Artículo de reflexión sobre
la materia, como parte de la realidad


Universo, Tierra, vida, hombre... con toda precisión e Inteligencia creadora

Zamora, 1 junio 2021
Antonio Fernández, licenciado en Filosofía

           Cuando los sabios bucean con sus estudios en el magma material de la Tierra, nos ofrecen la hipótesis de que “ya por su propia composición química inicial era, por sí misma y en su totalidad, el germen increíblemente complejo de cuanto necesitamos”. Tal como si todo estuviera dentro de un plan en el que entrara la plena suficiencia de recursos materiales para el desarrollo de millones y millones de aventuras personales.

           Con todo el tiempo necesario por delante, esa composición química inicial se tradujo en materia orgánica como soporte de la vida, multimillonaria en sus manifestaciones, unas con otras entrelazadas hasta constituir un comunidad de intereses a base de sus respectivas partículas elementales que conforman la arquitectura de los átomos, considerados por los antiguos las mínimas expresiones de la materia eterna.

           Ahora podemos creer que el micro mundo que representa el átomo, pudo ser el resultado de la unión de ínfimas partículas elementales ensambladas por la energía exterior según un preciso Plan de Cosmogénesis o de arquitectura cósmica concebida y diseñada con inigualable precisión. Pudo suceder que, en un momento del proceso, esa energía exterior, manifestación de una voluntad creadora, empujara a las miríadas de átomos a la condensación hasta formar el núcleo o huevo del universo que sirve de base a la Teoría del Big-Bang. Vendría luego la irrefrenable marcha hacia el ser de innumerables cosas, de más en más complejas, de más en más artísticamente conjuntadas y con clara vocación de allanar los caminos de una proyectada evolución.

           Desde esa perspectiva, y siguiendo a Teilhard de Chardin, es razonable admitir que, desde su propio nacimiento o creación, siguiendo específicas afinidades latentes en su misma razón de ser, los átomos cubrieron un superior estadio de evolución que fue la molécula, la cual, a su vez y siguiendo el impulso de secretas afinidades, se asoció a otras entidades materiales para formar la mega molécula, paso previo a los complejos orgánicos, que resultarán ser el soporte material de la vida. Este fantástico misterio de la vida, presente en una simple célula, aún no está suficientemente clarificado por la ciencia; tampoco es explicable la aparición del pensamiento, culminación de un largo proceso en que las virtualidades de los complejos orgánicos hubieron de conectar, adecuadamente y en el momento preciso, con un Plan general de Cosmogénesis que el camino a la vida y al pensamiento de las más privilegiadas criaturas... de forma que ya pueda vivir, pensar y obrar en libertad.

           Efectivamente: la vida resultó como una sinfonía magistralmente orquestada pero necesitada de una cierta sublime nota: la libertad, tesoro inconcebible fuera del ámbito de la Inteligencia, a su vez, suprema expresión de vida.

           La Tierra se ha hecho moldeable a través de una Inteligencia que, incluso, puede llegar a destruirla. Pero la Tierra, la madre Tierra, es fuerte y previsora tanto que, con el necesario tiempo por delante y con el indudable concurso de la Energía Exterior, es capaz de enderezar los renglones que tuercen sus inquilinos y demostrar ser la suficiente despensa en recursos materiales: no entran en sus planes ni las hambres ni las catástrofes artificiales (las épocas de penuria pudieron haber sido y pueden ser resueltas si el afán de acaparamiento, torcido hijo de la libertad, no se hubiere enseñoreado de tal o cual época o región hasta resultar el disparate de que menos de una décima parte de la Humanidad acapare el ochenta por ciento de alimentos y otros recursos materiales).

           Pudiera pensarse que, paralela a la historia de la Tierra, se acusa el efecto de una Voluntad empeñada en que los hijos de la misma Tierra aprendan a valerse por sí mismos en un irreversible camino de autorrealización.

