11 de Mayo

Sábado VI de Pascua

Equipo de Liturgia
Mercabá, 11 mayo 2024

a) Hch 18, 23-28

         Leemos hoy en Hechos el final del 2º viaje de Pablo y el inicio de su 3º viaje misionero. En efecto, "procedente de Éfeso, Pablo desembarcó en Cesarea, subió a saludar la Iglesia de Jerusalén y bajó a Antioquía". Tras lo cual "volvió a Galacia y Frigia" (Asia Menor).

         En esta época, la comunión y la unidad en la Iglesia gozaba de una intensa comunicación de "experiencias y oraciones". Cada iglesia está en comunicación con las demás, y en todas se proclama la misma Palabra y la misma fe.

         Y mientras empezaba Pablo su recorrido, un tal Apolo (originario de Alejandría) llegó a Éfeso por asuntos de su oficio, y allí empezó a predicar el evangelio. Se trataba de un hombre elocuente y versado en las Escrituras, que con fervor de espíritu hablaba y enseñaba lo referente a Jesús, si bien conocía solamente el bautismo de Juan.

         En aquella Iglesia primitiva no existían todavía las distinciones de hoy día, y Apolo no ha esperado a tener la verdad total para hablar de Jesús. Sólo conoce una parte del evangelio (el bautismo de Juan Bautista), pero se lanza a proclamar lo que sabe.

         Habiendo oído a Apolo, Priscila y Aquila "lo tomaron consigo aparte, y le expusieron más exactamente el camino que lleva a Dios". Un matrimonio cristiano, compuesto por simples laicos (el de Priscila y Aquila), se encarga de ayudar a Apolo a avanzar en su fe, descubriéndole el "camino que conduce a Dios". Señor, busca laicos cristianos capaces de prestar ese servicio, que sean un punto de referencia en el camino que conduce hasta ti. ¿Hay a mi alrededor alguien que ande buscando? ¿Y le presto atención?

         Tras lo cual los cristianos de Éfeso, sabiendo que Apolo tenía que partir de Éfeso hacia Grecia (por asuntos de su oficio), le dieron ánimos y escribieron a los discípulos de Grecia, para que le hicieran una buena acogida. Decididamente, la labor apostólica están en marcha, y se pone de relieve la importancia de la acogida. Un grupo no es verdaderamente cristiano si no permanece abierto, ni una comunidad cristiana es un club reservado al que presenta el carnet de socio.

         Corinto dará acogida a este cristiano (Apolo) procedente de Alejandría y de Éfeso. ¿Cómo son acogidos los extraños en nuestras comunidades? Una vez allí, Apolo fue de gran provecho a los creyentes, porque "demostraba por las Escrituras que Jesús era el Mesías". E incluso llegará a tener éxito, provocando futuros clanes en torno a su nombre ("yo, soy de Apolo, yo soy de Pablo"). Pero por el momento, el cronista de Hechos (Lucas) se regocija de la elocuencia de Apolo, y da gracias a Dios por la calidad de sus palabras.

Noel Quesson

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         Apolo es un judío originario de Alejandría, y un hombre instruido que dominaba las Escrituras y "había sido instruido en el camino del Señor", no dudando en "hablar con fervor y enseñar con exactitud lo referente a Jesús" (v.25). Lucas lo llama judío (en su sentido étnico, y no religioso), y dice de él que actúa con "fervor de Espíritu", en referencia explícita a haber recibido el Espíritu Santo (Rm 12, 11).

         Pero en el texto de hoy hay un dato que llama poderosamente la atención, y es que tras aportar esta elogiosa presentación de Apolo, se nos dice 2 cosas inesperadas: que solamente conocía el bautismo de Juan, y que Priscila y Aquila le tuvieron que llamar aparte para explicarle más exactamente el camino. Antes se nos había dicho que enseñaba con akribos (lit. exactitud) lo referente a Jesús, y ahora le tienen que exponer con más akribésteron (lit. más exactamente) el camino. ¿En qué quedamos?

