeas sospecharon que, por sus rasgos judíos, Pablo estaba difundiendo el judaísmo en la ciudad, cosa que no querían.

         La cosa es que apalearon a Pablo y sus acompañantes, y los metieron en la cárcel. La escena que sigue (que parece de película) está llena de detalles a cuál más interesantes:

-a media noche, Pablo y Silas, a pesar de estar medio muertos por la paliza, cantan salmos a Dios;
-un oportuno temblor del edificio abre las puertas de la cárcel y rompe las cadenas;
-Pablo no aprovecha para escapar, sino que se preocupa de que el carcelero no se haga daño;
-Pablo instruye al carceleo en la fe, a él y a toda su familia, y les bautiza;
-el encarcelado y su carcelero terminan celebrando una fiestecita, en casa del carcelero.

         Lo que podía haber sido un fracaso, termina bien. Y Pablo y los suyos pueden seguir predicando a Cristo, aunque deciden salir de Filipos, por la tensión creada y para no perjudicar a sus seguidores (sobre todo a Lidia, en cuya casa se alojaban).

         Pablo podía cantar con toda razón el salmo que hoy cantamos nosotros: "Señor, tu derecha me salva, te doy gracias de todo corazón. Cuando te invoqué, me escuchaste". ¿Cuántas palizas hemos recibido nosotros por causa de Cristo? ¿Cuántas veces hemos sido detenidos?

         Probablemente ninguna, porque al lado de Pablo somos unos simples enanos de la fe, y ni de cerca hemos hecho tantos viajes para anunciar a Cristo, ni hemos recibido azotes o ido a parar a la cárcel, ni hemos sido apaleados casi hasta la muerte, ni hemos sufrido peligros de caminos y de mares. Ante dificultades mucho menores que las de Pablo, hemos perdido los ánimos, así que ¿seríamos capaces de estar a medianoche, molidos de una paliza, cantando salmos con nuestros compañeros de cárcel?

         Pablo nos interpela en nuestra actuación, como cristianos en este mundo. Y la Iglesia está también empeñada, 2.000 años después, en la evangelización. Así que cada uno de nosotros debe dar testimonio de Cristo a los demás, de la mejor manera posible y con toda la pedagogía que las circunstancias nos aconsejen. Sobre todo, con la valentía y la decisión de Pablo. ¿Sabemos aprovechar toda circunstancia en nuestra vida para seguir anunciando a Jesús, como hizo Pablo en el episodio del carcelero?

José Aldazábal

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         Hoy escuchamos un episodio bastante movido de la evangelización, en este caso en la ciudad de Filipos. En los versículos anteriores (no leídos en la liturgia) se nos ha relatado la causa del encarcelamiento de los misioneros Pablo y Bernabé: Pablo había liberado de un demonio pitoniso (e.d, adivino) a una muchacha, que le había dado por seguirles por toda la ciudad, profiriendo grandes gritos.

         Los dueños de la pitonisa, que habían perdido una fuente de ingresos (pues la explotaban haciéndola adivinar por dinero), fueron los causantes del encarcelamiento, y del castigo a que los magistrados de la ciudad sometieron a los apóstoles. Fueron arrojados a la mazmorra, al lugar más profundo y seguro de la cárcel, y allí se les trabaron los pies con el cepo, un pesado tronco de madera que les impediría caminar.

         Aún en estas circunstancias los apóstoles mantienen alto el ánimo, y "oran y cantan", asombrando seguramente a los demás encarcelados. Nos dice el autor que una especie de terremoto liberó milagrosamente a los apóstoles del cepo y las cadenas, y abrió las puertas de la cárcel. E incluso que hubo carceleros convertidos a la fe gracias al testimonio evangélico de algunos de sus prisioneros. Fue el caso del carcelero de Filipos, que fue preservado del suicidio por la confortadora palabra de Pablo: "No te hagas daño, aquí estamos todos".

         Y lo que había comenzado tan dolorosa y dramáticamente termina en la alegría y en la luz y los cantos de la fiesta. El carcelero junto con su familia hace fiesta por la fe recibida, y agasaja a los apóstoles. Así son los caminos de Dios. Para que aprendamos a valorar el don precioso que se nos ha hecho concediéndonos conocer, amor y creer en Jesucristo. Para que nos aseguremos de que, aún en medio de las circunstancias más adversas, podemos comunicar a otros nuestra fe, ser misioneros.