           Los sabios aseguran que tal proceso de autorrealización se hace ya evidente en los diversos estadios de la evolución química, resultado de tal particular y constructiva reacción entre éste y aquel otro elemento. Tanto más en la tendencia que a cumplir un preciso destino manifiestan los seres vivos a los que, ya sin rebozo, se les puede aceptar como protagonistas de una fantástica y coherente intercomunicación planetaria.

*  *  *

           En esta apreciación general, y considerando materia a la res extensa o cosa medible en función de su forma (lo que, según Aristóteles, le da a esa cosa una diferenciada entidad, en cuerpos de distintas magnitudes), hablan los cartesianos que, en lugar de una forma constituyente, lo que hay que hacer es asociar dicha res extensa con la res cogitans (lit. cosa pensante), de la que ya había hablado Renato Descartes. A lo más pequeño los antiguos lo llamaron átomo, cuya masa las nuevas tecnología nos muestran como un conjunto de partículas subatómicas singularmente asociadas en un conjunto (masa bariónica) de lo que los científicos llaman bariones, a su vez compuestos por quarks (o partículas elementales).

           El citado Descartes habría identificado con su res extensa a esa materia bariónica de la que, al parecer, están constituidos todos los seres visibles o medibles, desde la partícula elemental a una estrella, pasando por todos los integrantes de nuestros mundos mineral, vegetal y animal, pequeña parte de un universo del que conocemos tan poco puesto que se nos presenta en lo que un Teilhard de Chardin calificó de 3 misteriosas infinitudes: lo infinitamente grande, lo infinitamente pequeño y lo infinitamente complejo. Una deslumbrante maravilla de una ingeniería cósmica en la cual resulta absolutamente bobo y pretencioso apuntar la posibilidad de cualquier efecto sin una previa causa, o prescindir llegar hasta el Uno Eterno e infinitamente Poderoso, Principio y Fin de cuanto existe.

           Puesto que no es de lugar extendernos en un terrenos en el que nos sentimos absolutamente bisoños, sí que nos toca apuntar que es ahí en donde se inicia una maravillosa realidad cuya totalidad mantiene un secreto que la más avanzada ciencia no llega más que a suponer: son las teorías de aquí y de allá que nos llevan hasta la “filosofía de la cosmología”, que viene a ser el arte de pensar sobre lo absolutamente desconocido dejando adivinar el punto de destino a cada uno de nosotros, lo que obviamente es como si hubiéramos de ir a ninguna parte.

           Desde el principio de los tiempos, los más curiosos de los humanos se han preguntado sobre si toda la materia o sustrato material tenía un principio único o tenía diversas fuentes. Que dicho sustrato sea uno o varios principios materiales (aire, fuego, tierra y agua) fue cuestión planteada por algunos de los antiguos filósofos de los que se tiene noticia; diversidad de criterios que, en el ámbito de la perenne discusión académica, llevó a otros a defender la suposición de que el principio de la materia era algo indeterminado e inconsistente, una especie de no-ser (es decir, la nada).

           Marginando lo que no deja de ser un antiquísimo anticipo de no pocas estériles confrontaciones académicas de la actualidad, a efectos de centrar la cuestión en lo que se dice o se cree actualmente de la realidad material, fijamos nuestra atención en la llamada Teoría Atomista de la antigüedad, puesta de actualidad por el mecanicismo racionalista de los s. XVII y XVIII, que algunos toman como base de ciertas modernas teorías sobre el principio y fin del universo tomando como perspectiva para explicar la realidad como “conjunto de materia, leyes materiales, movimiento y determinismo”.

           Para llegar a tal suposición han obviado cualquier referencia a una energía primordial e, incluso, al apunte aristotélico de que la característica fundamental de la materia es la receptividad de la forma. La materia puede ser todo aquello capaz de recibir una forma. Por eso, ante todo, la materia es potencia de ser algo, siendo el algo lo determinado por la forma. En función de este concepto hay tantas clases de materias como clases de formas capaces de determinar a un ser. Puesto que el movimiento consiste en un cambio de forma de la sustancia, el movimiento se explica en función de la materia como potencia y el acto como forma de determinación de la sustancia.