         Se trata de un reflejo de la situación real de los orígenes del cristianismo, para cuya explicación habrá que trasladarse, posiblemente, a Alejandría. Desde hacía años, esta ciudad se había convertido en el centro literario del mundo oriental, tanto helenista como judío y gentil, y aquí se llevaría a cabo la traducción griega de la Biblia hebrea (la Septuaginta, o Biblia de los LXX). También aquí se había escrito el libro de la Sabiduría (poco antes de la era cristiana), y también aquí había florecido el filósofo judío Filón. Apolo era nativo de Alejandría, y por tanto había llevado a cabo su cristiana katechemenos (lit. instrucción) en Alejandría.

         Esto quiere decir que el cristianismo ya estaba implantado en Alejandría desde antes del año 50 (pues Pablo deja Corintio en junio del 52 y llega a Éfeso en diciembre del 52, coincidiendo la llegada de Apolo a Éfeso entre esas 2 fechas). Mi interpretación es que en Alejandría había un cristianismo diferente. Porque si Apolo es un digno representante de ese cristianismo alejandrino (que conocía la tradición de Jesús y tenía experiencia del Espíritu Santo), y sólo conoce el bautismo de Juan (ignorando el bautismo cristiano)... tenemos un problema.

         La instrucción de Priscila, por tanto, se refiere a un contenido diferente al alejandrino. Y si los contenidos de Priscila son los recibidos de Pablo (mamados en Antioquía, y pasados por el filtro de Jerusalén), nos encontramos con que Alejandría iba a su aire, o no había aire establecido, sino que cada uno iba a lo suyo. Priscila no corrige el cristianismo alejandrino de Apolo, sino que simplemente lo pone en contacto con la auténtica tradición apostólica.

         Muy curioso resulta también que Apolo, habiendo recibido un bautismo no cristiano (en el nombre del Bautista), no sea bautizado otra vez, esta vez en el nombre de Jesucristo. Posiblemente porque Apolo ya tenía el Espíritu Santo (como ya comentamos), y no como en el caso de los 12 bautistas de Hch 19, 1-6 (que no conocen el bautismo ni al Espíritu Santo, y por tanto han de ser bautizados). El relato de Apolo es un testimonio importantísimo sobre el cristianismo temprano de Alejandría (del 40 al 50 d.C), y sobre el pluralismo de tradiciones y prácticas apostólicas en el cristianismo primitivo.

José A. Martínez

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         La entrada en escena de Apolo, que llega a Éfeso hablando de Jesús y rebate a los judíos frente al verdadero Mesías, me sugiere la entrada de un laico que viene predicando a Jesús, quizás con un lenguaje no muy adecuado pero sí con su mejor voluntad. No obstante, Aquila y Prisca tienen que "tomarlo por su cuenta, y explicarle con más detalle el camino del Señor".

         Hicieron con él toda una labor de acogida y formación. ¿El fruto? Todo un catequista que, dada su elocuencia, llegará incluso a causar divisiones ("yo soy de Pablo", "yo de Apolo"), hasta el punto de que el mismo Pablo tendrá que intervenir para salvar la unidad de Éfeso y Corinto ("ni de Pablo, ni de Apolo, ni del que planta ni del que riega, sino todos de Cristo el Señor").

         Una vez más, se nos invita a ser abiertos de corazón, a saber reconocer dónde está el bien y el don de Dios. A saber percibir signos de la voz del Espíritu también en los laicos y en toda la comunidad. La misión evangelizadora de los laicos no es de suplencia, sino de compromiso intrínseco. La invitación es a saber apreciar los valores de las personas, aunque suenen a nuevo, a desestabilizador; aunque sea necesario echarles una mano a tallarse un poco mejor, como los diamantes ganan aristas para alcanzar sus mejores quilates.

         Efectivamente, el Espíritu Santo ha suscitado a lo largo de la historia muchos desestabilizadores (a los que hoy llamamos san o santa). No ahoguemos sus iniciativas, sino discernámoslas bien y ayudémoslas a hacerlas crecer. Ojalá que al final de nuestra vida pudieran decir: "Pasó haciendo crecer a los demás".

         Ojalá nos creamos lo que dijo Juan XXIII: "Estamos en la tierra no para custodiar un museo, sino para hacer crecer un jardín lleno de vida y destinado a un futuro glorioso". Ojalá logremos hacer realidad el sueño de una misión compartida. Entonces ya sólo nos quedará decir como Jesús: misión cumplida.