Confederación Internacional Claretiana

b) Jn 16, 5-11

         En sus palabras de despedida, Jesús parece a punto de emprender un viaje, volviendo al Padre. El que había bajado de Dios (que es lo que repite el evangelio de Juan en sus 12 primeros capítulos) se dispone ahora a subir, a "pasar de este mundo al Padre" (como anuncia Juan desde el cap. 13, en el inicio de la Ultima Cena). Se trata, pues, de una vuelta al Padre que es la que da sentido a su misión y a su misma persona.

         La tristeza de los discípulos es lógica. Pero Jesús les da la clave para que la superen: su marcha, a través de la muerte, es la que va a hacer posible su nueva manera de presencia, y el envío de su Espíritu, el Paráclito (es decir, el Abogado defensor). El mejor don del Resucitado a los suyos es su Espíritu. Por eso "os conviene que yo me vaya", porque la actuación del Espíritu va a ser muy dinámica.

         En 1º lugar, el Paráclito va a revisar el proceso que se ha hecho contra Jesús. Los judíos habían condenado a Jesús como malhechor y como blasfemo, y la sentencia era firme y se ejecutó. Pero ahora va a haber como una apelación a un tribunal superior, en el que Dios, al resucitar a Jesús de entre los muertos, inicia un nuevo proceso.

         Y es que el Espíritu Santo (el Abogado), según Jesús, es el que va a desenmascarar y argüir la falacia del 1º proceso. El que quedará ahora desautorizado y condenado es el mundo, mientras que Jesús no sólo será absuelto, sino rehabilitado y glorificado delante de toda la humanidad.

         Se trata de un proceso que todavía está en pie, y que sólo llegará a término al final de los tiempos, cuando (según el Apocalipsis) sea definitiva la victoria del Cordero y se consume el hundimiento del Maligno con sus fuerzas.

         A nosotros nos encantaría poder ver a Jesús, experimentar claramente su presencia en medio de nosotros. Como les hubiera encantado a sus apóstoles no haber oído nada sobre su marcha o su Ascensión. A todos nos gustan las seguridades, las comprobaciones visibles a corto plazo. Y sin embargo, tras volver al Padre, el Señor no abandonó a su Iglesia, y nos aseguró una doble presencia que tendría que llenarnos de ánimos:

-la del Resucitado, que no ha dejado de estarnos presente ("yo estoy con vosotros todos los días"). Lo que pasa es que lo que antes era presencia visible, ahora sigue siendo real, pero invisible. Su ausencia es "presencia de otra forma", porque él ya está en la existencia escatológica y definitiva;

-la del Espíritu Santo, que actúa de abogado y defensor, de animador de nuestra comunidad, de eficaz protagonista de los sacramentos, de maestro que hace madurar la memoria y la fe de los cristianos.

         Si creyéramos en verdad esto (y hacia el final de la Pascua ya sería hora de que nos hubiéramos dejado convencer de la presencia del Resucitado entre nosotros y del protagonismo de su Espíritu) no caeríamos en el desaliento ni la tristeza, ni nos conformaríamos con una vida lánguida y perezosa.

José Aldazábal

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         En su 1º discurso después de la Cena (Jn 13,33; 14,31) Jesús había anunciado a sus apóstoles su próxima partida, y estos le asaltaron a preguntas más o menos oportunas (Jn 13,36; 14,5). Jesús les había respondido que todos se volverían a encontrar junto al Padre (Jn 14, 1-3), y que el amor (Jn 13, 33-36) y el conocimiento (Jn 14, 4-10) podían compensar la ausencia.

         En su 2º discurso, Cristo anuncia de nuevo su partida (v.5). Y como los apóstoles se guardan de hacerle preguntas, aun cuando la tristeza se refleja en sus rostros (v.6), Jesús observa que este sería el momento oportuno para interrogarle (v.5).

         La partida de Cristo y el aparente abandono en el que deja a sus apóstoles constituye el tema esencial de la perícopa. Cristo afirma que su partida está cargada de sentido: él vuelve al Padre (Jn 14,2,.3.12; 16,5), porque su misión ha terminado y el espíritu Paráclito será el testigo de su presencia (Jn 14,26; 15,26). Jesús compara la misión del Espíritu con la suya.

         En efecto, no se trata de creer que ha terminado el reino de Cristo y que es reemplazado por el del Espíritu. Sino que de hecho, la distinción reside más bien entre el modo de vida terrestre de Cristo que oculta al Espíritu y el modo de vida del que él se beneficiará después de su resurrección y que no será ya perceptible por los sentidos, sino solamente por la fe: un modo de vida "transformado por el Espíritu" (Jn 7, 37-39).

