La Vida como Servicio


Reconfigurar la Vida, una forma de diseñar el futuro tras el Covid-19

Cieza, 1 noviembre 2020
Pascual Saorín, colaborador de Mercabá

          La larga batalla contra el Covid-19 está poniendo a prueba la capacidad de resiliencia de no pocos jóvenes. Los disturbios que a finales de octubre se han venido produciendo en diferentes ciudades de Europa (no parece que sea extensible a Asia), muestran una juventud que parece haber llegado peligrosamente al límite.

          Los menos agresivos canalizan su malestar en fiestas privadas donde nunca falta el alcohol; pretenden así continuar encerrados en su burbuja, ajenos al mundo que se derrumba ante sus ojos tragándose con él su futuro. Otros, más agresivos, asaltan tiendas, pero no para robar comida, sino ropa o productos de marca bajo el pretexto de luchar contra una sociedad consumista a la que odian con la misma pasión que anhelan.

          Uno no puede dejar de preguntarse qué mundo surgiría después de este tiempo de pandemia si toda esa energía se canalizada de otra forma, no para autodestruirse o destruir, sino para servir y trabajar poniendo los cimientos de una nueva sociedad.

          Existe una dimensión de la vida que es la que nos permite prolongar con nuestras obras aquello que somos: lo que hemos recibido de la familia que nos convocó a la vida y de la comunidad que nos formó, y lo que, una vez asimilado a través de la cultura y la educación, somos capaces de recrear con nuestra imaginación y nuestras manos para procurar un mundo mejor. Esta dimensión se fundamenta en la necesidad de vida, justo lo contrario que experimentamos ante un virus que la erosiona o directamente la finiquita.

          Somos seres deficitarios de vida; por ejemplo, necesitamos comer todos los días. No poseemos la vida en nosotros mismos, sino que la experimentamos como algo que se nos escapa. Nuestra existencia está configurada no como una realidad estática y permanente, sino como una dinámica que tiene que constituirse de continuo. El hombre necesita sostener, cuidar, proteger, alimentar, y para ello tiene que actuar.

          Esto hace surgir de nosotros la libertad, es decir, la capacidad para decidirnos hacia nosotros mismos. No sólo se trata de estar aquí, sino de soñar y trabajar por estar en otro sitio. Esto es lo que genera libertad y no servidumbre.

          El problema es que la libertad se hace consciente de que, haga lo que haga, nunca es suficiente para sostener al sujeto, porque somos mortales. La libertad se produce en un sujeto que es deficitario, que se deshace; la libertad no tiene recursos para sostener y alargar la vida. Esto se percibe no sólo frente a la muerte, sino también frente a toda aspiración legítima, difícil o imposible de lograr.

          En el relato de la creación, cada una de las realidades tiene un espacio propio al lado de otras realidades. La limitación de cada realidad está ordenada a la armonía del todo. Sin limitación no hay encuentro, sino ensimismamiento. La impotencia para darnos ser a nosotros mismos es un espacio para el encuentro, un lugar para recibir y dar y no un abismo ante el que solo cabe aislarse o rebelarse violentamente.

          Hay formas de intentar dominar estos espacios. Las más recurrentes son el poder y el dinero. El poder nos hace sentir dominadores de la realidad hasta hacerla a nuestra imagen, aunque para ello debamos negar la evidencia de la muerte como si no existieran límites. Al ser esto una fantasía que cobra vida, nunca habrá suficiente poder; la impertinente aparición de nuevos límites nos obliga y hace adictos al él Esto es terrible en el ámbito de la política y también de la familia. El dinero es una estrategia del poder: la subyugación de los demás a través de la exhibición del propio ser mediante elementos artificiales como billetes, tarjetas de créditos o artículos de lujo.

          La forma en la que yo afronto la limitación es importante. Toda limitación está dada para el encuentro, para el amor; pero al negarla, lo que era un espacio de encuentro aparece como un espacio de confrontación, dominio o humillación. Es en este contexto en el que hay que encuadrar la dimensión eclesial de la diaconía, no pensada como una acción que nace del hombre, sino como acción divina.

          Lo que tiene de especial la acción de Dios en el mundo, que no tiene la nuestra, es que a Dios no le es necesaria para su ser, mientras que nosotros necesitamos actuar para poder ser. La creación es un acto gratuito de Dios: no está sometido a una lógica instrumental (hacer algo para lograr otra cosa) sino que proviene de la lógica de la exuberancia del ser, no de la necesidad. En la lógica del ser por el ser, sin necesidad de un “por qué”.

          La que podríamos llamar libertad de Dios se ejerce como pura suscitación de vida. Esto puede hacerlo porque el ser de Dios es eterno; no pasa por el drama de sentir que se pierde si se da... es su forma de ser. Ciertamente nos cuesta entender la exuberancia de esta donación divina, que no es un acto puntual, sino una forma de ser continua. Esta donación gratuita y exuberante es lo que fundamenta la dimensión diaconal (servicial) de la vida.

          La dimensión de la diaconía se revela en la historia de Jesús de Nazaret, que no vive para sí sino para que los otros tengan vida. ¿Por qué puede Jesús vivir así, incluso en la muerte? Porque cree en la resurrección. Es esta una experiencia ontológico-filial, no psicológica. Jesús sabe que llega a sí mismo en un continuo desde la paternidad de Dios, que no es el deísmo (hacerlo hijo y dejarlo ahí).