Carlos Oliveras

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         La figura de Apolo, judío alejandrino que predica en Éfeso y pasa luego a Corinto, es desconcertante y al mismo tiempo sugestiva. Se nos presenta como elocuente y muy versado en la Escritura, lo que ayuda a mostrar la verdadera personalidad de Cristo Jesús. Hizo una excelente labor apostólica. Del mismo modo, la Escritura nos habla de Cristo y a Cristo hemos de ver en ella. San Ireneo dice así, al respecto:

"Si uno lee con atención las Escrituras, encontrará que hablan de Cristo y que prefiguran la nueva vocación. Porque él es el tesoro escondido en el campo del mundo, ya que el campo es el mundo; tesoro escondido en las Escrituras, ya que era indicado por medio de figuras y parábolas que no podían entenderse según la capacidad humana, antes de que llegara el cumplimiento de lo que estaba profetizado, que es el advenimiento de Cristo. Como dice el profeta Daniel y el profeta Jeremías. Por esta razón, cuando los judíos leen la ley en nuestros tiempos, se parece a una fábula, pues no pueden explicar todas las cosas que se refieren al advenimiento del Hijo de Dios como hombre. En cambio, cuando la leen los cristianos, es para ellos un tesoro escondido en el campo, que la cruz de Cristo ha revelado y explanado. Con ella, la inteligencia humana se enriquece y se muestra la sabiduría de Dios manifestando sus designios sobre los hombres, prefigurándose el reino de Cristo y anunciándose de antemano la herencia de la Jerusalén santa" (Contra las Herejías, IV, 26, 1).

         El salmo responsorial de hoy es en parte el de ayer, el Salmo 46: "Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham. Porque de Dios son los grandes de la tierra, y él es excelso. Dios es el rey del mundo. Pueblos todos, batid palmas".

         Los hermanos de Éfeso animan a Apolo y escriben una carta de presentación a los discípulos de Corintio para que lo reciban bien. Ya en Corinto, Apolo no predica en la sinagoga sino en los foros y lugares públicos. Y lo que Pablo nos cuenta de Apolo (en su Carta I a los Corintios) es coherente con este cuadro de Apolo en Hechos de los Apóstoles.

         Apolo aparece como cabeza de una de las facciones cristianas de Corintio (lo que prueba su identidad diferente), y por lo visto está generando divisiones que Pablo reprende enérgicamente (1Cor 1, 12), con una doctrina que no puede ser deslegitimada (pues "yo planté y Apolo regó"; 1Cor 3, 4-6) y una conducta que ha de ser imitada (pues "os pongo como ejemplo a mí y a Apolo"; 1Cor 4, 6.9).

Manuel Garrido

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         Nos presenta hoy el libro de los Hechos la figura de Apolo. Pero éste Apolo, ¿quién es?, ¿quién le ha adoctrinado?, ¿qué credenciales tiene? No acompaña a ningún apóstol, y parece que va por libre.

         En aquellos tiempos (y hoy día también) había falsos apóstoles, predicadores ambulantes que se aprovechaban de las comunidades y vivían a costa de ellas. Y es fácil caer en la tentación de cerrarse a quien no se conoce, en lugar de buscar dónde está el bien, o de poner en práctica las palabras del Maestro: "Por sus frutos los conoceréis".

         Eso fue lo que hicieron Priscila y Aquila. Se fijaron en los frutos que producía el mensaje de Apolo. No lo etiquetaron, no se dejaron llevar por lo más fácil, ni dudaron nunca si Apolo era o no es de los suyos. ¡Qué fácil es marcar la línea que delimita a "los nuestros" de los que no lo son! ¿Quiénes eran "los suyos" de Jesús?

         Más aún, Priscila y Aquila se creyeron en la obligación de apoyar a Apolo, de compartir con él su experiencia de fe, de explicarle "con más detalle el camino del Señor". Le animaron, fortalecieron su fe al calor de la acogida fraterna, de compartir el pan y la Palabra. Y finalmente, no lo consideraron "obra suya" sobre la que tuvieran algún derecho, sino que una vez compartidas sus experiencias de fe, le invitaron a que siguiera su propio camino.