         Volvemos a encontrar aquí, pues, la pedagogía del Cristo resucitado, que no deja de utilizar para convencer a sus apóstoles de que no busquen ya una presencia física, sino que descubran en la fe la presencia espiritual (entendiendo aquí por espiritual no sólo lo opuesto a lo físico, sino como el mundo nuevo animado por Dios; Ez 37,11-14-20; 39,28-29).

         La nueva presencia del Señor en medio de los suyos presentará las características de un juicio y de una contestación. En efecto, si el nuevo modo de "vida en espíritu" se opone al modo de vida del mundo, resultarán de ello enfrentamientos e incluso persecuciones (Jn 15, 18-16, 4). Por eso la presencia del Espíritu revestirá un carácter judicial (y necesitará un Paráclito defensor).

         En el curso de su pasión, Cristo perdió su proceso contra el mundo, y fue convicto de pecado (Mt 26, 65) y no le fue reconocida su justicia (Hch 3, 14), siendo condenado a muerte (Jn 19, 12-16). Pero el Espíritu apelará y cambiará la sentencia, haciendo que el mundo sea convicto de pecado y se haga justicia a Cristo ante el tribunal del Padre. El juicio final pronunciará la condenación del príncipe de este mundo (vv.3-11).

         La vida del cristiano en el Espíritu, y el modo de vida de Cristo plenamente divinizado por su resurrección, constituirán este juicio de apelación que establece que Cristo es realmente Dios.

Maertens-Frisque

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         Nunca les había hablado Jesús de la persecución futura; hasta ahora, el blanco había sido él, quien, además, podía defenderlos. Los discípulos siguen sin comprender la muerte como ida al Padre. No piden explicaciones, que consideran superfluas, pero se llenan de tristeza al pensar en la separación, que ellos interpretan como desamparo (Jn 14, 18). Sin Jesús, se sienten indefensos ante el mundo.

          Para Jesús, la presencia y ayuda del Espíritu hará más bien a los discípulos que su propia presencia corporal. Pero para comunicar el Espíritu tiene que dar antes la prueba última y radical de su amor por el hombre. Mientras se apoyen en la presencia física de Jesús, los discípulos no aprenderán a tomar su plena responsabilidad ni tendrán la autonomía propia del que obra por convicción interior. Les conviene que se marche, para actuar por si mismos bajo el impulso del Espíritu.

         El sistema del mundo se ha erigido en juez de Jesús, y lo ha condenado como a un criminal. Pero el Espíritu Santo va a reabrir el proceso para pronunciar la sentencia contraria. Los que se hicieron jueces son los culpables; el condenado tenía razón y, en consecuencia, el sistema que se atrevió a cometer semejante injusticia está condenado por Dios.

         El mundo designa aquí al círculo dirigente que condenó a Jesús. Su pecado es "el pecado del mundo" (Jn 1, 30), que consiste en reprimir o suprimir la vida, impidiendo la realización del proyecto creador (Jn 1, 10) y alcanzado su máxima expresión en el rechazo de Jesús (Jn 15, 22).

         La prueba de que Jesús tenía razón será la acogida del Padre (v.10), de la que la comunidad tendrá plena conciencia a través de la experiencia del Espíritu que de él va a recibir (Jn 15, 26). El Padre va a refrendar toda la obra de Jesús; al acogerlo, Dios se constituye en juez e invierte el juicio dado por el mundo. Al marcharse con el Padre, Jesús dejará de estar presente como antes.

Juan Mateos

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         Muchas veces nos cuesta entender ciertos acontecimientos, hasta que cambiamos la óptica, el punto de vista y las categorías desde las que los afrontamos. Después de que el tiempo y la vida nos concede nuestra particular jornada de reflexión miramos los hechos de otro modo. Creo que esa experiencia se verifica con la ausencia de Jesús: "Os conviene que yo me vaya".

         A nosotros nos encantaría poder ver a Jesús, experimentar claramente su presencia en medio de nosotros. Como les hubiera gustado a sus discípulos no haber oído nada de su marcha o su Ascensión. ¿Y por qué? Porque en el fondo, a todos nos gustan las seguridades, la doctrina clara y las comprobaciones visibles a corto plazo.