           El materialismo, es decir, la doctrina que otorga a la materia una absoluta autosuficiencia, pretende convencernos de que todo lo que percibimos por los sentidos e, incluso, apreciamos por nuestra capacidad de entendimiento y reflexión tiene su indiscutible base en esa masa o materia que “no ha sido creada de la nada, sino que existe en la eternidad y que el mundo y sus regularidades son cognoscibles por el humano, ya que es posible demostrar la exactitud de ese modo de concebir un proceso natural, reproduciéndolo nosotros mismos, creándolo como resultado de sus mismas condiciones y además poniéndolo al servicio de nuestros propios fines, dando al traste con la (cosa en sí, inasequible) de Kant”.

           Poner las observaciones, más o menos razonadas, al servicio de nuestros propios fines es lo que hoy se entiende como Principio Antrópico, cuyo significado, en interpretación corriente, viene a ser: todo lo que se ve es del color del cristal con que se mira”, a lo que un científico de la talla de Weinberg (Premio Nobel de Física 1979), objeta con conocimiento de causa y buen sentido común:

“A veces los argumentos antrópicos equivalen a la afirmación de que las leyes de la naturaleza son las que son para nuestra existencia, sin más explicaciones. Esto parece ser no mucho más que un galimatías. Por otro lado, si realmente hay una cantidad enorme de mundos en los que algunas constantes toman valores diferentes, entonces la explicación antrópica de por qué en nuestro mundo estas constantes toman valores favorables para la vida es sólo sentido común, como explicar por qué vivimos en la Tierra más bien que en Mercurio o Plutón. El valor de la constante cosmológica recientemente medido mediante el estudio del movimiento de supernovas distantes está en el rango que cabría esperar de este tipo de argumentaciones: es justo lo suficientemente pequeño para no interferir en la formación de las galaxias. Sin embargo, todavía no conocemos lo suficiente de física para decidir si realmente existen diferentes partes del universo donde lo que habitualmente llamamos constantes de la física toman valores diferentes. Ésta no es una pregunta sin esperanza; seremos capaces de responderla cuando conozcamos algo más de la teoría cuántica de la gravedad de lo que conocemos en la actualidad”.

           Respecto a la Teoría Cuántica de la Gravedad, es importante resaltar que, de ella, se ha hecho la introducción a los más acreditados estudios y observaciones, tanto sobre lo inmensamente grande (el universo) como sobre lo inconcebiblemente pequeño cual es el mundo de las llamadas partículas elementales. Fue el científico alemán Planck quien descubrió un extraño paralelismo entre las leyes cósmicas y las que rigen en los campos atómicos y subatómicos, en cuya composición e interacciones observó formas de energía que mueven y objetivan a las más elementales entidades físicas a los que llamó cuantos y presentó como objetivo fundamental de una parte de la física: la Mecánica Cuántica, revolucionaria novedad científica que facilita el conocimiento de la compleja fenomenología del átomo, de su núcleo y de todas y cada una de las partículas elementales, cuyo estudio sigue constituyendo un apasionante desafío para los científicos de vocación.

           Estos científicos de vocación son los mismos para los que carece de sentido imaginar un cosmos invadido por una materia absolutamente amorfa y a expensas de que le preste un sentido el caos, que algunos han pintado como azar providente” (los torbellinos de átomos de que, recordando a Demócrito, habla el fundamentalismo materialista).

           Los materialistas, desde Demócrito hasta nuestros agnósticos, han pretendido salvar la encrucijada presentando a ese azar como una especie de Dios abstracto capaz de acertar con la única salida en el laberinto de lo inconmensurable con millones de escapadas, de las cuales una sola sería la probablemente eficiente para (en el paso siguiente) reanudar el ilimitado juego de lo inconmensurable. Hasta ahora la ciencia no ha prestado base alguna a tal aventurada suposición. Confluyen, en cambio, 2 creencias que antaño se presentaron como antagónicas: la Creation ex Nihilo y la Evolución de lo simple a lo Complejo (en un elaboradísimo, y casi milagroso, proyecto de cosmogénesis).