         ¿Son ésas las actitudes que vivimos en nuestra comunidad? ¿Somos nosotros los que, como Priscila y Aquila, alentamos estas actitudes, o somos los que propiciamos que se cierre nuestra comunidad al mensaje de otros? El dinamismo que creó el universo entero, que llevó al Padre a enviar a su Hijo al mundo, que llevó a éste a derramar el Espíritu sobre nosotros, es el que nos lleva a abrir nuestros ojos y nuestro corazón a todas las semillas del Reino que nos rodean, para acogerlas y dejarlas germinar en nosotros.

Juan Artiles

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         Empieza hoy el 3º viaje apostólico de Pablo, siempre empezado desde Antioquía (su lugar de referencia) y con el objetivo de pasar a saludar a las comunidades ya fundadas, "animando a los discípulos". Hasta que Pablo decide establecer allí un centro de actividad, en este caso en la ciudad de Éfeso. Pero la lectura de hoy es como un paréntesis en la historia de Pablo, porque se refiere a Apolo.

         Apolo era un judío que se había formado en Alejandría (Egipto) y hablaba muy bien, porque era experto en la Escritura (es decir, en el AT). Aunque conocía sólo el bautismo de Juan (algo que ya no se hacía) y seguía predicando en las sinagogas judías (algo que ya no se hacía, salvo casos raros).

         Entonces Aquila y Prisca, el matrimonio amigo de Pablo, "lo tomaron por su cuenta y le explicaron con más detalle el camino del Señor". Y así Apolo llegó a ser un colaborador muy válido en la evangelización, reconocido también por Pablo. Le enviaron a Grecia a predicar, y "su presencia contribuyó mucho al provecho de los creyentes".

         ¿Qué hubiéramos hecho nosotros si se presenta en nuestra parroquia un laico que predica sobre Jesús por libre, con un lenguaje no del todo ajustado? En Éfeso el laico Apolo tuvo la suerte de encontrarse con unas personas que le acogieron y le ayudaron a formarse mejor, logrando de él un buen catequista y predicador de Cristo, al que la comunidad de Antioquía (por intercesión de Pablo) concedió un voto de confianza, encomendándole una misión nada fácil en Grecia.

         Los laicos, afortunadamente cada vez más, tienen un papel importante en la tarea de la evangelización encomendada a toda la Iglesia. Esa es una de las consignas más comprometedoras del Concilio Vaticano II, a partir de la eclesiología de Lumen Gentium.

José Aldazábal

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         Ayer leíamos en Hechos de los Apóstoles cómo Pablo había puesto fin a su estancia en Corinto para regresar a Antioquía de Siria, poniendo así fin a su 2º viaje misionero. Hoy leemos que, después de permanecer un tiempo en la capital siria (su diócesis de incardinación), emprendió un nuevo viaje (el 3º, según el esquema del libro de los Hechos), visitando las comunidades de Frigia y Galacia (regiones de Anatolia, la actual Turquía) y estableciéndose definitivamente en Éfeso, la capital de Asia Menor. 

         Éfeso había sido una de las grandes ciudades de la Hélade griega, y al presente una de las grandes ciudades del Imperio Romano. Situada en la desembocadura del río Meandro, y costera del litoral sur-occidental asiático sobre el mar Egeo, era Éfeso un puerto activísimo (como Corinto, con la cual mantenía un intenso tráfico comercial), dotado de todo tipo de actividades comerciales.

         Éfeso era un prototipo de la vieja cultura griega, y hacia ella afluían múltiples peregrinaciones a su Santuario de Artemisa, diosa de la fecundidad. Su templo era una de las 7 maravillas de la antigüedad, y en sus dependencias se practicaba la prostitución sagrada y la venta de recuerdos, ofrendas y exvotos, que allí compraban los peregrinos.

         La estancia de Pablo en Éfeso fue permanente y larga (de 2 años), y desde allí mantuvo correspondencia con sus comunidades griegas, así como evangelizó (por medio de sus colaboradores) toda la región de Asia Menor.