         Sin embargo, hemos de afirmar algo paradójico: en su ascensión Jesús no abandona a los suyos, ni abandona a la Iglesia. Se trata de un cambio de presencia, porque Jesús se va pero promete la presencia del Espíritu.

         El Paráclito actúa como defensor, como animador, como maestro, como fundamento de la unidad eclesial y de la diversidad carismática, como protagonista de los sacramentos. La presencia del Resucitado continúa en la comunidad, en la Palabra, en el ministro, en los hermanos más débiles, en un trozo de pan y un poco de vino que se convierten para nosotros en cuerpo y sangre del Señor. La etapa de Jesús está cumplida. Llega la era del Paráclito, la hora del Espíritu. No olvides poner en hora el reloj de tu vida.

Carlos Oliveras

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         Hoy contemplamos otra despedida de Jesús, necesaria para el establecimiento de su Reino. Una despedida que incluye, sin embargo, una promesa: "Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré" (Jn 16, 7).

         Esta promesa fue hecha realidad de forma impetuosa el día de Pentecostés, 10 días después de la Ascensión de Jesús al cielo (un día en que "todos quedaron llenaron del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu Santo les impulsaba a expresarse"; Hch 2, 4).

         Se trata de un hecho que se va a hacer presente a lo largo de los siglos a través de la Iglesia (una, santa, católica y apostólica), ya que, por la acción del mismo Espíritu prometido, se anuncia a todos y en todas partes que Jesús de Nazaret verdaderamente resucitó, que está sentado a la diestra de Dios Padre y que vive entre nosotros.

         Dicho Espíritu está presente en nosotros por el bautismo (constituyéndonos hijos en el Hijo), y reafirma constantemente su presencia en cada uno de nosotros (desde el día de la confirmación). Todo ello para llevar a término nuestra vocación a la santidad y reforzar la misión de llamar a otros a ser santos.

         Así, gracias al querer del Padre, la redención del Hijo y la acción constante del Espíritu Santo, todos podemos responder con total fidelidad a la llamada, siendo santos; y, con una caridad apostólica audaz, sin exclusivismos, llevar a cabo la misión, proponiendo y ayudando a los otros a serlo.

         Como aquellos discípulos y apóstoles del Señor, con María rogamos y confiamos que de nuevo vendrá el Defensor, y que habrá un nuevo Pentecostés. Digamos: "Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor" (Aleluya de Pentecostés).

Luis Roque

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         Las palabras de Jesús que hemos leído hoy en el evangelio de Juan, pertenecientes a la última parte de los Discursos de Despedida, presentan dificultades de interpretación, reconocidas por los mismos San Agustín y Santo Tomás de Aquino. Pero la dificultad no puede impedir que hagamos un esfuerzo, con humildad y docilidad a la inspiración divina, para captar el mensaje.

         En 1º lugar, Jesús constata la tristeza de sus discípulos ante su inminente partida, una tristeza tan grande que les impide incluso preguntarle nuevamente a dónde va. Se han quedado callados y preocupados. Jesús trata de subirles los ánimos insistiéndoles en que les es conveniente su partida pues, de lo contrario, no recibirían al Paráclito, el abogado defensor, el amigo consolador, el Espíritu de Dios que vendrá sobre ellos para suplir a plenitud la presencia visible de Jesús.

         En 2º lugar, Jesús les revela algo de la futura acción del Espíritu: es como una especie de juicio ante un tribunal, como si se anticipara el juicio final. El lenguaje empleado aquí por el evangelista pertenece claramente al mundo de la jurisprudencia de la época. El Espíritu que ha de confortar y fortalecer a los discípulos en cambio declarará reo al mundo, manifestará cuál ha sido su pecado, ejercerá la justicia y dictará la sentencia.

Confederación Internacional Claretiana

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         En el evangelio de hoy Jesús nos comunica la fuerza del Espíritu. Él es consciente de la misión que se le ha encomendado (dar testimonio del Padre), y toda su acción y sus palabras han sido expresión de esa misión que tenía encomendada (mostrar la voluntad de Dios). Así que, después de su muerte, los discípulos han de continuar su obra, bajo la dirección del Espíritu.

         Los discípulos saben que continuar dicha obra no era tan sólo repetir milimétricamente los gestos de Jesús, pues la repetición e imitación constituían tan sólo la parte exterior de la acción. Y por ello deciden abrirse al Espíritu del Resucitado, para que los transforme y los configure con el Hijo. De este modo, su acción y sus palabras se convierten en una fuerza creativa, que actualiza la presencia de Jesús en nuestra historia humana.

