Decir la Verdad
Querétaro,
3 junio 2024 Cierta vez ayudé en la entrega de premios en una fiesta de cumpleaños. Todos los niños iban disfrazados, pero en una esquina un pequeño se encogía y se recostaba sobre su mamá sin atreverse a dejar el espacio protector que ella le brindaba. Su disfraz era de lo más simpático, pues iba vestido todo de negro, con capa, antifaz y sombrero de vaquero. Señalé al pequeño con una gran sonrisa, y en público exclamé entusiasmado: —¡El niño vestido de vaquero, que venga por su premio! Pero él ni siquiera se inmutó. Volví a llamar al vaquero vestido de negro, pero no se movió. Mi esposa estaba sentada en una gradería cercana, con mis hijos, y me gritó advirtiéndome: —Claudio... ¡Es sordo, es sordo! Yo volví a llamar: —¡El vaquero de negro! Y mi esposa volvió a gritarme: —¡Es sordo! ¡Es sordo! —¡Pobre niño!, pensé, ¡tan pequeño y no escucha! Entonces me acerqué al pequeño gesticulando cada palabra, y haciendo señas con las manos para que me entendiera: —Te fe-li-ci-to. Es muy bo-ni-to tu dis-fraz. Y le entregué su premio. Al terminar la repartición, mi esposa y mis hijos se me acercaron. —¿Vieron al niñito sordo?, les pregunté. Y me gritaron al unísono: —¡¡El zorro!! —¿Cómo?, pregunté yo, sin comprender. —No es sordo, me explicó mi esposa, sino que el niño está disfrazado de El Zorro. Definitivamente, Dios nos enseña a través de caminos insospechados, y nos lleva de la mano sin que nos demos cuenta. Hace algunos años estuve en Costa Rica, y quise lucirme con mi tío Samuel, al que me unía un gran afecto. Me invitaron a dar una charla en la universidad, y yo le invité a que me acompañara. Por supuesto, lo senté en primera fila, para que no se perdiera un detalle. El salón estaba repleto de estudiantes, y con una tiza en la mano yo les hablaba de esto y de aquello, con la mayor elocuencia. De vez en cuando hacía una pausa breve, miraba a mi tío y él me sonreía complacido. Y yo continuaba la lección. Así fue por una hora, y al concluir nos marchamos. Camino a casa, le pregunté: —Tío Samuel, ¿te gustó la plática? Él se detuvo, y me contestó: —¿El qué?, llevándose las manos a los oídos. —Que si te gustó mi charla. —Ay, Claudio, ¡perdóname!, pero me dejé los audífonos en casa. Humildad, señores, humildad, porque a lo mejor con el tiempo acabaremos por comprender lo que de verdad agrada a Dios. Por puro amor. No necesitaremos otro motivo. .
|