          Se trata de un núcleo de su identidad. No hace falta que Jesús pensara en su resurrección, porque lo esencial es que está siendo constituido de continuo. Por ello en Getsemaní llama a Dios “Padre”. Esto le permite vivir diaconalmente. En Jesús aparece vencida la muerte, no porque haya más allá sino porque está habitado con un arraigo de vida del Padre para él. Cristo aparece en el mundo como un punto limitado que define la vida de cada punto limitado de la creación como vida para la exuberancia, para dar de sí, para el amor.

          Dando la vida participamos en la verdad de la vida. Cristo define una forma de ser en la que todo (al participar del don) entraría en una unión sostenida por la divinidad. Hemos sido liberados para la libertad, pero libertad para amar. Nuestra necesidad de vida se resuelve en una forma diaconal de vida.

          El ser humano tiene que descubrir que, ante el límite, la realización no consiste en ensanchar el poder, sino asociarse en los límites a los otros, dando de sí y recibiendo. Vivimos en el miedo a perder la vida; el miedo y el poder atraviesan la esencial del hombre. La misma lógica sacramental de la Iglesia está herida por el miedo a perderse, y por la riqueza. Pero el miedo a la muerte queda vencido por la lógica del amor, cosa que para san Pablo ocurre cuando recibimos el Espíritu.

          El poder no es negativo, sino algo bueno que ha sido creado por Dios. El poder de Dios se ejercita no como dominio instrumental para darse vida, sino como separación y colocación de las cosas para que den de sí en su conjunto. El poder de Dios genera que cada realidad se encuentre a sí misma.

          Otra dimensión del poder de Dios es que Dios tiene poder sobre su poder: no hace más (descansa) para que el otro pueda hacer. Dios deja espacio para la acción de aquello que ha hecho. Esta cualidad es fundamental. Estar creados a su imagen nos empodera para dar de sí lo mejor de nosotros mismos. El poder no es malo; hay que ejercerlo. Ahora bien, Dios limita su propio poder. A esta limitación la podemos llamar mansedumbre; es lo que permite dejar al otro ser él mismo para generar relaciones fraternas y no sometimiento.

          El problema no está en el poder, sino en la forma de poder. Un poder que no acepta los límites tiende a extenderse. Pero cuando no hay miedo a la muerte, porque se acepta el límite, el poder se autolimita para entrar en relación recibiendo más de lo que es capaz de hacer.

          La diakonía nos enseña que sólo podemos ser servidores en la medida en la que nos identifiquemos con la filiación del Hijo, siendo sostenidos por la acción fraternal de Dios. No hemos recibo un espíritu de esclavos, sino de hijos (Rom 8, 15). Somos libres para amar (Gál 5, 1-22).

          El sacrificio no es otra cosa que la apertura a que las otras cosas tengan vida a costa de mi vida, pero no de mi destrucción, pues esta destrucción no es última ni real al estar habitado por la paternidad de Dios. Por decirlo de alguna manera, es un sacrificio no aniquilador.

          En el cristianismo tenemos un problema grande cuando separamos las motivaciones para la acción de la estructura espiritual de esa acción. Sólo en la filiación se deshace lo que nos impide entregarnos. Por eso lo primero no debería ser la ética, sino la participación en la filiación.

          El hombre y la Iglesia se convierten en sacramento de la diaconía y del amor de Dios. aceptamos que somos pueblo de Dios en camino con la humanidad en camino. Esto hace que nuestra sacramentalidad no sea prepotente como lo era el fariseísmo. El mismo evangelio habla indirectamente de cómo en la Iglesia la sacramentalidad es in fieri (en movimiento hacia sí mismo).

          El aprendizaje cristiano de la diaconía coincide y no se debe separar del aprendizaje de la mistagogia pascual. El aprendizaje en Cristo de la muerte, de la asunción de la limitación, se hace en la donación, no en una aceptación pasiva y resignada. Se trata de aprender a morir en tanto en cuanto nos vamos dando con la confianza de que estamos en el movimiento de Dios.

          Un problema que puede surgir es la ideologización de la diaconía. Somos diáconos no porque el mundo necesita que le ayudemos; si hacemos eso, dentro de unos años no habrá nadie que ayude porque el servicio habrá perdido su esencia, derivando en mérito y en acusación al que no sirve.

          El fundamento sacramental de la diaconía revela la gloria de Dios. Sin sacramentalidad se pierde la expresividad del ser. No se ayuda porque hay pobres o enfermos; la diaconía es la forma en la que somos, no sólo desde nosotros y para nosotros sino en relación, porque así es la vida de Dios.

          La diaconía no coincide con el voluntariado. En un padre, la diaconía es la paternidad y en una madre la maternidad, no sólo en ir a repartir comida a Cáritas. Cáritas no es la caridad de la Iglesia, sino una parte. El tema está en configurar la diaconía no como una parte, sino una dimensión configurante de la vida.

          Servir no es un aspecto más de la vida, sino una forma de ser. Deberíamos aprender de los límites que la pandemia nos está poniendo delante para transformar nuestra vida, no en compartimentos estancos o en puños que buscan el poder sino en libertades limitadas que viven desde lo más profundo la gratuidad de la vida desde la esperanza de alcanzar la plenitud.

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 Act: 01/11/20          @noticias del mundo             E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A