Ámbito lúdico de la Vida


Preparando la nueva era post Covid-19, sin duda distinta a la anterior

Cieza, 1 diciembre 2020
Pascual Saorín, colaborador de Mercabá

            Con el ámbito lúdico de la vida voy a poner punto final a la serie de artículos que inicié tras el verano, encaminados a ofrecer algo de luz en el futuro que nos espera a medio y largo plazo. En este momento en el que empezamos a intuir que el año que viene puede ser el inicio del fin de la pandemia, es oportuno seguir reflexionando sobre la conveniencia o no de continuar con el mismo estilo de vida que teníamos antes de la misma.

            Si tras esta experiencia traumática no cambia nada en nosotros ni en nuestras culturas y sociedades, podremos presumir de haber vencido a una plaga, pero sucumbiremos a una enfermedad mucho más grave: la de la indiferencia ante los millones de personas que han sufrido e incluso fallecido en tiempo. Tanto dolor habrá sido el vano; todo el esfuerzo encaminado a superarnos como especie, lejos de hacernos más humildes y sabios, nos habrá hecho más orgullosos, insolidarios e impulsores de las crecientes desigualdades.

            Al mundo asiático le está resultando mucho más fácil adaptarse a esta nueva realidad. Su mentalidad confucionista y taoísta le capacita para ello, aunque tenga que sacrificar gran parte de la dimensión lúdica de la vida.

            La capacidad de resiliencia y el espíritu de sacrificio hacen que la disciplina social, tan natural en Asia, sea un acto heroico en las sociedades occidentales, incapaces de sacrificar las relaciones sociales, el tiempo libre o la diversión, en aras de los más débiles. Una vez tras otra vemos como los confinamientos en Occidente no son más que una especie de tensión social reprimida que, una vez liberada, explota de forma compulsiva llenado calles y comercios para tratar de apagar el grito de soledad latente en cada cierre perimetral o confinamiento.

            En Occidente está ocurriendo algo muy grave que no queremos ver. El homo ludens ha terminado eclipsando bajo la tiranía de lo lúdico, la dimensión social, comunicativa y laboral. A veces da la sensación que únicamente se vive para descansar o divertirse, convirtiendo en resto de ámbitos en experiencias incómodas y molestas.

            De esta manera, no son pocas las personas que no viven, sino que sobreviven a la familia, la educación o el trabajo, convirtiendo sus vidas en una especie de purgatorio (cuando no infierno) que hay que soportar para entrar en el paraíso, un paraíso reducido a las fiestas, los fines de semanas o las vacacionales. Si en Asia se vive para trabajar, en Occidente se trabaja para vivir. Si Oriente peca de la triste tendencia a amputar de la la vida el descanso y el ocio en función de un dudoso desarrollo económico (y vaya si lo están logrando), en Occidente pecamos justo de lo contrario.

            Con esto llegamos a una suerte de boomerang o karma que devuelve a Occidente las consecuencias de la guerra del Opio que aconteció en el s. XIX. Si en aquella guerra se sometió a China convirtiéndola en adicta a aquella droga, Asia devuelve el golpe exportando a Occidente un "nuevo opio", esta vez en forma de incontables productos de consumo que Occidente reclama compulsivamente para saciar el vacío interior, social, cultural, político y me atrevería a decir que incluso espiritual, que la inunda. Occidente se ahoga en su propio vómito, un vómito hecho con toda suerte de productos made in China, entre otros países.

            Es indudable la necesidad que el ser humano tiene de desarrollar la dimensión lúdica de la vida. Sin el juego, sin el arte o la oración se podría decir que el ser humano queda incompleto. Todos podemos imaginar el resultado de sobredimensionar cualquiera de los ámbitos de la vida de los que hemos venido hablando.

            Por recordarlos, diremos que el ser humano es un ser social, comunicativo, laboral y lúdico. Lo ideal es tender hacia una armonía entre ellos. De lo contrario, al igual que resulta estéticamente grotesco y biológicamente inviable una persona con una cabeza el doble de grande que el cuerpo o con unas extremidades desproporcionadas, nos resulta claramente insoportable una vida en la que uno o algunas dimensiones fagociten a las demás.

            Pongamos unos ejemplos. En Japón existe el término karoshi para referirse a la muerte por exceso de trabajo. Detrás de esta tragedia está una persona que ha sido inducida a sacrificar sus relaciones sociales, su tiempo libre e incluso su misma formación en función de la producción y el rendimiento. Este hecho sin duda es extremo pero real.

            A muchos occidentales nos resulta muy difícil de entender la laboriosísima vida de trabajo y el sacrificio personal que muchos orientales hacen en su afán de llegar a la cima, tal vez porque al estar tanto tiempo sentados sobre ella hemos perdido la capacidad de valorar el enorme esfuerzo de nuestros padres y abuelos para traernos hasta la misma.

            En Occidente se está dando un fenómeno similar al de oriente, aunque el ámbito que se dimensione no sea el laboral, sino el lúdico. Aunque hay que valorar positivamente la capacidad productiva del mundo desarrollado, habría que empezar a reconocer como una anormalidad social la pulsión que lleva, sobre todo a los jóvenes, a buscar la fiesta de forma compulsiva, generalmente por la noche y habitualmente consumiendo grandes dosis de alcohol y drogas. En la misma línea podemos considerar el notable aumento de los juegos de azar o las compras descontroladas como síntomas de una sociedad enferma.