         En el pasaje de hoy oímos hablar de un tal Apolo, un judío elocuente que arribó a Éfeso y a quien los compañeros de Pablo (Áquila y Priscila, que se encontraban también en la ciudad) terminaron de evangelizar y enviar a Grecia (concretamente a Corinto) con cartas de recomendación. Un Apolo al que Pablo tendrá que mencionar expresamente en su Carta I a los Corintios, pues sus entusiastas partidarios estaban conformando uno de los bandos en que se había dividido la comunidad (1Cor 1,12; 3,5).

         La mención de ciudades importantes, en las cuales es predicado el evangelio, nos lleva a reflexionar sobre las dificultades de vivir la fe y de proclamarla a los demás, en el contexto de las grandes metrópolis de nuestra época. ¿Cómo emular a Pablo y a sus compañeros en nuestras capitales de hoy día, con tantos millones de habitantes?

Confederación Internacional Claretiana

b) Jn 16, 23-28

         En el evangelio de hoy Jesús sigue profundizando en su relación con el Padre, esta vez aludiendo a las consecuencias que esta unión tiene para sus seguidores: la oración.

         Ahora que Jesús "vuelve al Padre", que es el que le envió al mundo, les promete a sus discípulos que la oración que dirijan al Padre en nombre de Jesús será eficaz. El Padre y Cristo están íntimamente unidos. Los seguidores de Jesús, al estar unidos a él, también lo están con el Padre. El Padre mismo les ama, porque han aceptado a Cristo. Y por eso su oración no puede no ser escuchada, "para que vuestra alegría sea completa".

         La eficacia de nuestra oración por Cristo se explica porque los que creemos en él quedamos incardinados en su viaje de vuelta al Padre, y nuestra unión con Jesús es, en definitiva, unión con el Padre. Dentro de esa unión misteriosa (y no en una clave de magia) es como tiene sentido nuestra oración de cristianos y de hijos.

         Cuando oramos, así como cuando celebramos los sacramentos, nos unimos a Cristo Jesús y nuestras acciones son también sus acciones. Cuando alabamos a Dios, nuestra voz se une a la de Cristo. Por eso el Padre escucha siempre nuestra oración. No se trata tanto de que él responda a lo que le pedimos. Somos nosotros los que en este momento respondemos a lo que él quería ya antes.

         Orar es como entrar en la esfera de Dios. De un Dios que quiere nuestra salvación, porque ya nos ama antes de que nosotros nos dirijamos a él. Como cuando salimos a tomar el sol, que ya estaba brillando. Como cuando entramos a bañarnos en el agua de un río o del mar, que ya estaba allí antes de que nosotros pensáramos en ella. Al entrar en sintonía con Dios, por medio de Cristo y su Espíritu, nuestra oración coincide con la voluntad salvadora de Dios, y en ese momento ya es eficaz.

         Aunque no sepamos en qué dirección se va a notar la eficacia de nuestra oración, se nos ha asegurado que ya es eficaz. Nos lo ha dicho Jesús: "Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido" (Mc 11, 24). Sobre todo porque pedimos en el nombre de Jesús, el Hijo en quien somos hermanos, y por tanto también nosotros somos hijos de un Padre que nos ama.

José Aldazábal

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         Escuchamos hoy una declaración solemne del evangelio: los discípulos tienen pleno acceso al Padre, cuya paternidad los abraza por completo. Pero se nos da una explicación: el acceso existe en unión con Jesús. Pues no es Jesús un mediador que distancie del Padre, sino el que lleva a los discípulos hasta él.

         Jesús subraya la eficacia de la petición ("si le pedís algo, os lo dará"). Al poner como única condición que sea hecha en unión con él, su objeto ha de estar incluido en el ámbito de la obra de Jesús: "Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante" (Jn 10, 10). Todo lo que contribuye a la vida individual o comunitaria, o a la comunicación de vida a otros, puede ser objeto de petición.

         Jesús exhorta a pedir con la seguridad de recibir. La experiencia del Padre asequible y generoso llena de alegría. Se refiere a la hora de su vuelta. Su información sobre el Padre no serán explicaciones de palabra, sino la que procura la experiencia del Espíritu. Éste hará superflua toda comparación, el conocimiento del Padre les será connatural.