           En una atrevida extrapolación de lo apuntado por el libro del Génesis, y sin ningún atropello a la lógica, cabe apuntarse a una historia del universo al estilo de:

“En principio, el universo era expectante y vacío; las tinieblas cubrían todo lo imaginable mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de lo inmenso. El Espíritu de Dios es y se alimenta por el amor. Dios, el ser que ama sin límites, proyecta su amor desde la eternidad a través del tiempo y del espacio. Y producto de ese amor fue la materia primigenia expandida por el universo, por y entre raudales de energía: Dijo Dios: haya luz, y hubo luz”.

           Es entonces cuando tiene lugar el 1º (o 2º) acto de la creación: el acto en que la materia primigenia, ya actual o aparecida en el mismo momento, es impulsada por una inconmensurable energía a realizar una fundamental etapa de su evolución: lo ínfimo y lo múltiple se convierten en millones de formas precisas y consecuentes. Lo que había sido (si es que así fue) expresión de la realidad física más elemental, probablemente, logra sus primeras individualizaciones a raíz de un centro o eje que, al parecer, ya han captado los ingenios humanos de exploración cósmica: un momento de compresión o explosión que hizo posible la existencia de fantásticas realidades físicas inmersas en un inconmensurable mar de polvo cósmico o de energía granulada. La decisiva primera etapa hubo de realizarse a una velocidad superior, incluso, a la de la misma luz (fenómeno físico que, según Einstein, produce en los cuerpos el efecto de aumentar y acomplejar su masa).

           Desde el 1º momento de la presencia de la más elemental forma de materia en el universo, se abre el camino a nuevas y cada vez más perfectas realidades materiales, todo ello obedeciendo a una necesaria Voluntad y siguiendo un perfectísimo Plan de Cosmogénesis. Se trata del plan de Aquel que ama infinitamente e imprime amor a cuanto crea, mantiene y anima. Y lo hace según una lógica y un orden que él mismo se compromete a respetar.

           En consecuencia, y con sus respectivos caracteres, la acción y etapas que requiere dicho Plan de Cosmogénesis supera barreras y logran progresivas parcelas de autonomía en las distintas formas de realidad. En ese intrincado y complejísimo proceso son precisas sucesivas uniones (¿reflejo de ese Amor Universal que late en cuanto existe?) o elementales expresiones de afinidad, primero, química, luego física, biológica más tarde y espiritual al fin. Al respecto, conviene recordar la respuesta al periodista Sullivan del propio Planck, a la pregunta de “¿cree usted que la conciencia puede ser explicada en términos de la materia y sus leyes?”. En efecto, como explicó el mismo Max Planck, fundador de la Física Cuántica:

“No, la conciencia no puede ser explicada en términos de materia, pues la conciencia es algo fundamental. Yo considero que la materia deriva de la conciencia, y todo aquello de lo que hablamos, o que consideramos que existe, postula la conciencia...

Como hombre que ha dedicado la vida entera a la más clara y superior ciencia (al estudio de la materia), yo puedo decirles lo siguiente, como resultado de mi investigación acerca del átomo: No existe la materia como tal. Toda la materia se origina y existe sólo por la virtud de una fuerza la cual trae la partícula de un átomo a vibración y mantiene la más corta distancia del sistema solar del átomo junta. Debemos asumir que detrás de esta fuerza existe una mente consciente e inteligente. Esta mente es la matriz de toda la materia”.

           Desde la misma perspectiva, y con plena conciencia de lo mucho que falta para desentrañar cualquiera de los grandes misterios a los que se enfrenta el afanoso observador, el matemático y físico alemán Max Born (Premio Nobel de Física en 1954) ha dejado escrito:

Hemos llegado al final de nuestro viaje por los abismos de la materia. Buscábamos un suelo firme y no lo hemos encontrado. Cuanto más profundamente penetramos, tanto más inquieto, más incierto y borroso se vuelve el universo.