            Cuando el trabajo se convierte en un simple instrumento para lograr el dinero que luego nos permita la diversión, se está privando al mismo de su riqueza social y creativa, y de su contribución a nuestra autoestima y autonomía personal. Como estos valores son los que realmente hacen plena la vida, una vez desgajados del trabajo o de la comunicación o de la familia y los amigos, son erróneamente buscados única y exclusivamente en la dimensión lúdica.

            Es innegable que uno de los elementos de socialización es el tiempo libre, el juego o la fiesta que condensa la eternidad en unos momentos concreto que nos abren a la gratuidad. Esto es algo esencial en el ser humano, qué duda cabe. Ahora bien, ni la dimensión lúdica es el cimiento de nuestra vida ni mucho menos el único ámbito de la misma.

            De igual modo que se pueden hacer amigos en una fiesta, la fiesta es tal porque es celebrada con los amigos o con la familia. Nos podemos comunicar en torno a una terraza tomándonos un café o unas cervezas, pero ese tiempo alcanza su plenitud cuando se hace con la familia o los amigos. Por eso no buscamos a extraños para salir de fiesta, cosa que por desgracia sí ocurre en países como Japón, donde literalmente se alquilan amigos e incluso novias por horas.

            Cuando el ocio no sólo es el contrapeso del negocio, sino que se convierte en el único valor de la vida, todo se trivializa, porque la dimensión gratuita y lúdica no es capaz por sí sola de garantizar la plenitud de la existencia; necesita siempre de las demás dimensiones. Tal vez, una vida excesivamente cómoda, que ha perdido el sentido del sacrificio y del esfuerzo personal, es una vida abocada a la inmadurez. Se pierde así la creatividad no solo para convivir, dialogar y trabajar, sino también para vivir la gratuidad y el tiempo regalado.

            Por eso muchas de las fiestas que hoy vemos están más cerca de las viejas bacanales y orgías de los imperios decadentes que de sociedades realmente esperanzadas y solidarias. Como dicen muchos mayores, la juventud de hoy no sabe divertirse. En realidad, no es un problema de la juventud, sino de una sociedad en general adormecida, tibia y frágil que busca en el ocio una evasión de la realidad y no una celebración de la misma.

            No es de extrañar que todo lo que tenga que ver con la liturgia de la vida esté en crisis, bien por un déficit de asistencia o por la tentación de convertirla en refugio y trinchera con la que hacer frente a un mundo al que sentimos cada vez más hostil. Si por un lado es evidente el desinterés de gran parte de la juventud por la oración y la liturgia, por otro vemos como mucha de la aparente unción con que se celebra hoy en no pocas iglesias está más cerca del postureo que de una verdadera celebración vital.

            A esto lo ha llamado el papa Francisco I "nueva mundanidad", no porque el humo del diablo se haya metido en la Iglesia, sino porque tal vez no lo dejemos salir al mezclarlo con los inciensos y demás arqueología litúrgica en unos ambientes cerrados e incomprensibles para la mayoría de la cultura actual.

            Tendríamos que recuperar una dimensión lúdica de la vida sana e integradora. Hemos de aprender a vivir los tiempos de gratuidad sin desgajarlos de los demás ámbitos de la vida, convirtiéndolos al mismo tiempo en expresión celebrativa de la existencia y en fuente de la misma.

            Este es el verdadero sentido de la liturgia, una liturgia renovada que sepa expresarse en los nuevos lenguajes, sin perder ni su identidad ni su sentido original. No es fácil porque toda celebración es expresión de que lo somos, y una sociedad trivial, débil y superficial está muy tentada de festejar y celebrar de la misma manera. Por eso muchas de las formas de diversión nos parecen tan tristes, a poco que las miremos con profundidad y sinceridad.

            Pero también es cierto que, si somos capaces de renovar el tiempo de fiesta, dándole la importancia que tiene y tratando de no trivializarlo, toda celebración bien preparada y vivida está cargada de un enorme potencial transformador. La dimensión lúdica de la vida no sólo expresa la existencial tal y como es, sino que también tiene la capacidad de transformarla, dinamizarla y renovarla con más fuerza que otros ámbitos.

            Por eso las reformas y renovaciones de las religiones suelen comenzar por su liturgia antes que por sus dogmas o teorías; y por eso es tan importante cuidar la liturgia desde que somos niños, enseñando a celebrar, a respetar los símbolos, los tiempos, objetos o personas sagradas. Cualquier fiesta tiene el potencial no sólo de hundirnos en la miseria, sino también de transformarnos y renovarnos interiormente para que todo cambie.

            No debemos esperar el día en que el Covid-19 acabe para festejar el triunfo de la vida sobre la muerte. Aprendiendo a celebrar también la muerte y los pequeños éxitos, en la denodada lucha de la humanidad contra esta pandemia, encontraremos la fuerza y energía suficientes para anticiparnos al éxito final. Porque celebramos no sólo los acontecimientos que pasaron, sino también los que están por venir.

            La celebración está por encima del tiempo y del espacio; nos sumerge en un más allá estando todavía en el más acá. Por eso es posible soñar que entre tanta superficialidad y desorientación es posible un momento para contemplar, crear e incluso para orar.

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 Act: 01/12/20          @noticias del mundo             E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A