         Porque no existe un Dios severo y un Jesús mediador (el Padre mismo os quiere), sino un Dios Padre que ama a los hombres, y que hace presente su amor en Jesús. El amor del Padre a los discípulos tiene por fundamento la adhesión de éstos a Jesús, su cariño a él como amigos y su fe en su procedencia. Como Jesús (Jn 15, 15), también el Padre quiere a los discípulos como a amigos (lit. querer, no amar). Ni uno ni otro dominan al hombre; están a su favor y se ponen a su servicio (Jn 6,11; 13,4).

         De hecho, Dios ofrece su amor al mundo entero (Jn 3, 16), pero el amor no es completo mientras no sea mutuo. Su amor, dador de vida, es ayuda eficaz, pero sólo adquiere realidad cuando encuentra respuesta. No se impone, sino que se ofrece como don gratuito. Jesús resume su itinerario: desde el Padre hasta el Padre (Jn 13, 3). "Salir del Padre" significa no sólo "ser enviado por él" (Jn 5, 36.38), sino ser Jesús la realización del proyecto que Dios tenía "desde el principio" (Jn 1, 1.14).

Juan Mateos

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         En el evangelio de hoy encontramos expresiones sublimes del amor de Dios manifiesto en la voz entrañable de Jesucristo. Este es un texto para contemplar en adoración y gratitud inacabables. Ya conocíamos por los sinópticos aquella promesa maravillosa: "Pedid y se os dará" (Mt 7, 7). Adquiere un nuevo tono en el momento de la cena de despedida. Cuando parece que se aleja y no hay modo de retenerlo, un modo muy suyo de asegurar que está cercano es darnos el secreto de su nombre. Pedidle "en mi nombre", les dice Jesús (Jn 16,24).

         Todo este pasaje habla de unidad con el Hijo. ¿Habíamos oído cosa tan hermosa como "me voy para interceder por vosotros ante el Padre"? Casi parece que Jesús se quita del medio, por el solo hecho de asegurarnos hasta dónde estamos ya en él y él en nosotros.

         Esta unidad ha de ser asegurada precisamente por la frase que oímos al final. Es la hora de las revelaciones decisivas y Cristo declara la verdad de su propia misión. Hay una salida desde el Padre hacia el mundo y una salida desde el mundo hacia el Padre. Ahí está dicho todo. No es un accidente. No es tampoco el puro resultado de las maquinaciones de sus enemigos. Hay un plan, que no por misterioso es menos real, y ese plan atraviesa cada fibra del universo para levantarlo todo en ofrenda a la gloria del Padre.

Nelson Medina

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         Orar, orar "en el nombre" de Jesús. Porque eso significará que será él el que, como Hijo, se dirija al Padre desde nosotros. Y el Padre Dios nos ama porque hemos creído en aquel que él nos envió, y que sabemos que procede del Padre. Por eso él escucha la oración que su Hijo eleva desde nosotros.

         Pidamos que nos conceda en abundancia su Espíritu, pidamos que nos dé fortaleza en medio de las tribulaciones que hayamos de sufrir por anunciar su evangelio. No nos centremos en cosas materiales, aunque ciertamente las necesitamos. Porque desde nuestras manos Dios quiere remediar la pobreza de muchos hermanos nuestros.

         Pero pidámosle de un modo especial al Señor que nos ayude a vivir y a caminar como auténticos hijos suyos, para que todos experimente la paz y la alegría desde la Iglesia, sacramento de salvación en el mundo. Comenta, a este respecto, San Agustín:

"¿Nos ama él porque le amamos nosotros, o más bien le amamos porque nos ama él? Responde el mismo evangelista en su carta: Nosotros le amamos porque él nos ha amado primero. Nosotros hemos llegado a amar porque hemos sido amados, por un don enteramente de Dios. Y él, que amó sin haber sido amado, nos concedió ese don. Hemos sido amados sin tener méritos para que en nosotros hubiera algo que le agradase. Y no amaríamos al Hijo si no amásemos también al Padre...