         El Espíritu de Jesús es para la comunidad de discípulos una luz que ilumina la realidad. Así, se descubre quién incurre en pecado: todo aquél que prescinde de una opción ética para vivir; quién es inocente: el ser humano que entrega su vida como testimonio de la justicia y la verdad; y quién recibe el juicio de Dios: el sistema que tiene la injusticia como ley.

         Está claro en Jesús su preocupación por no dejar sin la presencia del Espíritu a la humanidad, en especial a todos los que han creído en el mensaje de su anuncio. Promete que apenas se vaya enviará ese Protector, que es el Espíritu, el que será encargado de hacer justicia y dinamizar el encuentro con el Padre para todos aquellos que de una manera u otra lo buscan con sincero corazón. El Espíritu será capaz de una vez por todas de identificar y destruir al Maligno y realzar el proyecto del Reino que a ratos parece opacado.

         El legado que deja Jesús a toda la humanidad no puede ser nada mejor que la presencia de ese don gratuito que es el Espíritu; que se hace presente entre las personas que lo activan haciéndose conscientes (y, sobre todo, viviendo consecuentemente con) su filiación de Dios.

         El cristiano no debe temer al Maligno, ya que éste ha sido derrotado por Jesús. Él nos enseñó a hacernos hijos de Dios entregando la propia vida, no acaparando nada para sí mismos, destruyendo el egoísmo y apoyándonos en la fuerza del Espíritu. Entonces ya no existirá ninguna posibilidad de caer en una tentación que nos aparte del Reino.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         Jesús habla hoy a sus discípulos de su vuelta al Padre, con palabras que suenan a despedida: Me voy al que me envió. Y esto, como era de esperar, les ha entristecido. Las despedidas no deseadas siempre nos llenan de tristeza, aunque las soportemos por el bien de la persona que se aleja de nuestro lado.

         Ante esta sensación de tristeza, Jesús insiste en la conveniencia de esta vuelta no sólo para él, sino también para los que queden en este mundo privados de su presencia sensible: Lo que os digo es la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré.

         La ausencia física de Jesús se llenará en seguida, por tanto, de una nueva presencia que no dejará que se sientan huérfanos: la presencia del Paráclito, el Espíritu consolador, que hará sentir con más fuerza la presencia del mismo Jesús en espíritu.

         Pero para que venga a nosotros el Paráclito, él tiene que marcharse, pues sólo así podrá enviarlo "desde el Padre" (puesto que es su enviado). Tras la muerte de Jesús, lo que los discípulos necesitan no es otra vez al mismo Jesús disponible en el mismo modo que lo había estado durante su existencia terrena, sino al Espíritu que nos lo hace presente de otra manera, más espiritual, íntima y dominante.

         Cuando él venga, agrega Jesús, dejará convicto al mundo con la prueba de un pecado, de una justicia, de una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre y no me veréis; de una condena, porque el Príncipe de este mundo está condenado.

         La presencia del Espíritu pondrá al descubierto, pues, el pecado de ese mundo que no ha creído en el testimonio de Jesús, así como la incredulidad de cuantos no han dado fe a sus palabras ni se han dejado convencer por sus obras.

         También se pondrá de manifiesto la justicia del que, en cuanto Hijo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, se ha hecho merecedor de su vuelta al Padre, su lugar de origen y su patria. Con este retorno del Hijo al Padre se le hace justicia, pues el estado natural del Hijo es estar junto al Padre o en el Padre. Al recuperar este estado original, se le hace justicia.

         Finalmente, la presencia del Espíritu traerá consigo la condena del que, en cuanto príncipe de este mundo (= diablo) ya está condenado, junto a todos sus secuaces.

         Poner al descubierto estas realidades (pecado, justicia y condena) es sacar a la luz lo que esconden las tinieblas. Y esto será una labor de discernimiento y juicio que llevará cabo el enviado por Jesús para dar testimonio de él, el Espíritu de la verdad.

         Pidamos al Señor que nos haga conscientes de estas cosas de las que el Espíritu Santo quiere convencer al mundo, de la existencia del pecado que es esencialmente incredulidad, de la justicia cumplida en aquellos que se hacen dignos de volver al Padre (su lugar de origen y su patria definitiva), y de la condena que aguarda a quienes por razón de su soberbia se apartan de Dios, siguiendo los pasos del príncipe de este mundo.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 07/05/24     @tiempo de pascua         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A