Confesar a Jesucristo en las plazas públicas

San Juan,.18.marzo.2024
Arzob.
.Peter.Hundt,.primado.de.Terranova

          Queridos hermanos, nuestra sociedad necesita a Cristo. Por tanto, necesita una Iglesia que esté plenamente presente en la sociedad. En una era marcada por el relativismo y la autonomía radical, Jesucristo necesita cristianos que "digan cosas verdaderas", como ya dijo en su día San Justino. ¿De qué otra manera, si no, vamos a llevar el evangelio a esta gente tan necesitada de Jesucristo, si no confesamos a viva voz el mensaje de conversión y renovación de Jesucristo? Como católicos, estamos llamados a defender en la plaza pública que lo que creemos es verdad. 

          No obstante, hemos de saber que vivimos rodeados de muchos que rechazan nuestras creencias. De ahí que debamos hacer un esfuerzo y abrirnos a un verdadero pluralismo que respete los desacuerdos, a menudo profundos, entre personas de diferentes religiones, ideologías y antecedentes. Por supuesto, esta cesión no debería inhibir nuestra proclamación del evangelio, ni dejar de perseguir con visión misionera aquello a lo que nuestro bautismo nos llama.

          A la hora de situarnos en la sociedad, los católicos debemos presentarnos como personas que defienden el bien común, para que nuestros semejantes constaten que lo que decimos es verdad. Y hemos de saber defender nuestro propio espacio público, así como nuestro derecho a diferir y no ceder ante lo que pueda ser políticamente aceptable. Estamos llamados, pues, a expandir libremente nuestra fe, desde los espacios públicos y no sólo desde los niveles privados.

          La plaza pública es un espacio idóneo donde podemos hacer reconocible nuestra perspectiva e identidad, así como un espacio donde podemos abrazar al resto de la humanidad, como hizo de forma completa Jesucristo en su encarnación. Es más, tenemos todo el derecho del mundo a hacerlo, como ciudadanos que pagan sus impuestos y obligaciones ciudadanas.

          Si no mostramos nuestra robustez religiosa en la vida social, o si renunciamos a las inmensas posibilidades que tenemos de hacerlo, el cristianismo puede que empiece a verse amenazado, como ya está ocurriendo en diversos campus universitarios y en diversos campos profesionales del país.

          El derecho a practicar la fe de forma pública, y a estar presente en la plaza pública como fieles católicos, forma parte del pluralismo ciudadano, y nos abre la puerta a contribuir a los debates sociales, y a estar en la esfera de construcción del bien común. El Papa Francisco resume bien la enseñanza católica en esta área, cuando dice que:

"Respetando la autonomía de la vida política, la Iglesia no restringe su misión al ámbito privado, sino todo lo contrario, pues no puede ni debe quedarse al margen en la construcción de un mundo mejor, despertando una energía espiritual que puede contribuir al mejoramiento de la sociedad. La Iglesia tiene un papel público más allá de sus actividades caritativas y educativas" (Fratelli Tutti, 276).

          Como ciudadanos, los católicos podemos ejercer nuestra religión en la plaza pública, en total libertad y para "hacer discípulos a todas las naciones" (Mt 28, 19). Si lo hacemos desde una vida plenamente sacramental, tras una intensa vida de oración, y a través de las obras de misericordia, realmente revelaremos la presencia de Jesucristo en el mundo.

          Aprovechar este momento de libertad religiosa significa fortalecer el carácter educativo de nuestras escuelas católicas, patrocinar los medios católicos de comunicación, invertir e innovar en atención sanitaria, multiplicar nuestras agencias sociales y organizar mejor nuestras obras de beneficencia. Para algunos católicos, también puede significar perseguir el bien común a través de la vida política, el periodismo o la infiltración en los medios de comunicación, teniendo en cuenta que "la caridad es el corazón espiritual de la política" (Fratelli Tutti, 187).

          Hoy en día, muchas diócesis canadienses han perdido gran parte de esta libertad, y se ven reducidas a una porción privada muy significativa de servicios, contentándose con satisfacer sus necesidades espirituales. Esto va contra el verdadero secularismo de la Iglesia, que pide expresar y manifestar la fe de los creyentes en las plazas públicas.

          Cuando nos involucramos en la plaza pública, como católicos, somos ante todo discípulos de nuestro Señor Jesucristo. Además, no somos nosotros solos los que actuamos, sino que lo está haciendo la Iglesia al completo, como cuerpo místico de Cristo.

          A la plaza pública estamos, pues, llamados, para confirmar con obras y palabras nuestra fe, para buscar nuevos adeptos y para luchar en el avance de lo que creemos que es verdadero y bueno, combatiendo la maldad y todo lo que amenace la dignidad humana con la que Dios nos creó. En resumen, cuando nos enfrentamos a lo que está mal, y es falso, estamos confesando la verdad, y al hacerlo estamos confesando a Cristo.

          La declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II pivotó la libertad religiosa en el reconocimiento explícito de la dignidad de la persona humana. La dignidad humana debe ser, pues, nuestra piedra de toque, porque al abrazarla tocamos a nuestro Señor Jesucristo, quien abrazó nuestra humanidad para nuestra salvación.

          Es deber imperativo de la Iglesia continuar manifestando la verdad del evangelio, profesar con renovado vigor evangélico la verdad de la encarnación y confesar a todos los vientos la resurrección del Señor. Sólo de esta manera las gentes podrán conocer los misterios de la salvación, podrán reconocer en ellos la figura de Jesucristo y podrán volver a la casa del Padre.

          Necesitamos defender una antropología centrada en Cristo, una humanidad dignificada por Dios y unos valores humanos que pasen por la igualdad radical entre las personas y la libertad religiosa.

          Esta gran obra requiere acciones diarias guiadas por el amor, la misericordia y un compromiso incansable con la verdad. De igual manera, profesar la encarnación de Jesucristo requiere abrazar cierto ascetismo, pues "él se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado" (Heb 4, 15), así como unas coordenadas rebosantes de alegría y esperanza.

          En definitiva, nuestra postura debe ser la del apóstol Pedro, que en aquel primer Pentecostés fue a la plaza pública de Jerusalén y empezó a gritar a plena voz, atrayendo a las gentes a Cristo. Estamos llamados, como Pedro, a dar cuenta explícita de la fe que hay en nosotros (1Pe 3, 15), a dejar que esa fe irradie a los demás a través de nuestras acciones, y a defender la verdad y el amor. No temamos dar testimonio de nuestra creencia en Jesucristo, porque él es el camino, la verdad y la vida.

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  Act: 18/03/24         @primados de la iglesia            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A