El Padre nos ama porque nosotros amamos al Hijo, habiendo recibido del Padre y del Hijo el poder amar al Padre y al Hijo, difundiendo la caridad en nuestros corazones el Espíritu de ambos, por el cual amamos al Padre y al Hijo, amando también a ese Espíritu con el Padre y el Hijo. Ese amor filial nuestro con que honramos a Dios, lo creó Dios, y vio que era bueno; por eso él amó lo que él hizo. Pero no hubiera creado en nosotros lo que él pudiera amar si, antes de crearlo, él no nos hubiese amado" (Sobre el evangelio de Juan, CII, 5).

Manuel Garrido

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         En vísperas de la fiesta de la Ascensión, hoy el evangelio nos deja unas palabras de despedida entrañables. Jesús nos hace participar de su misterio más preciado; Dios Padre es su origen y es, a la vez, su destino: "Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre" (Jn 16, 28). No debiera dejar de resonar en nosotros esta gran verdad de la 2ª persona de la Santísima Trinidad: Jesús es el Hijo de Dios, y el Padre divino es su origen y su destino.

         Para aquellos que creen saberlo todo de Dios, pero dudan de la filiación divina de Jesús, el evangelio de hoy tiene una cosa importante a recordar: aquel a quien los judíos denominan Dios es el que nos ha enviado a Jesús. Con esto se nos dice claramente que sólo puede conocerse a Dios de verdad si se acepta que este Dios es el Padre de Jesús.

         Esta filiación divina de Jesús nos recuerda otro aspecto fundamental para nuestra vida: los bautizados somos hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo. Esto esconde un misterio bellísimo para nosotros: esta paternidad divina adoptiva de Dios hacia cada hombre se distingue de la adopción humana en que tiene un fundamento real en cada uno de nosotros, ya que supone un nuevo nacimiento. Por tanto, quien ha quedado introducido en la gran familia divina ya no es un extraño.

         Por esto, en el día de la Ascensión se nos recordará en la Oración Colecta de la misa que todos los hijos hemos seguido los pasos del Hijo: "Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo". En fin, ningún cristiano debiera descolgarse de este proceso, pues todo esto es más importante que participar en cualquier carrera o maratón, ya que la meta es el cielo y no cualquier medalla metálica.

Xavier Romero

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         A pesar de la autonomía que van a tener quienes ya estén comprometidos con el proyecto del Reino, van a necesitar recurrir a la oración sin que este hecho se tenga que constituir en una manifestación candorosa o exclusivamente piadosa. La oración servirá para encontrar iluminación del Padre en medio de las persecuciones, saber cómo superar la soledad, sobreponerse a las tentaciones u organizar la fundación de nuevas iniciativas en favor del Reino.

         Jesús deja aclarado a quienes se adhieran a su propuesta de salvación que es al Padre directamente a quien deben pedir la ayuda requerida. La petición debe ir siempre en dirección a que el compromiso adquirido con la entrega de la vida (por la causa del Reino) sea cada vez permanente. Quien así lo quiera, va a empezar a experimentar cómo su vida se inserta cada vez más en el proyecto de Jesús que también del Padre y del Espíritu, sintiendo cómo en los actos de su vida va día a día transparentando la divinidad.

         Las sugerencias de Jesús están encaminadas a puntualizar que la oración es un ir sumergiéndose en el ámbito de la influencia de Dios, hasta que alcancemos la necesaria claridad crítica frente a los actos de la vida. Cuando Jesús dice que "todavía no han pedido nada" significa que en el sentido profundo de su causa no le han pedido a Dios nada de lo que él quiere que le pidan, que es la instauración del Reino (incluso a expensas de la propia vida).

         Logrado esto ya no se tendrá que pedir nada, porque Dios sabrá exactamente qué es lo que cada uno necesitará para vivir (como qué cualidades desarrollar, qué camino a tomar o dejar...).

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         Nos dice hoy Jesús que si pedís algo al Padre en mi nombre, él os lo dará. Pues hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Por tanto, concluye Jesús, pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa.

         El contexto de estas palabras concede a éstas un valor testamentario, pues se enmarcan en los anuncios de despedida: Salí del Padre y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo y me voy al Padre.

         En este contexto, invita Jesús a pedir al Padre de los dones, en su nombre. La oración de petición está muy presente en los evangelios, como ya había dicho Jesús: Pedid al Señor de la mies, que mande obreros a su mies; pedid y recibiréis; cuando oréis, decid: venga a nosotros tu reino, danos el pan de cada día, perdona nuestras ofensas, líbranos del mal.

         La oración que Jesús enseñó a sus discípulos (el Padrenuestro, a petición de estos), fue en sus dos terceras partes una oración de petición. Y el mismo Jesús dio acogida y respuesta a las peticiones de muchos indigentes y menesterosos, aquejados de todo tipo de males que no hacían otra cosa que seguir su consigna: Pedid y recibiréis.

         Pero no se trata de pedir sin mirar a quién, sino de pedir al que puede dar, al Dios que nos ha creado por amor y a quien nos lo ha dado todo con su Hijo, al Dios que es fuente de todo don. Es lo que había recordado Jesús: Si vosotros que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuanto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden!

         No nos equivoquemos de puerta al llamar, ni de destinatario al pedir, porque él debe ser el destinatario de nuestras peticiones. Si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará, nos asegura Jesús. La recepción del don se hace depender de una sola condición: que pidamos al Padre en nombre de Jesús.

         Pero ¿qué significa esto de pedir en su nombre? ¿Significa tal vez añadir a nuestra petición una fórmula conclusiva, como la que utilizamos en la liturgia oficial de la Iglesia: Te lo pedimos por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos? ¿Bastará con este broche para poder afirmar que hemos pedido en el nombre de Jesús?

         No me lo parece. De hecho, la fórmula que cierra nuestras oraciones litúrgicas ponen broche a un contenido, a una petición que tiene que estar en sintonía con la voluntad de aquel en cuyo nombre pedimos. Se supone que las oraciones de la Iglesia lo están, pero nuestras peticiones particulares pueden no estarlo.

         Hay cosas que no podemos pedir en nombre de Jesús, como que baje fuego del cielo para que arrase a todos nuestros opositores. Esto es lo que le propusieron a Jesús sus discípulos a su paso por Samaria, donde no eran bien recibidos. Como les dijo el mismo Jesús en esa situación, ellos no eran conscientes del espíritu que les inspiraba ese deseo.

         Hay peticiones, por tanto, que no encontrarían respuesta satisfactoria por no ser del agrado de aquel en cuyo nombre se hacen. Pedir en nombre de Jesús es pedir como representantes suyos, como portadores y transmisores de su voluntad. Si esto es así, no podemos pedir en su nombre cosas que van contra esa voluntad.

         Esto no significa que tengamos que reducir nuestras peticiones al ámbito de los bienes espirituales, como el don de la paciencia o de la castidad. También podemos pedir cosas materiales, o las referidas a nuestro estado de salud física y mental (como la curación de una enfermedad o el pan nuestro de cada día).

         Pero tales peticiones hemos de hacerlas siempre en modo condicionado (si tal es su voluntad), porque no podemos tener nunca la certeza de que esa sea la voluntad de Dios en nuestra circunstancia particular.

         En lo que no caben equívocos, ni desviaciones, es en la petición de esos bienes, que están incluidos en la misma promesa divina. Si Dios promete darnos la vida eterna, hemos de pedirla sin miedo a equivocarnos y sin resultar presuntuosos.

         Hasta ahora, nos dice Jesús, no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Tener a alguien que nos escucha ya es un gran motivo de alegría, y si ese alguien es nuestro Dios y Padre, con mucha mayor razón. Si recibimos de él lo que le hemos pedido, nuestra alegría será realmente completa.

         Pedir en su nombre parece indicar que podemos recurrir a él como abogado e intercesor ante el Padre. No obstante, Jesús aclara que el Padre mismo os quiere. Es decir, que no es que tengamos que acudir a su intercesión para vencer las resistencias de un Dios impasible y difícil de doblegar, pues la voluntad del Padre es amorosa y sensible a las necesidades de sus hijos, y se complace dando respuesta a sus peticiones.

         Dios Padre nos quiere por sí mismo. Pero también es verdad que nos quiere porque nosotros queremos a su Hijo y creemos que él salió de Dios. Al fin y al cabo, si somos hijos de Dios, y podemos dirigirnos a él llamándole Padre, es por el Hijo, pues somos hijos en el Hijo, algo que requiere fe en él y en su generación o salida filial del Padre.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 11/05/24     @tiempo de pascua         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A